Cristina Rivera Garza: una literatura contra el patriarcado editorial

Contra el patriarcado editorial: otras formas de escribir y leer

Cada vez que el patriarcado reconviene a una autora por su obra, se nos presenta otra oportunidad para mostrar distintas formas de escribir y leer. La discusión por el Premio Xavier Villaurrutia, otorgado a Cristina Rivera Garza por El invencible verano de Liliana, nos permite entender la desapropiación, la comunalidad de la autoría y el valor de los testimonios en la literatura.

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“Llamar a las cosas por su nombre requiere, a menudo, de inventar nuevos nombres”, escribe Cristina Rivera Garza en El invencible verano de Liliana (2021), artefacto literario que obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia de escritores para escritores 2021 y cuya ceremonia de entrega dejó ver, una vez más, que las autoras son susceptibles de recibir una lección, cortesía del patriarcado, incluso mientras celebran el reconocimiento a su trabajo. Para llamar a las cosas por su nombre, en este caso, podríamos recurrir a la palabra “editopatriarcado”, recopilada por las escritoras morelenses Alma Karla Sandoval y Denisse Buendía en Vocabularia. Diccionario feminista. Podríamos decir, como justamente hace Alma Karla Sandoval en su columna respecto a este hecho: “El feminismo es útil cuando advierte de las trampas del editopatriarcado, también entendido como una forma de leer literatura, de catalogarla como tal o no desde un ethos sexista que desprecia la escritura de las mujeres por el simple hecho de serlo”.

Aunque comprobar esto último resulta agotador, no deja de ser interesante que cada vez que se hace pública una devaluación del trabajo de las escritoras se abre una nueva oportunidad para discutir no solo las condiciones en las que el sexismo pervive en los sistemas culturales, sino cómo se está entendiendo la literatura misma y qué posición se cree que tiene, dentro de ella, la producción de las autoras. Como muestra está, precisamente, el comentario que el editor y escritor Felipe Garrido hizo durante la ceremonia. Garrido (presidente de la Sociedad Alfonsina Internacional, coorganizadora del premio) no estuvo a cargo de la laudatio, sino de resumir la historia del premio. Al final de su intervención, sin embargo, compartió un juicio sobre la obra: “En la novela de Cristina Rivera Garza hay un personaje que, yo creo, está intencionalmente opacado a pesar de su importancia en la trama, que es Ángel, el asesino de Liliana. Su historia, sus motivos, la manera en que pueda pretender justificar su crimen ocupan un lugar muy secundario en la novela. Comprendo la repulsión de Cristina por el asesino de su hermana, pero, como lector, me intriga ese personaje y me lleva a recuperar otros de otras lecturas, semejantes a él”. A continuación, Garrido reconoce que a lo largo de la historia han abundado las obras “que exploran los motivos, las formas de actuar, las justificaciones de los feminicidas” y recuerda “tres acercamientos cautivantes al interior de algunos asesinos de mujeres” (“está claro que los crímenes nos fascinan”, añade). Los tres acercamientos son obras de ficción (una novela y dos cuentos) publicadas entre 1948 y 1967, todas de autoría masculina; lo que, de entrada, las convierte en referencias desatinadas para comparar con la obra premiada, que es un libro de no ficción armado con herramientas teóricas y prácticas de múltiples géneros, escrito por una autora, más de medio siglo después.

¿Cuál era la lección que la escritora debía escuchar, con todo y que en ese momento estaba recibiendo el máximo reconocimiento que los escritores hacen a sus colegas en México? Pareciera que Garrido quiso hacerle ver que esa comprensible repulsión por el asesino de su hermana no debió ser un impedimento para entrar en la psique del asesino pues, como lector, echó en falta esa parte que nos fascina e incluirla enmendaría la omisión que, según él, necesita el libro de Cristina Rivera Garza. Después de nombrar los trabajos de Sábato, Borges y Valadés, declaró: “Me parece que la lectura de estos tres textos contrastará, iluminará, hará más profunda la de El invencible verano de Liliana”. Lo curioso es que este enunciado más bien evidencia que el libro está haciendo, justamente, la operación contraria: ¿Por qué no pensar el ejercicio literario de desapropiación que Cristina Rivera Garza hizo sobre el feminicidio de su hermana como una de las obras que nos están ayudando a contrastar, iluminar y profundizar la lectura de lo que se ha escrito sobre los feminicidios? La respuesta a esta cuestión es muy compleja, y empieza, como toda transformación de los modos de escritura, con una voluntad de leer tanto los libros como el mundo de otra manera.

Al parecer, tanto escritores como editores y guionistas de películas y series de televisión han pensado que este protagonismo del asesino aporta elementos para resolver el problema de los feminicidios. Según dijo Garrido a modo de disculpa en una de sus respuestas vía Twitter después de la polémica: “No me interesa defender ni proteger ni promover a ningún feminicida. Me interesa conocerlo más a fondo. Para condenarlo, exhibirlo, neutralizarlo. Para evitar el daño que puede volver a causar”. El problema es que gran parte de ese conocimiento, elaborado convencionalmente tanto en la ficción como en la no ficción por centenas de autores, ha propiciado que los asesinos sean representados ya sea como “monstruos” o como “genios”, contribuyendo no pocas veces a la glorificación y mitificación de su figura, como en el caso de Jack el Destripador en Inglaterra, Ted Bundy en Estados Unidos, César Librado (el Coqueto) o Andrés Mendoza (el Caníbal) en México. La cualidad supuestamente monstruosa o genial de estos hombres cambia mucho cuando el lugar de enunciación es otro: cuando quienes tienen la palabra son las personas que sobrevivieron a los ataques, los familiares de las víctimas o, como en el caso de Liliana Rivera Garza, las mismas víctimas.

Cristina Rivera Garza dio una respuesta contundente a esta perspectiva durante la ceremonia:

“Yo creo que tenemos que verlas siempre a ellas, no a sus asesinos. A sus asesinos los vemos en todos lados, sus asesinos ya tienen demasiada prensa. Tenemos que verlas a ellas, tenemos que conocer sus nombres, tenemos que toparnos con los lugares donde vivieron, tenemos que poner sus nombres ahí”. Este accionar político se traduce, en El Invencible verano de Liliana y en varias obras más de Cristina Rivera Garza, en una práctica escritural, descrita en Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación (De Bolsillo, 2019), que se pone al servicio del testimonio de estas vidas. De la misma manera, la periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich expresó en su discurso de aceptación del Premio Nobel la necesidad de trabajar con “un género que correspondiera a mi memoria” después de escuchar las dolorosas pérdidas y tragedias de centenares de personas durante su labor periodística. En su conferencia “Voices from the People: The Rise and Fall of the Russian-Soviet Dream”, Alexiévich se describe a sí misma como “una historiadora de cosas que no dejan rastro” que aprendió a escuchar, “a convertirme en una oreja muy grande […] Para mí, los sentimientos también son documentos. Estudio lo que por lo general la Historia pasa por alto, a menudo la Historia es arrogante y desdeña lo que es pequeño y humano”. Del mismo modo, Cristina Rivera Garza habla de cómo asumió esa misma tarea ante la posible desaparición del expediente judicial que contenía los hechos alrededor del asesinato de Liliana: “Fue entonces que me di cuenta de que mi tarea consistía, precisamente, en reconstruir ese archivo, pero no desde la perspectiva del Estado, sino desde la raíz del afecto. Este libro es, entre otras tantas cosas, un archivo del afecto”.

Las propuestas de estas autoras, basadas en la comunalidad y en la escucha, en una noción plural y no jerárquica de la autoría, pueden implicar un reto para las personas tanto lectoras como escritoras más tradicionales. Ya en el 2001 el secretario permanente de la Academia Sueca, Horace Engdahl, declaraba que “Debemos sentirnos libres para redefinir la propia noción de literatura, su función, su naturaleza […] hoy día asistimos a un deslizamiento de la literatura, que se abre cada vez más a representaciones en las que no prevalece la ficción pura. Se difumina la frontera entre las obras fruto de la imaginación y aquellas en que la búsqueda de la verdad se efectúa a través de los hechos. Es considerable, por ejemplo, la relevancia que han adquirido los relatos de testimonios”.

Esta relevancia ha sido especialmente fértil en Latinoamérica, como mencionan Ana Laura Castro Vázquez y Gabriel Osuna Osuna: “[…] con todas sus convulsiones políticas y sociales, ha sido el escenario propicio para el desarrollo de la práctica testimonial, sobre todo asociada a la indagación de los recuerdos y la memoria colectiva de las épocas de trauma y violencia. No es extraño entonces que, en la actualidad, el recurso de la narrativa testimonial se replique para tratar de poner en el discurso uno de los fenómenos que más agobia a las poblaciones latinoamericanas: el feminicidio”. Al testimonio de las personas involucradas se añade, algunas veces, el de las mismas autoras, que se posicionan frente a los hechos insertándolos en su propia biografía, aunque no hayan estado vinculadas a las víctimas directamente, como Selva Almada en Chicas muertas (2014): “Estamos en verano y hace calor, casi como aquella mañana del 16 de noviembre de 1986 cuando, en cierto modo, empezó a escribirse este libro, cuando la chica muerta se cruzó en mi camino. Ahora tengo cuarenta años y, a diferencia de ella y de las miles de mujeres asesinadas en nuestro país desde entonces, sigo viva. Solo una cuestión de suerte”.

En México la exacerbación de la violencia derivada de la militarización del país durante el sexenio de Felipe Calderón tuvo un impacto considerable en la seguridad de toda la ciudadanía, pero la creciente impunidad dejó aún más desprotegidas a las mujeres, que ya se veían amenazadas por la violencia que pudo calificarse oficialmente como “feminicida” desde el año 2012, un logro histórico protagonizado por las madres y familiares de las víctimas, activistas, académicas, legisladoras, ciudadanas, en el que una nueva palabra significa una realidad otra, con más posibilidades para la justicia. Un triunfo en el que el lenguaje es el centro, uno que no está desvinculado de la literatura.

“Todas nuestras facultades, ojos, oídos, dedos, nada era de utilidad. Se necesitaban nuevas palabras y no se encontraban por ningún lado”, narra Svetlana Alexiévich cuando recuerda la desesperación que sentía ante los gritos desgarradores de las madres en duelo, tan similares en todas partes: “¿Qué sostenía mi esperanza? Los testigos. Solo las palabras de quienes atestiguaron eran equivalentes a lo que vi y a aquello que yo quería escribir. Hoy veo a los testigos como protagonistas de la literatura. La gente me dice ‘Bueno, las memorias, los recuerdos, eso no es historia, tampoco es literatura; solo es la vida, que el artista no ha pulido. Es el material crudo de las conversaciones, solo parloteo’. Pero yo veo las cosas de manera diferente: es ahí, en la voz humana viva, en la viva reflexión de la realidad, donde yace, escondido, el misterio de nuestra presencia”.

Debido a sus características permeables, fronterizas, las obras que otorgan peso al testimonio son cuestionadas en los diversos territorios en los que se insertan, poniendo en duda ya sea su valor histórico o su valor literario. En el caso de la literatura, Cristina Rivera Garza desmenuza el valor desestabilizador de la desapropiación, es decir, de evidenciar en la misma escritura los procesos comunales que yacen detrás de la noción individual del “genio” o el “talento”: “Un sistema como el literario, que tanto se ha beneficiado de las jerarquías que genera el prestigio o el mercado, en cuya base misma yace la noción de una autoría genial, solo puede reaccionar ante tal exhibición, intrínsecamente crítica, con ansiedad generalizada y, en casos extremos, con demandas legales para proteger la propiedad […] De ahí que sea del todo relevante, y esto por motivos tanto estéticos como políticos, que los autores a los que les interese hacer estallar la base misma de esas altas murallas de jerarquía y privilegio, detrás de las cuales se resguarda una literatura mansa y apropiada, aprendan ahora a hacer ajeno lo propio y a hacer, de la misma manera, ajeno lo ajeno” (Cristina Rivera Garza, Los muertos indóciles...). El testimonio, como una forma del lenguaje compatible con las inquietudes políticas de ciertas autorías, se adecua a ese afán disruptivo que reconoce a la experiencia colectiva y a la producción de presente como su centro, y no a otros elementos que, históricamente, han definido lo literario: los personajes, la trama, la noción misma de lo ficcional. “Quizá un punto clave sea precisamente ese toque de insubordinación que porta el testimonio, esa desobediencia que no permite encajarlo con claridad en ninguna categoría literaria o histórica, que transgrede aquella indicación de antaño de ‘no mezclar los géneros’ y que en muchos casos le permite a quien enuncia narrar lo indecible y contar lo que se había querido ocultar”.

De este modo, la escritura de las autoras que opacan intencionalmente al asesino y ponen al frente de la experiencia literaria las voces de las víctimas —como hizo Cristina Rivera Garza— amplían las posibilidades de la elaboración artística de la realidad, no solo a través del ejercicio radical, inclasificable, inquieto, del collage y la desapropiación, sino incluso a través de las formas más tradicionales de la ficción, pues su trabajo del lenguaje va iluminando esas partes que permanecieron ocultas para las búsquedas formales de hace medio siglo, a las que recurrió Garrido en su desatinada observación, que dan cuenta de una desconexión notable entre los modos en que distintos grupos sociales perciben un mismo fenómeno, como los feminicidios. La insubordinación del testimonio permite identificar experiencias, emociones, modos de estar en el mundo que ponen en duda la fijeza de roles y dinámicas sociales que la literatura ha “inmortalizado” en sus “grandes obras” y permite esas conexiones, para quienes están dispuestos a leer, claro.

Alejandra Espino del Castillo, historiadora del arte e historietista perteneciente al Sistema Nacional de Creadores de Arte, observa que una aportación evidente en las aproximaciones de las mujeres y otros grupos sociales vulnerables a estas narrativas “es un sentido muy agudo de la observación de dinámicas que a otros escritores no les parecían importantes. La manera en que autoras como Claudia Piñeiro miran a los personajes pone sobre la mesa dinámicas de las jerarquías sociales, cotidianas, como las relaciones entre patrones y trabajadores domésticos, o la burocracia por la que hay que pasar cuando asesinan a alguien. ¿A qué dinámicas no ponían atención los señores que han construido las supuestas leyendas de asesinos como Ted Bundy que, cuando se ven narradas desde otro lado, nos damos cuenta de que lo que realmente ocurrió fue un fallo sistémico?”* Gracias a estos otros posicionamientos, tanto la figura del asesino como genio, como monstruo, ya sea en la realidad o en la ficción, se diluye en su propia mediocridad, en la ineptitud y la corrupción de la policía, en la violenta indiferencia institucional, en el racismo y el clasismo, en la ineficiencia de los aparatos del Estado, desde los sistemas de salud y educación hasta los de la justicia, totalmente rebasados. El ser atormentado, casi romantizado, ese acusado del crimen pasional del que tanta literatura se ha escrito es, a partir de este trabajo del lenguaje, otra cosa, como Cristina Rivera Garza expresó en su discurso de aceptación del Premio Xavier Villaurrutia: “A mi hermana no la mató un hombre enamorado, sino un macho criminal”.

No deja de llamar la atención que la incomodidad generada por el reconocimiento de estas otras formas posibles de lo literario, en las que las autoras con preocupaciones políticas urgentes tienen una creciente importancia, se justifica, precisamente, en la idea de que la literatura no debería tener la obligación de ser política, cuando en México el tratamiento de temas políticos ha sido un componente fundamental de las obras que se consideran valiosas y pertinentes. ¿Por qué el tan valorado discurso político se cuestiona ahora, justo cuando implica una postura feminista? Como autora de ficción fantástica que ha visto pasar varias veces antes el argumento de lo político para descalificar lo que se hace desde otros modos escriturales (y que autoras como Mariana Enríquez o Liliana Colanzi han venido a desestabilizar), creo que es importante reconocer que, en nuestro país, la validación de diversas expresiones es escasa y tiende a ser monolítica, por lo que este momento en el que una obra como El invencible verano de Liliana ha sido galardonada con uno de los premios más importantes no deja de ser emocionante: implica la apertura de un horizonte lleno de preguntas en torno a distintos modos de creación, de cómo involucrar a la imaginación con lo que podemos conocer a partir del testimonio, de las nociones de activismo y de la articulación entre lo político y lo literario, de los puntos de contacto entre poesía e historia, narrativa y lenguaje, en fin, implica hacernos más y más preguntas y asumir una libertad creativa que hoy, en México, está vinculada a una multiplicidad de lazos afectivos de rabia y de duelo, pero también de consuelo y fortaleza. Eso, justamente, es lo que produce una escucha atenta del mundo sobre el que se asienta el cuerpo con el que se escribe: entender que nuestra imaginación está emparentada con las muertes y las desgracias de nuestro territorio, pero también con la templanza , la creatividad y la vitalidad que surgen a partir de ellas. “¿De qué manera las figuras del narrador, el punto de vista o el arco narrativo, por ejemplo, tendrán que rehacerse para dar fe de la presencia generativa de otros en su mismo existir? ¿Qué soporte se habituará mejor a la develación continua del palimpsesto y la yuxtaposición intrínseca a cada proceso escritural? ¿Cómo será el así llamado aparato crítico cuando cada frase e, incluso, cada palabra, tenga que dar cuenta de su ser plural y pluralmente concebido?”, se pregunta Cristina Rivera Garza. La respuesta se está creando, está viva en cuadernos, notas de voz, chats o archivos de computadora, y está en las manos tanto de quienes leen como de quienes escriben, por lo que podrá ser plural y diversa. Está en las nuevas palabras, que serán capaces de contenerlas a ellas.

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* Alejandra Espino del Castillo, comunicación personal (vía mensaje de voz en WhatsApp).

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