Daniel Recanati: el hombre que rescató a 400 personas de la dictadura argentina
En 1976, en Argentina se establecía una dictadura militar que dejaría 30 mil desaparecidos. En esos años, nadie sabía cómo y dónde funcionaban los centros clandestinos de detención, ni cuál era el paradero de los secuestrados. Entre ellos había argentinos de origen judío que fueron torturados. En medio de esa oscuridad, un hombre israelí arriesgó su vida y ayudó a escapar a 400 hombres y mujeres que podían obtener una ciudadanía por su condición judía. A 40 años del regreso de la democracia, se investiga el destino de 1,300 judíos desaparecidos en la dictadura.
Golpean a la puerta de su oficina. La misma en la que prácticamente vive desde que llegó a la Argentina hace ya un año. Aunque tiene rango de jefe, todos lo llaman por su apodo: Dany. Daniel Recanati es israelí, tiene 42 años, es flaco, de estatura mediana, pelo corto casi ondulado y canoso, orejas grandes, desproporcionadas para el tamaño de su rostro. Siempre está vestido igual: saco deportivo azul con botones dorados, pantalón gris, camisa celeste o blanca, según el día, sin corbata. Golpean a la puerta de su oficina ubicada en un primer piso en Lavalle 1718, en el centro de Buenos Aires, donde funciona la Agencia Judía para Israel, más conocida como “la Sojnut”, una organización creada en 1923 —cuando la Corona británica aún gobernaba Palestina— y que, con la formación del Estado de Israel en 1948, se convirtió en un órgano gubernamental encargado de la migración judía hacia este país. Dany es la autoridad máxima en esa oficina donde trabajan alrededor de cuarenta personas, la mayoría argentinas, y otras israelíes como él.
Es el 29 de mayo de 1977 y, en la Argentina, desde hace un año y dos meses, gobierna una Junta Militar comandada por Jorge Rafael Videla. En la Agencia algunos lo ignoran, otros lo sospechan, pero Recanati lo sabe: a lo largo y ancho del país, hombres y mujeres —en su mayoría jóvenes— son secuestrados y torturados en centros clandestinos de detención y nadie conoce su paradero.
Dany abre la puerta y hace el gesto de siempre, se pone la mano en el bolsillo, y lo que ve no es una persona, es un fantasma. Del otro lado hay un hombre de treinta años con el pelo desaliñado y la barba sin afeitar; se presenta como David Horacio Nillni. Dany lo sabe. Si este joven llegó a esa oficina es por dos razones. Una: está en peligro; dos: quiere escapar.
El nombre de Recanati circula en la colectividad judía porque en mayo de 1976 llegó como emisario desde Israel a dirigir la Agencia Judía en Argentina. Según explican los académicos Mario Sznajder y Luis Roniger en el artículo “Un extraño sitio de exilio para la izquierda argentina: Israel”: “Israel se ha fijado como uno de sus objetivos básicos la misión de ser el refugio de todo judío. El mecanismo institucional a cargo de toda la inmigración, desde países con los cuales Israel posee relaciones diplomáticas normales, ha sido la Agencia Judía. Los representantes tenían a su cargo las funciones de responder a las inquietudes de quienes se interesan en emigrar”. Como representante de la Agencia, Recanati tiene la misión de facilitar los mecanismos para que cualquier persona o familia que desee emigrar a Israel pueda hacerlo por las vías legales, con todas las facilidades que su país brinda a quienes cumplan con la Ley del Retorno. Se trata de una jurisprudencia que data de 1950, en la que está escrito que todo judío o descendiente de judíos de cualquier parte del mundo tiene derecho, si lo desea, a recibir de manera inmediata la nacionalidad o la residencia permanente en Israel. Hacer “Aliá” —ese es el término que significa irse a vivir a Israel— no es solamente el deseo de residir fuera, no es solamente un cambio de país; hay un componente emocional e ideológico detrás. Para eso fue traído Dany Recanati, esa es su tarea oficial. Pero después, después está “lo otro”.
Algunos lo ignoran, otros lo sospechan, pero Recanati lo sabe: a lo largo y ancho del país, hombres y mujeres —en su mayoría jóvenes— son secuestrados y torturados en centros clandestinos de detención, y nadie conoce su paradero.
David, el joven de aspecto fantasmal, se sienta al otro lado del escritorio de roble. Dany Recanati se pone los anteojos en la punta de la nariz y le dice:
—Contame todo.
El joven tiene muchas cosas para contarle, pero no sabe por dónde empezar: si por el hecho de que nadie sabe nada sobre el paradero de su exesposa, Inés María Pedemonte, que fue desaparecida, y desde entonces él se quedó solo con el hijo que tienen en común, Sergio, de cuatro años; o si es mejor empezar por el principio, por contar lo enamorado que estaba de ella cuando se conocieron en la Universidad Nacional de La Plata, militando en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), un movimiento político de izquierda que, tiempo después, se transformó en una organización guerrillera. El impacto de ciertas revoluciones en América Latina y la extensión de los procesos de liberación nacional en diferentes partes del mundo abrieron un espacio para la conformación de grupos que reivindicaron la lucha armada. Estos procesos fueron, a su vez, utilizados por los militares, tiempo después, para tomar un nuevo rol y justificar su intromisión en la vida política.
Cuando se casó con Inés María, su madre no asistió, porque no estaba de acuerdo con que su primogénito se casara con una chica que no fuera de la colectividad. Pero la vida conyugal imbricada con la vida política se vio en crisis cuando David abandonó las filas del PRT porque se dio cuenta de que lo que venía sería feroz. Inés María, por el contrario, creía que había que quedarse a pelear. Entonces las peleas, los gritos, los desencuentros, la separación. No. Mejor empezar contando que pocos días atrás, menos de una semana, los militares entraron gritando su nombre a un domicilio donde él vivió durante una temporada. No van a tardar demasiado en averiguar dónde vive ahora. Por eso tiene que escapar. Su hijo no puede quedarse completamente huérfano.
Recanati escucha atento el desordenado, asustado y desesperado relato. Ya ha oído decenas de testimonios parecidos. Sin inmutarse, sin conmoverse, le pregunta:
—¿Y ahora te acordás de que sos judío?
David no entiende por qué este hombre que apenas conoce, que está ahí supuestamente para ayudarlo, lo pone a prueba de esa manera. ¿Qué responderle? ¿Qué es ser judío para él? ¿Acaso alguna vez se había olvidado de su judaísmo? Ser judío para David es sentir el aroma a caldo de pollo que cocinaba su bisabuela Sofía, una polaca que había escapado de los pogromos en Polonia y llegado a la Argentina a principios del siglo XX. Ser judío es haber ido a la escuela donde aprendió las costumbres de su pueblo y el yiddish, aquel dialecto que hablaban los judíos en Europa Central. Ser judío son sus amigos del club hebreo Macabi, los mismos que le pasaron el dato de que hablara con Recanati para huir del infierno.
Dany continúa. Ahora, taclea donde más le duele:
—¿Cómo vas a hacer para vivir en Israel si tu hijo no es judío?
David lo sabe. Según la Ley del Retorno, Sergio no tiene derecho a obtener la ciudadanía israelí porque su madre, Inés María, no es judía, y es el vientre el que otorga esa condición para la norma religiosa. ¿Acaso Recanati le está sugiriendo que se vaya solo y deje a su hijo? David no sabe qué responder. Dany se levanta y sale de la oficina. Después de un rato, que puede ser largo o corto —David no tiene capacidad para dimensionar el tiempo—, la puerta vuelve a abrirse. Con el gesto de siempre, la mano en el bolsillo, los anteojos en la punta de la nariz, Dany le dice:
—¿Tenés dónde esconderte esta noche y la siguiente?
—Sí.
—¿Tenés pasaporte?
—Sí.
—¿Tu hijo tiene pasaporte?
—Sí.
—En 48 horas te vas del país.
David sigue a rajatabla lo que indica Recanati: se refugia en lo de una tía de su cuñada desde donde los llevan a él y al pequeño Sergio al aeropuerto 48 horas después. David, o el fantasma que es, está absorbido por el miedo y la incertidumbre. Aún no tiene los pasajes consigo. ¿Y si Recanati falla? ¿Y si lo atrapan en medio del camino? Con cada control policial durante el trayecto, las punzadas en la cabeza y en el estómago se acrecientan. Pero llegan sanos y salvos al aeropuerto internacional. Recanati no está. David empieza a maldecir a ese hombre, a esa Agencia Judía, a esa idea de escapar. Pero sabe el riesgo que implica seguir viviendo en la Argentina. Sabe de las desapariciones, de las torturas, de las muertes. No quiere seguir el destino de muchos de sus viejos compañeros de militancia, incluso el de Inés María, su exmujer. Ella tendría que haberlo escuchado, tendría que haberle hecho caso cuando le dijo que se fuera lejos por un tiempo. Sergio, de la mano de su abuela, no entiende del todo qué le pasa a su papá, que mira de reojo hacia todos lados. La fila en el aeropuerto hasta llegar al mostrador es larga, pero no tiene sentido acudir, ni siquiera tiene los pasajes. De repente, mira hacia un costado y ve a un hombre al que ya había visto merodeando cerca de la oficina de Recanati.
Ciertas revoluciones en América Latina y la extensión de los procesos de liberación nacional abrieron espacio para la conformación de grupos que reivindicaron la lucha armada. Estos procesos fueron, a su vez, utilizados por los militares para justificar su intromisión en la vida política.
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—No te inquietes, está todo arreglado.
David recibe los pasajes y sus pasaportes sellados con la visa israelí. Todavía faltan otros controles, pasar por migraciones, la despedida con su madre, hasta que, al fin, ¡al fin!, sube al avión, se abrocha el cinturón y despega rumbo a Israel.
—Nunca supe cómo hizo para sacarme —cuenta David a sus 76 años, en un bar en la zona céntrica de Buenos Aires, una mañana helada de julio de 2023—. A los tres meses de llegar a Israel yo estaba muy mal, totalmente deprimido, fuera de mí. Un día me dijeron que alguien me quería ver. Yo no entendía quién podía ser, si yo estaba completamente solo. Miro y era él: Dany Recanati. Me abrazó fuerte, se quedó conversando conmigo un largo rato. Me preguntó cómo estaba y, sobre todo, cómo estaba Sergio. Dany es como se define al típico israelí, un sabra, un cardo: una fruta que pincha por fuera pero es tierna y dulce por dentro. Yo le debo todo a él, es el hombre que me salvó la vida.
David no fue el único. Hubo cuatrocientos argentinos judíos como él.
Daniel Recanati
El 25 de mayo de 1935, en Argentina se celebraba la fecha patria más importante del país. Ciento veinticinco años antes, un grupo de patriotas había decidido hacer la revolución e independizarse del yugo español. Mientras miles de argentinos festejaban en las calles y en las escuelas, levantando las banderas albicelestes, a 12 230 kilómetros, en un territorio al que llamaban Palestina, donde convivían judíos y árabes gobernados por la Corona británica, nacía un bebé al que decidieron llamar igual que su abuelo: Daniel Recanati. Fuera de esta casualidad, Dany no tenía ningún tipo de conexión con la Argentina. Tercera generación nacida en Jerusalén, se crio en un barrio céntrico, en una casa de una sola planta rodeada de otras iguales con las que no solo compartía el agua que extraían del pozo, sino también la crianza de todos los hijos, los aromas de las comidas, la ropa colgada. Era un chico travieso, con un carácter fuerte heredado de su madre, y hermano mayor de otros tres niños. El último, Moshé, nació en 1948, el mismo año que el Estado de Israel. Dany, con trece años, fue testigo del nacimiento de su país. Y eso lo marcó para siempre.
Según el Diccionario de ciencias sociales y políticas de Torcuato Di Tella, “el Estado judío fue soñado por Teodoro Hertzl, un periodista y escritor nacido en Suiza que, devenido en líder de un movimiento que funda en 1897, llamado sionismo, aboga por que todos los judíos, especialmente aquellos perseguidos y maltratados en la Europa Oriental por las hordas antisemitas, apañadas por los gobiernos de esos países, puedan vivir libres y soberanos”. Pero el sueño de Hertzl se cristalizó recién en 1948, tres años después de la culminación de la Segunda Guerra Mundial, en la que seis millones de judíos fueron asesinados en un holocausto sin precedentes. Para Dany Recanati, ser espectador de la creación del Estado forjó un sentimiento de patriotismo único. Pero esa emoción también se consolidó con un sabor amargo que no se iría jamás, porque en la guerra de independencia murió en combate Menajem, su tío, el más joven y querido, apenas seis años mayor que él. Por eso quiso, a sus trece, enrolarse en las filas del ejército. Pero debió aguardar cinco años más para ponerse el uniforme. Esa experiencia siguió forjando en él un sentimiento nacional que se complementaría con su incipiente ingreso al Mapam, un partido de corte socialista ligado al movimiento obrero.
Y después, lo que sigue en la vida de un típico ciudadano israelí joven y vigoroso: morocho, con patillas hasta la mitad de la cara y bigotes que parecían dibujados, conquistó a una chica, también joven, también bella, Aviva, con quien se casó y formó una familia que integraron, en principio, las primeras dos hijas: Talia y Noa. En la vida promedio de este ciudadano israelí recibido de abogado, llegó su primer conflicto bélico: la Guerra de los Seis Días, entre Israel y una coalición de países árabes. Dany volvió traumado, con culpa por haber sobrevivido cuando otros no; pero había que seguir. Se mudó a una casa más confortable y abrió un estudio jurídico propio. Y todo parecía normal y feliz y estable para este hombre que progresaba, que trabajaba, que cuidaba de sus hijas y que estaba al servicio de su patria, e incluso, si era necesario, daba la vida por ella. Hasta que llegó una propuesta extraordinaria.
En 1970, un alto mando del ejército, que a la vez ocupaba un cargo en la Agencia Judía, le ofreció viajar a un exótico país llamado Argentina para convertirse en el emisario de ese organismo y ocuparse de fomentar la inmigración hacia un territorio que había que poblar.
Según explica Abraham Beigel Bargil en Ni silencio ni olvido. Testimonios judíos de los años de la dictadura en Argentina (1976-1983): “La comunidad judía en Argentina contaba en las décadas de 1970 y 1980 con unos 265 000 miembros, es decir, alrededor de 1% de la población del país. Este número lo convierte en la mayor comunidad judía al sur del Río Grande […]. A mediados de los años setenta se contaban decenas de sinagogas en Buenos Aires y en el interior del país, numerosas entidades judías educativas, desde jardines de infantes pasando por escuelas primarias y secundarias. Además de instituciones socio-deportivas”.
—Mi papá era un aventurero —dice Talia, la hija de Recanati, ahora de sesenta años, desde Modi´ín, un pequeño asentamiento cercano a Jerusalén, con un inglés que denota un fuerte acento hebreo—. Pero, además, siempre nos contaba que había sido un alto mando quien se lo había pedido. Y, a veces, cuando recibes la solicitud de alguien tan importante, te sientes muy útil o comprometido con esa misión. Mi papá realmente tenía motivos ideológicos para llevar gente a Israel. Era una misión lo suficientemente importante como para irse a un país lejano con dos hijas muy chicas y una esposa embarazada.
«La comunidad judía en Argentina contaba en 1970 y 1980 con unos 265 000 miembros, es decir, alrededor de 1% de la población del país. Este número lo convierte en la mayor comunidad judía al sur del Río Grande».
Apenas llegaron a Argentina, nació Shira, la tercera, en la única clínica en la que consiguieron un partero que hablara inglés, porque no sabían ni decir “hola”, “gracias” o “hasta luego”. Pero Dany se enamoró rápidamente del nuevo país, tan diferente al suyo, y aprendió la lengua leyendo los diarios locales, escuchando la discografía de una joven cantante llamada Mercedes Sosa y, sobre todo, compartiendo la efervescente vida nocturna, organizando asados junto a los nuevos amigos con los que establecería una relación para toda la vida. Dany y Aviva disfrutaban de su casa y de las comodidades que encontraron en Argentina, como tener una empleada a tiempo completo que ayudaba con los quehaceres del hogar, algo que en Israel era impensado. Había mucho trabajo, sí, pero también tiempo para el ocio familiar. En las fotos que conservan las hijas se puede ver a Dany posando en el famoso cementerio del barrio de Recoleta; en el puerto de Tigre —una localidad a cuarenta minutos de la ciudad— con las chicas; en Plaza de Mayo dando de comer a las palomas; en el monumento a San Martín, el padre de la patria, o recostado en el pasto, abrazado a sus hijas, en los Bosques de Palermo, uno de los parques más grandes de la ciudad.
La Argentina de 1970 a la que llegó Dany era de una fuerte efervescencia política. Miles de jóvenes participaban en agrupaciones de izquierda y de un movimiento llamado peronismo, que estaba proscripto, pero que había despertado, desde 1945, la efervescencia de miles de argentinos vinculados a movimientos obreros y estudiantiles. Pero desde la década de los treinta, este país alternaba entre gobiernos democráticos y dictaduras militares.
En los tres años reglamentarios, según su contrato de la Agencia Judía, Dany realizó su labor de manera eficiente, sosteniendo un número constante de migrantes argentinos hacia Israel (por motivos ideológicos, religiosos, oportunidades de estudio y de trabajo). En 1973, los Recanati regresaron a su tierra y todo volvió a la normalidad. Dany retomó su trabajo en el bufete de abogados, las chicas empezaron la escuela. En 1973 llegó otra guerra, la de Yom Kipur, y Dany fue llamado al ejército como paracaidista. Peleó y sobrevivió. Aviva volvió a quedar embarazada y llegó Alona, la última del clan. Todo era normal. Y fueron lindas las anécdotas que aún guardaban de esa enriquecedora experiencia en aquel lejano y divertido país del sur del continente americano, hasta que, en mayo de 1976, Dany Recanati recibió otro llamado. Le dijeron: “Sabemos de tu gran labor en Argentina, por eso queremos que vuelvas, ahora para dirigir el proyecto de inmigración para toda América Latina”.
Pero había algo más: dos meses antes, en la Argentina, había tomado el poder un gobierno militar. Según los objetivos con los que asumió esta Junta, había que “disciplinar” a gran parte de la sociedad, sobre todo a jóvenes organizados en movimientos armados y trabajadores sindicalizados
Le dijeron que tenía que viajar urgente.
La situación podía ser complicada.
“Yo creía que era un golpe militar como tantos otros que hubo en la Argentina. Siempre pasaba lo mismo —dirá Recanati en una entrevista con los académicos Leonardo Senkman y Mario Sznajder, en 1990—. Yo creí que esta dictadura sería algo temporal, pasajero, como siempre. Por eso acepté”.
Había que estar atento, pero Daniel Recanati se imaginaba otra vez el asado, el vino, los amigos, Mercedes Sosa, los paseos en familia. En mayo de 1976, Dany Recanati volvió a pisar suelo argentino. Pero nada sería igual.
Operativo Milut
Dos meses después del arribo de Daniel Recanati, llegan Aviva y sus cuatro hijas. Pero él no tiene ni un segundo para buscar un departamento en el que puedan vivir. Se alojan en un hotel de forma provisoria. Es julio de 1976, pasaron cuatro meses desde que asumió la Junta Militar, y el trabajo en la Agencia es descomunal, sumado a los viajes a otros países de la región, como Brasil, Uruguay y Paraguay. Dany no para.
—En esa época, al edificio de la Agencia en Lavalle llegaban por día decenas de personas o familias enteras que querían irse a Israel —recuerda en mayo de 2023 Eduardo Costi, quien fuera uno de los secretarios de la institución durante veinte años—. La situación política y económica era caótica, pero dentro de la Agencia no sentíamos un clima raro, ni de temor por la dictadura. Estábamos muy focalizados en el trabajo, que era descomunal. Había gente por todos lados. Primero se los recibía, se les hacía una primera entrevista y se les abría una carpeta oficial.
Como en cualquier proceso migratorio, hay dos enemigos fundamentales: la burocracia y el tiempo. Una vez que los interesados presentaban la documentación pertinente que comprobara que cumplían las normas de la Ley del Retorno, la Agencia se encargaba de buscar el mejor programa de trabajo o estudios para los futuros inmigrantes, además de asegurar las plazas para poder alojarse en los edificios destinados a los futuros residentes, que incluían clases de hebreo. De manera paralela, la Agencia en Buenos Aires asumía la tarea de realizar estudios médicos y, sobre todo, psicológicos a los futuros residentes. ¿Tenían en claro que llegaban a un Estado medianamente nuevo, en su mayoría sin hablar el idioma? ¿Sabían que debían enrolarse a un ejército de un país en guerra permanente o, quizás, hacer trabajos que jamás hubieran pensado realizar, como plantar lechugas y ordeñar vacas en un kibutz (un establecimiento colectivo rural)? Una vez que las familias entendían todas estas implicancias y estaban dispuestas a seguir, y llegaba la orden desde Israel, la Agencia en Argentina remitía los pasaportes a la Embajada para que sellara el visado. Sumado a eso, se ocupaba de gestionar la compra de pasajes a través de una agencia de turismo llamada Zim. En ese momento, las agencias les compraban los pasajes a las compañías aéreas y luego eran completadas de forma manual con los nombres que, en este caso, pasaba la Agencia una vez que estaba aprobado el trámite. Esto podía tardar entre dos y tres meses. Dany era la autoridad máxima de todo el proceso. Si había alguna duda, si algo no estaba claro, él tenía la última palabra, el poder.
«Al edificio de la Agencia llegaban por día decenas de personas o familias enteras que querían irse a Israel. La situación política y económica era caótica, pero dentro de la Agencia no sentíamos un clima raro, ni de temor por la dictadura. Había gente por todos lados».
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Sin embargo, había algo que él no podía soslayar. En 1976, los vínculos entre el Estado de Israel y la República Argentina eran más que cordiales. Según Sznajder y Roniger, “las relaciones comerciales se habían desarrollado no solo a través de las importaciones de carne argentina a Israel, sino también de armamento israelí a la Argentina. Los militares argentinos también observaban con atención, y quizás hasta con admiración, cómo las fuerzas armadas israelíes aseguraban la supervivencia de este país en una zona hostil. Asimismo, consideraban a Israel un puente de influencia en los Estados Unidos y, por ende, un Estado con el cual convendría mantener relaciones estrechas. En forma paradojal, esta misma admiración confluía con altos niveles de desconfianza en torno a la lealtad de los ciudadanos judeo-argentinos y con abiertas posiciones antisemitas de sectores amplios de las fuerzas armadas locales”.
Aviva y sus hijas no saben ni sabrán de las relaciones entre la Embajada de Israel y el Gobierno en Argentina ni de los centros clandestinos de detención dispersos por todo el país. Las Recanati llegan a la Argentina listas para la nueva experiencia, pero no se imaginan que deberán vivir en un hotel y, además, compartir la habitación con otras tres personas: una mujer israelí, como ellas, y sus dos pequeños hijos. El apellido de la señora es Rudin y tiene una sola característica: no deja de llorar.
El 22 de julio de 1976, cinco enviados de la Agencia Judía y tres activistas judíos son detenidos en Córdoba, una provincia a ochocientos kilómetros de Buenos Aires. Varios de ellos tienen doble nacionalidad, israelí y argentina, y uno de ellos, llamado Amnon Rudin, es ciudadano israelí. Todos participan de una agrupación socialista-sionista vinculada a movimientos guerrilleros de izquierda. Según explica Joel Barromi en el artículo “Israel frente a la dictadura militar argentina”, “para la Embajada el primer problema era hasta qué punto una representación diplomática tenía locus standi (el derecho) para actuar en una situación semejante. La Embajada de la República Federal Alemana estaba negociando en aquel entonces la liberación de dos alemanes capturados por militares argentinos; pero ambos eran solo ciudadanos alemanes. Los presos de Córdoba, en cambio, salvo uno, tenían doble nacionalidad o eran ciudadanos argentinos”.
—No era algo que me incumbía a mí específicamente, y empezaron numerosos debates sobre qué hacer, cómo actuar. Se estaba perdiendo mucho tiempo, y ahí reventé y dije: “Voy a viajar personalmente a Córdoba” —dijo Recanati en 1990.
Con un pasaporte israelí y un rango que no termina de ser del todo “diplomático”, Daniel Recanati recorre comisarías preguntando por sus compatriotas. Nadie de la comunidad judía local lo quiere ayudar. Hay miedo, hay incertidumbre y también hay una frase que comienza a instalarse en grandes sectores de la sociedad sobre las personas que fueron secuestradas: “Por algo será”. Mientras tanto, en Buenos Aires, Aviva y sus hijas cuidan de la señora Rudin.
—Esta mujer no paraba de llorar —recuerda Talia, que en ese momento tenía quince—. En mi memoria veo a los dos chicos correteando por el hotel y a la mujer llorando permanentemente. No teníamos idea de nada. Solo sabíamos que teníamos que estar con ellos.
En una de las tantas comisarías y por un descuido de un oficial, Dany logra ver dos de los nombres de sus compatriotas en un listado. Sale a la calle y, con toda su fuerza, empieza a gritar como un loco:
—¡Amnon! ¡Iosef! Soy Dany Recanati. ¡No los olvidamos, quédense tranquilos, los vamos a ayudar!
Los militares salen automáticamente, la escena es desconcertante. Dany logra llamar al embajador desde un teléfono público de la calle.
—Están acá.
El 22 de julio de 1976, cinco enviados de la Agencia Judía y tres activistas judíos son detenidos en Córdoba. Varios de ellos tienen doble nacionalidad, israelí y argentina, y uno de ellos, Amnon Rudin, es ciudadano israelí. Todos participan de una agrupación vinculada a movimientos guerrilleros de izquierda.
Pero en ese recorrido por las comisarías en búsqueda de sus compatriotas hay algo que lo conmociona: por primera vez ve a cientos de familiares, sobre todo madres desesperadas, intentando dar con el paradero de sus hijos. En ese momento comprende que esta no es una dictadura como todas las anteriores. Esta es peor.
—A la Agencia comenzó a llegar gente que decía estar en peligro. Tomé la decisión de que, en esos casos, yo me iba a encargar de todo. No iba a poner en riesgo a nadie de la Agencia.
Dany se da cuenta de que tiene el poder suficiente para ayudar. Todavía no tiene en claro cómo, hasta dónde, de qué manera. Pero, dentro de la agencia, él cuenta con los mecanismos para aceitar los dispositivos de exilio rápido. En este punto comienza el plan de rescate, al que llaman internamente operativo escape, Operativo Milut.
—Desde ese momento, Dany se puso los dos sombreros: por un lado, no dejó de trabajar en la Aliá [inmigración] regular, pero también comandó el Operativo Milut acelerando los procesos para que la gente en peligro pudiera escapar —reflexiona el académico Leonardo Senkman, veinte años después de entrevistar a Recanati, una mañana de sábado de agosto de 2023, de visita en Buenos Aires—. Podría no haber hecho nada, amparado en la burocracia. En un momento histórico y en un contexto determinado, vos tenés la posibilidad de salvar gente. Tenés dos opciones: o no hacerlo y poner a la burocracia como obstáculo, o tenés tipos como Recanati, que se comprometieron con las causas que consideraba justas.
Nora Strejilevich
La valija está abierta sobre la mesa de la cocina. Es difícil decidir qué llevar. Nora Strejilevich, veintiséis años, rubia de pelo largo y lacio, de contextura pequeña, ojos celestes, agarra algunas prendas de verano e invierno y un libro, Oh, Jerusalén, una suerte de manual de historia novelesco escrito por el francés Dominique Lapierre y el estadounidense Larry Collins que, desde que se publicó en 1971, se convirtió en un texto clave para entender el nacimiento del Estado de Israel tras la cruenta lucha entre árabes y judíos.
Es 17 de julio de 1977 y, al día siguiente, Nora partirá a Israel. Tres meses antes, esta mujer, que se recibió de psicóloga y que ahora cursa la carrera de Medicina, se había presentado en la Agencia Judía. Vivir en el Once, barrio con mucha vida comunitaria, y tener un padre activo en las instituciones de la colectividad la impulsaron a acercarse a la Agencia Judía para irse por un año a Medio Oriente. Hasta ese momento no había viajado, pero soñaba con hacerlo. No quería necesariamente irse a Israel. Podría haber sido a cualquier país de Europa. Pero la Agencia Judía proveía de algunas facilidades. Siendo universitaria, le ofrecían sumarse a un programa para profesionales en el que no solo le financiaban el pasaje y los primeros meses de la estadía, sino que le proponían distintas experiencias en su campo laboral.
El edificio de Lavalle 1718 quedaba a una distancia caminable desde su casa, así que empezó el trámite formal. Pero en las reiteradas entrevistas que le hicieron no contó la verdad: a sus primos Hugo y Abel los habían desaparecido y desde hacía un tiempo no sabía nada de su hermano Gerardo, dos años mayor que ella, estudiante de Física y miembro de Montoneros, una organización guerrillera peronista. No le contó la verdad al emisario de turno que la recibió: que tenía miedo de seguir viviendo en la Argentina porque, aunque ella nunca hubiera pertenecido a ninguna agrupación, su apellido circulaba entre los militares. En ese momento, nadie sabía a ciencia cierta cómo y dónde funcionaban los centros clandestinos ni cuál era el paradero de los militantes desaparecidos. Pero nadie ignoraba que la dictadura estaba haciendo estragos.
Nora pasa los siguientes tres meses realizando las tareas burocráticas requeridas hasta que le confirman que la han aceptado y que el pasaje estará emitido para el 18 de julio de 1977.
Un día antes, ilusionada por esta nueva aventura, Nora prepara la valija con la ayuda de sus padres cuando comienzan a golpear la puerta de la casa. El golpe es fuerte, cada vez más fuerte, y su madre empieza a gritar que paren, que van a tirar la puerta abajo. Entonces abre y hay tres personas. Dicen que son del “Comando Conjunto” y, al verlos, Nora corre, intenta escapar, pero la atrapan, la empujan contra una pared, la tiran al suelo y le apuntan con un arma larga en la nuca.
—Te querías escapar, puta.
Sus primos Hugo y Abel los habían desaparecido y desde hacía un tiempo no sabía nada de su hermano Gerardo, dos años mayor que ella, estudiante de Física y miembro de Montoneros, una organización guerrillera peronista.
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Revisan toda la casa, le dan vuelta. Ven la valija y el libro. Entonces todo ocurre de manera precipitada. Los tres hombres le tapan los ojos, le atan las manos, la bajan por las escaleras. A sus padres los dejan encerrados en una habitación. Ella patea y grita fuerte su apellido: “Strejilevich, Strejilevich”. La golpean para que se calle, la suben a un Ford Falcon, de forma violenta la tiran al piso del asiento trasero, le dicen:
—Judía de mierda, vamos a hacer jabón con vos, judía de mierda. Y aunque no hayas hecho nada, las vas a pagar por judía.
En Ser judío en los años setenta. Testimonios del horror y la resistencia durante la última dictadura, el rabino Daniel Goldman y el periodista Hernán Dobry hacen un análisis minucioso y exhaustivo sobre la saña y el desprecio con que los militares trataban a los presos de origen judío: “Si bien la persecución, en principio, pudo no haber estado dirigida específicamente contra los judíos, la animadversión de los represores hacia los miembros de esa colectividad siempre se expresó con mucha claridad. Tanto en las Fuerzas Armadas como en otros grupos represivos, el prejuicio antisemita se manifestaba en el trato desde la primera irrupción […], actitud que se hacía mucho más evidente […] en los CCD [centros clandestinos de detención]”.
Nora sigue en el piso del auto, con los ojos vendados, con las manos y los pies atados, intentando no desesperar. ¿Por qué se la llevan? El auto se detiene y la meten en un lugar que ella no ve porque sigue vendada. La desvisten. Le dicen que se olvide de su nombre, ahora la llamarán por un número que tendrá que memorizar. ¿Así era como trataban los nazis a los judíos en los campos de concentración en Alemania?, piensa. La acuestan en una mesa. Vuelven a atarla de manos y pies. Empieza la tortura. Mientras le aplican la picana eléctrica, le preguntan por su hermano, por sus primos, por las organizaciones a las que ellos pertenecen. Nora no sabe nada. Esa sesión termina, pero ¿cuánto tiempo pasará hasta la próxima tortura? ¿Horas? ¿Días? Nora no tiene capacidad para dimensionar el tiempo. Vuelven a desnudarla, vuelven a atarla de manos y pies, el chillido de la picana, el terror. Pero esta vez, otra voz:
—¿Quiénes son tus javerim [amigos]?; ¿qué sheliaj (enviado de la Agencia Judía) se hace cargo de tu programa?; ¿a qué kibutz [colonia agrícola] vas a ir?
Hay más: esa voz le describe a la perfección cada recoveco de las oficinas en la calle Lavalle 1718. Esa voz le describe a un hombre: es flaco, de estatura mediana, las canas en un pelo corto algo ondulado, orejas grandes, desproporcionadas para su rostro alargado. Le preguntan si sabe de quién están hablando, pero Nora no sabe nada. Es narigón, como todos los judíos, es israelí. Nora sigue sin saber nada, no entiende de quién le están hablando. Pero, antes de terminar, antes de poner por última vez la picana en su cuerpo, le advierten:
—Decile que se cuide.
Goldman y Dobry se preguntan: “Si no existió un plan sistemático organizado contra la comunidad judía, ¿cómo se explica que un número tan alto de sus miembros (1 300) hayan sido secuestrados?”. Y reflexionan: “Es probable que una de las respuestas esté en las palabras del exteniente general Jorge Rafael Videla cuando afirmó ante periodistas ingleses que ‘un terrorista no es solamente alguien con un revólver o una bomba, sino también cualquiera que difunde ideas que son contrarias a la civilización occidental y cristiana’. Así, todo aquel que pensaba en forma diferente al gobierno podía formar parte de la masa de los desaparecidos”.
“Si bien la persecución, en principio, pudo no haber estado dirigida específicamente contra los judíos, la animadversión de los represores hacia de esa colectividad siempre se expresó con mucha claridad. Tanto en las Fuerzas Armadas como en otros grupos represivos, el prejuicio antisemita se manifestaba en el trato desde la primera irrupción”.
Nora no tiene en claro si pasan días, semanas o meses en ese centro clandestino de detención que, aunque aún no lo sabe, se llama Club Atlético y queda San Telmo, hoy un barrio muy concurrido por turistas. Se estima que allí permanecieron secuestradas aproximadamente 1 500 personas.
Liberada, llega a su casa y, aún con las secuelas físicas —casi no puede caminar, tiene todo el cuerpo lesionado—, le dice a su madre que necesita ir a ver a una persona.
Unos días después, en una oficina de la Embajada de Israel en Argentina, Nora le pone nombre a ese hombre flaco, de estatura mediana, las canas en el pelo corto algo ondulado, una cara que ella hasta ese momento nunca había visto, pero que coincide de manera fidedigna con la descripción del torturador. Dany Recanati, con la mano en el bolsillo, escucha el relato de Nora, que le exige, le implora que se cuide.
—Recanati estaba muy calmo cuando escuchó mi historia y me dijo que no me preocupara, que él ya sabía que estaba fichado —cuenta Nora a sus 71 años, un miércoles lluvioso de julio de 2023, mientras ceba un mate en su casa—. Yo creo que él minimizaba el peligro porque de esa manera podía seguir viviendo. No creo que fuera inconsciente. Creo que estaba comprometido con una tarea y si se asustaba demasiado podía llegar a paralizarse.
—Creo que mi papá fue valiente —reflexiona Alona, la hija menor de Recanati—. Los judíos eran importantes para él. Y, por otro lado, tenía una personalidad muy intensa. Era soldado, luchó en varias guerras. Era una persona que no tenía miedo.
Apenas unos días después del calvario y de la reunión con Recanati, rengueando, con las marcas vivas en el cuerpo, Nora finalmente se sube a un avión en shock. Los recuerdos de ese vuelo a Israel no existen.
Zulma Hopen
Zulma Hopen todavía está asustada. Desde hace una semana llora sin parar. Ese día frío de julio de 1978, esta mujer de treinta años, flaca, de pelo corto ondulado y castaño, ojos achinados, observa el Río de la Plata por la ventana del barco sin saber cuándo volverá a verlo. No quiere irse de Argentina, pero sabe que no tiene otra opción. Desde hace un año no sabe nada de su hermano Daniel que pertenecía a la organización armada PRT, y ella misma fue secuestrada por unas horas. Los militares tienen todos sus datos. Saben dónde trabaja y dónde vive. La primera opción fue ir a España. Varios de sus excompañeros de la agrupación del PRT, ya estaban exiliados. Zulma había empezado los trámites para sacar su pasaporte en la Policía Federal, pero le avisaron que había surgido un problema y que tenía que acercarse a revisar el trámite. Pero Zulma sospechaba que era una trampa. No quería arriesgarse a entrar en ninguna dependencia de la policía. Alguien le dijo que fuera a ver a Recanati. Que al ser judía, Israel podía ser una opción para escapar. Dany la recibió como a tantos en su oficina. Como al resto de los que pasaban por allí, la sometió a un exhaustivo interrogatorio. No era un capricho. Recanati tenía que estar seguro. Había mucho en juego.
—Empecé a interiorizarme en la política argentina, en las organizaciones armadas, a entender cómo funcionaban —dirá Recanati en 1990—. Teníamos que tratar caso por caso porque no éramos espías, ni un equipo de salvataje. Además, los planes de la Agencia no estaban diseñados para personas en riesgo. El único límite que yo tenía para ayudar a gente en peligro y sacarla lo más rápido posible era que no hubieran empuñado armas o puesto bombas.
Mario Sznajder y Luis Roniger explican que el Operativo Milut “podría definirse como un trámite urgente de evacuación de personas en peligro y el subsiguiente traslado a Israel. Era atribución del funcionario interrogar con detenimiento al individuo en cuestión sobre las circunstancias de su historia particular a fin de poner a prueba la veracidad de los motivos de la persecución. Una síntesis de la investigación debía ser remitida a la Embajada de Israel, a la Agencia Judía en Jerusalén y al oficial de seguridad local. Luego del consentimiento del embajador, el emisario debía organizar la evacuación local”.
Daniel Recanati tenía que trabajar codo a codo con los miembros de la Embajada. “Más allá de la expresión del compromiso en el rescate de individuos perseguidos, las instrucciones generaron niveles de ambigüedad y crearon no pocas tensiones entre los diversos organismos encargados de aprobar y poner en marcha el proceso de socorro, escape y traslado de los perseguidos a Israel. En forma particular, surgieron roces entre funcionarios de la Embajada israelí en Argentina y representantes de la Agencia Judía en Argentina”, cuentan Sznajder y Roniger. En esta misma línea, Leonardo Senkman se pregunta en su artículo “Israel y el rescate de las víctimas de la represión”: “¿Por qué los niveles superiores de la Agencia Judía en Jerusalén no decidieron operar en Buenos Aires mediante una estructura de emergencia capaz de medirse con las urgencias impostergables de la coyuntura local? ¿Por qué entonces no reforzó con personal capacitado en tareas de rescate semiclandestino la labor solitaria y valiente de Recanati en Argentina? ¿En qué medida estaban preparados los emisarios de la Agencia Judía y los funcionarios de la Embajada para una misión de emergencia de este tipo?”.
Zulma escuchó con atención las instrucciones que le dio Recanati y obedeció. Como no tenía pasaporte, su salida sería vía Uruguay. Desde que había llegado a la Argentina en 1976, Dany viajaba con mucha frecuencia al país vecino, no solo porque desde allí se administraban los fondos de la Agencia, sino porque debía entablar un vínculo con el embajador si quería facilitar las vías de escape. En Uruguay también había una dictadura, pero, según tenían estudiado, era poco probable que en esa frontera la atraparan y además se podía cruzar con cualquier otro documento que no fuera el pasaporte.
Desde hace un año no sabe nada de su hermano Daniel que pertenecía a la organización armada PRT, y ella misma fue secuestrada por unas horas. Los militares tienen todos sus datos. Saben dónde trabaja y dónde vive. La primera opción fue ir a España. Varios de sus excompañeros de la agrupación del PRT, ya estaban exiliados.
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Ahora Zulma está en ese barco y mira por la ventana sin saber cuándo volverá a ver el río. Lo que sigue es esto: una vez que arriba a Colonia, sube a un bus hasta la capital, Montevideo. Allí, se dirige a un hotel en el que la Agencia ya le ha reservado una habitación. Si alguien le pregunta, debe decir que es una turista que quiere viajar a Israel y, como no conoce Montevideo, piensa pasar unos días allí y luego tomar un avión. Cuando deja las cosas en el hotel, camina hacia la Embajada de Israel, son apenas dos cuadras. Toca el timbre, dice su nombre. Del otro lado, alguien le responde:
—Te estábamos esperando.
Como no tiene pasaporte y no le pueden sellar ningún visado, le dan un laissez-passer, un documento provisional, y le dicen:
—A partir de ahora, vos sos una ciudadana israelí que perdió su pasaporte y tenés que viajar de regreso a tu país. No hables con nadie, no salgas de noche, los únicos con los que podés tener contacto somos nosotros. Si te llegan a detener, a los cinco minutos habrá alguien de la Embajada en la comisaría.
Zulma llega a Israel sana y salva y se queda allí por dos años.
—Un día antes de irme a vivir a España, yo estaba cruzando una avenida en Jerusalén cuando escucho que alguien me toca la bocina. Miré y era Dany Recanati. No lo veía desde que me había escapado. Me subí al auto, lo abracé fuerte y me dijo: “Pensé que te ibas a quedar menos tiempo en Israel” —dice Zulma con una sonrisa una noche de julio de 2023, en su casa—. Él sabía que yo no me iba a quedar en Israel; incluso así, no dudó en ayudarme. Nos despedimos muy afectuosamente. Mirá cómo son las cosas, el rompecabezas de la vida. Muchos años después, en otro viaje a Israel, quise volver a verlo, pero ya no pude.
Alejandra Naftal
En 1979 se cumplen nuevamente los tres años reglamentarios de su función como emisario de la Agencia Judía. La dictadura en Argentina no ha terminado, pero los Recanati retornan a Israel. En esos tres años, y durante muchos más, ninguna de sus hijas tendría idea sobre lo que hacía su padre. Y aunque en su hogar, ya en Jerusalén, no se menciona nada de lo ocurrido, cada viernes de ese mismo año una chica argentina de dieciocho años llamada Alejandra Naftal será parte de la mesa de la celebración del shabat, el día sagrado de la semana. Solo Dany sabe que esta joven estuvo secuestrada por pertenecer a un movimiento estudiantil, fue torturada y, luego de ser liberada, aún en dictadura, quiso exiliarse y él la ayudó.
—Dany prácticamente me adoptó cuando llegué a Israel —cuenta Alejandra en su casa del barrio de San Telmo, en agosto de 2023—. Yo iba a su casa los viernes a cenar. Estaba totalmente perdida, traumada y, sobre todo, sola. Mi familia escondía el hecho de que yo había estado secuestrada. De hecho, nunca lo pude hablar con mis padres, y con Dany no solo lo hablaba, sino que no me juzgaba; al contrario, me escuchaba, me contenía y me daba consejos. Él fue muy importante para mí.
Después de seis años de dictadura, el 10 de diciembre de 1983, en Argentina asume un gobierno democrático. El presidente electo, Raúl Alfonsín, comienza a escribir una nueva historia. Los militares son juzgados en un proceso sin precedentes llamado Juicio a las Juntas, pero, pocos años después, bajo la administración de su sucesor, Carlos Saúl Menem, son indultados. Mientras tanto, en Argentina se crean y fortalecen numerosos organismos de derechos humanos que reclaman memoria, verdad y justicia para los treinta mil desaparecidos en esos años. Además, comienza la búsqueda para dar con el paradero de cuatrocientos bebés nacidos en cautiverio y apropiados por militares.
Dany sigue con su vida de ciudadano promedio israelí que progresa: el estudio de abogado, las hijas que se casan, los nietos que llegan, los conflictos bélicos latentes, las cenas con amigos, otra misión a Perú, y se convierte en juez. El hombre que ya llega a los 55 años sigue cosechando experiencias de vida. Pero lo que sucede en esos tres años, en ese lejano país a 12 300 kilómetros de distancia llamado Argentina queda suspendido en una cápsula, en un vacío. ¿Puede Dany contar todo lo que vivió? ¿Hay secretos que debe guardar por ser cuestiones de Estado? ¿Cómo fue realmente el plan? Si los militares sabían todo lo que él hacía, ¿por qué no frenaron estos viajes? ¿Acaso las relaciones comerciales entre el Estado de Israel y el gobierno militar fueron claves para que Dany pudiera llevar a cabo su plan? ¿Cuáles eran los contactos de Dany, sus vías de comunicación? ¿Hubo otros actores involucrados en el operativo, además de la Embajada y la Agencia? ¿Acaso el servicio secreto de inteligencia de Israel, el Mossad, participó de la operación de rescate? Como dice Leonardo Senkman en su artículo, “hasta tanto no se consulte la documentación secreta correspondiente a la gestión de esos años, ciertas cuestiones metodológicas resultan imposibles de dilucidar solo mediante el análisis de testimonios orales”.
En Argentina se crean y fortalecen numerosos organismos de derechos humanos que reclaman memoria, verdad y justicia para los 30 mil desaparecidos en esos años. Además, comienza la búsqueda para dar con el paradero de 400 bebés nacidos en cautiverio y apropiados por militares.
Dany Recanati hablará pocas veces sobre el tema. Dará dos entrevistas en 1990: una, a Senkman y Mario Sznajder; otra, a la periodista Verónica Lotersztain. En ambas dirá que salvó a alrededor de cuatrocientas personas, muchas de ellas no judías, en general cónyuges con los que hacía una excepción o, como se dice vulgarmente, “la vista gorda”. También se lamentará por aquellos a los que no pudo ayudar, o por los que no tuvieron un proceso de escape tan rápido como él hubiera querido. Habrá una persona, una sola, que fue a ver a Dany para intentar escapar, pero los tiempos de la burocracia no alcanzaron. No recuerda el nombre de esa persona, pero sí recuerda su cara, sí recuerda su voz. Esa persona está desaparecida.
Además de esas dos entrevistas, Dany participará con su voz de un documental llamado Asesino, dirigido por la israelí Nurit Kedar, que trata sobre algunos desaparecidos judíos durante la dictadura argentina. Entre todas las voces, no se distingue cuál es la suya.
—Yo me enteré de “algo” de lo que había hecho mi papá recién cuando vi ese documental en 2002 —confiesa Alona, la menor de las hijas, ahora con 48 años, desde Ramat Gan, la metrópolis de Tel Aviv, a finales de agosto de 2023.
En junio de 2000, por iniciativa de argentinos que viven en Israel, muchos de ellos víctimas de la dictadura y exiliados, se crea una comisión parlamentaria para investigar el destino de los 1 300 judíos desaparecidos en la Argentina. Tres años después, en junio de 2003, se organiza un viaje de familiares y víctimas de la dictadura pertenecientes a la comunidad, con el objeto de inaugurar el Bosque de la Memoria, una iniciativa del Gobierno israelí, que sintió que no había hecho lo suficiente para auxiliarlos y contener a sus familias. Después de 32 años casi sin hablar del tema, Dany Recanati es convocado como invitado de honor a la ceremonia. Está contento, entusiasmado por recuperar las vivencias del pasado y reencontrarse con muchas de esas personas a las que salvó.
Nora Strejilevich, Alejandra Naftal y Zulma Hopen son algunas de las integrantes de la comitiva que viaja a Israel. Las emociones son muchas. Pero hay algo extra por lo que están contentas: todas tienen la ilusión de volver a abrazar a Dany. Sin embargo, apenas llegan, apenas pisan la tierra de Israel, se enteran. Recanati acaba de fallecer después de varios años de pelear contra un cáncer. Desde el aeropuerto van directo al velatorio, que es en su casa, la misma a la que Alejandra iba a cenar cada viernes en 1979. El living está abarrotado de gente. El ataúd permanece cerrado, como indica la tradición judía.
Zulma ve a una mujer a la que nunca antes vio, pero comprende que es su viuda, Aviva, y le dice al oído:
—Yo recuerdo a Dany con el mayor de los afectos, porque él hizo toda la gestión para que yo viniera a Israel cuando estaba en peligro. Y en tiempos tan difíciles, encontré en él calidez y humor.
Aviva se transforma. Con una sonrisa que se ve hasta en sus ojos, grita:
—¡Chicos, chicas, vengan rápido para acá! ¡Papá salvó a esta mujer! ¡Papá salvó a esta mujer!
Tali Goldman. Buenos Aires, Argentina, 1987. Es licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y maestra en Escritura Creativa por la Universidad Nacional de Tres de Febrero (Untref). Trabaja como periodista desde hace más de diez años en diferentes medios. En 2018 publicó “La marea sindical. Mujeres y gremios en la nueva era feminista”, con el que ganó el premio de la escuela de periodismo Taller Escuela Agencia (TEA) en la categoría de crónica periodística. En 2019 fue ganadora de la Bienal Arte Joven de Buenos Aires en la categoría de cuento. En julio de 2020 publicó Larga distancia (editorial Concreto), un libro de cuentos que ya va por su segunda edición. En esta edición escribió sobre el Operativo Milut, el rescate israelí de la dictadura militar argentina.
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