Teoría King Kong, de Virginie Despentes

Teoría King Kong, de Virginie Despentes

El primer capítulo de la nueva biblia del feminismo

Tiempo de lectura: 5 minutos

La escritora francesa, Virginie Despentes, publicó Teoría King Kong por primera vez en el 2006. Este 2019 tuvo su reedición con Literatura Random House, con la espléndida traducción revisada de Paul B. Preciado. Este es uno de los grandes libros de referencia del feminismo y de la teoría de género, un incisivo ensayo en el que Despentes comparte su propia experiencia para hablarnos sin tapujos ni concesiones sobre la prostitución, la violación, la represión del deseo y la pornografía, y para contribuir al derrumbe de los cimientos patriarcales de la sociedad actual.

Este es el capítulo primero del libro.


Tenientas corruptas

Escribo desde la fealdad, y para las feas, las viejas, las camioneras, las frígidas, las mal folladas, las in­follables, las histéricas, las taradas, todas las exclui­das del gran mercado de la buena chica. Y empie­zo por aquí para que las cosas queden claras: no me disculpo de nada, ni vengo a quejarme. No cambiaría mi lugar por ningún otro, porque ser Virginie Despentes me parece un asunto más interesante que ningún otro.

Me parece formidable que haya también mujeres a las que les guste seducir, que sepan seducir, y otras que sepan casarse, que haya mujeres que huelan a sexo y otras a la merienda de los niños que salen del colegio. Formidable que las haya muy dulces, otras contentas en su feminidad, que las haya jóve­nes, muy guapas, otras coquetas y radiantes. Fran­camente, me alegro por todas a las que les convie­nen las cosas tal y como son. Lo digo sin la menor ironía. Simplemente, yo no formo parte de ellas. Seguramente yo no escribiría lo que escribo si fuera guapa, tan guapa como para cambiar la ac­titud de todos los hombres con los que me cruzo. Yo hablo como proletaria de la feminidad, desde aquí hablé hasta ahora y desde aquí vuelvo a em­pezar hoy. Cuando estaba en el paro no sentía ver­güenza alguna de ser una paria, sólo rabia. Siento lo mismo como mujer: no siento ninguna ver­güenza de no ser una tía buena. Sin embargo, como chica por la que los hombres se interesan poco estoy rabiosa, mientras todos me explican que ni siquiera debería estar ahí. Pero siempre hemos existido. Aunque nunca se habla de nosotras en las novelas de hombres, que sólo imaginan muje­res con las que querrían acostarse. Siempre hemos existido, pero nunca hemos hablado. Incluso hoy que las mujeres publican muchas novelas, raramente encontramos personajes femeninos cuyo aspecto físico sea desagradable o mediocre, inca­ paces de amar a los hombres o de ser amadas. Por el contrario, a las heroínas de la literatura contem­poránea les gustan los hombres, los encuentran fá­cilmente, se acuestan con ellos en dos capítulos, se corren en cuatro líneas y a todas les gusta el sexo. La figura de la desgraciada de la feminidad me resul­ta más que simpática: es esencial. Del mismo modo que la figura del perdedor social, económico o po­lítico.

Prefiero los que no consiguen lo que quie­ren, por la buena y simple razón de que yo misma tampoco lo logro. Y porque, en general, el humor y la invención están de nuestro lado. cuando no se tiene lo que hay que tener para chulearse, se es a menudo más creativo. Yo, como chica, soy más bien King Kong que Kate Moss. Yo soy ese tipo de mujer con la que no se casan, con la que no tienen hijos, hablo de mi lugar como mujer siem­pre excesiva, demasiado agresiva, demasiado ruido­sa, demasiado gorda, demasiado brutal, demasiado hirsuta, demasiado viril, me dicen. Son, sin embargo, mis cualidades viriles las que hacen de mí algo distinto de un caso social entre otros. Todo lo que me gusta de mi vida, todo lo que me ha salvado, lo debo a mi virilidad. Así que escribo aquí como mujer incapaz de llamar la atención masculina, de satisfacer el deseo masculino y de contentarme con un lugar en la sombra. Escribo desde aquí, como mujer poco seductora pero ambiciosa, atraída por el dinero que gano yo misma, atraída por el poder de hacer y de rechazar, atraída por la ciudad más que por el interior, siempre excitada por las expe­riencias e incapaz de contentarme con la narración que otros me harán de ellas. No me interesa ponér­sela dura a hombres que no me hacen soñar. Nun­ca me ha parecido evidente que las chicas seducto­ras se lo pasen tan bien. Siempre me he sentido fea, pero tanto mejor porque esto me ha servido para librarme de una vida de mierda junto a tipos ama­bles que nunca me habrían llevado más allá de la puerta de mi casa. Me alegro de lo que soy, de cómo soy, más deseante que deseable.Escribo desde aquí, desde las invendibles, las torcidas, las que lle­van la cabeza rapada, las que no saben vestirse, las que tienen miedo de oler mal, las que tienen los dientes podridos, las que no saben cómo montár­selo, esas a las que los hombres no les hacen regalos, esas que follarían con cualquiera que quisiera ha­cérselo con ellas, las más zorras, las putitas, las mu­jeres que siempre tienen el coño seco, las que tie­nen tripa, las que querrían ser hombres, las que se creen hombres, las que sueñan con ser actrices porno, a las que les dan igual los hombres pero a las que sus amigas interesan, las que tienen el culo gor­do, las que tienen vello duro y negro que no se depilan, las mujeres brutales, ruidosas, las que lo rompen todo cuando pasan, a las que no les gustan las perfumerías, las que llevan los labios demasiado rojos, las que están demasiado mal hechas como para poder vestirse como perritas calentonas pero que se mueren de ganas, las que quieren vestirse como hombres y llevar barba por la calle, las que quieren enseñarlo todo, las que son púdicas porque están acomplejadas, las que no saben decir que no, a las que se encierra para poder domesticarlas, las que dan miedo, las que dan pena, las que no dan ganas, las que tienen la piel flácida, la cara llena de arrugas, las que sueñan con hacerse un lifting, una liposucción, con cambiar de nariz pero que no tie­nen dinero para hacerlo, las que están desgastadas, las que no tienen a nadie que las proteja excepto ellas mismas, las que no saben proteger, esas a las que sus hijos les dan igual, esas a las que les gusta beber en los bares hasta caerse al suelo, las que no saben guardar las apariencias; pero también escri­bo para los hombres que no tienen ganas de proteger, para los que querrían hacerlo pero no saben cómo, los que no saben pelearse, los que lloran con faci­lidad, los que no son ambiciosos, ni competitivos, los que no la tienen grande, ni son agresivos, los que tienen miedo, los que son tímidos, vulnerables, los que prefieren ocuparse de la casa que ir a tra­bajar, los que son delicados, calvos, demasiado po­bres como para gustar, los que tienen ganas de que les den por el culo, los que no quieren que nadie cuente con ellos, los que tienen miedo por la no­ che cuando están solos.


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Porque el ideal de la mujer blanca, seductora pero no puta, bien casada pero no a la sombra, que trabaja pero sin demasiado éxito para no aplastar a su hombre, delgada pero no obsesionada con la alimentación, que parece indefinidamente joven pero sin dejarse desfigurar por la cirugía estética, madre realizada pero no desbordada por los paña­les y por las tareas del colegio, buen ama de casa pero no sirvienta, cultivada pero menos que un hombre, esta mujer blanca feliz que nos ponen delante de los ojos, esa a la que deberíamos hacer el esfuerzo de parecernos, a parte del hecho de que parece romperse la crisma por poca cosa, nun­ca me la he encontrado en ninguna parte. Es po­sible incluso que no exista. 

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