Celso Piña Arvizu fue el mayor de nueve hermanos y desde muy chico empezó a trabajar. Vendió fruta, repartió tortillas, fundió acero, puso alfombras y molió maíz. El último trabajo que tuvo antes de dedicarse solo a la música fue en el Hospital Infantil.
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El primer recuerdo musical de Celso Piña es el mambo de Pérez Prado que salía en las películas de Adalberto Martínez. Desde chico bailaba y hacía música; sus amigos le decían Tarola, como el instrumento de percusión, o Resortes, en alusión al cómico mambero. Una vez, platicando con Diego Enrique Osorno, Piña confesó que él no recuerda haber tenido una atracción particular por la música de chico; lo que sí reconocía era su buen oído, pero “como muchos que lo tienen”. Poco o nada sabía ese niño que se iba a convertir, no solo en un músico de enorme popularidad, sino en uno con el don de fusionar los ritmos de culturas muy distintas.
Celso Piña Arvizu fue el mayor de nueve hermanos: cuatro hombres y cinco mujeres. Al ser el primogénito, desde muy chico –siete, ocho años, recordó en una entrevista– empezó a trabajar. Primero vendiendo fruta, después repartía tortillas, fundió acero, puso alfombras y molió maíz. El último trabajo que tuvo antes de dedicarse solo a la música fue en el Hospital Infantil. Ahí también trabajaba su padre, Isaac.
Los Piña Arizu crecieron en La Campana, un barrio humilde montado en una de las montañas de Monterrey. Ahí no se escuchaba música colombiana, que era la que a Celso le gustaba más. Quizá con algún sonidero, en las ferias que llegan con las fiestas, ponían algo de cumbia tropical, algunas cosas que le llamaban más la atención. En la capital del norte escuchaban polkas, huapango, chotis, pero eso no le gustaba.
El niño Piña se acercaba al líder del sonidero y le pedía que le mostrara sus discos. Le preguntaba por los que le habían llamado la atención y todos eran de música colombiana, que solo se podía encontrar en Estados Unidos y costaba mucho más de lo que podía pagar.
A la primera banda en la que estuvo, se incorporó por estar de mirón. “Un día iba pasando por una casa y oí al grupo ensayar. Recuerdo que se escuchaba una guitarrita bien padre y me arrimaba por la ventana para oír todo: la batería y las tumbas y no pues, a toda madre. En una de esas tardes no fue el tumbista y me dicen: ‘Eh, chavo, ¿sabes tocar?’. Y yo empecé a tocar con madre las tumbas, de lo que había visto al otro vato tocar, aunque luego terminé con las manos hinchadas. Y ahí anduve un año, dos años con ese grupo”, le contó también a Osorno. Pero ni en ese grupo, ni en los dos que siguieron encontró lo que quería. Él quería tocar el acordeón. Aprendió a hacerlo en el sótano de su casa; su papá consiguió el instrumento y el adolescente se tardó tres meses en sacar la primera canción, sólo de oír discos y replicar los sonidos. Cuando se la enseñó a su padre, le contestó que le convenía seguir ensayando otros tres meses más.
«Poco o nada sabía ese niño que se iba a convertir, no solo en un músico de enorme popularidad, sino en uno con el don de fusionar los ritmos de culturas muy distintas».
Después de otras dos bandas, Celso Piña fundó la Ronda Bogotá. Ahí por fin haría esa música que tanto había escuchado en los discos del sonidero. Apenas tenía 20 años, pero ya entendía por dónde iba el asunto. Lo acompañaron un bajo, el güiro y tumbas, y un poco después la batería: Quique, Lalo y Juana, todos hermanos.
El acordeón era muy escuchado en Monterrey, pero no así. Los Piña, la Ronda Bogotá, hacían vallenato.
El vallenato nació en la zona caribeña de Colombia. Se hizo a partir de las influencias de los inmigrantes alemanes –que llevaron el acordeón–, los españoles –que le dieron la métrica y la forma a las estrofas–, por quienes fueron esclavos y tocaban la caja vallenata –una percusión que marca el ritmo– y los nativos, que tocaban la guacharaca, un instrumento hecho de caña y lata con el que se raspa y se alimenta el ritmo. “Es muy suave y es muy rica a la vez, muy sencilla, muy suave y muy rica. Muy sencilla porque lleva dos tonos nomás, y ahí te la llevas. Y muy rica porque lleva mucho ritmo, mucho tambor, sonajas, maracas. Y muy suave para bailar: La bailas bien suavecito”, describió Piña; ese sería el género predilecto del músico.
La Ronda Bogotá empezó a tener éxito. Primero la pedían para las fiestas del barrio. Después los empezaron a invitar a congales, donde había un público variado. Su padre le dedicó todo el empeño en ayudarlo a él y su nuevo proyecto. Sus horas libres, fuera del Hospital Infantil, las invertía en reciclar fierros y madera para hacer los instrumentos de la agrupación.
Mientras la popularidad de los sonidos colombianos crecía, también las críticas. Decían que a sus conciertos llegaban puros “marihuanos, lesbianas y malandros”. Él contestaba: “pérate, yo no me iba a poner en la puerta a decir: ‘¿a ver tú qué eres?, ¿eres chico bien?, pásale'». Lo vetaron de muchos lugares pues decían que en sus conciertos siempre había peleas y los medios de comunicación se limitaron a reseñar las broncas y no la música.
Pero Celso Piña no paraba y sus conciertos se seguían llenando, sin importar lo repudiados que parecieran en las voces de afuera. Grabó ocho álbumes de cumbia colombiana –Si mañana (1983), 10 éxitos (la manda) (1984), Tú y las nubes (1989), Noche de estrellas (1991), Dile (1996), Vuelve a la carga (1998), Una aventura más (1999) y Antología de un rebelde (2000)– hasta que decidió que era hora de empezar a recorrer otros territorios.
“Es muy suave y es muy rica a la vez, muy sencilla, muy suave y muy rica. Muy sencilla porque lleva dos tonos nomás, y ahí te la llevas. Y muy rica porque lleva mucho ritmo, mucho tambor, sonajas, maracas. Y muy suave para bailar: La bailas bien suavecito”.
Para el nuevo milenio los pies de Celso Piña ya estaban en muchos otros territorios. En Barrio Bravo – colaboró con músicos de Control Machete, El Gran Silencio, Café Tacuba, Santa Sabina, King Changó y Resorte. Ahí nacieron sus primeros tres grandes éxitos –”Cumbia poder”, “Cumbia sobre el río” y “Aunque no sea conmigo”– y se le abrieron las puertas al resto de México y Latinoamérica. También con este álbum llamó la atención de Carlos Monsiváis, que tras una entrevista le llamó “el acordeonista de Hamelín”, por su capacidad de atraer a todo tipo de personas: un fenómeno musical y también social, dijo el escritor.
Pero fue hasta el 2003 cuando Celso Piña pudo sacudirse realmente todos los juicios que le cargaban a su música. Durante un concierto en el Museo de Arte Contemporáneo en el 2003, puso a bailar a Gabriel García Márquez. “Alguien de esa envergadura llegó y yo estaba tocando y él empezó a bailar, estaba la crema y nata de Monterrey”, dijo el músico. Su carrera despegó y recorrió el mundo haciendo música. El único continente que le faltó pisar fue Oceanía.
La película Ya no estoy aquí, de Fernando Frías, que se estrenó hace unos meses en Netflix, cuenta la historia de un joven perteneciente a la subcultura regia llamada Kolombia. Sin la terquedad, talento y obstinación de Celso Piña –tampoco sin sus hermanos y padres– nada de eso existiría. Tampoco los cumbiones locos que conquistaron los salones y antros mexicanos.
Celso Piña, nacido el 6 de abril de 1953 y fallecido el 21 de agosto de 2019 marcó a México con su acordeón. Gracias por la Cumbia Maravillosa.
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