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Los embera katío: desplazados por la minería de oro en Colombia

Los embera katío: desplazados por la minería de oro en Colombia

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
25
.
10
.
21
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Hay resoluciones que obligan a las autoridades a facilitar el retorno de los desplazados a sus territorios, pero siguen siendo incumplidas. Los embera katío –en su mayoría, niños de cero a trece años y mujeres– llevan un mes viviendo en un campamento en el Parque Nacional de Bogotá. La minería legal e ilegal de oro explota sus recursos, además del narcotráfico, los expulsa de sus hogares.

Centenares de personas, integrantes de trece pueblos indígenas de Colombia –en su mayoría, embera katíos–, llevan casi un mes viviendo a la intemperie, pese a la constante lluvia en Bogotá, en un campamento improvisado sobre el Parque Nacional Enrique Olaya Herrera, no muy lejos del Congreso de la República y el palacio presidencial. Fueron desplazados de territorios que atraviesan una situación de violencia debido al narcotráfico y la minería de oro.

La cifra de quienes se encuentran allí no es exacta. La Personería de Bogotá, encargada de proteger los derechos de las y los ciudadanos, calculó unos cuatrocientos en su boletín del 19 de octubre –1,460 personas más están asentadas en el Parque La Florida, a las afueras de la ciudad–. Frente a ese número, la lideresa Ati Quigua, concejala de Bogotá por el Movimiento Alternativo Indígena y Social (MAIS), señaló en su cuenta de Twitter que son mil trescientos indígenas; algunos líderes del campamento hablan de novecientos.

Fotografía de Lina Vargas.

El 70% son niños, niñas, mujeres embarazadas y lactantes, según la Personería. Eso es lo que se ve hoy, 17 de octubre, al mediodía. Entre los árboles históricos, se advierte una sucesión de tiendas elaboradas con plástico negro y sostenidas de palos: son las carpas del campamento de los indígenas que huyen del narcotráfico y la minería del oro; con ellas, se resguardan de la lluvia en Bogotá, capaz de prolongarse durante horas y continuar hasta la madrugada, cuando la temperatura desciende a menos de siete grados. Basta con caminar unos pasos hasta el monumento del pensador y militar Rafael Uribe Uribe, la enorme escultura en bronce y piedra reposa sobre una cama de agua, para ver a niñas y niños indígenas jugando en la fuente. Son 420, tienen entre cero y trece años, según la concejala Ati Quigua. Unos apenas son más grandes que otros –aunque los mayores llevan alzados de la mano o en coches a los más pequeños–; morenos, delgados, con el pelo alborotado y casi siempre con flequillo, vestidos con ropa no tradicional, ligera, y calzan sandalias, como para un clima muy distinto al de la temporada de lluvia en Bogotá.

“No se puede tomar fotos”, pide un joven indígena que está en la explanada del monumento, con una variedad de collares, pulseras y aretes de formas intrincadas y de tantos colores como las plumas de una guacamaya, dispuestos en una tela negra para la venta. Frente a él está Leonibal Campo Murillo, artesano de 34 años, estudiante de noveno semestre de Educación Infantil en la Universidad Tecnológica de Chocó y líder embera katío en el campamento de desplazados por la minería del oro, el narcotráfico y la violencia.

https://twitter.com/CJAkubadaura/status/1247546162284040195

“Nosotros somos del Chocó”, empieza Leonibal, “del municipio de Bagadó, resguardo Tahami del Alto Andágueda. En el resguardo había como 34 comunidades y dentro de las comunidades, unos catorce mil habitantes”.

De acuerdo con la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), el territorio de los embera katíos, con 48,117 habitantes, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), comprende a Antioquia, Risaralda, Chocó y Córdoba, al noroccidente del país. Durante cinco siglos, la región selvática del Alto Andágueda, donde nacen y corren varios ríos, ha sido objeto de disputa por el oro que guardan sus montañas y por la actividad de la minería. “En los últimos años, el control por las minas ha enfrentado a comunidades y mineros locales con [empresas de minería] multinacionales. Estas pugnas han pisoteado los derechos ancestrales sobre las tierras de las comunidades indígenas”, se lee en un artículo publicado en 2014 por el portal Verdad Abierta, llamado “El oro, la maldición del territorio embera en Chocó”. En él se hace un recorrido de los emprendimientos de la minería de oro en el Alto Andágueda, que se reconoció como resguardo en 1979. Para entonces, de sus cincuenta mil hectáreas, trece mil habían sido concesionadas mediante títulos y otras veintisiete mil se habían pedido para su explotación. A esto se sumó la presencia de grupos armados y los bombardeos de la fuerza pública en el marco del conflicto que dejó miles de desplazados embera katíos que huyeron a ciudades aledañas.

[read more]

En 2013 un juez especializado en restitución de tierras ordenó a la Agencia Nacional de Minería suspender los contratos de concesión otorgados o solicitados por empresas de minería de oro ajenas a la comunidad, pero, como describe el mismo artículo, “el problema continúa”, puesto que la minería ilegal, con actores económicos “provenientes de distintas regiones del país, siguen extrayendo el oro”. Un año después, la Sala de Restitución de Tierras, integrada al Tribunal Superior de Antioquia, firmó, en un hito judicial, la primera sentencia de restitución territorial para una de las comunidades indígenas. La sentencia, explica el portal en otro artículo, titulado “Las promesas a medio cumplir a indígenas del Alto Andágueda”, emitió más de cincuenta órdenes a entidades estatales para garantizar el retorno de los desplazados y el acceso a servicios básicos –agua potable, educación, salud y vivienda– en un plazo de seis meses, “sin embargo, casi tres años después, son pocas las instituciones que han cumplido”. El artículo menciona que no ha habido un regreso significativo de los desplazados y quienes regresan no tienen garantías: entre las trescientas personas que retornaron en 2016, seis niños menores de cinco años murieron por enfermedades tan curables como la gripe. La minería del oro parece ganar la batalla en Colombia.

“Nosotros estamos en Bogotá por el incumplimiento del Estado”, continúa el líder Leonibal Campo Murillo en el campamento del Parque Nacional. Por ahora, prefiere quedarse en Bogotá y no volver al resguardo indígena. “Yo soy amenazado”, dice. “Nosotros venimos del Chocó por la situación de orden público. En las noticias se escucha lo que pasa en Chocó: día y noche están matando, y lo que le hacen a nuestra naturaleza, afectada por empresas de minería, por las esmeraldas y el oro. Aquí exigimos una casa digna, puede ser colectiva, para vivir y trabajar, ojalá cerca del centro”.

En 2018 la Defensoría del Pueblo publicó “Economías ilegales, actores armados y nuevos escenarios de riesgo en el posacuerdo”, un informe que detalla cómo, una vez que terminó la negociación de paz entre el gobierno nacional y las FARC y se desarmó la guerrilla, empezó una nueva etapa del conflicto con actores reconfigurados que cooptaron los territorios abandonados por las FARC, desplegaron varias dinámicas de violencia y controlaron economías ilegales como el narcotráfico, la minería no tradicional y el contrabando. Dice el informe que el Pacífico, la región donde está Chocó, se convirtió en el “eje del narcotráfico en Colombia” por ser un corredor estratégico entre la cordillera y el mar, además de un centro para la minería ilegal del oro. “De los departamentos, [Chocó] es el que más bajos índices de desarrollo presenta y el de mayores niveles de conflicto y violencia, lo que se expresa en elevadas cifras de desplazamiento y homicidios. No obstante, es uno de los dos [departamentos] con mayor producción nacional de oro”.

Leonibal llegó a Bogotá el 18 de enero de 2020, con un grupo de indígenas embera katíos, su esposa y cuatro de sus hijos. “Nosotros fuimos a Santa Cecilia, un corregimiento en Risaralda, donde se toma el carro. Caminamos desde Chocó. Doce horas caminando, cargando a los niños, las cosas. Allá no se conocen carreteras, no se conoce la energía. De Santa Cecilia viajamos a Pereira [capital de Risaralda] y ahí tomamos un carro a Bogotá. Ya veníamos sufriendo en el resguardo y acá en la capital es peor”.

En mayo de 2020 él hizo parte de las 150 familias que, a falta de ayuda y garantías del gobierno nacional por su condición de desplazados por la minería y el narcotráfico, ocuparon unos apartamentos en el barrio Candelaria la Nueva, al sur de la ciudad. De allí las desalojó el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad). En julio, en pleno aislamiento obligatorio por la pandemia y sin posibilidad de vender sus artesanías, 135 familias embera katío y embera chamí se instalaron en el Parque Tercer Milenio, donde permanecieron durante cuatro meses hasta llegar a un acuerdo con la Alta Consejería de Paz, Víctimas y Reconciliación, la Subdirección de Asuntos Étnicos y la Secretaría de Integración Social; todas, entidades distritales que se comprometieron a pagar alquileres y entregar mercados. En ese parque nació el quinto hijo de Leonibal, quien ahora recuerda que hasta hace un mes vivió en otro apartamento pagado por el Distrito y que sus hijos mayores, de doce y siete años, asistían a un colegio público. “Pero el Distrito dijo que se agotaron los recursos, que saliéramos de los apartamentos para no generar conflicto con los dueños”.

Entonces emprendió una nueva caminata, esta vez al Parque Nacional. “Llegamos el 29 del mes pasado, como a las 10:15 de la noche, y nos mandaron al Esmad”, asegura. “Vinieron por la parte de arriba del parque, nos echaron gas y dispararon cuatro tiros. Las mujeres ya estaban dormidas y salieron corriendo del susto”. Esa noche, un joven embera katío de dieciocho años, Virgilio Queragama Campo, desapareció y aún no hay pistas de su paradero. “La madre llora en la cama”, dice Leonibal.

Tras dos semanas en el campamento de desplazados, según informó Caracol Radio, sesenta niños embera katío fueron diagnosticados por una brigada médica con problemas respiratorios, diarrea y deshidratación. El 15 de octubre nueve de ellos estaban hospitalizados –serán diecisiete el día 19–, declaró la personera delegada para la Protección de las Víctimas, Patricia Villegas, quien instó a un diálogo urgente entre la administración distrital y las comunidades indígenas. Uno de los hijos de Leonibal está en el hospital. “Por asfixia, pero ya me avisaron que se recuperó” y agrega: “Como está lloviendo cada rato. Usted sabe que en Bogotá es fuerte. Cuando llueve nos toca duro. Yo llevo como dos días en los que quiero dormir, pero todo está mojado, la ropa, las cobijas, y así amanecemos”.

Antes de que las gotas que hoy caen se conviertan en una lluvia fría, Leonibal insiste en que la alcaldesa mayor de Bogotá, Claudia López, no ha ido al campamento y que la alcaldía de la localidad de Santa Fe no ha dado soluciones. Se les ofreció trasladarse al Parque La Florida, donde en efecto están alojados otros pueblos indígenas, pero, por tratarse de un sitio aislado, a las afueras de Bogotá, los embera katíos no aceptaron. “Les preocupa esta parcela, el espacio público, y nos presionan para salir. Mañana va a haber una audiencia y si no se levanta esto, el Esmad va a intervenir. Yo no sé qué va a pasar, pero estamos preparados. Si ellos vienen con armas, nosotros también tenemos nuestra bodoquera y nuestros bastones de mando”.

***

Hoy es martes 19 de octubre, la lluvia se interrumpe y permite una mañana soleada, pero el ambiente en el Parque Nacional está agitado. Pronto comenzará una audiencia pública citada por la Inspección de Policía de Atención Prioritaria de Santa Fe sobre la situación de los indígenas asentados en el parque. Más temprano, la alcaldesa Claudia López tuiteó: “Bogotá ha financiado con 1,895 millones [de pesos, unos 503,000 dólares] la estadía y cuidado de la comunidad embera”, quienes fueron desplazados “por la desidia de la Unidad Nacional de Víctimas de garantizar sus derechos y retorno”.

Un hombre y tres mujeres del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), fundado en el suroccidente del país, se encargan de permitir el ingreso al campamento. Llevan radioteléfonos. Funcionarios del Distrito caminan de un lado a otro, algo inquietos, con sus chaquetas y chalecos distintivos del Grupo de Acompañamiento en Escenarios de Posible Vulneración de Derechos (GAEPVD) o de los Guardianes de Derechos –ambos de la Personería de Bogotá–, o bien, del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. Dos policías comen trozos de mango en un vaso, junto al puesto de venta ambulante. Una mujer de chaqueta azul –de la Secretaría de Salud– habla con una chica indígena que sale del campamento y que parece preocupada. Es enfermera auxiliar y acepta la entrevista sin dar su nombre. Dice:

“Nosotros identificamos el riesgo de quienes están en el Parque Nacional. Priorizamos gestantes, menores de cinco años, adultos mayores, miramos si hay niños que requieran atención prehospitalaria o ser valorados para tratamiento hospitalario. Hemos hecho jornadas de valoración y vacunación de esquema regular contra sarampión y rubeola y dosis de influenza. Activamos una ambulancia para menores con signos de alarma de enfermedad respiratoria y para gestantes. Desde hace veinte días el equipo ha estado aquí, pero el sábado un líder nos sacó. Estamos fuera del campamento por si deciden que podemos ingresar”.

La audiencia empieza al mediodía en una plaza circular dentro del parque. El piso está encharcado por la lluvia de los días anteriores y en el centro hay una fogata que despide profusas cantidades de humo, custodiada por chicos que sostienen un bastón en cada mano. Frente al fuego hay periodistas y funcionarios distritales y del otro lado están las autoridades indígenas. Alrededor se ve ropa colgada en cuerdas, de las carpas entran y salen mujeres sosteniendo platos y ollas; un grupo de ellas se ubica a un costado de la plaza, acuclilladas, algunas están amamantando y otras usan labial rojo. Un líder indígena se encarga de hacer el ritual para inaugurar la audiencia: arroja humo de tabaco, hace sonar un cascabel.

Fotografía de Lina Vargas.
Fotografía de Lina Vargas

El inspector de policía toma la palabra, pero no se escucha nada y los asistentes gritan que hace falta un micrófono. Él apenas se percata y continúa leyendo. Cuando termina, las autoridades indígenas convocan a una consulta interna y se retiran. Mientras dura la reunión, los niños y niñas del campamento toman el auditorio. Una, vestida de rosa, pasa riendo a carcajadas; cinco más empujan un triciclo; otro arrastra un carrito; otra juega con ollas de plástico; dos empuñan palos de madera como espadas; uno deja que la madre lo peine mientras hace volar un pequeño helicóptero.

Tres horas más tarde y ante la amenaza de intervención del Esmad y el sobrevuelo de un helicóptero de la fuerza pública, la audiencia se pospone por falta de acuerdos y garantías para el diálogo. En un video en redes sociales, se ve al inspector de policía salir a empellones del lugar. El pueblo indígena embera katío persiste allí, los desplazados mantendrán su protesta.

https://twitter.com/thecolombiapost/status/1450578992856244230?t=iRAfBiAixYmZ1QhUlv-PYA&s=08

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Hay resoluciones que obligan a las autoridades a facilitar el retorno de los desplazados a sus territorios, pero siguen siendo incumplidas. Los embera katío –en su mayoría, niños de cero a trece años y mujeres– llevan un mes viviendo en un campamento en el Parque Nacional de Bogotá. La minería legal e ilegal de oro explota sus recursos, además del narcotráfico, los expulsa de sus hogares.

Centenares de personas, integrantes de trece pueblos indígenas de Colombia –en su mayoría, embera katíos–, llevan casi un mes viviendo a la intemperie, pese a la constante lluvia en Bogotá, en un campamento improvisado sobre el Parque Nacional Enrique Olaya Herrera, no muy lejos del Congreso de la República y el palacio presidencial. Fueron desplazados de territorios que atraviesan una situación de violencia debido al narcotráfico y la minería de oro.

La cifra de quienes se encuentran allí no es exacta. La Personería de Bogotá, encargada de proteger los derechos de las y los ciudadanos, calculó unos cuatrocientos en su boletín del 19 de octubre –1,460 personas más están asentadas en el Parque La Florida, a las afueras de la ciudad–. Frente a ese número, la lideresa Ati Quigua, concejala de Bogotá por el Movimiento Alternativo Indígena y Social (MAIS), señaló en su cuenta de Twitter que son mil trescientos indígenas; algunos líderes del campamento hablan de novecientos.

Fotografía de Lina Vargas.

El 70% son niños, niñas, mujeres embarazadas y lactantes, según la Personería. Eso es lo que se ve hoy, 17 de octubre, al mediodía. Entre los árboles históricos, se advierte una sucesión de tiendas elaboradas con plástico negro y sostenidas de palos: son las carpas del campamento de los indígenas que huyen del narcotráfico y la minería del oro; con ellas, se resguardan de la lluvia en Bogotá, capaz de prolongarse durante horas y continuar hasta la madrugada, cuando la temperatura desciende a menos de siete grados. Basta con caminar unos pasos hasta el monumento del pensador y militar Rafael Uribe Uribe, la enorme escultura en bronce y piedra reposa sobre una cama de agua, para ver a niñas y niños indígenas jugando en la fuente. Son 420, tienen entre cero y trece años, según la concejala Ati Quigua. Unos apenas son más grandes que otros –aunque los mayores llevan alzados de la mano o en coches a los más pequeños–; morenos, delgados, con el pelo alborotado y casi siempre con flequillo, vestidos con ropa no tradicional, ligera, y calzan sandalias, como para un clima muy distinto al de la temporada de lluvia en Bogotá.

“No se puede tomar fotos”, pide un joven indígena que está en la explanada del monumento, con una variedad de collares, pulseras y aretes de formas intrincadas y de tantos colores como las plumas de una guacamaya, dispuestos en una tela negra para la venta. Frente a él está Leonibal Campo Murillo, artesano de 34 años, estudiante de noveno semestre de Educación Infantil en la Universidad Tecnológica de Chocó y líder embera katío en el campamento de desplazados por la minería del oro, el narcotráfico y la violencia.

https://twitter.com/CJAkubadaura/status/1247546162284040195

“Nosotros somos del Chocó”, empieza Leonibal, “del municipio de Bagadó, resguardo Tahami del Alto Andágueda. En el resguardo había como 34 comunidades y dentro de las comunidades, unos catorce mil habitantes”.

De acuerdo con la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), el territorio de los embera katíos, con 48,117 habitantes, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), comprende a Antioquia, Risaralda, Chocó y Córdoba, al noroccidente del país. Durante cinco siglos, la región selvática del Alto Andágueda, donde nacen y corren varios ríos, ha sido objeto de disputa por el oro que guardan sus montañas y por la actividad de la minería. “En los últimos años, el control por las minas ha enfrentado a comunidades y mineros locales con [empresas de minería] multinacionales. Estas pugnas han pisoteado los derechos ancestrales sobre las tierras de las comunidades indígenas”, se lee en un artículo publicado en 2014 por el portal Verdad Abierta, llamado “El oro, la maldición del territorio embera en Chocó”. En él se hace un recorrido de los emprendimientos de la minería de oro en el Alto Andágueda, que se reconoció como resguardo en 1979. Para entonces, de sus cincuenta mil hectáreas, trece mil habían sido concesionadas mediante títulos y otras veintisiete mil se habían pedido para su explotación. A esto se sumó la presencia de grupos armados y los bombardeos de la fuerza pública en el marco del conflicto que dejó miles de desplazados embera katíos que huyeron a ciudades aledañas.

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En 2013 un juez especializado en restitución de tierras ordenó a la Agencia Nacional de Minería suspender los contratos de concesión otorgados o solicitados por empresas de minería de oro ajenas a la comunidad, pero, como describe el mismo artículo, “el problema continúa”, puesto que la minería ilegal, con actores económicos “provenientes de distintas regiones del país, siguen extrayendo el oro”. Un año después, la Sala de Restitución de Tierras, integrada al Tribunal Superior de Antioquia, firmó, en un hito judicial, la primera sentencia de restitución territorial para una de las comunidades indígenas. La sentencia, explica el portal en otro artículo, titulado “Las promesas a medio cumplir a indígenas del Alto Andágueda”, emitió más de cincuenta órdenes a entidades estatales para garantizar el retorno de los desplazados y el acceso a servicios básicos –agua potable, educación, salud y vivienda– en un plazo de seis meses, “sin embargo, casi tres años después, son pocas las instituciones que han cumplido”. El artículo menciona que no ha habido un regreso significativo de los desplazados y quienes regresan no tienen garantías: entre las trescientas personas que retornaron en 2016, seis niños menores de cinco años murieron por enfermedades tan curables como la gripe. La minería del oro parece ganar la batalla en Colombia.

“Nosotros estamos en Bogotá por el incumplimiento del Estado”, continúa el líder Leonibal Campo Murillo en el campamento del Parque Nacional. Por ahora, prefiere quedarse en Bogotá y no volver al resguardo indígena. “Yo soy amenazado”, dice. “Nosotros venimos del Chocó por la situación de orden público. En las noticias se escucha lo que pasa en Chocó: día y noche están matando, y lo que le hacen a nuestra naturaleza, afectada por empresas de minería, por las esmeraldas y el oro. Aquí exigimos una casa digna, puede ser colectiva, para vivir y trabajar, ojalá cerca del centro”.

En 2018 la Defensoría del Pueblo publicó “Economías ilegales, actores armados y nuevos escenarios de riesgo en el posacuerdo”, un informe que detalla cómo, una vez que terminó la negociación de paz entre el gobierno nacional y las FARC y se desarmó la guerrilla, empezó una nueva etapa del conflicto con actores reconfigurados que cooptaron los territorios abandonados por las FARC, desplegaron varias dinámicas de violencia y controlaron economías ilegales como el narcotráfico, la minería no tradicional y el contrabando. Dice el informe que el Pacífico, la región donde está Chocó, se convirtió en el “eje del narcotráfico en Colombia” por ser un corredor estratégico entre la cordillera y el mar, además de un centro para la minería ilegal del oro. “De los departamentos, [Chocó] es el que más bajos índices de desarrollo presenta y el de mayores niveles de conflicto y violencia, lo que se expresa en elevadas cifras de desplazamiento y homicidios. No obstante, es uno de los dos [departamentos] con mayor producción nacional de oro”.

Leonibal llegó a Bogotá el 18 de enero de 2020, con un grupo de indígenas embera katíos, su esposa y cuatro de sus hijos. “Nosotros fuimos a Santa Cecilia, un corregimiento en Risaralda, donde se toma el carro. Caminamos desde Chocó. Doce horas caminando, cargando a los niños, las cosas. Allá no se conocen carreteras, no se conoce la energía. De Santa Cecilia viajamos a Pereira [capital de Risaralda] y ahí tomamos un carro a Bogotá. Ya veníamos sufriendo en el resguardo y acá en la capital es peor”.

En mayo de 2020 él hizo parte de las 150 familias que, a falta de ayuda y garantías del gobierno nacional por su condición de desplazados por la minería y el narcotráfico, ocuparon unos apartamentos en el barrio Candelaria la Nueva, al sur de la ciudad. De allí las desalojó el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad). En julio, en pleno aislamiento obligatorio por la pandemia y sin posibilidad de vender sus artesanías, 135 familias embera katío y embera chamí se instalaron en el Parque Tercer Milenio, donde permanecieron durante cuatro meses hasta llegar a un acuerdo con la Alta Consejería de Paz, Víctimas y Reconciliación, la Subdirección de Asuntos Étnicos y la Secretaría de Integración Social; todas, entidades distritales que se comprometieron a pagar alquileres y entregar mercados. En ese parque nació el quinto hijo de Leonibal, quien ahora recuerda que hasta hace un mes vivió en otro apartamento pagado por el Distrito y que sus hijos mayores, de doce y siete años, asistían a un colegio público. “Pero el Distrito dijo que se agotaron los recursos, que saliéramos de los apartamentos para no generar conflicto con los dueños”.

Entonces emprendió una nueva caminata, esta vez al Parque Nacional. “Llegamos el 29 del mes pasado, como a las 10:15 de la noche, y nos mandaron al Esmad”, asegura. “Vinieron por la parte de arriba del parque, nos echaron gas y dispararon cuatro tiros. Las mujeres ya estaban dormidas y salieron corriendo del susto”. Esa noche, un joven embera katío de dieciocho años, Virgilio Queragama Campo, desapareció y aún no hay pistas de su paradero. “La madre llora en la cama”, dice Leonibal.

Tras dos semanas en el campamento de desplazados, según informó Caracol Radio, sesenta niños embera katío fueron diagnosticados por una brigada médica con problemas respiratorios, diarrea y deshidratación. El 15 de octubre nueve de ellos estaban hospitalizados –serán diecisiete el día 19–, declaró la personera delegada para la Protección de las Víctimas, Patricia Villegas, quien instó a un diálogo urgente entre la administración distrital y las comunidades indígenas. Uno de los hijos de Leonibal está en el hospital. “Por asfixia, pero ya me avisaron que se recuperó” y agrega: “Como está lloviendo cada rato. Usted sabe que en Bogotá es fuerte. Cuando llueve nos toca duro. Yo llevo como dos días en los que quiero dormir, pero todo está mojado, la ropa, las cobijas, y así amanecemos”.

Antes de que las gotas que hoy caen se conviertan en una lluvia fría, Leonibal insiste en que la alcaldesa mayor de Bogotá, Claudia López, no ha ido al campamento y que la alcaldía de la localidad de Santa Fe no ha dado soluciones. Se les ofreció trasladarse al Parque La Florida, donde en efecto están alojados otros pueblos indígenas, pero, por tratarse de un sitio aislado, a las afueras de Bogotá, los embera katíos no aceptaron. “Les preocupa esta parcela, el espacio público, y nos presionan para salir. Mañana va a haber una audiencia y si no se levanta esto, el Esmad va a intervenir. Yo no sé qué va a pasar, pero estamos preparados. Si ellos vienen con armas, nosotros también tenemos nuestra bodoquera y nuestros bastones de mando”.

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Hoy es martes 19 de octubre, la lluvia se interrumpe y permite una mañana soleada, pero el ambiente en el Parque Nacional está agitado. Pronto comenzará una audiencia pública citada por la Inspección de Policía de Atención Prioritaria de Santa Fe sobre la situación de los indígenas asentados en el parque. Más temprano, la alcaldesa Claudia López tuiteó: “Bogotá ha financiado con 1,895 millones [de pesos, unos 503,000 dólares] la estadía y cuidado de la comunidad embera”, quienes fueron desplazados “por la desidia de la Unidad Nacional de Víctimas de garantizar sus derechos y retorno”.

Un hombre y tres mujeres del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), fundado en el suroccidente del país, se encargan de permitir el ingreso al campamento. Llevan radioteléfonos. Funcionarios del Distrito caminan de un lado a otro, algo inquietos, con sus chaquetas y chalecos distintivos del Grupo de Acompañamiento en Escenarios de Posible Vulneración de Derechos (GAEPVD) o de los Guardianes de Derechos –ambos de la Personería de Bogotá–, o bien, del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. Dos policías comen trozos de mango en un vaso, junto al puesto de venta ambulante. Una mujer de chaqueta azul –de la Secretaría de Salud– habla con una chica indígena que sale del campamento y que parece preocupada. Es enfermera auxiliar y acepta la entrevista sin dar su nombre. Dice:

“Nosotros identificamos el riesgo de quienes están en el Parque Nacional. Priorizamos gestantes, menores de cinco años, adultos mayores, miramos si hay niños que requieran atención prehospitalaria o ser valorados para tratamiento hospitalario. Hemos hecho jornadas de valoración y vacunación de esquema regular contra sarampión y rubeola y dosis de influenza. Activamos una ambulancia para menores con signos de alarma de enfermedad respiratoria y para gestantes. Desde hace veinte días el equipo ha estado aquí, pero el sábado un líder nos sacó. Estamos fuera del campamento por si deciden que podemos ingresar”.

La audiencia empieza al mediodía en una plaza circular dentro del parque. El piso está encharcado por la lluvia de los días anteriores y en el centro hay una fogata que despide profusas cantidades de humo, custodiada por chicos que sostienen un bastón en cada mano. Frente al fuego hay periodistas y funcionarios distritales y del otro lado están las autoridades indígenas. Alrededor se ve ropa colgada en cuerdas, de las carpas entran y salen mujeres sosteniendo platos y ollas; un grupo de ellas se ubica a un costado de la plaza, acuclilladas, algunas están amamantando y otras usan labial rojo. Un líder indígena se encarga de hacer el ritual para inaugurar la audiencia: arroja humo de tabaco, hace sonar un cascabel.

Fotografía de Lina Vargas.
Fotografía de Lina Vargas

El inspector de policía toma la palabra, pero no se escucha nada y los asistentes gritan que hace falta un micrófono. Él apenas se percata y continúa leyendo. Cuando termina, las autoridades indígenas convocan a una consulta interna y se retiran. Mientras dura la reunión, los niños y niñas del campamento toman el auditorio. Una, vestida de rosa, pasa riendo a carcajadas; cinco más empujan un triciclo; otro arrastra un carrito; otra juega con ollas de plástico; dos empuñan palos de madera como espadas; uno deja que la madre lo peine mientras hace volar un pequeño helicóptero.

Tres horas más tarde y ante la amenaza de intervención del Esmad y el sobrevuelo de un helicóptero de la fuerza pública, la audiencia se pospone por falta de acuerdos y garantías para el diálogo. En un video en redes sociales, se ve al inspector de policía salir a empellones del lugar. El pueblo indígena embera katío persiste allí, los desplazados mantendrán su protesta.

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Hay resoluciones que obligan a las autoridades a facilitar el retorno de los desplazados a sus territorios, pero siguen siendo incumplidas. Los embera katío –en su mayoría, niños de cero a trece años y mujeres– llevan un mes viviendo en un campamento en el Parque Nacional de Bogotá. La minería legal e ilegal de oro explota sus recursos, además del narcotráfico, los expulsa de sus hogares.

Centenares de personas, integrantes de trece pueblos indígenas de Colombia –en su mayoría, embera katíos–, llevan casi un mes viviendo a la intemperie, pese a la constante lluvia en Bogotá, en un campamento improvisado sobre el Parque Nacional Enrique Olaya Herrera, no muy lejos del Congreso de la República y el palacio presidencial. Fueron desplazados de territorios que atraviesan una situación de violencia debido al narcotráfico y la minería de oro.

La cifra de quienes se encuentran allí no es exacta. La Personería de Bogotá, encargada de proteger los derechos de las y los ciudadanos, calculó unos cuatrocientos en su boletín del 19 de octubre –1,460 personas más están asentadas en el Parque La Florida, a las afueras de la ciudad–. Frente a ese número, la lideresa Ati Quigua, concejala de Bogotá por el Movimiento Alternativo Indígena y Social (MAIS), señaló en su cuenta de Twitter que son mil trescientos indígenas; algunos líderes del campamento hablan de novecientos.

Fotografía de Lina Vargas.

El 70% son niños, niñas, mujeres embarazadas y lactantes, según la Personería. Eso es lo que se ve hoy, 17 de octubre, al mediodía. Entre los árboles históricos, se advierte una sucesión de tiendas elaboradas con plástico negro y sostenidas de palos: son las carpas del campamento de los indígenas que huyen del narcotráfico y la minería del oro; con ellas, se resguardan de la lluvia en Bogotá, capaz de prolongarse durante horas y continuar hasta la madrugada, cuando la temperatura desciende a menos de siete grados. Basta con caminar unos pasos hasta el monumento del pensador y militar Rafael Uribe Uribe, la enorme escultura en bronce y piedra reposa sobre una cama de agua, para ver a niñas y niños indígenas jugando en la fuente. Son 420, tienen entre cero y trece años, según la concejala Ati Quigua. Unos apenas son más grandes que otros –aunque los mayores llevan alzados de la mano o en coches a los más pequeños–; morenos, delgados, con el pelo alborotado y casi siempre con flequillo, vestidos con ropa no tradicional, ligera, y calzan sandalias, como para un clima muy distinto al de la temporada de lluvia en Bogotá.

“No se puede tomar fotos”, pide un joven indígena que está en la explanada del monumento, con una variedad de collares, pulseras y aretes de formas intrincadas y de tantos colores como las plumas de una guacamaya, dispuestos en una tela negra para la venta. Frente a él está Leonibal Campo Murillo, artesano de 34 años, estudiante de noveno semestre de Educación Infantil en la Universidad Tecnológica de Chocó y líder embera katío en el campamento de desplazados por la minería del oro, el narcotráfico y la violencia.

https://twitter.com/CJAkubadaura/status/1247546162284040195

“Nosotros somos del Chocó”, empieza Leonibal, “del municipio de Bagadó, resguardo Tahami del Alto Andágueda. En el resguardo había como 34 comunidades y dentro de las comunidades, unos catorce mil habitantes”.

De acuerdo con la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), el territorio de los embera katíos, con 48,117 habitantes, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), comprende a Antioquia, Risaralda, Chocó y Córdoba, al noroccidente del país. Durante cinco siglos, la región selvática del Alto Andágueda, donde nacen y corren varios ríos, ha sido objeto de disputa por el oro que guardan sus montañas y por la actividad de la minería. “En los últimos años, el control por las minas ha enfrentado a comunidades y mineros locales con [empresas de minería] multinacionales. Estas pugnas han pisoteado los derechos ancestrales sobre las tierras de las comunidades indígenas”, se lee en un artículo publicado en 2014 por el portal Verdad Abierta, llamado “El oro, la maldición del territorio embera en Chocó”. En él se hace un recorrido de los emprendimientos de la minería de oro en el Alto Andágueda, que se reconoció como resguardo en 1979. Para entonces, de sus cincuenta mil hectáreas, trece mil habían sido concesionadas mediante títulos y otras veintisiete mil se habían pedido para su explotación. A esto se sumó la presencia de grupos armados y los bombardeos de la fuerza pública en el marco del conflicto que dejó miles de desplazados embera katíos que huyeron a ciudades aledañas.

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En 2013 un juez especializado en restitución de tierras ordenó a la Agencia Nacional de Minería suspender los contratos de concesión otorgados o solicitados por empresas de minería de oro ajenas a la comunidad, pero, como describe el mismo artículo, “el problema continúa”, puesto que la minería ilegal, con actores económicos “provenientes de distintas regiones del país, siguen extrayendo el oro”. Un año después, la Sala de Restitución de Tierras, integrada al Tribunal Superior de Antioquia, firmó, en un hito judicial, la primera sentencia de restitución territorial para una de las comunidades indígenas. La sentencia, explica el portal en otro artículo, titulado “Las promesas a medio cumplir a indígenas del Alto Andágueda”, emitió más de cincuenta órdenes a entidades estatales para garantizar el retorno de los desplazados y el acceso a servicios básicos –agua potable, educación, salud y vivienda– en un plazo de seis meses, “sin embargo, casi tres años después, son pocas las instituciones que han cumplido”. El artículo menciona que no ha habido un regreso significativo de los desplazados y quienes regresan no tienen garantías: entre las trescientas personas que retornaron en 2016, seis niños menores de cinco años murieron por enfermedades tan curables como la gripe. La minería del oro parece ganar la batalla en Colombia.

“Nosotros estamos en Bogotá por el incumplimiento del Estado”, continúa el líder Leonibal Campo Murillo en el campamento del Parque Nacional. Por ahora, prefiere quedarse en Bogotá y no volver al resguardo indígena. “Yo soy amenazado”, dice. “Nosotros venimos del Chocó por la situación de orden público. En las noticias se escucha lo que pasa en Chocó: día y noche están matando, y lo que le hacen a nuestra naturaleza, afectada por empresas de minería, por las esmeraldas y el oro. Aquí exigimos una casa digna, puede ser colectiva, para vivir y trabajar, ojalá cerca del centro”.

En 2018 la Defensoría del Pueblo publicó “Economías ilegales, actores armados y nuevos escenarios de riesgo en el posacuerdo”, un informe que detalla cómo, una vez que terminó la negociación de paz entre el gobierno nacional y las FARC y se desarmó la guerrilla, empezó una nueva etapa del conflicto con actores reconfigurados que cooptaron los territorios abandonados por las FARC, desplegaron varias dinámicas de violencia y controlaron economías ilegales como el narcotráfico, la minería no tradicional y el contrabando. Dice el informe que el Pacífico, la región donde está Chocó, se convirtió en el “eje del narcotráfico en Colombia” por ser un corredor estratégico entre la cordillera y el mar, además de un centro para la minería ilegal del oro. “De los departamentos, [Chocó] es el que más bajos índices de desarrollo presenta y el de mayores niveles de conflicto y violencia, lo que se expresa en elevadas cifras de desplazamiento y homicidios. No obstante, es uno de los dos [departamentos] con mayor producción nacional de oro”.

Leonibal llegó a Bogotá el 18 de enero de 2020, con un grupo de indígenas embera katíos, su esposa y cuatro de sus hijos. “Nosotros fuimos a Santa Cecilia, un corregimiento en Risaralda, donde se toma el carro. Caminamos desde Chocó. Doce horas caminando, cargando a los niños, las cosas. Allá no se conocen carreteras, no se conoce la energía. De Santa Cecilia viajamos a Pereira [capital de Risaralda] y ahí tomamos un carro a Bogotá. Ya veníamos sufriendo en el resguardo y acá en la capital es peor”.

En mayo de 2020 él hizo parte de las 150 familias que, a falta de ayuda y garantías del gobierno nacional por su condición de desplazados por la minería y el narcotráfico, ocuparon unos apartamentos en el barrio Candelaria la Nueva, al sur de la ciudad. De allí las desalojó el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad). En julio, en pleno aislamiento obligatorio por la pandemia y sin posibilidad de vender sus artesanías, 135 familias embera katío y embera chamí se instalaron en el Parque Tercer Milenio, donde permanecieron durante cuatro meses hasta llegar a un acuerdo con la Alta Consejería de Paz, Víctimas y Reconciliación, la Subdirección de Asuntos Étnicos y la Secretaría de Integración Social; todas, entidades distritales que se comprometieron a pagar alquileres y entregar mercados. En ese parque nació el quinto hijo de Leonibal, quien ahora recuerda que hasta hace un mes vivió en otro apartamento pagado por el Distrito y que sus hijos mayores, de doce y siete años, asistían a un colegio público. “Pero el Distrito dijo que se agotaron los recursos, que saliéramos de los apartamentos para no generar conflicto con los dueños”.

Entonces emprendió una nueva caminata, esta vez al Parque Nacional. “Llegamos el 29 del mes pasado, como a las 10:15 de la noche, y nos mandaron al Esmad”, asegura. “Vinieron por la parte de arriba del parque, nos echaron gas y dispararon cuatro tiros. Las mujeres ya estaban dormidas y salieron corriendo del susto”. Esa noche, un joven embera katío de dieciocho años, Virgilio Queragama Campo, desapareció y aún no hay pistas de su paradero. “La madre llora en la cama”, dice Leonibal.

Tras dos semanas en el campamento de desplazados, según informó Caracol Radio, sesenta niños embera katío fueron diagnosticados por una brigada médica con problemas respiratorios, diarrea y deshidratación. El 15 de octubre nueve de ellos estaban hospitalizados –serán diecisiete el día 19–, declaró la personera delegada para la Protección de las Víctimas, Patricia Villegas, quien instó a un diálogo urgente entre la administración distrital y las comunidades indígenas. Uno de los hijos de Leonibal está en el hospital. “Por asfixia, pero ya me avisaron que se recuperó” y agrega: “Como está lloviendo cada rato. Usted sabe que en Bogotá es fuerte. Cuando llueve nos toca duro. Yo llevo como dos días en los que quiero dormir, pero todo está mojado, la ropa, las cobijas, y así amanecemos”.

Antes de que las gotas que hoy caen se conviertan en una lluvia fría, Leonibal insiste en que la alcaldesa mayor de Bogotá, Claudia López, no ha ido al campamento y que la alcaldía de la localidad de Santa Fe no ha dado soluciones. Se les ofreció trasladarse al Parque La Florida, donde en efecto están alojados otros pueblos indígenas, pero, por tratarse de un sitio aislado, a las afueras de Bogotá, los embera katíos no aceptaron. “Les preocupa esta parcela, el espacio público, y nos presionan para salir. Mañana va a haber una audiencia y si no se levanta esto, el Esmad va a intervenir. Yo no sé qué va a pasar, pero estamos preparados. Si ellos vienen con armas, nosotros también tenemos nuestra bodoquera y nuestros bastones de mando”.

***

Hoy es martes 19 de octubre, la lluvia se interrumpe y permite una mañana soleada, pero el ambiente en el Parque Nacional está agitado. Pronto comenzará una audiencia pública citada por la Inspección de Policía de Atención Prioritaria de Santa Fe sobre la situación de los indígenas asentados en el parque. Más temprano, la alcaldesa Claudia López tuiteó: “Bogotá ha financiado con 1,895 millones [de pesos, unos 503,000 dólares] la estadía y cuidado de la comunidad embera”, quienes fueron desplazados “por la desidia de la Unidad Nacional de Víctimas de garantizar sus derechos y retorno”.

Un hombre y tres mujeres del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), fundado en el suroccidente del país, se encargan de permitir el ingreso al campamento. Llevan radioteléfonos. Funcionarios del Distrito caminan de un lado a otro, algo inquietos, con sus chaquetas y chalecos distintivos del Grupo de Acompañamiento en Escenarios de Posible Vulneración de Derechos (GAEPVD) o de los Guardianes de Derechos –ambos de la Personería de Bogotá–, o bien, del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. Dos policías comen trozos de mango en un vaso, junto al puesto de venta ambulante. Una mujer de chaqueta azul –de la Secretaría de Salud– habla con una chica indígena que sale del campamento y que parece preocupada. Es enfermera auxiliar y acepta la entrevista sin dar su nombre. Dice:

“Nosotros identificamos el riesgo de quienes están en el Parque Nacional. Priorizamos gestantes, menores de cinco años, adultos mayores, miramos si hay niños que requieran atención prehospitalaria o ser valorados para tratamiento hospitalario. Hemos hecho jornadas de valoración y vacunación de esquema regular contra sarampión y rubeola y dosis de influenza. Activamos una ambulancia para menores con signos de alarma de enfermedad respiratoria y para gestantes. Desde hace veinte días el equipo ha estado aquí, pero el sábado un líder nos sacó. Estamos fuera del campamento por si deciden que podemos ingresar”.

La audiencia empieza al mediodía en una plaza circular dentro del parque. El piso está encharcado por la lluvia de los días anteriores y en el centro hay una fogata que despide profusas cantidades de humo, custodiada por chicos que sostienen un bastón en cada mano. Frente al fuego hay periodistas y funcionarios distritales y del otro lado están las autoridades indígenas. Alrededor se ve ropa colgada en cuerdas, de las carpas entran y salen mujeres sosteniendo platos y ollas; un grupo de ellas se ubica a un costado de la plaza, acuclilladas, algunas están amamantando y otras usan labial rojo. Un líder indígena se encarga de hacer el ritual para inaugurar la audiencia: arroja humo de tabaco, hace sonar un cascabel.

Fotografía de Lina Vargas.
Fotografía de Lina Vargas

El inspector de policía toma la palabra, pero no se escucha nada y los asistentes gritan que hace falta un micrófono. Él apenas se percata y continúa leyendo. Cuando termina, las autoridades indígenas convocan a una consulta interna y se retiran. Mientras dura la reunión, los niños y niñas del campamento toman el auditorio. Una, vestida de rosa, pasa riendo a carcajadas; cinco más empujan un triciclo; otro arrastra un carrito; otra juega con ollas de plástico; dos empuñan palos de madera como espadas; uno deja que la madre lo peine mientras hace volar un pequeño helicóptero.

Tres horas más tarde y ante la amenaza de intervención del Esmad y el sobrevuelo de un helicóptero de la fuerza pública, la audiencia se pospone por falta de acuerdos y garantías para el diálogo. En un video en redes sociales, se ve al inspector de policía salir a empellones del lugar. El pueblo indígena embera katío persiste allí, los desplazados mantendrán su protesta.

https://twitter.com/thecolombiapost/status/1450578992856244230?t=iRAfBiAixYmZ1QhUlv-PYA&s=08

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Los embera katío: desplazados por la minería de oro en Colombia

Los embera katío: desplazados por la minería de oro en Colombia

25
.
10
.
21
2021
Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
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Hay resoluciones que obligan a las autoridades a facilitar el retorno de los desplazados a sus territorios, pero siguen siendo incumplidas. Los embera katío –en su mayoría, niños de cero a trece años y mujeres– llevan un mes viviendo en un campamento en el Parque Nacional de Bogotá. La minería legal e ilegal de oro explota sus recursos, además del narcotráfico, los expulsa de sus hogares.

Centenares de personas, integrantes de trece pueblos indígenas de Colombia –en su mayoría, embera katíos–, llevan casi un mes viviendo a la intemperie, pese a la constante lluvia en Bogotá, en un campamento improvisado sobre el Parque Nacional Enrique Olaya Herrera, no muy lejos del Congreso de la República y el palacio presidencial. Fueron desplazados de territorios que atraviesan una situación de violencia debido al narcotráfico y la minería de oro.

La cifra de quienes se encuentran allí no es exacta. La Personería de Bogotá, encargada de proteger los derechos de las y los ciudadanos, calculó unos cuatrocientos en su boletín del 19 de octubre –1,460 personas más están asentadas en el Parque La Florida, a las afueras de la ciudad–. Frente a ese número, la lideresa Ati Quigua, concejala de Bogotá por el Movimiento Alternativo Indígena y Social (MAIS), señaló en su cuenta de Twitter que son mil trescientos indígenas; algunos líderes del campamento hablan de novecientos.

Fotografía de Lina Vargas.

El 70% son niños, niñas, mujeres embarazadas y lactantes, según la Personería. Eso es lo que se ve hoy, 17 de octubre, al mediodía. Entre los árboles históricos, se advierte una sucesión de tiendas elaboradas con plástico negro y sostenidas de palos: son las carpas del campamento de los indígenas que huyen del narcotráfico y la minería del oro; con ellas, se resguardan de la lluvia en Bogotá, capaz de prolongarse durante horas y continuar hasta la madrugada, cuando la temperatura desciende a menos de siete grados. Basta con caminar unos pasos hasta el monumento del pensador y militar Rafael Uribe Uribe, la enorme escultura en bronce y piedra reposa sobre una cama de agua, para ver a niñas y niños indígenas jugando en la fuente. Son 420, tienen entre cero y trece años, según la concejala Ati Quigua. Unos apenas son más grandes que otros –aunque los mayores llevan alzados de la mano o en coches a los más pequeños–; morenos, delgados, con el pelo alborotado y casi siempre con flequillo, vestidos con ropa no tradicional, ligera, y calzan sandalias, como para un clima muy distinto al de la temporada de lluvia en Bogotá.

“No se puede tomar fotos”, pide un joven indígena que está en la explanada del monumento, con una variedad de collares, pulseras y aretes de formas intrincadas y de tantos colores como las plumas de una guacamaya, dispuestos en una tela negra para la venta. Frente a él está Leonibal Campo Murillo, artesano de 34 años, estudiante de noveno semestre de Educación Infantil en la Universidad Tecnológica de Chocó y líder embera katío en el campamento de desplazados por la minería del oro, el narcotráfico y la violencia.

https://twitter.com/CJAkubadaura/status/1247546162284040195

“Nosotros somos del Chocó”, empieza Leonibal, “del municipio de Bagadó, resguardo Tahami del Alto Andágueda. En el resguardo había como 34 comunidades y dentro de las comunidades, unos catorce mil habitantes”.

De acuerdo con la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), el territorio de los embera katíos, con 48,117 habitantes, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), comprende a Antioquia, Risaralda, Chocó y Córdoba, al noroccidente del país. Durante cinco siglos, la región selvática del Alto Andágueda, donde nacen y corren varios ríos, ha sido objeto de disputa por el oro que guardan sus montañas y por la actividad de la minería. “En los últimos años, el control por las minas ha enfrentado a comunidades y mineros locales con [empresas de minería] multinacionales. Estas pugnas han pisoteado los derechos ancestrales sobre las tierras de las comunidades indígenas”, se lee en un artículo publicado en 2014 por el portal Verdad Abierta, llamado “El oro, la maldición del territorio embera en Chocó”. En él se hace un recorrido de los emprendimientos de la minería de oro en el Alto Andágueda, que se reconoció como resguardo en 1979. Para entonces, de sus cincuenta mil hectáreas, trece mil habían sido concesionadas mediante títulos y otras veintisiete mil se habían pedido para su explotación. A esto se sumó la presencia de grupos armados y los bombardeos de la fuerza pública en el marco del conflicto que dejó miles de desplazados embera katíos que huyeron a ciudades aledañas.

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En 2013 un juez especializado en restitución de tierras ordenó a la Agencia Nacional de Minería suspender los contratos de concesión otorgados o solicitados por empresas de minería de oro ajenas a la comunidad, pero, como describe el mismo artículo, “el problema continúa”, puesto que la minería ilegal, con actores económicos “provenientes de distintas regiones del país, siguen extrayendo el oro”. Un año después, la Sala de Restitución de Tierras, integrada al Tribunal Superior de Antioquia, firmó, en un hito judicial, la primera sentencia de restitución territorial para una de las comunidades indígenas. La sentencia, explica el portal en otro artículo, titulado “Las promesas a medio cumplir a indígenas del Alto Andágueda”, emitió más de cincuenta órdenes a entidades estatales para garantizar el retorno de los desplazados y el acceso a servicios básicos –agua potable, educación, salud y vivienda– en un plazo de seis meses, “sin embargo, casi tres años después, son pocas las instituciones que han cumplido”. El artículo menciona que no ha habido un regreso significativo de los desplazados y quienes regresan no tienen garantías: entre las trescientas personas que retornaron en 2016, seis niños menores de cinco años murieron por enfermedades tan curables como la gripe. La minería del oro parece ganar la batalla en Colombia.

“Nosotros estamos en Bogotá por el incumplimiento del Estado”, continúa el líder Leonibal Campo Murillo en el campamento del Parque Nacional. Por ahora, prefiere quedarse en Bogotá y no volver al resguardo indígena. “Yo soy amenazado”, dice. “Nosotros venimos del Chocó por la situación de orden público. En las noticias se escucha lo que pasa en Chocó: día y noche están matando, y lo que le hacen a nuestra naturaleza, afectada por empresas de minería, por las esmeraldas y el oro. Aquí exigimos una casa digna, puede ser colectiva, para vivir y trabajar, ojalá cerca del centro”.

En 2018 la Defensoría del Pueblo publicó “Economías ilegales, actores armados y nuevos escenarios de riesgo en el posacuerdo”, un informe que detalla cómo, una vez que terminó la negociación de paz entre el gobierno nacional y las FARC y se desarmó la guerrilla, empezó una nueva etapa del conflicto con actores reconfigurados que cooptaron los territorios abandonados por las FARC, desplegaron varias dinámicas de violencia y controlaron economías ilegales como el narcotráfico, la minería no tradicional y el contrabando. Dice el informe que el Pacífico, la región donde está Chocó, se convirtió en el “eje del narcotráfico en Colombia” por ser un corredor estratégico entre la cordillera y el mar, además de un centro para la minería ilegal del oro. “De los departamentos, [Chocó] es el que más bajos índices de desarrollo presenta y el de mayores niveles de conflicto y violencia, lo que se expresa en elevadas cifras de desplazamiento y homicidios. No obstante, es uno de los dos [departamentos] con mayor producción nacional de oro”.

Leonibal llegó a Bogotá el 18 de enero de 2020, con un grupo de indígenas embera katíos, su esposa y cuatro de sus hijos. “Nosotros fuimos a Santa Cecilia, un corregimiento en Risaralda, donde se toma el carro. Caminamos desde Chocó. Doce horas caminando, cargando a los niños, las cosas. Allá no se conocen carreteras, no se conoce la energía. De Santa Cecilia viajamos a Pereira [capital de Risaralda] y ahí tomamos un carro a Bogotá. Ya veníamos sufriendo en el resguardo y acá en la capital es peor”.

En mayo de 2020 él hizo parte de las 150 familias que, a falta de ayuda y garantías del gobierno nacional por su condición de desplazados por la minería y el narcotráfico, ocuparon unos apartamentos en el barrio Candelaria la Nueva, al sur de la ciudad. De allí las desalojó el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad). En julio, en pleno aislamiento obligatorio por la pandemia y sin posibilidad de vender sus artesanías, 135 familias embera katío y embera chamí se instalaron en el Parque Tercer Milenio, donde permanecieron durante cuatro meses hasta llegar a un acuerdo con la Alta Consejería de Paz, Víctimas y Reconciliación, la Subdirección de Asuntos Étnicos y la Secretaría de Integración Social; todas, entidades distritales que se comprometieron a pagar alquileres y entregar mercados. En ese parque nació el quinto hijo de Leonibal, quien ahora recuerda que hasta hace un mes vivió en otro apartamento pagado por el Distrito y que sus hijos mayores, de doce y siete años, asistían a un colegio público. “Pero el Distrito dijo que se agotaron los recursos, que saliéramos de los apartamentos para no generar conflicto con los dueños”.

Entonces emprendió una nueva caminata, esta vez al Parque Nacional. “Llegamos el 29 del mes pasado, como a las 10:15 de la noche, y nos mandaron al Esmad”, asegura. “Vinieron por la parte de arriba del parque, nos echaron gas y dispararon cuatro tiros. Las mujeres ya estaban dormidas y salieron corriendo del susto”. Esa noche, un joven embera katío de dieciocho años, Virgilio Queragama Campo, desapareció y aún no hay pistas de su paradero. “La madre llora en la cama”, dice Leonibal.

Tras dos semanas en el campamento de desplazados, según informó Caracol Radio, sesenta niños embera katío fueron diagnosticados por una brigada médica con problemas respiratorios, diarrea y deshidratación. El 15 de octubre nueve de ellos estaban hospitalizados –serán diecisiete el día 19–, declaró la personera delegada para la Protección de las Víctimas, Patricia Villegas, quien instó a un diálogo urgente entre la administración distrital y las comunidades indígenas. Uno de los hijos de Leonibal está en el hospital. “Por asfixia, pero ya me avisaron que se recuperó” y agrega: “Como está lloviendo cada rato. Usted sabe que en Bogotá es fuerte. Cuando llueve nos toca duro. Yo llevo como dos días en los que quiero dormir, pero todo está mojado, la ropa, las cobijas, y así amanecemos”.

Antes de que las gotas que hoy caen se conviertan en una lluvia fría, Leonibal insiste en que la alcaldesa mayor de Bogotá, Claudia López, no ha ido al campamento y que la alcaldía de la localidad de Santa Fe no ha dado soluciones. Se les ofreció trasladarse al Parque La Florida, donde en efecto están alojados otros pueblos indígenas, pero, por tratarse de un sitio aislado, a las afueras de Bogotá, los embera katíos no aceptaron. “Les preocupa esta parcela, el espacio público, y nos presionan para salir. Mañana va a haber una audiencia y si no se levanta esto, el Esmad va a intervenir. Yo no sé qué va a pasar, pero estamos preparados. Si ellos vienen con armas, nosotros también tenemos nuestra bodoquera y nuestros bastones de mando”.

***

Hoy es martes 19 de octubre, la lluvia se interrumpe y permite una mañana soleada, pero el ambiente en el Parque Nacional está agitado. Pronto comenzará una audiencia pública citada por la Inspección de Policía de Atención Prioritaria de Santa Fe sobre la situación de los indígenas asentados en el parque. Más temprano, la alcaldesa Claudia López tuiteó: “Bogotá ha financiado con 1,895 millones [de pesos, unos 503,000 dólares] la estadía y cuidado de la comunidad embera”, quienes fueron desplazados “por la desidia de la Unidad Nacional de Víctimas de garantizar sus derechos y retorno”.

Un hombre y tres mujeres del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), fundado en el suroccidente del país, se encargan de permitir el ingreso al campamento. Llevan radioteléfonos. Funcionarios del Distrito caminan de un lado a otro, algo inquietos, con sus chaquetas y chalecos distintivos del Grupo de Acompañamiento en Escenarios de Posible Vulneración de Derechos (GAEPVD) o de los Guardianes de Derechos –ambos de la Personería de Bogotá–, o bien, del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. Dos policías comen trozos de mango en un vaso, junto al puesto de venta ambulante. Una mujer de chaqueta azul –de la Secretaría de Salud– habla con una chica indígena que sale del campamento y que parece preocupada. Es enfermera auxiliar y acepta la entrevista sin dar su nombre. Dice:

“Nosotros identificamos el riesgo de quienes están en el Parque Nacional. Priorizamos gestantes, menores de cinco años, adultos mayores, miramos si hay niños que requieran atención prehospitalaria o ser valorados para tratamiento hospitalario. Hemos hecho jornadas de valoración y vacunación de esquema regular contra sarampión y rubeola y dosis de influenza. Activamos una ambulancia para menores con signos de alarma de enfermedad respiratoria y para gestantes. Desde hace veinte días el equipo ha estado aquí, pero el sábado un líder nos sacó. Estamos fuera del campamento por si deciden que podemos ingresar”.

La audiencia empieza al mediodía en una plaza circular dentro del parque. El piso está encharcado por la lluvia de los días anteriores y en el centro hay una fogata que despide profusas cantidades de humo, custodiada por chicos que sostienen un bastón en cada mano. Frente al fuego hay periodistas y funcionarios distritales y del otro lado están las autoridades indígenas. Alrededor se ve ropa colgada en cuerdas, de las carpas entran y salen mujeres sosteniendo platos y ollas; un grupo de ellas se ubica a un costado de la plaza, acuclilladas, algunas están amamantando y otras usan labial rojo. Un líder indígena se encarga de hacer el ritual para inaugurar la audiencia: arroja humo de tabaco, hace sonar un cascabel.

Fotografía de Lina Vargas.
Fotografía de Lina Vargas

El inspector de policía toma la palabra, pero no se escucha nada y los asistentes gritan que hace falta un micrófono. Él apenas se percata y continúa leyendo. Cuando termina, las autoridades indígenas convocan a una consulta interna y se retiran. Mientras dura la reunión, los niños y niñas del campamento toman el auditorio. Una, vestida de rosa, pasa riendo a carcajadas; cinco más empujan un triciclo; otro arrastra un carrito; otra juega con ollas de plástico; dos empuñan palos de madera como espadas; uno deja que la madre lo peine mientras hace volar un pequeño helicóptero.

Tres horas más tarde y ante la amenaza de intervención del Esmad y el sobrevuelo de un helicóptero de la fuerza pública, la audiencia se pospone por falta de acuerdos y garantías para el diálogo. En un video en redes sociales, se ve al inspector de policía salir a empellones del lugar. El pueblo indígena embera katío persiste allí, los desplazados mantendrán su protesta.

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Hay resoluciones que obligan a las autoridades a facilitar el retorno de los desplazados a sus territorios, pero siguen siendo incumplidas. Los embera katío –en su mayoría, niños de cero a trece años y mujeres– llevan un mes viviendo en un campamento en el Parque Nacional de Bogotá. La minería legal e ilegal de oro explota sus recursos, además del narcotráfico, los expulsa de sus hogares.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Centenares de personas, integrantes de trece pueblos indígenas de Colombia –en su mayoría, embera katíos–, llevan casi un mes viviendo a la intemperie, pese a la constante lluvia en Bogotá, en un campamento improvisado sobre el Parque Nacional Enrique Olaya Herrera, no muy lejos del Congreso de la República y el palacio presidencial. Fueron desplazados de territorios que atraviesan una situación de violencia debido al narcotráfico y la minería de oro.

La cifra de quienes se encuentran allí no es exacta. La Personería de Bogotá, encargada de proteger los derechos de las y los ciudadanos, calculó unos cuatrocientos en su boletín del 19 de octubre –1,460 personas más están asentadas en el Parque La Florida, a las afueras de la ciudad–. Frente a ese número, la lideresa Ati Quigua, concejala de Bogotá por el Movimiento Alternativo Indígena y Social (MAIS), señaló en su cuenta de Twitter que son mil trescientos indígenas; algunos líderes del campamento hablan de novecientos.

Fotografía de Lina Vargas.

El 70% son niños, niñas, mujeres embarazadas y lactantes, según la Personería. Eso es lo que se ve hoy, 17 de octubre, al mediodía. Entre los árboles históricos, se advierte una sucesión de tiendas elaboradas con plástico negro y sostenidas de palos: son las carpas del campamento de los indígenas que huyen del narcotráfico y la minería del oro; con ellas, se resguardan de la lluvia en Bogotá, capaz de prolongarse durante horas y continuar hasta la madrugada, cuando la temperatura desciende a menos de siete grados. Basta con caminar unos pasos hasta el monumento del pensador y militar Rafael Uribe Uribe, la enorme escultura en bronce y piedra reposa sobre una cama de agua, para ver a niñas y niños indígenas jugando en la fuente. Son 420, tienen entre cero y trece años, según la concejala Ati Quigua. Unos apenas son más grandes que otros –aunque los mayores llevan alzados de la mano o en coches a los más pequeños–; morenos, delgados, con el pelo alborotado y casi siempre con flequillo, vestidos con ropa no tradicional, ligera, y calzan sandalias, como para un clima muy distinto al de la temporada de lluvia en Bogotá.

“No se puede tomar fotos”, pide un joven indígena que está en la explanada del monumento, con una variedad de collares, pulseras y aretes de formas intrincadas y de tantos colores como las plumas de una guacamaya, dispuestos en una tela negra para la venta. Frente a él está Leonibal Campo Murillo, artesano de 34 años, estudiante de noveno semestre de Educación Infantil en la Universidad Tecnológica de Chocó y líder embera katío en el campamento de desplazados por la minería del oro, el narcotráfico y la violencia.

https://twitter.com/CJAkubadaura/status/1247546162284040195

“Nosotros somos del Chocó”, empieza Leonibal, “del municipio de Bagadó, resguardo Tahami del Alto Andágueda. En el resguardo había como 34 comunidades y dentro de las comunidades, unos catorce mil habitantes”.

De acuerdo con la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), el territorio de los embera katíos, con 48,117 habitantes, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), comprende a Antioquia, Risaralda, Chocó y Córdoba, al noroccidente del país. Durante cinco siglos, la región selvática del Alto Andágueda, donde nacen y corren varios ríos, ha sido objeto de disputa por el oro que guardan sus montañas y por la actividad de la minería. “En los últimos años, el control por las minas ha enfrentado a comunidades y mineros locales con [empresas de minería] multinacionales. Estas pugnas han pisoteado los derechos ancestrales sobre las tierras de las comunidades indígenas”, se lee en un artículo publicado en 2014 por el portal Verdad Abierta, llamado “El oro, la maldición del territorio embera en Chocó”. En él se hace un recorrido de los emprendimientos de la minería de oro en el Alto Andágueda, que se reconoció como resguardo en 1979. Para entonces, de sus cincuenta mil hectáreas, trece mil habían sido concesionadas mediante títulos y otras veintisiete mil se habían pedido para su explotación. A esto se sumó la presencia de grupos armados y los bombardeos de la fuerza pública en el marco del conflicto que dejó miles de desplazados embera katíos que huyeron a ciudades aledañas.

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En 2013 un juez especializado en restitución de tierras ordenó a la Agencia Nacional de Minería suspender los contratos de concesión otorgados o solicitados por empresas de minería de oro ajenas a la comunidad, pero, como describe el mismo artículo, “el problema continúa”, puesto que la minería ilegal, con actores económicos “provenientes de distintas regiones del país, siguen extrayendo el oro”. Un año después, la Sala de Restitución de Tierras, integrada al Tribunal Superior de Antioquia, firmó, en un hito judicial, la primera sentencia de restitución territorial para una de las comunidades indígenas. La sentencia, explica el portal en otro artículo, titulado “Las promesas a medio cumplir a indígenas del Alto Andágueda”, emitió más de cincuenta órdenes a entidades estatales para garantizar el retorno de los desplazados y el acceso a servicios básicos –agua potable, educación, salud y vivienda– en un plazo de seis meses, “sin embargo, casi tres años después, son pocas las instituciones que han cumplido”. El artículo menciona que no ha habido un regreso significativo de los desplazados y quienes regresan no tienen garantías: entre las trescientas personas que retornaron en 2016, seis niños menores de cinco años murieron por enfermedades tan curables como la gripe. La minería del oro parece ganar la batalla en Colombia.

“Nosotros estamos en Bogotá por el incumplimiento del Estado”, continúa el líder Leonibal Campo Murillo en el campamento del Parque Nacional. Por ahora, prefiere quedarse en Bogotá y no volver al resguardo indígena. “Yo soy amenazado”, dice. “Nosotros venimos del Chocó por la situación de orden público. En las noticias se escucha lo que pasa en Chocó: día y noche están matando, y lo que le hacen a nuestra naturaleza, afectada por empresas de minería, por las esmeraldas y el oro. Aquí exigimos una casa digna, puede ser colectiva, para vivir y trabajar, ojalá cerca del centro”.

En 2018 la Defensoría del Pueblo publicó “Economías ilegales, actores armados y nuevos escenarios de riesgo en el posacuerdo”, un informe que detalla cómo, una vez que terminó la negociación de paz entre el gobierno nacional y las FARC y se desarmó la guerrilla, empezó una nueva etapa del conflicto con actores reconfigurados que cooptaron los territorios abandonados por las FARC, desplegaron varias dinámicas de violencia y controlaron economías ilegales como el narcotráfico, la minería no tradicional y el contrabando. Dice el informe que el Pacífico, la región donde está Chocó, se convirtió en el “eje del narcotráfico en Colombia” por ser un corredor estratégico entre la cordillera y el mar, además de un centro para la minería ilegal del oro. “De los departamentos, [Chocó] es el que más bajos índices de desarrollo presenta y el de mayores niveles de conflicto y violencia, lo que se expresa en elevadas cifras de desplazamiento y homicidios. No obstante, es uno de los dos [departamentos] con mayor producción nacional de oro”.

Leonibal llegó a Bogotá el 18 de enero de 2020, con un grupo de indígenas embera katíos, su esposa y cuatro de sus hijos. “Nosotros fuimos a Santa Cecilia, un corregimiento en Risaralda, donde se toma el carro. Caminamos desde Chocó. Doce horas caminando, cargando a los niños, las cosas. Allá no se conocen carreteras, no se conoce la energía. De Santa Cecilia viajamos a Pereira [capital de Risaralda] y ahí tomamos un carro a Bogotá. Ya veníamos sufriendo en el resguardo y acá en la capital es peor”.

En mayo de 2020 él hizo parte de las 150 familias que, a falta de ayuda y garantías del gobierno nacional por su condición de desplazados por la minería y el narcotráfico, ocuparon unos apartamentos en el barrio Candelaria la Nueva, al sur de la ciudad. De allí las desalojó el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad). En julio, en pleno aislamiento obligatorio por la pandemia y sin posibilidad de vender sus artesanías, 135 familias embera katío y embera chamí se instalaron en el Parque Tercer Milenio, donde permanecieron durante cuatro meses hasta llegar a un acuerdo con la Alta Consejería de Paz, Víctimas y Reconciliación, la Subdirección de Asuntos Étnicos y la Secretaría de Integración Social; todas, entidades distritales que se comprometieron a pagar alquileres y entregar mercados. En ese parque nació el quinto hijo de Leonibal, quien ahora recuerda que hasta hace un mes vivió en otro apartamento pagado por el Distrito y que sus hijos mayores, de doce y siete años, asistían a un colegio público. “Pero el Distrito dijo que se agotaron los recursos, que saliéramos de los apartamentos para no generar conflicto con los dueños”.

Entonces emprendió una nueva caminata, esta vez al Parque Nacional. “Llegamos el 29 del mes pasado, como a las 10:15 de la noche, y nos mandaron al Esmad”, asegura. “Vinieron por la parte de arriba del parque, nos echaron gas y dispararon cuatro tiros. Las mujeres ya estaban dormidas y salieron corriendo del susto”. Esa noche, un joven embera katío de dieciocho años, Virgilio Queragama Campo, desapareció y aún no hay pistas de su paradero. “La madre llora en la cama”, dice Leonibal.

Tras dos semanas en el campamento de desplazados, según informó Caracol Radio, sesenta niños embera katío fueron diagnosticados por una brigada médica con problemas respiratorios, diarrea y deshidratación. El 15 de octubre nueve de ellos estaban hospitalizados –serán diecisiete el día 19–, declaró la personera delegada para la Protección de las Víctimas, Patricia Villegas, quien instó a un diálogo urgente entre la administración distrital y las comunidades indígenas. Uno de los hijos de Leonibal está en el hospital. “Por asfixia, pero ya me avisaron que se recuperó” y agrega: “Como está lloviendo cada rato. Usted sabe que en Bogotá es fuerte. Cuando llueve nos toca duro. Yo llevo como dos días en los que quiero dormir, pero todo está mojado, la ropa, las cobijas, y así amanecemos”.

Antes de que las gotas que hoy caen se conviertan en una lluvia fría, Leonibal insiste en que la alcaldesa mayor de Bogotá, Claudia López, no ha ido al campamento y que la alcaldía de la localidad de Santa Fe no ha dado soluciones. Se les ofreció trasladarse al Parque La Florida, donde en efecto están alojados otros pueblos indígenas, pero, por tratarse de un sitio aislado, a las afueras de Bogotá, los embera katíos no aceptaron. “Les preocupa esta parcela, el espacio público, y nos presionan para salir. Mañana va a haber una audiencia y si no se levanta esto, el Esmad va a intervenir. Yo no sé qué va a pasar, pero estamos preparados. Si ellos vienen con armas, nosotros también tenemos nuestra bodoquera y nuestros bastones de mando”.

***

Hoy es martes 19 de octubre, la lluvia se interrumpe y permite una mañana soleada, pero el ambiente en el Parque Nacional está agitado. Pronto comenzará una audiencia pública citada por la Inspección de Policía de Atención Prioritaria de Santa Fe sobre la situación de los indígenas asentados en el parque. Más temprano, la alcaldesa Claudia López tuiteó: “Bogotá ha financiado con 1,895 millones [de pesos, unos 503,000 dólares] la estadía y cuidado de la comunidad embera”, quienes fueron desplazados “por la desidia de la Unidad Nacional de Víctimas de garantizar sus derechos y retorno”.

Un hombre y tres mujeres del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), fundado en el suroccidente del país, se encargan de permitir el ingreso al campamento. Llevan radioteléfonos. Funcionarios del Distrito caminan de un lado a otro, algo inquietos, con sus chaquetas y chalecos distintivos del Grupo de Acompañamiento en Escenarios de Posible Vulneración de Derechos (GAEPVD) o de los Guardianes de Derechos –ambos de la Personería de Bogotá–, o bien, del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. Dos policías comen trozos de mango en un vaso, junto al puesto de venta ambulante. Una mujer de chaqueta azul –de la Secretaría de Salud– habla con una chica indígena que sale del campamento y que parece preocupada. Es enfermera auxiliar y acepta la entrevista sin dar su nombre. Dice:

“Nosotros identificamos el riesgo de quienes están en el Parque Nacional. Priorizamos gestantes, menores de cinco años, adultos mayores, miramos si hay niños que requieran atención prehospitalaria o ser valorados para tratamiento hospitalario. Hemos hecho jornadas de valoración y vacunación de esquema regular contra sarampión y rubeola y dosis de influenza. Activamos una ambulancia para menores con signos de alarma de enfermedad respiratoria y para gestantes. Desde hace veinte días el equipo ha estado aquí, pero el sábado un líder nos sacó. Estamos fuera del campamento por si deciden que podemos ingresar”.

La audiencia empieza al mediodía en una plaza circular dentro del parque. El piso está encharcado por la lluvia de los días anteriores y en el centro hay una fogata que despide profusas cantidades de humo, custodiada por chicos que sostienen un bastón en cada mano. Frente al fuego hay periodistas y funcionarios distritales y del otro lado están las autoridades indígenas. Alrededor se ve ropa colgada en cuerdas, de las carpas entran y salen mujeres sosteniendo platos y ollas; un grupo de ellas se ubica a un costado de la plaza, acuclilladas, algunas están amamantando y otras usan labial rojo. Un líder indígena se encarga de hacer el ritual para inaugurar la audiencia: arroja humo de tabaco, hace sonar un cascabel.

Fotografía de Lina Vargas.
Fotografía de Lina Vargas

El inspector de policía toma la palabra, pero no se escucha nada y los asistentes gritan que hace falta un micrófono. Él apenas se percata y continúa leyendo. Cuando termina, las autoridades indígenas convocan a una consulta interna y se retiran. Mientras dura la reunión, los niños y niñas del campamento toman el auditorio. Una, vestida de rosa, pasa riendo a carcajadas; cinco más empujan un triciclo; otro arrastra un carrito; otra juega con ollas de plástico; dos empuñan palos de madera como espadas; uno deja que la madre lo peine mientras hace volar un pequeño helicóptero.

Tres horas más tarde y ante la amenaza de intervención del Esmad y el sobrevuelo de un helicóptero de la fuerza pública, la audiencia se pospone por falta de acuerdos y garantías para el diálogo. En un video en redes sociales, se ve al inspector de policía salir a empellones del lugar. El pueblo indígena embera katío persiste allí, los desplazados mantendrán su protesta.

https://twitter.com/thecolombiapost/status/1450578992856244230?t=iRAfBiAixYmZ1QhUlv-PYA&s=08

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