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Chilenos votan en plebiscito obligatorio para aprobar o rechazar la nueva Constitución. Santiago, Chile, 4 de septiembre de 2022. Fotografía de van Alvarado / REUTERS.
El plebiscito más reciente en Chile terminó en un rechazo tajante a la nueva Constitución. ¿Cómo entender este resultado? Si bien hay quienes se lo atribuyen a la desinformación o a una campaña de la derecha, el asunto es mucho más complejo y admite otras explicaciones. David Altman, especialista en democracia directa, aporta claves muy valiosas para comprender lo que ocurrió.
Visto desde México, Chile se percibe como un país del lejano sur, pequeño y posiblemente algo exótico. Sin embargo, desde una perspectiva uruguaya (mi país de origen), Chile es un país razonablemente grande, cercano y donde todo pasa con “amplificadores”.
Vivo hace veinte años aquí y aún no me deja de sorprender lo extremo y contradictorio que es. Para explicarlo, permítanme usar una imagen del mismísimo golpe de Estado de septiembre de 1973: las columnas de tanques avanzaban contra el Palacio presidencial, pero se detenían en las luces rojas de los semáforos, mientras la Fuerza Aérea bombardeaba con aviones caza la mismísima Moneda, con el presidente y su equipo en el interior...
Desde ese entonces Chile ha sido un conejillo de indias de muchas políticas, ya muy discutidas, de desregulación y privatización de la economía, un modelo implementado a costa de la sangre y la pérdida de libertades de muchos chilenos y chilenas. No fue de a poquito: fue una política de shock. Se hizo todo de una, doliese lo que doliese.
Con la transición democrática en 1990, los gobiernos electos corrigen, pero esencialmente mantienen “el modelo”. Sus reformas económicas en el contexto de un aparentemente imparable crecimiento convirtieron al país en lo que alguno llegó a llamar “el tigre de América del Sur”. El producto per cápita de Chile dejaba atrás a países que tradicionalmente habían sido más ricos, como Argentina o Uruguay.
Pero este conocido “modelo” también generó mucha frustración y no benefició a toda la sociedad. El meollo de la contradicción es que las reformas económicas —que sacaron a muchísimos chilenos de la pobreza, literalmente a millones— también estratificaron a la sociedad y desestabilizaron el funcionamiento democrático. A medida que la situación económica de algunos chilenos mejoraba y la imagen del país como un lugar más rico se globalizaba, la gente esperaba mejores servicios de salud, educación, jubilaciones y otros que los que podían brindar los gobiernos. Cumplir expectativas más altas —para conseguir, en suma, una mejor calidad de vida— costó más dinero y generó más deuda privada, dejando a los chilenos cada vez más vulnerables a los shocks económicos internacionales —clásico problema de una económica esencialmente abierta—. Estábamos inmersos en lo que se conoce como una revolución de expectativas crecientes.
Simultáneamente, el sistema político de Chile proporcionaba demasiada estabilidad, pero no representación ni vehículos para el cambio. Desde la transición hasta entrada la década pasada, Chile estaba dividido en sesenta distritos, cada uno de los cuales elegía a dos miembros del Congreso. Esa configuración efectivamente hizo que las elecciones fueran predecibles; casi todos los distritos elegían a un miembro del partido gobernante y a un miembro de la oposición. No había lugar para que un tercero o una fuerza política externa obtuviera representación. Con los años, los partidos políticos, sabiendo que no necesitaban hablar con los votantes, perdieron el contacto con la calle. Finalmente, la mayoría de los chilenos dejó de molestarse en votar (por ejemplo, no era raro que votase la mitad, o incluso menos, de los ciudadanos empadronados).
El sistema funcionaba bien solo en la medida en que se siguiese creciendo económicamente. Ciertas crisis internacionales, quizá comenzando con la “del tequila”, dejaron en evidencia que algo había que hacer, pero no fue mucho lo que se hizo. Estábamos sentados en un barril de dinamita y solo faltaba una chispa. El riego de una explosión de ira popular era, de una forma u otra, casi inevitable. La chispa pudo haber sido cualquier cosa. Resultó ser la decisión del gobierno de octubre de 2019 de aumentar el precio de las tarifas del metro en el equivalente a seis centavos estadounidenses.
Aquellas protestas iniciadas por estudiantes de secundaria en una estación de metro pronto tomaron las calles, con la participación de universitarios, sindicatos y personas no organizadas. Como las imágenes que recorrieron el mundo atestiguan, hubo claros excesos policiales y mucha violencia ciudadana. Para noviembre, el ejército y sus tanques estaban en las calles. Teníamos miedo de un colapso social.
Los manifestantes exigían más que una reducción de la tarifa del metro; querían un cambio democrático en el sistema, y entre sus peticiones estaba una votación pública sobre una nueva Constitución. La Carta heredada se sentía más como una camisa de fuerza que como un acuerdo consensuado. En lo que vendría siendo el minuto noventa en un partido de futbol, el sistema político logró un acuerdo que abriría un proceso de posible reforma constitucional (acuerdo que en gran medida se lo debemos, entre otros, al actual presidente de la República, Gabriel Boric, quien se jugó el pellejo en un momento francamente angustiante).
El acuerdo tenía tres grandes momentos: 1) un plebiscito “de entrada” que nos consultaría, a los chilenos, si queríamos cambiar la Constitución y quién debería estar a cargo de redactar el borrador, 2) una convención o comisión mixta para redactar el borrador y 3) un plebiscito “de salida”, en el que toda la ciudadanía debería aceptar o rechazar ese borrador.
El plebiscito de entrada, que ocurrió en octubre de 2020, fue una aplastante victoria sobre la derecha más conservadora y dura. El 80% de los votantes optó por un cambio constitucional y por que el borrador fuese hecho por una convención directamente electa en su totalidad. Claro, es fundamental señalar que este plebiscito fue realizado en plena pandemia y votó el 50% de la ciudadanía. En términos reales, ese 80% representaba el 40% del electorado. Vaya uno a saber qué pasó con la otra mitad, seguramente hubo miedo a los contagios de covid, desafección y hasta temor a la violencia.
En mayo de 2021 se realizaron las elecciones para la Convención, una votación nacional para elegir a sus 155 miembros: 138 elegidos por distritos y diecisiete elegidos por los pueblos indígenas de Chile en una circunscripción nacional.* Esa elección abrió la puerta a un cambio verdaderamente revolucionario. Las listas de candidatos deben estar encabezadas por mujeres y luego se alterna el género (mujer-hombre-mujer-hombre, etc.). Además, la paridad era un requisito en los resultados: si en un distrito dado de cuatro diputados resultan elegidos cuatro hombres, los dos hombres con menos votos pierden sus cargos a favor de las dos mujeres con el mayor total de votos en sus respectivas listas.
Chile generó esperanzas y ganó elogios en todo el mundo al elegir delegados para una nueva convención con el objetivo de reemplazar la Constitución vigente (producto originado en 1980, durante la dictadura de Augusto Pinochet, pero que fue cambiado en diversos momentos a lo largo de los gobiernos democráticos). Los miembros de la Convención tenían un año, desde mediados de 2021 hasta mediados de 2022, para redactar una nueva Constitución. Una vez entregado el borrador, habría un plebiscito con voto obligatorio, para aprobarlo o rechazarlo. Una nueva Constitución democrática podría cambiar las reglas del juego para Chile, pero la situación era riesgosa y el resultado final, profundamente incierto.
Los convencionales estaban convencidos de que eran un mejor espejo de la sociedad chilena de lo que era el mismo Parlamento y sus máquinas políticas. El aspecto más inusual de la elección fue que se le permitió a los independientes acumular votos entre ellos (listas de independientes) y así la presencia de un conjunto de convencionales sin bagaje previo fue enorme.
La inexperiencia política de los delegados de la Convención, tan atractiva para un país hambriento de cambios, podría convertirse en un lastre. Más aún, en los lineamientos del funcionamiento de la Convención se incluyó la exigencia de que, para lograr incluir acápites en el borrador final, estos tenían que tener la aprobación de dos terceras partes de los integrantes. La pregunta era entonces si la derecha alcanzaría un tercio de los convencionales (para que pudiese ejercer un poder de veto). No lo logró. Básicamente, no fue difícil el armado de un documento maximalista de corte progresista.
Pero ojo: la elección del 15 y 16 de mayo de 2021 también fue realizada en plena pandemia y participó el 43% del padrón electoral (aunque el voto válido fue menor al 39%). Fue una de las elecciones nacionales con menor tasa de participación ciudadana en la historia de Chile y —creo yo— esta es una de las razones del fracaso del plebiscito de la semana pasada. No por el 43% con que fue electa la Convención, sino justamente por el 57% que antes se quedó en casa, pero que se incluiría, sí o sí, en el plebiscito de salida.
Si es cierto que desde que comenzó el estallido hubo una eclosión de participación de sectores mucho más jóvenes que antes, más urbanos, entonces se puede deducir que vino a costa de la no participación de sectores adultos y más rurales. Si bien en cada grupo podemos encontrar todo el abanico de posiciones políticas, en general, la evidencia sugiere que las personas adultas, así como el mundo rural, tienen un sesgo un tanto más pro statu quo que los jóvenes urbanos.
El repliegue de este segmento enorme de la sociedad no fue un mero dato. Tuvo consecuencias directas el 4 de septiembre, cuando la propuesta de borrador constitucional fue apoyada por el 38% y rechazada por un 62%, con una participación de más del 85% del electorado. Fue una derrota fortísima en la elección más participativa desde la transición a la democracia. Así como el plebiscito de entrada fue una derrota de la derecha, esta fue una derrota de la izquierda maximalista.
Es virtualmente imposible saber la combinación de factores que tuvieron los votantes para rechazar la propuesta. Seguramente cada una y cada uno de los ocho millones de rechazos fueron únicos en cuanto a la combinación de razones. Pero, en términos generales, todo indica que el mismo proceso constituyente falló en seducir a las grandes mayorías y que el proyecto fue entendido como generador de altos niveles de incertidumbre. En el ámbito de ciertos temas en específico, hubo algunos que destacaron, como la plurinacionalidad, el término del Senado, la descentralización, la reelección presidencial, etc. A esto debemos sumar que la propia ciudadanía, ante la pandemia, la crisis económica y el levantamiento popular (y sus importantes manifestaciones de violencia), podría volverse cautelosa y rechazar más cambios.
Hubo dos grandes triunfadores en la jornada del 4 de septiembre. Quizás, en primera instancia, la democracia chilena. La jornada fue francamente un ejemplo de fiesta cívica: las colas fueron muy cortas; el sistema de transporte, aceitado y eficiente; los resultados, rápidos y confiables (al punto que pondría rojos de vergüenza a los países más desarrollados). El segundo gran triunfador de la jornada fue la ex-Concertación (la coalición de gobierno de centro-izquierda protagonista de los famosos “treinta años”). Usando un lenguaje más local, se podría argumentar que el “octubrismo” (la idea de que se puede hacer un cambio a través de manifestaciones callejeras violentas) fue claramente derrotado por el “noviembrismo” (la política de acuerdos que permitió encausar el estallido social).
El proceso está lejos de quedar cerrado. Esta semana posplebiscitaria el presidente tomó nota de la fuerte derrota y ya se ha reunido con los jefes de todos los partidos políticos con representación parlamentaria para reencaminar la reforma constitucional. Simultáneamente hubo un muy fuerte cambio de gabinete, en el que sobresalen reemplazos en puestos clave, como el Ministerio del Interior y el Ministerio Secretaría General de la Presidencia, que son asumidos por dos notables exponentes de la Concertación (Carolina Tohá y Ana Lya Uriarte, respectivamente). Todavía tenemos mucho por recorrer, pero, como sea, es evidente que la ciudadanía habló, de forma directa, simple y clara: los extremos están demodé.
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*Finalmente fueron 154 porque uno renunció.
El plebiscito más reciente en Chile terminó en un rechazo tajante a la nueva Constitución. ¿Cómo entender este resultado? Si bien hay quienes se lo atribuyen a la desinformación o a una campaña de la derecha, el asunto es mucho más complejo y admite otras explicaciones. David Altman, especialista en democracia directa, aporta claves muy valiosas para comprender lo que ocurrió.
Visto desde México, Chile se percibe como un país del lejano sur, pequeño y posiblemente algo exótico. Sin embargo, desde una perspectiva uruguaya (mi país de origen), Chile es un país razonablemente grande, cercano y donde todo pasa con “amplificadores”.
Vivo hace veinte años aquí y aún no me deja de sorprender lo extremo y contradictorio que es. Para explicarlo, permítanme usar una imagen del mismísimo golpe de Estado de septiembre de 1973: las columnas de tanques avanzaban contra el Palacio presidencial, pero se detenían en las luces rojas de los semáforos, mientras la Fuerza Aérea bombardeaba con aviones caza la mismísima Moneda, con el presidente y su equipo en el interior...
Desde ese entonces Chile ha sido un conejillo de indias de muchas políticas, ya muy discutidas, de desregulación y privatización de la economía, un modelo implementado a costa de la sangre y la pérdida de libertades de muchos chilenos y chilenas. No fue de a poquito: fue una política de shock. Se hizo todo de una, doliese lo que doliese.
Con la transición democrática en 1990, los gobiernos electos corrigen, pero esencialmente mantienen “el modelo”. Sus reformas económicas en el contexto de un aparentemente imparable crecimiento convirtieron al país en lo que alguno llegó a llamar “el tigre de América del Sur”. El producto per cápita de Chile dejaba atrás a países que tradicionalmente habían sido más ricos, como Argentina o Uruguay.
Pero este conocido “modelo” también generó mucha frustración y no benefició a toda la sociedad. El meollo de la contradicción es que las reformas económicas —que sacaron a muchísimos chilenos de la pobreza, literalmente a millones— también estratificaron a la sociedad y desestabilizaron el funcionamiento democrático. A medida que la situación económica de algunos chilenos mejoraba y la imagen del país como un lugar más rico se globalizaba, la gente esperaba mejores servicios de salud, educación, jubilaciones y otros que los que podían brindar los gobiernos. Cumplir expectativas más altas —para conseguir, en suma, una mejor calidad de vida— costó más dinero y generó más deuda privada, dejando a los chilenos cada vez más vulnerables a los shocks económicos internacionales —clásico problema de una económica esencialmente abierta—. Estábamos inmersos en lo que se conoce como una revolución de expectativas crecientes.
Simultáneamente, el sistema político de Chile proporcionaba demasiada estabilidad, pero no representación ni vehículos para el cambio. Desde la transición hasta entrada la década pasada, Chile estaba dividido en sesenta distritos, cada uno de los cuales elegía a dos miembros del Congreso. Esa configuración efectivamente hizo que las elecciones fueran predecibles; casi todos los distritos elegían a un miembro del partido gobernante y a un miembro de la oposición. No había lugar para que un tercero o una fuerza política externa obtuviera representación. Con los años, los partidos políticos, sabiendo que no necesitaban hablar con los votantes, perdieron el contacto con la calle. Finalmente, la mayoría de los chilenos dejó de molestarse en votar (por ejemplo, no era raro que votase la mitad, o incluso menos, de los ciudadanos empadronados).
El sistema funcionaba bien solo en la medida en que se siguiese creciendo económicamente. Ciertas crisis internacionales, quizá comenzando con la “del tequila”, dejaron en evidencia que algo había que hacer, pero no fue mucho lo que se hizo. Estábamos sentados en un barril de dinamita y solo faltaba una chispa. El riego de una explosión de ira popular era, de una forma u otra, casi inevitable. La chispa pudo haber sido cualquier cosa. Resultó ser la decisión del gobierno de octubre de 2019 de aumentar el precio de las tarifas del metro en el equivalente a seis centavos estadounidenses.
Aquellas protestas iniciadas por estudiantes de secundaria en una estación de metro pronto tomaron las calles, con la participación de universitarios, sindicatos y personas no organizadas. Como las imágenes que recorrieron el mundo atestiguan, hubo claros excesos policiales y mucha violencia ciudadana. Para noviembre, el ejército y sus tanques estaban en las calles. Teníamos miedo de un colapso social.
Los manifestantes exigían más que una reducción de la tarifa del metro; querían un cambio democrático en el sistema, y entre sus peticiones estaba una votación pública sobre una nueva Constitución. La Carta heredada se sentía más como una camisa de fuerza que como un acuerdo consensuado. En lo que vendría siendo el minuto noventa en un partido de futbol, el sistema político logró un acuerdo que abriría un proceso de posible reforma constitucional (acuerdo que en gran medida se lo debemos, entre otros, al actual presidente de la República, Gabriel Boric, quien se jugó el pellejo en un momento francamente angustiante).
El acuerdo tenía tres grandes momentos: 1) un plebiscito “de entrada” que nos consultaría, a los chilenos, si queríamos cambiar la Constitución y quién debería estar a cargo de redactar el borrador, 2) una convención o comisión mixta para redactar el borrador y 3) un plebiscito “de salida”, en el que toda la ciudadanía debería aceptar o rechazar ese borrador.
El plebiscito de entrada, que ocurrió en octubre de 2020, fue una aplastante victoria sobre la derecha más conservadora y dura. El 80% de los votantes optó por un cambio constitucional y por que el borrador fuese hecho por una convención directamente electa en su totalidad. Claro, es fundamental señalar que este plebiscito fue realizado en plena pandemia y votó el 50% de la ciudadanía. En términos reales, ese 80% representaba el 40% del electorado. Vaya uno a saber qué pasó con la otra mitad, seguramente hubo miedo a los contagios de covid, desafección y hasta temor a la violencia.
En mayo de 2021 se realizaron las elecciones para la Convención, una votación nacional para elegir a sus 155 miembros: 138 elegidos por distritos y diecisiete elegidos por los pueblos indígenas de Chile en una circunscripción nacional.* Esa elección abrió la puerta a un cambio verdaderamente revolucionario. Las listas de candidatos deben estar encabezadas por mujeres y luego se alterna el género (mujer-hombre-mujer-hombre, etc.). Además, la paridad era un requisito en los resultados: si en un distrito dado de cuatro diputados resultan elegidos cuatro hombres, los dos hombres con menos votos pierden sus cargos a favor de las dos mujeres con el mayor total de votos en sus respectivas listas.
Chile generó esperanzas y ganó elogios en todo el mundo al elegir delegados para una nueva convención con el objetivo de reemplazar la Constitución vigente (producto originado en 1980, durante la dictadura de Augusto Pinochet, pero que fue cambiado en diversos momentos a lo largo de los gobiernos democráticos). Los miembros de la Convención tenían un año, desde mediados de 2021 hasta mediados de 2022, para redactar una nueva Constitución. Una vez entregado el borrador, habría un plebiscito con voto obligatorio, para aprobarlo o rechazarlo. Una nueva Constitución democrática podría cambiar las reglas del juego para Chile, pero la situación era riesgosa y el resultado final, profundamente incierto.
Los convencionales estaban convencidos de que eran un mejor espejo de la sociedad chilena de lo que era el mismo Parlamento y sus máquinas políticas. El aspecto más inusual de la elección fue que se le permitió a los independientes acumular votos entre ellos (listas de independientes) y así la presencia de un conjunto de convencionales sin bagaje previo fue enorme.
La inexperiencia política de los delegados de la Convención, tan atractiva para un país hambriento de cambios, podría convertirse en un lastre. Más aún, en los lineamientos del funcionamiento de la Convención se incluyó la exigencia de que, para lograr incluir acápites en el borrador final, estos tenían que tener la aprobación de dos terceras partes de los integrantes. La pregunta era entonces si la derecha alcanzaría un tercio de los convencionales (para que pudiese ejercer un poder de veto). No lo logró. Básicamente, no fue difícil el armado de un documento maximalista de corte progresista.
Pero ojo: la elección del 15 y 16 de mayo de 2021 también fue realizada en plena pandemia y participó el 43% del padrón electoral (aunque el voto válido fue menor al 39%). Fue una de las elecciones nacionales con menor tasa de participación ciudadana en la historia de Chile y —creo yo— esta es una de las razones del fracaso del plebiscito de la semana pasada. No por el 43% con que fue electa la Convención, sino justamente por el 57% que antes se quedó en casa, pero que se incluiría, sí o sí, en el plebiscito de salida.
Si es cierto que desde que comenzó el estallido hubo una eclosión de participación de sectores mucho más jóvenes que antes, más urbanos, entonces se puede deducir que vino a costa de la no participación de sectores adultos y más rurales. Si bien en cada grupo podemos encontrar todo el abanico de posiciones políticas, en general, la evidencia sugiere que las personas adultas, así como el mundo rural, tienen un sesgo un tanto más pro statu quo que los jóvenes urbanos.
El repliegue de este segmento enorme de la sociedad no fue un mero dato. Tuvo consecuencias directas el 4 de septiembre, cuando la propuesta de borrador constitucional fue apoyada por el 38% y rechazada por un 62%, con una participación de más del 85% del electorado. Fue una derrota fortísima en la elección más participativa desde la transición a la democracia. Así como el plebiscito de entrada fue una derrota de la derecha, esta fue una derrota de la izquierda maximalista.
Es virtualmente imposible saber la combinación de factores que tuvieron los votantes para rechazar la propuesta. Seguramente cada una y cada uno de los ocho millones de rechazos fueron únicos en cuanto a la combinación de razones. Pero, en términos generales, todo indica que el mismo proceso constituyente falló en seducir a las grandes mayorías y que el proyecto fue entendido como generador de altos niveles de incertidumbre. En el ámbito de ciertos temas en específico, hubo algunos que destacaron, como la plurinacionalidad, el término del Senado, la descentralización, la reelección presidencial, etc. A esto debemos sumar que la propia ciudadanía, ante la pandemia, la crisis económica y el levantamiento popular (y sus importantes manifestaciones de violencia), podría volverse cautelosa y rechazar más cambios.
Hubo dos grandes triunfadores en la jornada del 4 de septiembre. Quizás, en primera instancia, la democracia chilena. La jornada fue francamente un ejemplo de fiesta cívica: las colas fueron muy cortas; el sistema de transporte, aceitado y eficiente; los resultados, rápidos y confiables (al punto que pondría rojos de vergüenza a los países más desarrollados). El segundo gran triunfador de la jornada fue la ex-Concertación (la coalición de gobierno de centro-izquierda protagonista de los famosos “treinta años”). Usando un lenguaje más local, se podría argumentar que el “octubrismo” (la idea de que se puede hacer un cambio a través de manifestaciones callejeras violentas) fue claramente derrotado por el “noviembrismo” (la política de acuerdos que permitió encausar el estallido social).
El proceso está lejos de quedar cerrado. Esta semana posplebiscitaria el presidente tomó nota de la fuerte derrota y ya se ha reunido con los jefes de todos los partidos políticos con representación parlamentaria para reencaminar la reforma constitucional. Simultáneamente hubo un muy fuerte cambio de gabinete, en el que sobresalen reemplazos en puestos clave, como el Ministerio del Interior y el Ministerio Secretaría General de la Presidencia, que son asumidos por dos notables exponentes de la Concertación (Carolina Tohá y Ana Lya Uriarte, respectivamente). Todavía tenemos mucho por recorrer, pero, como sea, es evidente que la ciudadanía habló, de forma directa, simple y clara: los extremos están demodé.
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*Finalmente fueron 154 porque uno renunció.
Chilenos votan en plebiscito obligatorio para aprobar o rechazar la nueva Constitución. Santiago, Chile, 4 de septiembre de 2022. Fotografía de van Alvarado / REUTERS.
El plebiscito más reciente en Chile terminó en un rechazo tajante a la nueva Constitución. ¿Cómo entender este resultado? Si bien hay quienes se lo atribuyen a la desinformación o a una campaña de la derecha, el asunto es mucho más complejo y admite otras explicaciones. David Altman, especialista en democracia directa, aporta claves muy valiosas para comprender lo que ocurrió.
Visto desde México, Chile se percibe como un país del lejano sur, pequeño y posiblemente algo exótico. Sin embargo, desde una perspectiva uruguaya (mi país de origen), Chile es un país razonablemente grande, cercano y donde todo pasa con “amplificadores”.
Vivo hace veinte años aquí y aún no me deja de sorprender lo extremo y contradictorio que es. Para explicarlo, permítanme usar una imagen del mismísimo golpe de Estado de septiembre de 1973: las columnas de tanques avanzaban contra el Palacio presidencial, pero se detenían en las luces rojas de los semáforos, mientras la Fuerza Aérea bombardeaba con aviones caza la mismísima Moneda, con el presidente y su equipo en el interior...
Desde ese entonces Chile ha sido un conejillo de indias de muchas políticas, ya muy discutidas, de desregulación y privatización de la economía, un modelo implementado a costa de la sangre y la pérdida de libertades de muchos chilenos y chilenas. No fue de a poquito: fue una política de shock. Se hizo todo de una, doliese lo que doliese.
Con la transición democrática en 1990, los gobiernos electos corrigen, pero esencialmente mantienen “el modelo”. Sus reformas económicas en el contexto de un aparentemente imparable crecimiento convirtieron al país en lo que alguno llegó a llamar “el tigre de América del Sur”. El producto per cápita de Chile dejaba atrás a países que tradicionalmente habían sido más ricos, como Argentina o Uruguay.
Pero este conocido “modelo” también generó mucha frustración y no benefició a toda la sociedad. El meollo de la contradicción es que las reformas económicas —que sacaron a muchísimos chilenos de la pobreza, literalmente a millones— también estratificaron a la sociedad y desestabilizaron el funcionamiento democrático. A medida que la situación económica de algunos chilenos mejoraba y la imagen del país como un lugar más rico se globalizaba, la gente esperaba mejores servicios de salud, educación, jubilaciones y otros que los que podían brindar los gobiernos. Cumplir expectativas más altas —para conseguir, en suma, una mejor calidad de vida— costó más dinero y generó más deuda privada, dejando a los chilenos cada vez más vulnerables a los shocks económicos internacionales —clásico problema de una económica esencialmente abierta—. Estábamos inmersos en lo que se conoce como una revolución de expectativas crecientes.
Simultáneamente, el sistema político de Chile proporcionaba demasiada estabilidad, pero no representación ni vehículos para el cambio. Desde la transición hasta entrada la década pasada, Chile estaba dividido en sesenta distritos, cada uno de los cuales elegía a dos miembros del Congreso. Esa configuración efectivamente hizo que las elecciones fueran predecibles; casi todos los distritos elegían a un miembro del partido gobernante y a un miembro de la oposición. No había lugar para que un tercero o una fuerza política externa obtuviera representación. Con los años, los partidos políticos, sabiendo que no necesitaban hablar con los votantes, perdieron el contacto con la calle. Finalmente, la mayoría de los chilenos dejó de molestarse en votar (por ejemplo, no era raro que votase la mitad, o incluso menos, de los ciudadanos empadronados).
El sistema funcionaba bien solo en la medida en que se siguiese creciendo económicamente. Ciertas crisis internacionales, quizá comenzando con la “del tequila”, dejaron en evidencia que algo había que hacer, pero no fue mucho lo que se hizo. Estábamos sentados en un barril de dinamita y solo faltaba una chispa. El riego de una explosión de ira popular era, de una forma u otra, casi inevitable. La chispa pudo haber sido cualquier cosa. Resultó ser la decisión del gobierno de octubre de 2019 de aumentar el precio de las tarifas del metro en el equivalente a seis centavos estadounidenses.
Aquellas protestas iniciadas por estudiantes de secundaria en una estación de metro pronto tomaron las calles, con la participación de universitarios, sindicatos y personas no organizadas. Como las imágenes que recorrieron el mundo atestiguan, hubo claros excesos policiales y mucha violencia ciudadana. Para noviembre, el ejército y sus tanques estaban en las calles. Teníamos miedo de un colapso social.
Los manifestantes exigían más que una reducción de la tarifa del metro; querían un cambio democrático en el sistema, y entre sus peticiones estaba una votación pública sobre una nueva Constitución. La Carta heredada se sentía más como una camisa de fuerza que como un acuerdo consensuado. En lo que vendría siendo el minuto noventa en un partido de futbol, el sistema político logró un acuerdo que abriría un proceso de posible reforma constitucional (acuerdo que en gran medida se lo debemos, entre otros, al actual presidente de la República, Gabriel Boric, quien se jugó el pellejo en un momento francamente angustiante).
El acuerdo tenía tres grandes momentos: 1) un plebiscito “de entrada” que nos consultaría, a los chilenos, si queríamos cambiar la Constitución y quién debería estar a cargo de redactar el borrador, 2) una convención o comisión mixta para redactar el borrador y 3) un plebiscito “de salida”, en el que toda la ciudadanía debería aceptar o rechazar ese borrador.
El plebiscito de entrada, que ocurrió en octubre de 2020, fue una aplastante victoria sobre la derecha más conservadora y dura. El 80% de los votantes optó por un cambio constitucional y por que el borrador fuese hecho por una convención directamente electa en su totalidad. Claro, es fundamental señalar que este plebiscito fue realizado en plena pandemia y votó el 50% de la ciudadanía. En términos reales, ese 80% representaba el 40% del electorado. Vaya uno a saber qué pasó con la otra mitad, seguramente hubo miedo a los contagios de covid, desafección y hasta temor a la violencia.
En mayo de 2021 se realizaron las elecciones para la Convención, una votación nacional para elegir a sus 155 miembros: 138 elegidos por distritos y diecisiete elegidos por los pueblos indígenas de Chile en una circunscripción nacional.* Esa elección abrió la puerta a un cambio verdaderamente revolucionario. Las listas de candidatos deben estar encabezadas por mujeres y luego se alterna el género (mujer-hombre-mujer-hombre, etc.). Además, la paridad era un requisito en los resultados: si en un distrito dado de cuatro diputados resultan elegidos cuatro hombres, los dos hombres con menos votos pierden sus cargos a favor de las dos mujeres con el mayor total de votos en sus respectivas listas.
Chile generó esperanzas y ganó elogios en todo el mundo al elegir delegados para una nueva convención con el objetivo de reemplazar la Constitución vigente (producto originado en 1980, durante la dictadura de Augusto Pinochet, pero que fue cambiado en diversos momentos a lo largo de los gobiernos democráticos). Los miembros de la Convención tenían un año, desde mediados de 2021 hasta mediados de 2022, para redactar una nueva Constitución. Una vez entregado el borrador, habría un plebiscito con voto obligatorio, para aprobarlo o rechazarlo. Una nueva Constitución democrática podría cambiar las reglas del juego para Chile, pero la situación era riesgosa y el resultado final, profundamente incierto.
Los convencionales estaban convencidos de que eran un mejor espejo de la sociedad chilena de lo que era el mismo Parlamento y sus máquinas políticas. El aspecto más inusual de la elección fue que se le permitió a los independientes acumular votos entre ellos (listas de independientes) y así la presencia de un conjunto de convencionales sin bagaje previo fue enorme.
La inexperiencia política de los delegados de la Convención, tan atractiva para un país hambriento de cambios, podría convertirse en un lastre. Más aún, en los lineamientos del funcionamiento de la Convención se incluyó la exigencia de que, para lograr incluir acápites en el borrador final, estos tenían que tener la aprobación de dos terceras partes de los integrantes. La pregunta era entonces si la derecha alcanzaría un tercio de los convencionales (para que pudiese ejercer un poder de veto). No lo logró. Básicamente, no fue difícil el armado de un documento maximalista de corte progresista.
Pero ojo: la elección del 15 y 16 de mayo de 2021 también fue realizada en plena pandemia y participó el 43% del padrón electoral (aunque el voto válido fue menor al 39%). Fue una de las elecciones nacionales con menor tasa de participación ciudadana en la historia de Chile y —creo yo— esta es una de las razones del fracaso del plebiscito de la semana pasada. No por el 43% con que fue electa la Convención, sino justamente por el 57% que antes se quedó en casa, pero que se incluiría, sí o sí, en el plebiscito de salida.
Si es cierto que desde que comenzó el estallido hubo una eclosión de participación de sectores mucho más jóvenes que antes, más urbanos, entonces se puede deducir que vino a costa de la no participación de sectores adultos y más rurales. Si bien en cada grupo podemos encontrar todo el abanico de posiciones políticas, en general, la evidencia sugiere que las personas adultas, así como el mundo rural, tienen un sesgo un tanto más pro statu quo que los jóvenes urbanos.
El repliegue de este segmento enorme de la sociedad no fue un mero dato. Tuvo consecuencias directas el 4 de septiembre, cuando la propuesta de borrador constitucional fue apoyada por el 38% y rechazada por un 62%, con una participación de más del 85% del electorado. Fue una derrota fortísima en la elección más participativa desde la transición a la democracia. Así como el plebiscito de entrada fue una derrota de la derecha, esta fue una derrota de la izquierda maximalista.
Es virtualmente imposible saber la combinación de factores que tuvieron los votantes para rechazar la propuesta. Seguramente cada una y cada uno de los ocho millones de rechazos fueron únicos en cuanto a la combinación de razones. Pero, en términos generales, todo indica que el mismo proceso constituyente falló en seducir a las grandes mayorías y que el proyecto fue entendido como generador de altos niveles de incertidumbre. En el ámbito de ciertos temas en específico, hubo algunos que destacaron, como la plurinacionalidad, el término del Senado, la descentralización, la reelección presidencial, etc. A esto debemos sumar que la propia ciudadanía, ante la pandemia, la crisis económica y el levantamiento popular (y sus importantes manifestaciones de violencia), podría volverse cautelosa y rechazar más cambios.
Hubo dos grandes triunfadores en la jornada del 4 de septiembre. Quizás, en primera instancia, la democracia chilena. La jornada fue francamente un ejemplo de fiesta cívica: las colas fueron muy cortas; el sistema de transporte, aceitado y eficiente; los resultados, rápidos y confiables (al punto que pondría rojos de vergüenza a los países más desarrollados). El segundo gran triunfador de la jornada fue la ex-Concertación (la coalición de gobierno de centro-izquierda protagonista de los famosos “treinta años”). Usando un lenguaje más local, se podría argumentar que el “octubrismo” (la idea de que se puede hacer un cambio a través de manifestaciones callejeras violentas) fue claramente derrotado por el “noviembrismo” (la política de acuerdos que permitió encausar el estallido social).
El proceso está lejos de quedar cerrado. Esta semana posplebiscitaria el presidente tomó nota de la fuerte derrota y ya se ha reunido con los jefes de todos los partidos políticos con representación parlamentaria para reencaminar la reforma constitucional. Simultáneamente hubo un muy fuerte cambio de gabinete, en el que sobresalen reemplazos en puestos clave, como el Ministerio del Interior y el Ministerio Secretaría General de la Presidencia, que son asumidos por dos notables exponentes de la Concertación (Carolina Tohá y Ana Lya Uriarte, respectivamente). Todavía tenemos mucho por recorrer, pero, como sea, es evidente que la ciudadanía habló, de forma directa, simple y clara: los extremos están demodé.
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*Finalmente fueron 154 porque uno renunció.
El plebiscito más reciente en Chile terminó en un rechazo tajante a la nueva Constitución. ¿Cómo entender este resultado? Si bien hay quienes se lo atribuyen a la desinformación o a una campaña de la derecha, el asunto es mucho más complejo y admite otras explicaciones. David Altman, especialista en democracia directa, aporta claves muy valiosas para comprender lo que ocurrió.
Visto desde México, Chile se percibe como un país del lejano sur, pequeño y posiblemente algo exótico. Sin embargo, desde una perspectiva uruguaya (mi país de origen), Chile es un país razonablemente grande, cercano y donde todo pasa con “amplificadores”.
Vivo hace veinte años aquí y aún no me deja de sorprender lo extremo y contradictorio que es. Para explicarlo, permítanme usar una imagen del mismísimo golpe de Estado de septiembre de 1973: las columnas de tanques avanzaban contra el Palacio presidencial, pero se detenían en las luces rojas de los semáforos, mientras la Fuerza Aérea bombardeaba con aviones caza la mismísima Moneda, con el presidente y su equipo en el interior...
Desde ese entonces Chile ha sido un conejillo de indias de muchas políticas, ya muy discutidas, de desregulación y privatización de la economía, un modelo implementado a costa de la sangre y la pérdida de libertades de muchos chilenos y chilenas. No fue de a poquito: fue una política de shock. Se hizo todo de una, doliese lo que doliese.
Con la transición democrática en 1990, los gobiernos electos corrigen, pero esencialmente mantienen “el modelo”. Sus reformas económicas en el contexto de un aparentemente imparable crecimiento convirtieron al país en lo que alguno llegó a llamar “el tigre de América del Sur”. El producto per cápita de Chile dejaba atrás a países que tradicionalmente habían sido más ricos, como Argentina o Uruguay.
Pero este conocido “modelo” también generó mucha frustración y no benefició a toda la sociedad. El meollo de la contradicción es que las reformas económicas —que sacaron a muchísimos chilenos de la pobreza, literalmente a millones— también estratificaron a la sociedad y desestabilizaron el funcionamiento democrático. A medida que la situación económica de algunos chilenos mejoraba y la imagen del país como un lugar más rico se globalizaba, la gente esperaba mejores servicios de salud, educación, jubilaciones y otros que los que podían brindar los gobiernos. Cumplir expectativas más altas —para conseguir, en suma, una mejor calidad de vida— costó más dinero y generó más deuda privada, dejando a los chilenos cada vez más vulnerables a los shocks económicos internacionales —clásico problema de una económica esencialmente abierta—. Estábamos inmersos en lo que se conoce como una revolución de expectativas crecientes.
Simultáneamente, el sistema político de Chile proporcionaba demasiada estabilidad, pero no representación ni vehículos para el cambio. Desde la transición hasta entrada la década pasada, Chile estaba dividido en sesenta distritos, cada uno de los cuales elegía a dos miembros del Congreso. Esa configuración efectivamente hizo que las elecciones fueran predecibles; casi todos los distritos elegían a un miembro del partido gobernante y a un miembro de la oposición. No había lugar para que un tercero o una fuerza política externa obtuviera representación. Con los años, los partidos políticos, sabiendo que no necesitaban hablar con los votantes, perdieron el contacto con la calle. Finalmente, la mayoría de los chilenos dejó de molestarse en votar (por ejemplo, no era raro que votase la mitad, o incluso menos, de los ciudadanos empadronados).
El sistema funcionaba bien solo en la medida en que se siguiese creciendo económicamente. Ciertas crisis internacionales, quizá comenzando con la “del tequila”, dejaron en evidencia que algo había que hacer, pero no fue mucho lo que se hizo. Estábamos sentados en un barril de dinamita y solo faltaba una chispa. El riego de una explosión de ira popular era, de una forma u otra, casi inevitable. La chispa pudo haber sido cualquier cosa. Resultó ser la decisión del gobierno de octubre de 2019 de aumentar el precio de las tarifas del metro en el equivalente a seis centavos estadounidenses.
Aquellas protestas iniciadas por estudiantes de secundaria en una estación de metro pronto tomaron las calles, con la participación de universitarios, sindicatos y personas no organizadas. Como las imágenes que recorrieron el mundo atestiguan, hubo claros excesos policiales y mucha violencia ciudadana. Para noviembre, el ejército y sus tanques estaban en las calles. Teníamos miedo de un colapso social.
Los manifestantes exigían más que una reducción de la tarifa del metro; querían un cambio democrático en el sistema, y entre sus peticiones estaba una votación pública sobre una nueva Constitución. La Carta heredada se sentía más como una camisa de fuerza que como un acuerdo consensuado. En lo que vendría siendo el minuto noventa en un partido de futbol, el sistema político logró un acuerdo que abriría un proceso de posible reforma constitucional (acuerdo que en gran medida se lo debemos, entre otros, al actual presidente de la República, Gabriel Boric, quien se jugó el pellejo en un momento francamente angustiante).
El acuerdo tenía tres grandes momentos: 1) un plebiscito “de entrada” que nos consultaría, a los chilenos, si queríamos cambiar la Constitución y quién debería estar a cargo de redactar el borrador, 2) una convención o comisión mixta para redactar el borrador y 3) un plebiscito “de salida”, en el que toda la ciudadanía debería aceptar o rechazar ese borrador.
El plebiscito de entrada, que ocurrió en octubre de 2020, fue una aplastante victoria sobre la derecha más conservadora y dura. El 80% de los votantes optó por un cambio constitucional y por que el borrador fuese hecho por una convención directamente electa en su totalidad. Claro, es fundamental señalar que este plebiscito fue realizado en plena pandemia y votó el 50% de la ciudadanía. En términos reales, ese 80% representaba el 40% del electorado. Vaya uno a saber qué pasó con la otra mitad, seguramente hubo miedo a los contagios de covid, desafección y hasta temor a la violencia.
En mayo de 2021 se realizaron las elecciones para la Convención, una votación nacional para elegir a sus 155 miembros: 138 elegidos por distritos y diecisiete elegidos por los pueblos indígenas de Chile en una circunscripción nacional.* Esa elección abrió la puerta a un cambio verdaderamente revolucionario. Las listas de candidatos deben estar encabezadas por mujeres y luego se alterna el género (mujer-hombre-mujer-hombre, etc.). Además, la paridad era un requisito en los resultados: si en un distrito dado de cuatro diputados resultan elegidos cuatro hombres, los dos hombres con menos votos pierden sus cargos a favor de las dos mujeres con el mayor total de votos en sus respectivas listas.
Chile generó esperanzas y ganó elogios en todo el mundo al elegir delegados para una nueva convención con el objetivo de reemplazar la Constitución vigente (producto originado en 1980, durante la dictadura de Augusto Pinochet, pero que fue cambiado en diversos momentos a lo largo de los gobiernos democráticos). Los miembros de la Convención tenían un año, desde mediados de 2021 hasta mediados de 2022, para redactar una nueva Constitución. Una vez entregado el borrador, habría un plebiscito con voto obligatorio, para aprobarlo o rechazarlo. Una nueva Constitución democrática podría cambiar las reglas del juego para Chile, pero la situación era riesgosa y el resultado final, profundamente incierto.
Los convencionales estaban convencidos de que eran un mejor espejo de la sociedad chilena de lo que era el mismo Parlamento y sus máquinas políticas. El aspecto más inusual de la elección fue que se le permitió a los independientes acumular votos entre ellos (listas de independientes) y así la presencia de un conjunto de convencionales sin bagaje previo fue enorme.
La inexperiencia política de los delegados de la Convención, tan atractiva para un país hambriento de cambios, podría convertirse en un lastre. Más aún, en los lineamientos del funcionamiento de la Convención se incluyó la exigencia de que, para lograr incluir acápites en el borrador final, estos tenían que tener la aprobación de dos terceras partes de los integrantes. La pregunta era entonces si la derecha alcanzaría un tercio de los convencionales (para que pudiese ejercer un poder de veto). No lo logró. Básicamente, no fue difícil el armado de un documento maximalista de corte progresista.
Pero ojo: la elección del 15 y 16 de mayo de 2021 también fue realizada en plena pandemia y participó el 43% del padrón electoral (aunque el voto válido fue menor al 39%). Fue una de las elecciones nacionales con menor tasa de participación ciudadana en la historia de Chile y —creo yo— esta es una de las razones del fracaso del plebiscito de la semana pasada. No por el 43% con que fue electa la Convención, sino justamente por el 57% que antes se quedó en casa, pero que se incluiría, sí o sí, en el plebiscito de salida.
Si es cierto que desde que comenzó el estallido hubo una eclosión de participación de sectores mucho más jóvenes que antes, más urbanos, entonces se puede deducir que vino a costa de la no participación de sectores adultos y más rurales. Si bien en cada grupo podemos encontrar todo el abanico de posiciones políticas, en general, la evidencia sugiere que las personas adultas, así como el mundo rural, tienen un sesgo un tanto más pro statu quo que los jóvenes urbanos.
El repliegue de este segmento enorme de la sociedad no fue un mero dato. Tuvo consecuencias directas el 4 de septiembre, cuando la propuesta de borrador constitucional fue apoyada por el 38% y rechazada por un 62%, con una participación de más del 85% del electorado. Fue una derrota fortísima en la elección más participativa desde la transición a la democracia. Así como el plebiscito de entrada fue una derrota de la derecha, esta fue una derrota de la izquierda maximalista.
Es virtualmente imposible saber la combinación de factores que tuvieron los votantes para rechazar la propuesta. Seguramente cada una y cada uno de los ocho millones de rechazos fueron únicos en cuanto a la combinación de razones. Pero, en términos generales, todo indica que el mismo proceso constituyente falló en seducir a las grandes mayorías y que el proyecto fue entendido como generador de altos niveles de incertidumbre. En el ámbito de ciertos temas en específico, hubo algunos que destacaron, como la plurinacionalidad, el término del Senado, la descentralización, la reelección presidencial, etc. A esto debemos sumar que la propia ciudadanía, ante la pandemia, la crisis económica y el levantamiento popular (y sus importantes manifestaciones de violencia), podría volverse cautelosa y rechazar más cambios.
Hubo dos grandes triunfadores en la jornada del 4 de septiembre. Quizás, en primera instancia, la democracia chilena. La jornada fue francamente un ejemplo de fiesta cívica: las colas fueron muy cortas; el sistema de transporte, aceitado y eficiente; los resultados, rápidos y confiables (al punto que pondría rojos de vergüenza a los países más desarrollados). El segundo gran triunfador de la jornada fue la ex-Concertación (la coalición de gobierno de centro-izquierda protagonista de los famosos “treinta años”). Usando un lenguaje más local, se podría argumentar que el “octubrismo” (la idea de que se puede hacer un cambio a través de manifestaciones callejeras violentas) fue claramente derrotado por el “noviembrismo” (la política de acuerdos que permitió encausar el estallido social).
El proceso está lejos de quedar cerrado. Esta semana posplebiscitaria el presidente tomó nota de la fuerte derrota y ya se ha reunido con los jefes de todos los partidos políticos con representación parlamentaria para reencaminar la reforma constitucional. Simultáneamente hubo un muy fuerte cambio de gabinete, en el que sobresalen reemplazos en puestos clave, como el Ministerio del Interior y el Ministerio Secretaría General de la Presidencia, que son asumidos por dos notables exponentes de la Concertación (Carolina Tohá y Ana Lya Uriarte, respectivamente). Todavía tenemos mucho por recorrer, pero, como sea, es evidente que la ciudadanía habló, de forma directa, simple y clara: los extremos están demodé.
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*Finalmente fueron 154 porque uno renunció.
Chilenos votan en plebiscito obligatorio para aprobar o rechazar la nueva Constitución. Santiago, Chile, 4 de septiembre de 2022. Fotografía de van Alvarado / REUTERS.
El plebiscito más reciente en Chile terminó en un rechazo tajante a la nueva Constitución. ¿Cómo entender este resultado? Si bien hay quienes se lo atribuyen a la desinformación o a una campaña de la derecha, el asunto es mucho más complejo y admite otras explicaciones. David Altman, especialista en democracia directa, aporta claves muy valiosas para comprender lo que ocurrió.
Visto desde México, Chile se percibe como un país del lejano sur, pequeño y posiblemente algo exótico. Sin embargo, desde una perspectiva uruguaya (mi país de origen), Chile es un país razonablemente grande, cercano y donde todo pasa con “amplificadores”.
Vivo hace veinte años aquí y aún no me deja de sorprender lo extremo y contradictorio que es. Para explicarlo, permítanme usar una imagen del mismísimo golpe de Estado de septiembre de 1973: las columnas de tanques avanzaban contra el Palacio presidencial, pero se detenían en las luces rojas de los semáforos, mientras la Fuerza Aérea bombardeaba con aviones caza la mismísima Moneda, con el presidente y su equipo en el interior...
Desde ese entonces Chile ha sido un conejillo de indias de muchas políticas, ya muy discutidas, de desregulación y privatización de la economía, un modelo implementado a costa de la sangre y la pérdida de libertades de muchos chilenos y chilenas. No fue de a poquito: fue una política de shock. Se hizo todo de una, doliese lo que doliese.
Con la transición democrática en 1990, los gobiernos electos corrigen, pero esencialmente mantienen “el modelo”. Sus reformas económicas en el contexto de un aparentemente imparable crecimiento convirtieron al país en lo que alguno llegó a llamar “el tigre de América del Sur”. El producto per cápita de Chile dejaba atrás a países que tradicionalmente habían sido más ricos, como Argentina o Uruguay.
Pero este conocido “modelo” también generó mucha frustración y no benefició a toda la sociedad. El meollo de la contradicción es que las reformas económicas —que sacaron a muchísimos chilenos de la pobreza, literalmente a millones— también estratificaron a la sociedad y desestabilizaron el funcionamiento democrático. A medida que la situación económica de algunos chilenos mejoraba y la imagen del país como un lugar más rico se globalizaba, la gente esperaba mejores servicios de salud, educación, jubilaciones y otros que los que podían brindar los gobiernos. Cumplir expectativas más altas —para conseguir, en suma, una mejor calidad de vida— costó más dinero y generó más deuda privada, dejando a los chilenos cada vez más vulnerables a los shocks económicos internacionales —clásico problema de una económica esencialmente abierta—. Estábamos inmersos en lo que se conoce como una revolución de expectativas crecientes.
Simultáneamente, el sistema político de Chile proporcionaba demasiada estabilidad, pero no representación ni vehículos para el cambio. Desde la transición hasta entrada la década pasada, Chile estaba dividido en sesenta distritos, cada uno de los cuales elegía a dos miembros del Congreso. Esa configuración efectivamente hizo que las elecciones fueran predecibles; casi todos los distritos elegían a un miembro del partido gobernante y a un miembro de la oposición. No había lugar para que un tercero o una fuerza política externa obtuviera representación. Con los años, los partidos políticos, sabiendo que no necesitaban hablar con los votantes, perdieron el contacto con la calle. Finalmente, la mayoría de los chilenos dejó de molestarse en votar (por ejemplo, no era raro que votase la mitad, o incluso menos, de los ciudadanos empadronados).
El sistema funcionaba bien solo en la medida en que se siguiese creciendo económicamente. Ciertas crisis internacionales, quizá comenzando con la “del tequila”, dejaron en evidencia que algo había que hacer, pero no fue mucho lo que se hizo. Estábamos sentados en un barril de dinamita y solo faltaba una chispa. El riego de una explosión de ira popular era, de una forma u otra, casi inevitable. La chispa pudo haber sido cualquier cosa. Resultó ser la decisión del gobierno de octubre de 2019 de aumentar el precio de las tarifas del metro en el equivalente a seis centavos estadounidenses.
Aquellas protestas iniciadas por estudiantes de secundaria en una estación de metro pronto tomaron las calles, con la participación de universitarios, sindicatos y personas no organizadas. Como las imágenes que recorrieron el mundo atestiguan, hubo claros excesos policiales y mucha violencia ciudadana. Para noviembre, el ejército y sus tanques estaban en las calles. Teníamos miedo de un colapso social.
Los manifestantes exigían más que una reducción de la tarifa del metro; querían un cambio democrático en el sistema, y entre sus peticiones estaba una votación pública sobre una nueva Constitución. La Carta heredada se sentía más como una camisa de fuerza que como un acuerdo consensuado. En lo que vendría siendo el minuto noventa en un partido de futbol, el sistema político logró un acuerdo que abriría un proceso de posible reforma constitucional (acuerdo que en gran medida se lo debemos, entre otros, al actual presidente de la República, Gabriel Boric, quien se jugó el pellejo en un momento francamente angustiante).
El acuerdo tenía tres grandes momentos: 1) un plebiscito “de entrada” que nos consultaría, a los chilenos, si queríamos cambiar la Constitución y quién debería estar a cargo de redactar el borrador, 2) una convención o comisión mixta para redactar el borrador y 3) un plebiscito “de salida”, en el que toda la ciudadanía debería aceptar o rechazar ese borrador.
El plebiscito de entrada, que ocurrió en octubre de 2020, fue una aplastante victoria sobre la derecha más conservadora y dura. El 80% de los votantes optó por un cambio constitucional y por que el borrador fuese hecho por una convención directamente electa en su totalidad. Claro, es fundamental señalar que este plebiscito fue realizado en plena pandemia y votó el 50% de la ciudadanía. En términos reales, ese 80% representaba el 40% del electorado. Vaya uno a saber qué pasó con la otra mitad, seguramente hubo miedo a los contagios de covid, desafección y hasta temor a la violencia.
En mayo de 2021 se realizaron las elecciones para la Convención, una votación nacional para elegir a sus 155 miembros: 138 elegidos por distritos y diecisiete elegidos por los pueblos indígenas de Chile en una circunscripción nacional.* Esa elección abrió la puerta a un cambio verdaderamente revolucionario. Las listas de candidatos deben estar encabezadas por mujeres y luego se alterna el género (mujer-hombre-mujer-hombre, etc.). Además, la paridad era un requisito en los resultados: si en un distrito dado de cuatro diputados resultan elegidos cuatro hombres, los dos hombres con menos votos pierden sus cargos a favor de las dos mujeres con el mayor total de votos en sus respectivas listas.
Chile generó esperanzas y ganó elogios en todo el mundo al elegir delegados para una nueva convención con el objetivo de reemplazar la Constitución vigente (producto originado en 1980, durante la dictadura de Augusto Pinochet, pero que fue cambiado en diversos momentos a lo largo de los gobiernos democráticos). Los miembros de la Convención tenían un año, desde mediados de 2021 hasta mediados de 2022, para redactar una nueva Constitución. Una vez entregado el borrador, habría un plebiscito con voto obligatorio, para aprobarlo o rechazarlo. Una nueva Constitución democrática podría cambiar las reglas del juego para Chile, pero la situación era riesgosa y el resultado final, profundamente incierto.
Los convencionales estaban convencidos de que eran un mejor espejo de la sociedad chilena de lo que era el mismo Parlamento y sus máquinas políticas. El aspecto más inusual de la elección fue que se le permitió a los independientes acumular votos entre ellos (listas de independientes) y así la presencia de un conjunto de convencionales sin bagaje previo fue enorme.
La inexperiencia política de los delegados de la Convención, tan atractiva para un país hambriento de cambios, podría convertirse en un lastre. Más aún, en los lineamientos del funcionamiento de la Convención se incluyó la exigencia de que, para lograr incluir acápites en el borrador final, estos tenían que tener la aprobación de dos terceras partes de los integrantes. La pregunta era entonces si la derecha alcanzaría un tercio de los convencionales (para que pudiese ejercer un poder de veto). No lo logró. Básicamente, no fue difícil el armado de un documento maximalista de corte progresista.
Pero ojo: la elección del 15 y 16 de mayo de 2021 también fue realizada en plena pandemia y participó el 43% del padrón electoral (aunque el voto válido fue menor al 39%). Fue una de las elecciones nacionales con menor tasa de participación ciudadana en la historia de Chile y —creo yo— esta es una de las razones del fracaso del plebiscito de la semana pasada. No por el 43% con que fue electa la Convención, sino justamente por el 57% que antes se quedó en casa, pero que se incluiría, sí o sí, en el plebiscito de salida.
Si es cierto que desde que comenzó el estallido hubo una eclosión de participación de sectores mucho más jóvenes que antes, más urbanos, entonces se puede deducir que vino a costa de la no participación de sectores adultos y más rurales. Si bien en cada grupo podemos encontrar todo el abanico de posiciones políticas, en general, la evidencia sugiere que las personas adultas, así como el mundo rural, tienen un sesgo un tanto más pro statu quo que los jóvenes urbanos.
El repliegue de este segmento enorme de la sociedad no fue un mero dato. Tuvo consecuencias directas el 4 de septiembre, cuando la propuesta de borrador constitucional fue apoyada por el 38% y rechazada por un 62%, con una participación de más del 85% del electorado. Fue una derrota fortísima en la elección más participativa desde la transición a la democracia. Así como el plebiscito de entrada fue una derrota de la derecha, esta fue una derrota de la izquierda maximalista.
Es virtualmente imposible saber la combinación de factores que tuvieron los votantes para rechazar la propuesta. Seguramente cada una y cada uno de los ocho millones de rechazos fueron únicos en cuanto a la combinación de razones. Pero, en términos generales, todo indica que el mismo proceso constituyente falló en seducir a las grandes mayorías y que el proyecto fue entendido como generador de altos niveles de incertidumbre. En el ámbito de ciertos temas en específico, hubo algunos que destacaron, como la plurinacionalidad, el término del Senado, la descentralización, la reelección presidencial, etc. A esto debemos sumar que la propia ciudadanía, ante la pandemia, la crisis económica y el levantamiento popular (y sus importantes manifestaciones de violencia), podría volverse cautelosa y rechazar más cambios.
Hubo dos grandes triunfadores en la jornada del 4 de septiembre. Quizás, en primera instancia, la democracia chilena. La jornada fue francamente un ejemplo de fiesta cívica: las colas fueron muy cortas; el sistema de transporte, aceitado y eficiente; los resultados, rápidos y confiables (al punto que pondría rojos de vergüenza a los países más desarrollados). El segundo gran triunfador de la jornada fue la ex-Concertación (la coalición de gobierno de centro-izquierda protagonista de los famosos “treinta años”). Usando un lenguaje más local, se podría argumentar que el “octubrismo” (la idea de que se puede hacer un cambio a través de manifestaciones callejeras violentas) fue claramente derrotado por el “noviembrismo” (la política de acuerdos que permitió encausar el estallido social).
El proceso está lejos de quedar cerrado. Esta semana posplebiscitaria el presidente tomó nota de la fuerte derrota y ya se ha reunido con los jefes de todos los partidos políticos con representación parlamentaria para reencaminar la reforma constitucional. Simultáneamente hubo un muy fuerte cambio de gabinete, en el que sobresalen reemplazos en puestos clave, como el Ministerio del Interior y el Ministerio Secretaría General de la Presidencia, que son asumidos por dos notables exponentes de la Concertación (Carolina Tohá y Ana Lya Uriarte, respectivamente). Todavía tenemos mucho por recorrer, pero, como sea, es evidente que la ciudadanía habló, de forma directa, simple y clara: los extremos están demodé.
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*Finalmente fueron 154 porque uno renunció.
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