Yankees-Dodgers: beisbol, historia, cultura popular y fuegos pirotécnicos
El reciente fallecimiento de Fernando Valenzuela dota a la Serie Mundial entre los Dodgers y los Yankees de una mística sin precedentes. La rivalidad entre ambos equipos de beisbol tiene detrás de sí el devenir sociocultural norteamericano y la segregación racial.
En la inmortal canción “Talkin’ Baseball”, el cantautor Terry Cashman evoca los días en los que en Nueva York era posible ver custodiar el jardín central un mismo fin de semana a Willie Mays, Mickey Mantle —el sucesor de Joe DiMaggio— y Duke Snider defendiendo la franela de los Giants, Yankees y Dodgers respectivamente. Eso fue antes de que los Giants y los Dodgers, argumentando motivos financieros, decidieran marcharse de la ciudad, en 1958, para establecerse en el otro extremo del país. Mientras los Giants eligieron San Francisco luego de abandonar la zona residencial del Upper Manhattan, la partida de los Dodgers a Los Ángeles provocó un terremoto dentro de la clase trabajadora de Brooklyn, conocida por esquivar (de ahí el término dodger: esquivador) las furiosas embestidas de los tranvías del distrito más poblado y puede que caótico del archipiélago.
De golpe, los Yankees, otrora conocidos como Highlanders por jugar en lo alto de una colina, se quedaron sin rival de ciudad. Tuvieron que fundarse los Metropolitans, refugiados temporalmente en el viejo Polo Grounds para después asentarse definitivamente en Queens, la zona con mayor diversidad étnica de la isla. El caso es que la rivalidad naciente entre vecinos palideció en parte por esa extraña propensión a la fatalidad de los Mets que tanto cautivaría a Paul Auster, Don DeLillo y Woody Allen; en parte por la inquebrantable cultura ganadora construida por los Yankees desde que lograron arrebatarle a Boston, el archirrival interestatal de la zona, al legendario Babe Ruth, un catador de whisky bonachón y regordete que podía lanzar y batear con una habilidad nunca antes vista. Así que, de alguna manera, los Yankees continuaron siempre muy pendientes de la actualidad de los Giants y sobre todo de los Dodgers, la franquicia que mejor encarnó el traje de antagonista dentro del plan de expansión de la liga hacia la Costa Oeste. Ya desde entonces Nueva York y Los Ángeles suponían como ciudades dos maneras radicalmente opuestas de encarar la vida.
La constitución de los Dodgers como fuerza dominante de la Costa Oeste y particularmente de la ciudad de Los Ángeles no estuvo exenta de capítulos oscuros. Ry Cooder, multiinstrumentista y compositor californiano, abordó el drama en torno mito fundacional del Dodger Stadium en el álbum de 2005, Chavez Ravine, cuyo título remite a una antigua zona de barrios autogestionados de migrantes de origen mexicano en donde hoy se erige el emblemático parque de pelota. Lo que hoy sabemos de esas comunidades se lo debemos, principalmente, a Don Normark, un fotógrafo que a los 19 años retrató la cotidianidad de lo que un principio denominó una suerte de Shangri-La, la utopía terrenal del paraíso oculto, un reducto de sabiduría aislado del mundo exterior. Eran 300 hectáreas en lo alto de una colina, divididas en tres barrios: La Loma, Bishop y Palo Verde. La comuna se constituyó para hacerle frente a las leyes abiertamente racistas que restringieron la adquisición de propiedad en determinadas áreas para los mexicoestadounidenses, a quienes se les denominaba peyorativamente UFO (unidentified flying object, aunque más enfocado en el término de alienígena), de ahí la letra en la canción de Cooder “El U.F.O. Cayó”:
En los cincuentas pasó
Por la ventana veía yo
Cuando un silencio se sintió
En Palo Verde, un UFO cayó.
El experimento social duró cuatro décadas como espacio seguro de integración; entonces, los bandazos de un plan de desarrollo de viviendas dignas, a la usanza socialista, lo desestabilizaron todo. A diferencia de sus antecesores progresistas, la entrada de un gobierno estrictamente republicano vislumbró los terrenos habitados como un nuevo centro recreativo. Las disputas por el control de la colina se tornaron violentas, pues la compensación económica que el nuevo gobierno le ofrecía a los desplazados era ridícula. Esto provocó enfrentamientos y disturbios que desembocaron en la expulsión de miles de familias de Chavez Ravine. En 1958, después de años de disputas y atropellos, se aprobó el traspaso de las hectáreas al dueño de los Dodgers, Walter O’Malley. Otra de las canciones de Cooder, titulada “3rd Base, Dodger Stadium”, resulta igualmente reveladora:
Trabajo aquí por las noches estacionando coches
Debajo de la luna y las estrellas
Esas mismas que ya conocía
en aquel año de 1952.
La canción remite al año del hostigamiento de las autoridades locales que terminó con los últimos focos de resistencia de las familias que se atrincheraron en sus ranchos. De modo que es obligado reparar en la paradoja que supuso que un equipo tradicionalmente vinculado a la clase trabajadora construyó un nuevo capítulo en su historia de la manera más violenta posible: pasándole por encima a una minoría desfavorecida. Y en el hecho de que tantos y tantos aficionados con ascendencia mexicana se sintieron reivindicados tras el fulgurante paso de Fernando Valenzuela, un lanzador zurdo nacido en una ranchería de Navojoa, proveniente de una familia de campesinos del norte de México, cuya gran hazaña no fue haberse convertido en uno de los brazos más dominantes de la historia en el mejor beisbol del mundo, sino en haberle conferido un poco de dignidad a toda esa gente marginada con la que compartía raíces.
Es difícil pensar en algún otro deportista que haya tenido tanto impacto en la construcción social de una organización deportiva. La herida abierta de Chavez Ravine propició un distanciamiento insalvable entre las bases latinas y la franquicia angelina, hasta la mágica temporada de 1981: Valenzuela cimentó su gran leyenda tras haber ganado el Cy Young —premio al mejor lanzador de la Liga Nacional— y la Serie Mundial frente a los Yankees, en donde sumó una victoria tirando la ruta completa. Ni el propio Vin Scully, voz oficial del equipo, daba crédito de cómo un pitcher mexicano de 21 años, regordete como Ruth, con ese cabello largo, espeso y desaliñado, que no hablaba ni una pizca de inglés, tuviera “la sonrisa de un duendecillo en la cara”, actuando “como si estuviera lanzando prácticas de bateo”. Su estilo heterodoxo, el lanzamiento de screwball y la mirada al cielo que lo distinguió a mitad de cada wind up lo popularizaron dentro y fuera del diamante. Pese a su excesiva timidez, se convirtió en un fenómeno social que reconcilió a los Dodgers con la comunidad mexicoamericana. Desató una fiebre que los medios denominaron “Fernadomanía”, aunque bien pudo haberse conocido como la épica del hombre común.
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Los Yankees tienen sus propias contradicciones, como por ejemplo el misterio envuelto en torno al origen de su inconfundible logo. Cuenta el publirrelacionista e historiador Marty Appel que todo se remonta a un tiroteo en una licorería de Hell’s Kitchen, cuando el policía John McDowell logró capturar a los malhechores después de recibir un disparo en la oreja. En el hospital, mientras se recuperaba del incidente, fue condecorado por el departamento de policía con la medalla de honor. El diseño propuesto por Tiffany & Co. ya incluía la “NY” entrelazada. Esto se vincula con la hoja de servicio del primer copropietario de la franquicia, William “Big Bill” Devery, otrora jefe del departamento de policía. Fue Devery, junto a Frank J. Farrell, un hombre que regentaba casinos y salas de billar clandestinas, quien logró traer la franquicia desde Baltimore para establecerla en Nueva York. Es posible decir que el equipo más importante de los deportes profesionales, con 27 Series Mundiales sobre la espalda, tuvo su fundación en una sociedad compuesta por hombres que habitaban en extremos opuestos de la ley.
Beisbol y cultura
“New York, New York”, la canción que conmemora los triunfos de los Yankees en casa, fue concebida originalmente para que la interpretara Liza Minnelli en la película homónima de Martin Scorsese, pero ya es de sobra conocido que su posteridad se la debemos a Frank Sinatra, la voz, el jefe de ojos azules, pero también el del vaso de bourbon en la mano y el del resfriado que documentó con maestría Gay Talese. Pocos saben que, pese a su estrecha relación con Joe DiMaggio, el seductor y emblema italoamericano de los Yankees, Sinatra creció siendo aficionado de los Giants. El vínculo del cantante con el beisbol se explica por su lugar de nacimiento: Hoboken, una pequeña ciudad del otro lado del río Hudson, en Nueva Jersey, que hasta antes de Sinatra y las escenas filmadas por Marlon Brando en Nido de ratas, era conocida por una sola cosa: haber registrado el primer partido de beisbol en la historia.
Casi en paralelo a la partida de los Giants y Dodgers, el artista se mudó a Los Ángeles para labrarse un camino como estrella de cine. Habiendo conquistado la Costa Oeste, pasó lo que tenía que pasar: se enganchó a los Dodgers. Su relación con la franquicia alcanzó niveles inimaginables cuando conoció a otro italoamericano de ojos celestes: Tommy Lasorda, manager del equipo. Esto no impidió que Sinatra se sintiera conmovido y honrado con el empresario George Steinbrenner, nuevo propietario de los Yankees, por haber elegido una de sus interpretaciones como banda sonora de la experiencia en el parque de pelota del Bronx. Esto sucedió después de haber escuchado el cover de Sinatra durante una noche en Le Club, la sala nocturna de moda en Manhattan. Se dice que su presencia en el palco de honor de los Yankees en un partido de Serie Mundial frente a los Dodgers en 1977, por invitación de Steinbrenner, encolerizó a su amigo Lasorda.
El que sí nació y creció en Los Ángeles fue Randy Newman, responsable de la creación de “I Love L.A”, el himno por antonomasia de la ciudad más poblada del estado de California. La compuso por sugerencia de Don Henley, baterista y cantante de los Eagles, como una exaltación de lo que significa ser nativo de Los Ángeles respecto a otras ciudades del país. “Odio Nueva York / Es fría y húmeda / Y las personas se visten como monos”, dice en sus primeros versos, para luego, en el estribillo, dar paso al festivo: “Amamos L.A. (La amamos) / Amo L.A. (La amamos) / La amamos”, con esas segundas voces de verano. La canción fue adoptada por la organización de los Juegos Olímpicos de 1984 y luego por los Lakers y los Dodgers como grito de batalla. Desde entonces, resulta indisociable como música incidental del robo de home suicida de Jackie Robinson —el hombre que rompió la barrera de color—, la doble secuencia de los juegos de 18 ponches de Sandy Koufax, el cuadrangular de un Kirk Gibson cojo, los 59 innings en fila de Orel Hershiser sin permitir carrera, el sprint de Tommy Lasorda para fundirse en un abrazo con Fernando Valenzuela, el relato perenne de Vin Scully o el monstruoso batazo de Corey Seager jalando la bola en el séptimo y último título de la franquicia.
La imagen idílica de Newman desentona con la de Thom Andersen, autor del documental Los Angeles plays itself (2003). Andersen, oriundo de Chicago, dijo que si bien Los Ángeles es la ciudad más fotografiada del mundo, también es la menos fotogénica, contrastándola con una Nueva York a la que “le sienta bien la cámara”. Y luego reparó en el defecto más evidente de Los Ángeles: el abandono de los espacios públicos para peatones. Por suerte —o no— para Los Ángeles, Tom Waits, el pesimista de la voz áspera, se encargó de abanderar una visión más optimista en torno a la ciudad como territorio fértil para la creación artística, independientemente de Hollywood. Las magníficas “Tom Traubert’s Blues” y “On The Nickel” no se entenderían sin el descenso de Waits a los bajos fondos de la ciudad, recogiendo historias de los marginados sentado en la misma esquina en las que se fotografiaron The Doors para el álbum Morrison Hotel (1970).
Uno pensaría que la contraparte de Waits en la Costa Este sería Lou Reed, pero también está Billy Joel, quien pudo haber sido un personaje salido de aquel plano crepuscular del Bronx, con el Yankee Stadium como imagen predominante, que propuso John Cassavetes para introducir Gloria (1980), la película en que Gena Rowlands, su mujer, le planta cara a una banda de mafiosos para proteger al hijo de una familia puertorriqueña. Como no encajaba en ninguna parte, Joel comenzó a boxear y encadenó hasta veintidós victorias como peso welter semiprofesional hasta que le rompieran la nariz. El Billy Joel de The Stranger (1977), uno de los mejores testimonios sobre Nueva York, tuvo que pagar peaje como pianista de bar en el Wilshire Boulevard de Los Ángeles, viviendo de propinas y prolongando un amorío furtivo con Elizabeth Ann Weber, la esposa de un baterista con el que había emprendido un proyecto fallido de banda llamado Attila. El videoclip de “Piano Man”, el gran himno de Joel y canción inspirada en esa época, recuerda donde se gestó todo.
Desde luego que, al seguir trazando una ruta paralela entre ambas ciudades, no podemos olvidarnos de la inapelable victoria angelina derivada del fenómeno popular que significó el rapero 2Pac, en medio de la encarnizada rivalidad entre la East Coast y la West Coast, hoy simbolizada por un rapsoda profético de Compton conocido como Kendrick Lamar y un promotor del hip hop más melódico proveniente de la ciudad canadiense de Toronto, popularizado como Drake. El caso es que siendo oriundo de Harlem, donde se concentra una de las mayores comunidades hispanas de Nueva York, Tupac Amanu Shakur se mudó a Los Ángeles para convertirse en la gran gloria de la West Coast, sofisticando el gangsta rap y dotándolo de un gran trasfondo social.
Serie Mundial Yankees-Dodgers 2024
Hoy, para bien y para mal, el mundo se mueve menos a partir de ideas y más a partir de la tendencia de turno, la sobreexposición y la globalización. Por eso se puede explicar que los Dodgers sean propiedad de un consorcio global que incluye al director de una firma de servicios financieros (Mark Walter), a una vieja gloria de los Lakers (Magic Johnson), un productor de cine (Peter Guber) y un inversionista de bonos (Todd Boehly). Por eso se puede explicar que se vieran obligados a buscar atajos para conquistar la gloria de antaño. Refiero al impacto que supusieron las llegadas de Mookie Betts, Freddie Freeman y los japoneses Yoshinobu Yamamoto y Shohei Ohtani, siendo este último la evolución oriental, tonificada y disciplinada de Babe Ruth. Todos ellos dirigidos por el siempre discutido Dave Roberts, nacido en la isla de Okinawa, como producto de la relación entre un marino estadounidense que cortejaba a una nativa usando un diccionario durante sus días de servicio en Oriente.
El modelo deportivo de los Dodgers ha estado claramente encaminado a convertirse en un parque de atracciones, siguiendo la estela de los Yankees con la familia Steinbrenner, a cuyo heredero Hal le ha costado estar a la altura de los éxitos de su padre, fallecido un año después de que los Yankees ganaran su última Serie Mundial frente a los Phillies en 2009. La fe ciega en Aaron Boone, el hombre del batazo largo que dejó tendidos en el terreno a los Red Sox en la Serie de Campeonato de 2003, finalmente ha rendido frutos. Sin obviar el mérito y los recursos infinitos de la gerencia, que logró reunir a toleteros del calibre de Aaron Judge —miembro legítimo del linaje del que provienen Ruth, Gehrig, DiMaggio, Mantle y Maris—, Juan Soto y Giancarlo Stanton para construir un equipo dominante.
Yankees y Dodgers han concentrado entre sus filas a las más grandes luminarias de la última década. Su popularidad trasciende a su base de fanáticos, al representar a los dos mercados más importantes de América y, quizá, del mundo. Se espera, con razón, que sea la serie más mediática de todos los tiempos. Habrá que disfrutarla en su justa medida, como lo que es: una pasarela de estrellas dándose cita en dos de las catedrales del beisbol. Sin embargo, más allá del show de fuegos pirotécnicos, subyace un montón de historias cargadas con un gran valor sentimental como el homenaje póstumo a Valenzuela, 43 años después de haber cambiado el destino de la última comparecencia entre Nueva York y Los Ángeles en un Clásico de Otoño y, de paso, haberse convertido en el estandarte de los desplazados.
RICARDO LÓPEZ SI. Periodista, escritor, editor y docente. Autor de los libros El viaje romántico y Norte-Sur. Maestro en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona. Director editorial de la revista Purgante y colaborador en medios internacionales de cultura, viajes y deportes.
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