Beatriz Sarlo, contra el kirchnerismo
En la figura de Beatriz Sarlo, el kirchnerismo ha encontrado una de sus voces más críticas y opositoras.
Julio Bárbaro es un señor calvo de sesenta y nueve años, ojeras marcadas y bigote tupido. Vive en un cómodo departamento de la Recoleta, en Buenos Aires, donde acostumbraba recibir a Néstor Kirchner y conversar, escuchar música y tomar whisky. En 2003, cuando Kirchner asumió la presidencia de la República Argentina, hacía una década que eran amigos. Kirchner nombró a Bárbaro jefe del Comité Federal de Radiodifusión y le dio la orden de frecuentar a intelectuales que no fueran peronistas a fin de inaugurar un gobierno inclusivo. Fue así como la socióloga Beatriz Sarlo y el historiador Tulio Halperín Donghi, dos de los intelectuales más respetados del país, fueron un día a almorzar a la Casa Rosada con el presidente, la senadora Cristina Fernández de Kirchner y el jefe de Gabinete Alberto Fernández, además de Julio Bárbaro.
Kirchner comenzó el almuerzo comentando su gusto por el debate de ideas, sin sentarse, yendo y volviendo, hablando de pie. La conversación ya llevaba dos horas cuando Cristina expresó que Argentina carecía de intelectuales. Según ella esa falta se debía a que entre los treinta mil muertos y desaparecidos de la última dictadura (de 1976 a 1983) había una generación de pensadores. Beatriz Sarlo le recordó que la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas denuncia diez mil, entre muertos y desaparecidos, y siguió: «Creo que el crimen es tan horrible, independiente de haber sido diez mil o treinta mil. Pero no podemos asegurar que entre estos desaparecidos había grandes ideólogos. Simplemente no lo sabemos». El comentario tensionó la conversación y sirvió de prólogo para dos de las críticas que posteriormente haría Beatriz Sarlo a los Kirchner: revindicar ahora ideales que no defendían en la época de la dictadura, y rehusarse a considerar la violencia cometida contra los militares.
En 2008, Bárbaro rompió con la pareja de Kirchner y su mujer porque ellos «no dan órdenes, humillan». Ese mismo año, Alberto Fernández, el jefe de Gabinete, renunció por diferencias con el gobierno. Kirchner murió de un infarto en octubre de 2010, a los sesenta años, y Cristina Fernández de Kirchner y Beatriz Sarlo continúan en lados opuestos de la mesa, ahora más que nunca.
Beatriz Sarlo es, hoy, una de las ensayistas más respetadas de Argentina y tal vez de América Latina, sin embargo, en los últimos años, su figura se ha visto tironeada desde dos frentes. Por un lado, su voz se ha alzado como una de las más intensamente críticas al gobierno pero, a su vez, en un país donde la oposición está desmembrada, esa misma voz fue adoptada por sectores derechistas con los que ella nunca ha acordado, pero para los que aparece como una voz respetable y seria que se opone al kirchnerismo. Por su parte, los kirchneristas acusan a esta intelectual, que siempre fue provocadora y estuvo corrida a la izquierda, de ser una señora burguesa o aburguesada.
Y es ahí, en esa tensión y en esa paradoja, que se juega gran parte de la discusión intelectual y política hoy día en Argentina. Entender quién es y de dónde viene Beatriz Sarlo es, quizás, echar luz sobre esa complejidad: El kirchnerismo tal vez sea la mayor fuerza política surgida en Argentina en los últimos años. La presidenta tiene una gran popularidad y la oposición carece de líderes populares, no consigue atacar los puntos objetables del gobierno que, por otra parte, está en pie de guerra con los medios de comunicación. Las diferencias entre los periódicos argentinos son notables: Página/12 y Tiempo Argentino apoyan al gobierno; Clarín y La Nación, en los que Sarlo escribe, se oponen.
CONTINUAR LEYENDOSarlo, por ejemplo, considera que el kirchnerismo reavivó el debate sobre derecha e izquierda para crear una división ideológica en el país, según la cual quien no está con el gobierno está contra él. Elogia los juicios a los militares de la última dictadura —1976-1983—, que propició el kircherismo, pero dice que, a diferencia de lo que sostiene el partido gobernante, no fueron los primeros en llevarlos a cabo: «Alfonsín, dos años después de la dictadura, juzgó a las Juntas Militares. Esto sí que es tener huevos de acero». Le molesta la excesiva intervención en la economía y la falta de transparencia en las altas decisiones. Acusa a los Kirchner de falta de espíritu democrático por sus constantes ataques a los medios de comunicación que los critican y señala que las referencias explícitas a las escenas de su drama familiar —la muerte de su marido— son un acto populista por parte de la presidenta.
En los últimos días, el nombre de Beatriz Sarlo está en la primera plana de todos los diarios. A treinta años de la Guerra de las Malvinas, y en medio de una tensión creciente por el reclamo de soberanía de Argentina sobre las islas, Beatriz Sarlo firmó, junto a otros intelectuales, constitucionalistas y periodistas (Jorge Lanata, Juan José Sebreli, Emilio de Ípola, José Miguel Onaindia y Luis Alberto Romero, entre otros), un documento en el que se reclama que se revise la posición del gobierno en su reclamo, haciendo hincapié en la necesidad de tener en cuenta el derecho de autodeterminación de los isleños. «Queremos que se abra el debate, que las Malvinas no sea una cuestión nacional sagrada. Cuando se convierte en una cuestión nacional sagrada, no se puede sentarse a negociar», dijo el día 23 de febrero pasado en un programa de televisión llamado Código Político, que transmite la señal de cable TN.
Beatriz Sarlo tiene aspecto serio. Es muy delgada y usa tacos altos para disimular sus 1.54 metros de estatura. El maquillaje es un tono más oscuro que el de su piel. Alguna vez usó el pelo largo, y bien corto estilo masculino y hasta tintura verde. Hoy su rebeldía se manifiesta usándolo de su color natural, blanco, estilo Chanel.
Un viernes, no hace mucho, se puso botas negras y blazer lila floreado para dar una charla en la Universidad Torcuato di Tella, en Buenos Aires. Entró en la sala con pasos lentos, hizo un movimiento con la cabeza y sonrió. Consultó su reloj, que marcaba las cinco de la tarde, y lo colocó extendido sobre el escritorio. Antes de mirar nuevamente la hora, veintidós minutos después, ya había hablado del ascenso de Eva Perón, haciendo referencia a un ensayo suyo, realizado para la fotógrafa francesa Gisèle Freund y publicado en la revista Life en 1950. Sarlo se manifestaba intrigada ante la actitud del gobierno del general Juan Domingo Perón, que permitió que la primera dama fuera fotografiada en poses ostentosas, exhibiendo sombreros, vestidos de gala y una bandeja de joyas. Y se preguntaba por qué el editor de la revista habría escogido para la apertura del reportaje una foto en la que Evita se mira en un espejo y no otra en la que admira las joyas. Había un público reducido: profesores de la universidad, tres decenas de alumnos y el ex ministro de Economía José Luis Machinea. Cerca del final, el mediador le pidió que hiciera un paralelo entre el control mediático del peronismo de aquella época y el actual. «Aaah, usted me trajo aquí engañada», esquivó ella.
Una profesora sentada a mi lado se rió y cuchicheó: «Es porque ella critica duramente al gobierno». Al final, Beatriz Sarlo dijo: «Cuando usted representa a un Estado, no es correcto pintarse como una puerta». Ella suele decir que la ropa «pública» no es una opción «privada», y en su libro La audacia y el cálculo: Kirchner 2003-2010 describió el estilo de Cristina Kirchner de esta forma: «Colorinche, ostentoso, barroco, pesado, sin claridad conceptual, monocromático o de un cromatismo extravagante».
El estudio de Beatriz Sarlo, en la calle Talcahuano, a ochocientos metros del Congreso, desilusiona a quien pretende ver allí su extenso currículo reflejado en metros de libros. Ella misma atiende la puerta. «No tengo dinero para pagarle a una secretaria», dice. Vestida con un pantalón social, blusa gris y botas púrpuras, explica que habló sobre Evita en la universidad porque prefiere dar conferencias académicas y no políticas.
Beatriz Sarlo Sabajanes nació en Buenos Aires. Hija única de padres jóvenes, nieta de inmigrantes italianos y españoles por parte materna, y de argentinos por el lado paterno, cumplirá setenta años en marzo. Su relación era mejor con su padre, aunque pasaba la mayor parte del tiempo con la familia materna, en la que la abuela, la madre y las tías eran profesoras.
La mayor de las tías, Rosa del Río, se convirtió en el personaje de su séptimo libro, La máquina cultural. Inspirado en The Uses of Literacy, del inglés Richard Hoggart, recopila historias de la infancia de la tía por medio de documentos y relatos de quienes fueron testigos de su trayectoria —una profesora nacida en el siglo XIX, que un día rapa a los alumnos, también hijos de inmigrantes, en su delirio de imprimirles la nacionalidad argentina.
La madre de Beatriz Sarlo se destacaba entre otras mujeres. De todas sus compañeras de colegio era la única que trabajaba. Y entre las amigas del barrio de Villa Urquiza, era la que iba al mejor colegio de enseñanza bilingüe. De aquí surge la manía de la hija de salpicar frases con palabras en inglés: «Yo me mostraba permanentemente educada. Los paseos eran a museos, íbamos a La Boca porque Quinquela Martín había pintado un cuadro retratando aquel barrio. Claro que luego tomábamos algo fresco, comíamos un pescadito, aunque todo tenía un twist pedagógico».
En casa tenía clases de francés y leía los libros de Monteiro Lobato, Julio Verne y Mark Twain que le regalaba el padre —descrito por ella como «un hombre arbitrario, esgrimiendo argumentos de lo más caprichosos que me convencían porque eran complejos y, por lo tanto, atractivos».
Cree que lo mejor que hicieron sus padres fue prohibirle que leyera hasta tarde: todo lo prohibido es más interesante. «Una vez, mi madre, que era desequilibrada, me rompió un libro». Cuando le pregunto por qué la llama desequilibrada, me responde: «Porque los libros no se rompen».
Al contarme sobre el antiperonismo de los padres, hace un paréntesis para relatar que a los diez años fue atropellada por un camión mientras jugaba a la pelota frente a una iglesia. «Es una buena razón para no ir nunca a la iglesia». Unos desconocidos la llevaron a un hospital peronista donde casi le amputan el pie. «Los niños recibían juguetes y dulces con el sello del gobierno de Perón en los envoltorios. Mis padres estaban tremendamente molestos, pero no pudieron hacer nada porque yo estaba mal». Cuando aquel año Evita murió, Sarlo pidió a sus padres asistir al velorio público, pero el padre no lo permitió.
A los diecisiete años, Beatriz Sarlo ingresó en la Universidad de Buenos Aires y se fue a vivir sola. —Hace falta valor para irse a vivir sola tan joven. —El valor aparece cuando no hay otra solución.
Lo mejor que obtuvo de la universidad fue la amistad del profesor Jaime Rest. Sucesor de Jorge Luis Borges en la cátedra de literatura inglesa, él la llevaba a tertulias y le explicaba los poemas de William Blake. «Era fácil ser amiga suya porque era un profesor más liberal. Estaba siempre en el bar, frente a la facultad, con su mujer, y yo los acompañaba».
Jamás quiso conocer personalmente a Borges, a pesar de saber que se llevaba muy bien con Jaime Rest. «Yo vivía desordenadamente y nunca pensé que fuera interesante conocerlo, ya que algún día escribiría sobre él». Hoy, Borges es una de sus obsesiones de estudio, tema de un libro y motivo de un juicio que le inició la viuda María Kodama. A Kodama no le gustó que Sarlo dijera que, mientras la viuda viviera, «será imposible estudiar a Borges seriamente». Un juez impidió que la acción continuara.
En 1965 tenía veintitrés años y vio un papel pegado en la pared de la facultad que ofrecía una vacante en la Editorial Universitaria de Buenos Aires, Eudeba. » Hay un momento de coincidencia entre lo que necesitas y lo que la vida te ofrece. Tenés que estar atenta para aprovechar estas oportunidades». Participar en Eudeba fue «entrar en una máquina cultural», evitando que se transformara en una profesora, «lo que hubiera sido pésimo».
En 1966, el mismo año en que finalizó el curso, la dictadura de Juan Carlos Onganía intervino Eudeba. El jefe de Beatriz Sarlo, un editor legendario llamado Boris Spivacow, dejó Eudeba y formó, con el mismo equipo, el Centro Editor de América Latina, una editorial que hizo época vendiendo clásicos en los quioscos y sobrevivió a dos dictaduras: aunque en 1976 la editorial tuvo un millón y medio de libros confiscados (y quemados), sobrevivió hasta el año 1994. «Boris era, como dice Pierre Bourdieu, un faro intelectual. Él definió la industria editorial de su época, vendía libros por una ganga en quioscos de revistas, cuando esto nunca se había hecho antes».
Hace cuarenta años, Sarlo era todo lo contrario a la intelectual a la que, quizás a su pesar, siguen los conservadores de hoy. El peronismo la entusiasmaba. Cuando el ex presidente Pedro Aramburu fue secuestrado y los Montoneros lo mataron, la Juventud Peronista festejó: Aramburu había ordenado el secuestro del cadáver embalsamado de Evita. Del peronismo pasó al comunismo maoísta. Se acercó primero al Partido Comunista Revolucionario (PCR, marxista-leninista) y luego a la Vanguardia Comunista (pro China). «El PCR fue un delirio. Fue un error que amenazó la época. Lo que me atraía del peronismo eran los trabajadores y, en el PCR, René Salamanca, un gran dirigente sindical. Él podría haber sido un Lula, en fin, no lo sé, ya que murió en 1976».
Sarlo estaba casada con su segundo marido, el sociólogo Carlos Altamirano, cuando comenzó a trabajar en Los Libros, una revista política y cultural de las más influyentes. Altamirano, ella y un gran amigo de la pareja, Ricardo Piglia, formaban el trío maoísta de la publicación. En un momento lograron expulsar a los peronistas fundadores de Los Libros y asumieron el control. Durante los tres años que dirigieron la revista, cayó la dictadura de Onganía, el peronista Héctor Cámpora ganó las elecciones y renunció menos de dos meses después para que el propio Perón, de vuelta del exilio de España, se convirtiera en presidente. Luego de nueve meses, Perón murió y su viuda, Isabelita, asumió el poder, que ejerció hasta ser derrocada por el golpe militar de 1976. Los Libros cerró y los tres amigos fueron a la clandestinidad.
Bancados por la Vanguardia Comunista, dos años después lanzaron otra revista, Punto de Vista, en la que Beatriz Sarlo utilizaba el nom de plume Silvia Niccolini. Cuando salió la tercera edición, la dictadura militar apresó y mató a los líderes de la Vanguardia.
Luego de cuatro meses en la oscuridad, los tres amigos hicieron resurgir la publicación. Cuando Argentina ganó la Copa de 1978, en pleno auge militar, Punto de Vista no festejó la victoria, como sí lo hicieron otros medios, y estuvo en contra de la Guerra de las Malvinas, en 1982, cosa que estaba lejos de ser obvia. Durante la guerra publicó un documento crítico. «Hubo un brote nacionalista, y era necesario tener mucho coraje para estar en contra de la Guerra de las Malvinas», dice el crítico brasileño Roberto Schwarz, por teléfono, desde São Paulo. «Y Beatriz Sarlo fue una de las pocas que se declaró en contra de la guerra. Dio pruebas de coraje físico, fue notable».
Beatriz Sarlo y Schwarz se conocieron en enero de 1980, en las Jornadas de Literatura Latinoamericana, en la Universidad de Campinas. Ella fue al encuentro en ómnibus, «sin dinero», para escribir acerca de eso en Punto de Vista. «Una amiga en Estados Unidos ya me había hablado de ella —recuerda Schwarz—. Cuando la vi llegar, la reconocí. Se vestía con sobriedad, tenía un estilo anti-establishment, una elegancia rebelde, casi punk».
Cuando finalizó la dictadura y Raúl Alfonsín fue electo en 1983, Punto de Vista abrió las puertas a los intelectuales que volvían del exilio. Beatriz Sarlo ingresó en la Universidad de Buenos Aires como profesora de literatura contemporánea, se alineó con el alfonsinismo y Ricardo Piglia se fue de la revista.
«No sé por qué se fue, nunca quedó claro, no dio ningún aviso. Piglia es un ensayista increíble, pero no me gusta su literatura. Escribí una crítica, bien crítica, a uno de sus libros y luego lo encontré en la calle. Él sólo me dijo: ‘Me gustó mucho tu artículo'».
La segunda crisis de Punto de Vista fue a comienzos de siglo, cuando los mayores diarios lanzaron suplementos culturales. «Yo tenía que ingeniármelas para marcar territorio y elegí ir por el lado vanguardista de la música contemporánea y el cine».
Carlos Altamirano, que se sentía ajeno al nuevo rumbo de la revista, le entregó su renuncia en 2004. «Él siempre me criticó por el exceso de vanguardismo, por el esnobismo, aunque estaba tan acostumbrada a él en Punto de Vista que nunca imaginé que se iría», dijo Beatriz Sarlo.
Profesor de la Universidad Nacional de Quilmes, Carlos Altamirano es un hombre imponente de 1.90 metros. Es económico en los comentarios y me dijo que sólo podría atenderme un lunes de siete a ocho de la noche.
A partir de su alejamiento de la revista, la pareja no se habló durante siete años. En marzo pasado falleció el crítico y novelista David Viñas, amigo de los dos, motivo para que conversaran. No sólo con Altamirano tuvo Sarlo una relación intensa, repleta de discusiones filosóficas y peleas que duraron años. Con el propio Viñas tuvo debates durísimos. Algunos fueron hasta televisados, como cuando ella abandonó un debate en vivo porque Viñas habría insinuado que era una intelectual sumisa. Con Juan José Saer, uno de los grandes escritores argentinos, también comentó haber tenido una amistad ardiente, regada de peleas violentas y alcoholizadas.
Altamirano la define como una «peronista estructuralista». Inteligente, buena oradora, segura y lectora omnívora. Sarlo ganaba todas las discusiones, comenta. ¿Las matrimoniales también? «Esto es una respuesta para actor de cine», dijo riendo.
«No es cierto —me dijo luego Beatriz Sarlo—, esa discusión sobre Punto de Vista la perdí». Luego del alejamiento de Altamirano, Punto de Vista sobrevivió cuatro meses más. Finalizó en la edición noventa, con un editorial que decía lo siguiente:
Algo comenzó a fallar y es mejor reconocerlo ahora, cuando aún no se ven las consecuencias en un capítulo decadente. Una revista con una vida de treinta años no merece sobrevivir con un mensaje condescendiente a su propia inercia.
La vida relativamente corta no impidió que la revista tuviera una gran influencia, inclusive fuera de Argentina.
Un jueves por la noche, Sarlo me invitó al teatro Gran Rex, en la avenida Corrientes, para la fiesta de lanzamiento del proyecto del gobierno de Hermes Binner, el candidato a la Presidencia por el Partido Socialista, que finalmente saldría en segundo lugar, en las elecciones de octubre pasado, detrás de Cristina Kirchner.
Sarlo llevaba un pantalón y una blusa gris oscura, botas de taco y el cabello sostenido dentro de una boina negra. Reconocida por algunas personas, respondía siempre con una sonrisa. «¡Jefe! ¡Jefe!», gritaban algunos.
Sarlo no fue al Gran Rex para hablar. «Vine porque voy a votar a Binner», me dijo.
«Ella nunca deja de opinar», dijo Sylvia Saítta, amiga de Beatriz Sarlo hace veinte años y su suplente en la cátedra de literatura argentina en la Universidad de Buenos Aires. Saítta tiene el cabello oscuro, usa anteojos de acetato negro. «Beatriz nunca despierta indiferencia, aunque ella no le da importancia. Le gusta aprender y dice que escribe para entender y no porque ya entienda».
La crítica literaria es el eje de la obra de Beatriz Sarlo, que se extiende en diecinueve libros y continúa en las reseñas de nuevos escritores, que hace en una columna del diario Perfil. El crítico Walter Benjamin está presente en ensayos más recientes sobre la posmodernidad y las metrópolis. Durante cuatro años —cámara fotográfica y anotador en mano— recorrió Buenos Aires anotando ideas sobre velocidad sobre el consumo, las tecnologías, la fama y el anonimato que luego desarrolló en una columna en la revista dominical del diario Clarín.
En Siete ensayos sobre Walter Benjamin, al explicar por qué él es complicado, Beatriz Sarlo parece describirse a sí misma: «Ese rasgo vanguardista que hace que nunca se acomodara definitivamente en parte alguna». Sarlo aprendió alemán a los sesenta años. También tardíamente comenzó a interesarse en la música contemporánea. Actuó y fue guionista en las películas de su marido Rafael Filippelli, con quien está casada desde 1985. Fue profesora invitada en Berkeley, Columbia, Maryland, Chicago y Cambridge y becaria en Washington y Berlín.
Cuando Néstor Kirchner murió, fue a la Plaza de Mayo para asistir al funeral público. «Hija de puta, ahora estarás feliz», le dijo un hombre. «Ya me insultaron en eventos peronistas antes, aunque eran fiestas, estaba con amigos. En un entierro, no me pareció apropiado forzar una situación por un capricho periodístico».
A principio de año fue invitada por Sudamericana-Random House Mondadori para desarrollar en un libro las opiniones que había circulado en la prensa. Nació así La audacia y el cálculo: Kirchner 2003-2010, que vendió más de treinta mil copias. Sarlo investiga en el libro no sólo a la pareja presidencial, sino el comportamiento de los políticos en Twitter y en Facebook y las inversiones del gobierno para mantener a la prensa como amiga. Sobre 6,7,8, un programa de actualidad y opinión que se emite por Canal 7, un canal del Estado, opina que es «desagradable visualmente, con un panel integrado por bizarros o pedantes, sin obligaciones con el ritmo televisivo, sin beautiful people, producido en el canal público. Es pura y dura propaganda ideológica».
En 6,7,8 conviven seis conductores que, de clara tendencia kirchnerista, defienden al gobierno, parapetados en la idea del «periodismo militante», y atacan a la oposición y a la prensa no kirchnerista. Varios opositores fueron invitados al piso, pero se negaron. Beatriz Sarlo fue, en mayo de 2011, y después de su paso por el programa no se hablaba de otra cosa en todo Buenos Aires. «¿Ha observado que mientras los atletas están disputando una competencia no se miran? Los tenistas hacen el cambio de lado, pero no se miran, porque si uno mira la cara del otro empieza a pensar en el otro como una persona, como alguien que tiene problemas como uno, y ése es el momento en que uno comienza a flaquear. Por esta razón entré como una killer. El problema fue en el camarín donde todos se saludaban y yo no quería comunicarme con ninguno, no quería que me destruyesen».
Además de ella, los invitados al programa eran Ricardo Forster, filósofo y ensayista, y Gabriel Mariotto, director de la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual, defensor de la Ley de Medios, que busca disminuir el poder de las grandes empresas de comunicación como el grupo Clarín, dueño de diarios, radios y canales de televisión, no sólo en Buenos Aires sino también en el interior.
El programa arrancó con un informe que mostraba cómo la prensa española cubría la protesta de «los indignados» contra las medidas de austeridad y desempleo en ese país. El informe recogía opiniones críticas de los jóvenes sobre la prensa y la imagen de un presentador de noticiero que decía que esos mismos jóvenes estaban ligados «a la banda terrorista ETA». Cuando le tocó hablar, Sarlo dijo que lo que opinaba sobre el informe era lo mismo que opinaba sobre sobre 6,7,8: «Eso es un picotazo de lo peor de la prensa española y hace que las personas crean que lo que sucede en España sólo está siendo transmitido así». Dijo: «Es un recorte, faltan las fuentes, se repite el mismo mensaje, está tan fraccionada la información que es difícil entender lo que pasa».
Gabriel Mariotto, entonces, la acusó de tener el contenido de sus columnas controlado por Clarín. A Nora Veira, otra panelista, le parecía muy importante chequear si por las mañanas Sarlo leía o no Clarín, y Sandra Russo, periodista de Página/12, un diario oficialista y otra de las panelistas del programa, dijo que el problema de Sarlo era que no comprendía el kirchnerismo.
Fue la participación de otro de los panelistas, Orlando Barone, abiertamente oficialista ahora, pero con un pasado reciente por haber trabajado en muchos de los medios que actualmente están en la vereda opuesta, lo que hizo que la participación de Sarlo saltara a la portada de los diarios al día siguiente. Barone le dijo que él, a diferencia de ella, podía sentirse aliviado por no trabajar en una empresa cuya dueña, Ernestina Noble, había sido acusada de apropiarse de niños secuestrados durante la dictadura militar. «A veces, trabajar en un canal oficial como éste permite algún tipo de concesión. Uno se siente más aliviado cuando en el lugar donde trabaja no hay que ocultar crímenes de lesa humanidad, no hay que pactar con sospechados de crímenes de lesa humanidad. La pregunta es ¿se puede trabajar…», estaba diciendo Barone cuando Beatriz Sarlo, en un tono cortante pero tranquilo, como el de alguien que está habituado a discusiones mucho más ríspidas, le dijo: «Conmigo no, Barone. Conmigo no, Barone, conmigo no. Vos trabajaste en Extra, trabajaste en La Nación, aguantaste hasta donde pudiste. Llamá a alguien de Clarín, yo soy una columnista de La Nación y trabajo tres veces por semana en radio Mitre, no voy a responder por esos medios». Al día siguiente la frase «Conmigo no» se hizo famosa repitiéndose en programas de radio, estampándose en camisetas y usándose como ringtone en celulares. A partir de ese momento, Sarlo dejó de ser conocida para volverse famosa.
El striptease frontal de una bailarina en un concurso de baile televisado y la participación de Beatriz Sarlo en 6,7,8 fueron los temas de la televisión más comentados del año en Argentina. En noviembre, el programa aún no había olvidado la visita y le dedicó una canción:
Yes, she is, she is Beatrice
De mis sentimientos no comprende
un corno
Y me manda a leer Theodor Adorno
Yo soy un simple hombre común
Pero Beatrice lives in the moon
Sus críticos más ácidos la llaman «esa señora de la Recoleta», un barrio elegante donde ella no vive. Sarlo es socia del centenario Club Ferrocarril Oeste —»que no puede ser más pequeñoburgués», donde juega tenis hace veinticinco años, cuatro veces por semana—. No tiene automóvil, evita usar taxis y cuando tiene tiempo prefiere caminar veinte cuadras y tomar el subterráneo, aunque aún conserva dos lujos confesos: ropa y shows de música contemporánea.
Horacio González es el director de la Biblioteca Nacional y fan asumido de los Kirchner: «Mucha gente considera a Beatriz Sarlo enemiga de las transformaciones sociales, aunque yo no la veo así. Veo en ella una posibilidad de debate». El filósofo Ricardo Forster fue menos simpático: «¿Una persona que escribe para un diario representante de la burguesía agropecuaria de derecha y se declara de izquierda progresista? Ella es una liberal republicana».
Para Jorge Fernández Díaz, escondidos en el debate político están los escritores que quedaron fuera del mapa literario construido por Sarlo. Ella fue profesora de literatura argentina contemporánea durante veinte años y dio clases a centenares de alumnos semanalmente. También lideraba la revista Punto de Vista. Quien no era citado por ella quedaba fuera del canon literario. «El otro día, uno de estos escritores me dijo: ‘¿Por qué le da espacio en el diario a esa señora que nos dejó afuera?'».
El año pasado, por primera vez en Argentina se realizaron elecciones primarias para que los partidos eligieran a sus candidatos con una votación nacional y obligatoria. Cristina Kirchner se quedó con más de la mitad de los votos y anuncio claro de que sería reelecta.
Dos días después de las primarias, Sarlo le escribió a Jorge Fernández Díaz, diciendo que necesitaba tiempo para pensar antes de escribir nuevamente en el diario La Nación. «Me volví loco llamándola por teléfono durante toda la semana para ver si el bloqueo se le había pasado», contó Díaz. Ella le explicó la situación con una palabra de jazz: «Si un músico se queda sin ideas repentinamente, el está out hasta tener una buena idea nuevamente».
«Cristina es su punto débil, le despierta su irracionalidad, tal vez por la condición de mujer», opina Sylvia Saítta. Según la profesora, a Beatriz Sarlo le gustaría que la presidenta fuera menos llamativa, más con el estilo simple de Dilma Rousseff y la chilena Michelle Bachelet. «Ella es una gran polemista, aunque hace algunos análisis injustos, con preconceptos. Cristina fue a Auschwitz, y Beatriz se quejó de lo que había manifestado durante su visita. Es difícil a esta altura ir a Auschwitz y decir algo genial».
Beatriz Sarlo no se siente cómoda estando expuesta, pero sí disfruta de una buena pelea. Algunas veces, parece que confronta de mala gana, pero es una obligación autoimpuesta. Tiene reglas propias que no desobedece: nunca llega tarde, no bebe alcohol antes de las nueve de la noche, concuerda en dar entrevistas aunque le parecen cansadoras y fuma, como máximo, cinco cigarrillos por día —y solamente con una boquilla francesa.
Ricardo Forster sugiere que el problema de Beatriz Sarlo con Cristina Kirchner puede ser, en realidad, un problema consigo misma. No me quiso dar más explicaciones y me sugirió la lectura de un artículo del filósofo León Rozitchner. El texto dice que las mujeres de clase media a las que no les gusta la presidenta tienen envidia de ella.
Luego de casi dos meses de bloqueo, Sarlo publicó un nuevo artículo en La Nación. El tema era la insistencia de Cristina Kirchner en llamar «Él» a su marido muerto, como si se refiriera a un ser omnipresente. En esa columna, publicada el 7 de octubre de 2011, llamada «Nombrar a Kirchner», Sarlo escribía: «¿Dónde pervive Néstor, el fundador, el hacedor, el Gran Muerto? Transmutado en ‘Él'», Néstor crece en el discurso, en el que se lo menciona como la fuerza de lo que vendrá: ‘Él’ tiene la capacidad que no tiene ninguna imagen, porque está presente de manera invisible. Es convocable (como los espíritus). Cuando alguien es designado, ‘Él’ salta de categoría. De algún modo, ninguna representación alcanza para abarcarlo en su grandeza.
«No estoy afirmando que un publicista, digamos Braga Menéndez, haya diseñado esto. Es ingenuo pensar que todo está bajo control, como si se tratara de la más grosera publicidad política en la que el Gobierno da muestras de descollar con frecuencia y por cadena nacional.
«Lo que sucede con la palabra ‘Néstor’ no está escrito en un capítulo del manual del perfecto kirchnerista; es algo que ha resultado. La palabra ‘Él’ trae a Néstor mejor que ninguna imagen: lo saca de esa muerte, que la imagen no puede evitar, y lo pone en el presente de la voz de su viuda; refuerza el unicato presidencial dándole un fundamento trascendente. No sale de un instructivo de publicidad. Prueba una vez más (por si fuera necesario) el talento peronista para la simbología».
Tres semanas después de la elección presidencial, en una mañana de lunes, Beatriz Sarlo estaba en un café de la Avenida de Mayo para hablar con dos periodistas sobre la revista Los Libros. Ella acostumbra a recibir en su estudio, pero un día antes, debido a una excavación mal hecha en el edificio vecino, toda la manzana quedó cortada. Cuando el tema de Los Libros terminó, el tema de Cristina Kirchner salió a la luz. «Puede ser que la haya subestimado —dijo—. Pensaba que Néstor construía todas las políticas, pero tal vez sea más inteligente de lo que pensaba».
Subió la voz y continuó: «Ahora, sobre la ropa, ¿cómo no voy a comentar? Es como si quisiera que nadie comentara sobre mi negación a usar Botox y que no me tiño el pelo. Su comportamiento me habilita a analizarla. Si ella puede perder tres horas del día para maquillarse, probarse ropa y comprar zapatos, bien puedo yo perder tres horas escribiendo sobre esto, sobre todo porque no gobierno la República». //
Este texto fue publicado en la revista brasileña Piauí.
Traducción de Dina Laver.
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