Cuando tuvo que amortajar al primer muerto por Covid-19, Rosa Elena Sánchez Jiménez le pidió perdón. Según el protocolo para el manejo de cadáveres, tenía que desinfectar con cloro todos los orificios del cuerpo y después taparlos con tela adhesiva para evitar el desprendimiento de gases contaminantes. Pero a ella le parecía la peor agresión: consideraba indigno poner una sustancia tan dura sobre boca, nariz y orejas de una persona recién fallecida. “Estaba llorando. Lo estaba amortajando y le estaba pidiendo perdón a él y a Dios por lo que estaba haciendo”. Al terminar, lo puso dentro de una bolsa para cadáveres y lo etiquetó para que lo identificaran.
La gente nueva era la que se infectaba. No sabían aspirar, no sabían como manejar a un paciente, no tenían la experiencia.
Ser enfermera es mucho más que asistir a los enfermos. Implica convertirse en la familia momentánea de un desconocido; ser infravalorada por los médicos; trabajar en circunstancias extremas que conllevan estrés, ansiedad y depresión; aprender a leer el cuerpo de los demás; y nunca acostumbrarse a la muerte. En 1885, un artículo en The Times describía a la británica Florence Nightingale, precursora de la enfermería moderna, como un “ángel guardián” que aparecía con su linterna cuando todos se habían retirado y “suavizaba la cara del desdichado”. Rosa Elena soñaba con ser lo mismo.
Cuando tenía siete años, fue a dar al hospital por una apendicitis y quedó fascinada con las mujeres que la cuidaban, le tomaban la temperatura y cambiaban sus sábanas todos los días. Se sintió tan protegida que desde entonces pensó en convertirse en una de ellas. Sus padres no querían que estudiara enfermería; le preguntaban por qué quería ser la “criada de los médicos”, pero ella sólo quería cuidar a los demás. “Los médicos te ven, te diagnostican, te mandan el medicamento… pero la enfermera te cuida”, explica. A su vocación le sumó una nariz roja para hacer de payasa y alegrar a sus pacientes.
El INER fue el primer hospital en tener un paciente con Covid-19. Desde principios de 2020, llegaron personas con cuadros nunca vistos. Se escuchaba lo que estaba pasando en China, pero la mayoría del personal sanitario pensó que era algo lejano que no llegaría a su hospital. “Pensábamos que iba a ser como lo de la influenza, que fue todo mucho más relajado”, cuenta Rosa Elena con una voz dulce, casi infantil. Un día, el infectólogo reunió a las enfermeras y les dijo que había tres pacientes que no se sabía lo que tenían, pero les advirtió: “Cuídense, tomen sus precauciones y medidas. Dentro de poquito veremos lo que se nos viene encima”. Lo que se vino encima fue una pandemia que seis meses después mantiene la ocupación hospitalaria por arriba del 85%.
El 12 de marzo, el INER se convirtió en un hospital Covid. Se vació por completo. Enviaron a los pacientes de cáncer, VIH, asma y otros padecimientos a otros sanatorios. El enorme edificio de pasillos largos, ubicado en Calzada de Tlalpan, al sur de la Ciudad de México, lucía fantasmal esa primera semana. De las casi 400 enfermeras que atendían el lugar, solo quedaron 150 de base. La mayoría tuvo que darse de baja por la edad o por sufrir alguna condición como hipertensión o diabetes, o estar en algún tratamiento inmunosupresor. También hubo quien pidió vacaciones o solicitó incapacidad por obesidad mórbida. A Rosa Elena Sánchez, de 48 años, con dos hijos y un marido que es camillero en un hospital privado, y viviendo con sus padres, que son hipertensos, no le pasó por la cabeza la posibilidad de dejar de trabajar. “¿Para qué me voy? Es mi trabajo, por eso soy enfermera y, pues, le voy a entrar con mis compañeras. Y ahí me quedé y ahí estoy ahorita”.
En una semana, empezaron a aprender cómo era ese nuevo virus que estaba matando gente en Europa y China e instauraron nuevos protocolos que, aunque parecidos a los de la influenza, eran mucho más estrictos.
Las enfermeras se dividieron por turnos para no pasar más de cuatro horas dentro de un área Covid.
Públicamente, el personal de salud tuvo que esconder que lo era, como lo hacen los policías en barrios peligrosos. Cada mañana, Rosa Elena Sánchez vestía de pants o mezclilla y escondía su uniforme en la bolsa para evitar que la acosaran por la calle. No la han agredido físicamente, como ha sucedido con otros compañeros a los que les han tirado cloro, pero sí le han prohibido subir a algún camión o pedido que se siente junto a la ventana; los vecinos se cruzaban la calle para no saludarla en su colonia al norte de la ciudad, desde donde hace más de una hora para llegar al trabajo; y aún recuerda cómo un tío la roció de desinfectante en cuanto la vio. Le parecía triste pero necesario tener que ver todos los días a la Guardia Nacional, que todavía custodia el hospital.
Después, empezaba la rutina más desgastante de su carrera: lidiar con el miedo constante mientras usaba un uniforme que la asfixiaba —bata impermeable, respirador N95, gafas de bioseguridad, gorro quirúrgico y doble guante—. “Esto es como trabajar con obstáculos. Hace calor, te tropiezas con las botas, se te empañan los goggles. Yo lloraba porque no podía ver y me daba pavor levantármelos, aunque fuera un segundo”.
Las enfermeras se dividieron por turnos para no pasar más de cuatro horas dentro de una unidad Covid, aunque la recomendación era que no fueran más de tres. No recibieron ninguna compensación extra y Rosa Elena ha seguido ganando 12 mil pesos quincenales. Cada enfermera se encargaba de hasta tres pacientes a la vez. En las siguientes semanas, llegó nuevo personal de salud, muchos jóvenes, recién egresados, que no sabían ni poner una vía. Al estrés de la pandemia, se sumaba el de enseñar a la gente que nunca había trabajado en un hospital, lo que implicaba un doble trabajo para las veteranas. “La gente nueva era la que se infectaba. No sabían aspirar, no sabían cómo manejar a un paciente, no tenían la experiencia. Y muchos, iban un día, dos días, y renunciaban. ‘¿Por qué renunciaste?, ¿por qué ya no vienes?, ¿por qué no vas a venir? Porque no aguanto. No aguanto’. Ésas eran sus palabras. Y renunciaban. Otros, al menor síntoma se hacían la prueba y nunca más regresaban”.
Rosa Elena bajó ocho kilos. Dice que sí tuvo síntomas de Covid y los confundió con el cansancio. No quería comer y sólo pensaba en tomar agua. Su marido tuvo fiebre, cansancio extremo, tos y no comía. Hasta hoy no saben si fue coronavirus, porque su hospital no le hacía la prueba y no quiso ir a un particular. A ella, en cambio, la monitorean cada 15 días.
El INER fue el primer hospital en tener un paciente con Covid-19. Desde principios de 2020, llegaron personas con cuadros nunca vistos.
México es el país con más muertes a nivel mundial por coronavirus entre los trabajadores de salud. De acuerdo con un informe de Amnistía Internacional, hasta agosto de 2020 habían muerto 1 320 personas, por encima de Estados Unidos (1 077), Reino Unido (649) y Brasil (643).
Atender a un compañero es de las cosas más difíciles de su trabajo y más aun lidiar con una eventual muerte. “Hicimos el código INER. Cuando llega un compañero de nosotros (al área Covid), le ponemos todo para que salga”, cuenta entusiasta. No sabe cuántos han muerto en total, pero son más los que se han recuperado. En la web del hospital todavía aparece la esquela de la compañera del departamento de farmacia, Jazmín Sánchez, quien murió a mediados de agosto. Pasar de cuidador a paciente. Trabajar con alguien y después atenderlo. En el desayuno, las compañeras se decían unas a otras: “Si yo me infecto, si yo llego a estar aquí, por favor tú me atiendes” o “No quiero que me intuben, mejor que me duerman”. Empezaban a hablar de la posibilidad de morir. Rosa Elena Sánchez les pedía que fuera sin dolor.
Aunque uno de los tratamientos que está ayudando a los pacientes es mantenerlos pronados, una maniobra en la que se les tiene boca abajo, ella adelantaba que no quería nada de eso. “No quiero que me intuben ni que me pronen; en el momento en que yo me ponga mal, que vean que me estoy complicando, ya no me hagan nada: simplemente pónganme más de la sedación y quítenme estas cosas”, les decía. “Porque, aunque te quieran salvar la vida, algo de dignidad se va por ahí. Es inevitable”.
La muerte es una constante en el trabajo de una enfermera y en una pandemia es un pensamiento recurrente. Por eso, empezó a disfrutar como nunca las pequeñas cosas al salir de trabajar. Admira la arquitectura del INER y los jardines que, tomando en cuenta el impacto que ofrecen las áreas verdes en la salud de los pacientes, fueron parte del diseño desde su fundación en 1936. Disfruta del vacío del hospital al terminar su turno, a las tres de la tarde, cuando parece que es de madrugada. Y cuando termina en terapia intensiva, sólo piensa en respirar.
Rosa Elena Sánchez camina por los jardines, agradece que puede hacerlo y vuelve a trabajar.
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