Bad luck banging or loony porn: la revolución pornográfica
La ganadora del Oso de Oro en el 71º Festival Internacional de Cine de Berlín se estrena el 4 de noviembre en MUBI y forma parte también de la 72ª Muestra Internacional de Cine de la Cineteca Nacional. En ella, el director rumano Radu Jude utiliza imágenes pornográficas, mezcladas con cine didáctico y sátira antifascista, para representar las armas y técnicas en contra del conservadurismo.
Hace poco acusé a Gaspar Noé de pornógrafo. Me parecía que con Vortex (2021) el director francoargentino se libraba apenas de una tendencia a estimular y controlar excesivamente a su público —inmune al efecto de la violencia, gracias a la televisión y el internet— al dividir la pantalla y permitirnos decidir qué preferíamos ver: si la quietud de una vida ordinaria, en un cuadro, o el melodrama de una mujer perdiendo la razón en el otro.
Al fin se sentía libertad en una película suya, en vez de sumisión, y lo grotesco, lo sórdido, podía compensarse siquiera con lo cotidiano. Esta idea supone, sin embargo, que la pornografía, entendida como la dictadura del cine y sus mecanismos de manipulación, o como la representación explícita de la vida sexual, es inherentemente despreciable: en realidad toda herramienta depende de su contexto para definir su propia moralidad, su propio uso político.
En el caso de Noé, me parece que hay una pornografía sincera pero también empleada para beneficio personal: sus imágenes le permiten expresar con intensidad su carácter provocador, pero también llamar la atención de la crítica y el público para vender boletos. Tengo que insistir, a pesar de ello que, así como las rutas distinguen a los microbuseros, las intenciones diferencian a los pornógrafos. En contraste con el viejo Noé, hay otros cineastas que trabajan desde la subversión más formalmente admirable y el deseo de radicalizar a su audiencia.
Tal es el caso del director rumano Radu Jude, una de las luminarias del cine contemporáneo, que dedicó su más reciente largometraje, Bad luck banging or loony porn (2021) —seguido ya por algunos cortos igualmente brillantes—, a repensar la pornografía literal, la de los cuerpos sudados, babosos, como un arma subversiva en una sociedad decadente. Empleo este término, “decadente”, no en el sentido mojigato del cristianismo, convencido de que las sociedades caen cuando el sexo se convierte en asunto público, sino desde el antifascismo, que ve en las instituciones una garantía de la desmemoria y la continuidad de proyectos autoritarios que no se acaban: solo cambian de máscara.
En Bad luck banging or loony porn —que me gustaría traducir como Acostón desafortunado o porno lunático, para dar una idea más clara de su tono satírico— Jude continúa la tarea a la que se abocó desde The dead nation (2017): denunciar a una sociedad a punto de volver a la concentración de poder y a la obediencia en masa, que parecen inextinguibles. No es raro que el cine rumano construya una memoria colectiva y denuncie así los tiempos y las consecuencias del dictador comunista Nicolae Ceaușescu, ya sea en los melodramas de Cristian Mungiu o los documentales de Andrei Ujică, pero para Jude el verdadero peligro está más atrás en la historia de su país y se deja ver en The exit of the trains (2020), donde las fotografías y los relatos de víctimas del colaboracionismo rumano con los nazis le restauran su dignidad a los muertos. Aquella es una película sutil, como la querría Jacques Rivette, el principal proponente de un cine que represente el Holocausto evitando la belleza y el espectáculo; también funciona así la ficción I do not care if we go down in history as barbarians (2018), donde una directora de teatro se empeña en representar la participación del ejército rumano en el Holocausto, a pesar de que las instituciones y hasta sus propios colaboradores se oponen.
Por el contrario, Bad luck banging or loony porn parece el ejercicio de un Jude harto de ser delicado, aunque no del todo: si bien la película comienza con un video pornográfico bastante explícito, solo dura tres minutos; a lo largo de la película otras imágenes similares aparecen brevemente con la intención de fastidiar a la audiencia conservadora, pero también con el propósito de explorar conceptos clave: en un momento la imagen de un pene es acompañada por una definición filosófica de la palabra “verga”, que describe al falo como un símbolo de la dominación masculina. Esto puede no tener mucho sentido para quien no haya visto la película todavía, así que pasemos a una crónica de la narrativa y sus imágenes.
Aunque la trama se centra en el dilema de una profesora de historia que se encuentra bajo el escrutinio de las autoridades escolares y de los padres de familia porque un video íntimo suyo se filtró en internet, Jude pasa la mayor parte del metraje jugando con la forma fílmica: el video donde vemos toda variedad de pelos y posiciones sería un epílogo, sucedido por la primera parte de la película, donde vemos a Emi (Katia Pascariu), la profesora en desgracia, pasearse por una Bucarest pandémica.
Los cubrebocas y el distanciamiento social adquieren en estos planos un carácter alegórico cuando los vemos combinados con imágenes de clasismo, prepotencia, pleitos y jugueterías en plena calle donde los personajes de Paw patrol —cachorritos de caricatura cuestionados por su amable representación de la policía— son acompañados por lo que parece un himno fascista. El anuncio de un gimnasio con poderosos cuerpos masculinos también parece aludir a la idealización de la fuerza física en el cine nazi de Leni Riefenstahl. La capital rumana se convierte en un mensaje de signos sutiles pero claros que es contemplado por Emi y por nosotros, de manera que la distancia entre ella y su mundo fascistoide se replicará, si todo sale bien, en el interior de nuestra consciencia.
La segunda parte de Bad luck banging or loony porn es un ensayo cinematográfico que se anuncia como un diccionario hecho de conceptos y anécdotas; ahí embona —si se me permite imitar la vulgaridad subversiva de Jude— la “verga” que mencioné antes, como parte de una exploración, a veces soez y satírica pero siempre aguda, de conceptos que van desde los órganos sexuales hasta la historia y el cine mismo, que es descrito a partir de una alegoría clásica. Jude emplea la Medusa, como la teórica feminista Teresa de Lauretis, aunque si ella se preguntaba qué vio esta mujer monstruosa en el espejo que le mostró Perseo antes de petrificarse —para De Lauretis representa a la espectadora horrorizada ante la imagen que presenta de ella el cineasta hombre—, el director rumano piensa que el cine equivale a la Medusa por ser un aparato que muestra el horror histórico y petrifica con él a su audiencia. Si el acto de mostrar los crímenes de nuestras sociedades es una forma de crear memoria, quizá la pornografía que tanto temió Rivette sea una forma de liberarnos, y a partir de esa idea se desenvuelve la película entera de Jude.
Tras el ensayo-diccionario, la película regresa a la historia de Emi para la tercera parte y la acompaña a una especie de tribunal en el patio de la escuela donde los padres de familia, casi todos de inclinaciones ultraconservadoras y opiniones prejuiciosas, se confrontan con ella en una discusión fascinante por su didacticismo calculado. Jude parece decidido a hacer un cine de izquierda —su corto posterior The potemkinists (2022) alude directamente a Serguéi Eisenstein— y por ello la secuencia final es un ejercicio dialéctico donde nosotros, los espectadores, habremos de producir la síntesis sumando o refutando los argumentos de la profesora y los padres.
Jude no evita burlarse de los personajes conservadores, que hacen menos a una mujer por dar sexo oral, o que albergan entre ellos a un militar negado a reconocer la documentada colaboración de Rumania en el Holocausto. Sus argumentos se disminuyen frente a la inteligencia de una profesora de Historia que argumenta haber pasado por un bochornoso accidente que no representa más que un sano fragmento de su intimidad; su argumento más doloroso para ellos es el de la pornografía como parte del legado literario del poeta nacional Mihai Eminescu. Aunque el sesgo de Jude es claro en el choque entre una sociedad desinformada y una mujer admirable, el director nos deja escoger al final uno de tres desenlaces, cada uno más burdo —y por ello satisfactorio— que el anterior.
Se suele decir que una película es necesaria por su contenido pertinente al tiempo cuando se estrena. Lamento caer en ese lugar común pero es inevitable frente a una película construida no para la crítica o para sí mismo sino primordialmente para su audiencia. Jude parece pensar, claro, en la historia del cine, con su tono didáctico, que le heredó Bertolt Brecht al cine comprometido, pero con ello busca una acción directa sobre sus espectadores que, más allá del formalismo, ridiculice el revisionismo, la misoginia y la nostalgia de la fuerza en un tiempo cuando experimentar el placer sexual en público es un sinónimo de libertad económica —pensando en plataformas como OnlyFans—, sobre todo para las personas sometidas por la hegemonía masculina. Al participar en ello con un largometraje, Jude se hace al mismo tiempo cineasta y revolucionario: un autor pornógrafo que libera con lascivia.
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