Alí Chumacero: Lo bueno de la vida, lo que vale la pena
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Lo bueno de la vida, lo que vale la pena

A 100 años del nacimiento de Alí Chumacero, recordamos los últimos años del autor en el Fondo de Cultura Económica.

Tiempo de lectura: 4 minutos

En 2002, a sus 84 años, Alí Chumacero era el hombre más joven que yo había conocido. Tenía a flor de labio la sonrisa, el chiste amable, la anécdota erudita y el comentario pornográfico. Cualquiera podía sentarse a su mesa y compartir el entusiasmo por la vida que irradiaba el hijo pródigo de Acaponeta. La fama no le estorbaba para cultivar una sencillez altiva, sin humildad ni modestia. A mi lado se sentaba un puente entre siglos que igual rememoraba a Enrique González Martínez que a Alfonso Reyes, Xavier Villaurrutia, Carlos Montemayor o Jorge Volpi.

De su ironía no se salvaban ni sus grandes amigos. Crítico de la República de las Letras, no escatimaba los méritos de nadie y estaba siempre dispuesto a leer el poema de un escritor joven y a escuchar el cuento del adolescente en las sesiones del Consejo Mexicano de Escritores, del que era asesor literario. No se avergonzaba de sus amigos, ni del político corrupto ni del mal escritor, pero aceptaba la crítica con un silencio cómplice.

—¿Por qué ya no publicó más, maestro?

—Ya para qué, ya estaba muy viejo —respondía con una sonrisa.

Alí Chumacero

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Cuando yo lo conocí, en 2002, Alí vivía una especie de jubilación presencial en las oficinas del Fondo de Cultura Económica, en donde había sido coordinador editorial. Llegaba a las 12 del día. Revisaba alguno de los 26 tomos de la obra de Alfonso Reyes y señalaba erratas que ya nadie corregiría, releía el diccionario enciclopédico, algún libro en francés, a veces el periódico; cuando se lo pedía, pulía mi trabajo y, frecuentemente, recibía la visita de “los muchachos”: Juan José Utrilla y Marco Antonio Pulido, decanos de cabello blanco y dos de sus discípulos editoriales. Se iba a las dos de la tarde en punto, quizá a las dos treinta o a las tres si una conversación lo retenía, porque era incapaz de cortar una charla por trivial que fuese.

No le gustaban las oficinas cerradas. Nadie entendía por qué no ocupaba un cuarto privado en lugar de permanecer en un pasillo, pero él lo confesaba a quien quisiera escuchar: “Es que me gusta ver a las muchachas”. Su pasión por las mujeres era irrenunciable. Impotente confeso, hacía el amor con la palabra. “Esto es lo bueno de la vida, lo que vale la pena”, decía al desplegar una revista pornográfica sobre su escritorio gris. Consultaba revistas mexicanas y españolas, pero prefería las de Europa del Este que le había traído alguno de sus hijos de un viaje reciente. Era difícil sustraerse al encanto del close-up de las vaginas rosadas, de las lenguas que acariciaban un clítoris, de una mujer lidiando con cuatro penes erectos y una doble penetración. Gracias al tamaño de las fotografías, el maestro no debía usar la gruesa lupa para mirar los pliegues de los labios, bastaba con que alzase un poco la cabeza para ver a través del cristal inferior de sus bifocales de pasta negra.

—Esto es lo bueno de la vida: las mujeres. No importan la literatura ni los libros ni las editoriales. Esto es lo bueno de la vida; tómala, llévatela, pero me la traes —advertía al prestarme una de sus valiosas revistas.

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Alí Chumacero carecía del aire de pontífice o de anhelos de mando tan comunes en la vida literaria mexicana. Y era claro con sus afectos y simpatías: sólo a José Revueltas le reservaba el título de “maestro”. Por el contrario, Octavio Paz era “un mamón que cada tantos años cambiaba de amigos”. A Juan Rulfo lo llamaba Pedro Páramo, condenado quizá a una contrición eterna por el artículo de 1955 en el que minimizó la gran novela mexicana del siglo XX.

Su memoria alumbraba la geografía de la vida literaria de su época: el café París, escenario de formación e intercambios intelectuales de los jóvenes escritores; El hijo pródigo, “la mejor revista literaria de México”, que fundó con Leopoldo Zea, José Luis Martínez y Jorge González Durán, éste último “el mejor escritor del grupo, que se echó a perder porque se dedicó a ser sub de todo: subdirector del ISSSTE, subdirector del INBA, ministro de la embajada en París”; Alfonso Reyes, cuya prosa leía con devoción y cuya poesía criticaba sin concesiones, y Arnaldo Orfila, director del FCE que, recordaba Alí, inventó la colección Letras Mexicanas para defenderse de las críticas de “extranjerista” que venían desde Los Pinos.

Alí Chumacero a cien años de su nacimiento, destacada

Una tarde de marzo de 2003, después de un año de largas conversaciones, cafés, préstamos de revistas pornográficas y corrección de mis trabajos editoriales, me despedí.

—Ya me voy, maestro —le conté.

—Haces muy bien. Esto ya no tiene futuro, yo también ya me voy; estoy hasta los cojones —mintió, porque se quedaría ahí hasta el final.

—Le hablo después para que nos tomemos un whisky.

—Adiós, Emiliano —dijo antes de cerrar la puerta de su carro azul, conducido por Manuel, su chofer y amigo.

Lo vi alejarse nuevamente para regresar al otro día y al otro día, al tiempo que estaría ya lejos de mí, ausentes para siempre sus conversaciones, su alegría, su magisterio, su sencillez altiva, su amor por la vida, las mujeres, la literatura, la imagen candorosa de una joven desnuda. Nunca le devolví dos revistas pornográficas.

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