Luis Almagro se convirtió en una de las estrellas de la izquierda uruguaya de la mano del presidente Pepe Mujica. Sin embargo, al llegar a la OEA algo cambió: para muchos, subió a un avión siendo como su mentor y se bajó en Washington siendo Trump.
Luis Almagro subió al estrado y recibió los mismos aplausos que Paulina Rubio, Maluma, Miguel Bosé, Juan Luis Guerra, Carlos Vives, Maná o Juanes. Con su clásica sonrisa, levantó los brazos en respuesta a los gritos del público. “Señor Almagro, por favor —dijo la presentadora Camila Canabal mientras lo estrechaba entre sus brazos—, quiero en nombre de Venezuela darle un abrazo grandísimo. ¡Muchísimas gracias!”.
Llevaba una gorra deportiva con la bandera venezolana que desentonaba con el traje oscuro, la camisa y los gemelos, pero la ocasión lo ameritaba: era 22 de febrero de 2019 y en el puente Las Tienditas de Cúcuta se realizaba el Venezuela Aid Live, el concierto que buscaba recaudar fondos para ese país del Caribe que desde hace meses enfrenta una crisis humanitaria, con falta de servicios, alimentos y medicamentos.
Con el mismo entusiasmo que bailaban “Oye, mi amor” o “A Dios le pido”, los 300 mil asistentes al recital aclamaron a Luis Almagro, el uruguayo que desde 2015 es secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), aunque él no bailó ni cantó una estrofa. Llegó hasta la ciudad colombiana en la frontera con Venezuela con el autoproclamado presidente de ese país, Juan Guaidó, y otras figuras de la política internacional, pero él fue más protagonista que el resto. “No me iba a quedar con un ridículo ataque de falsa modestia”, admitirá luego Luis Almagro, cuando explica las razones que lo llevaron a subir al escenario. “Amo a los venezolan@s, me siento uno más entre ell@s”, dice semanas después en un correo electrónico desde Washington.
Lo que sucedió aquella tarde en Cúcuta fue atípico, porque un secretario general de la OEA nunca alcanza esa dimensión de estrella pop. Pero Luis Almagro también es singular: usa mochila en lugar de maletín; viaja en transporte público en vez de hacerlo en coche oficial; es vegetariano en uno de los países más consumidores de carne del mundo; y lleva una vida más bohemia de la que se puede imaginar para un jerarca de su rango, inmerso en la grisura de los organismos internacionales.
Creció en el campo; se recibió de abogado pero se dedicó a la diplomacia luego de ingresar por concurso a la Cancillería; vivió en Irán, Alemania y China; y el día que volvió a su país se instaló en una chacra. Deportista, lector de poesía y padre de una familia extensa, Luis Almagro rompe el molde típico del servicio exterior.
CONTINUAR LEYENDOPero aquella tarde, en Cúcuta, no lo aclamaron por su particular estilo, sino por su prédica en la OEA: se convirtió en uno de los principales enemigos del presidente Nicolás Maduro, a quien acusa de dictador, de violar los derechos humanos y de no respetar a la oposición. Su postura sobre los gobiernos de Venezuela y Cuba —a los que califica de dictaduras— no sería llamativa si no fuera porque llegó a la OEA desde lo más profundo de las entrañas de la izquierda uruguaya y su periplo político está más hermanado con esos regímenes que con las posiciones que hoy defiende.
Para tratar de entender su ideario, hay que bucear en sus orígenes: una infancia en un pueblo rural, un hogar con problemas económicos, y un recorrido rápido y sinuoso para llegar a lo más alto de la diplomacia regional, de la mano de José Pepe Mujica, el exguerrillero que presidió Uruguay entre 2010 y 2015.
El Pepe, el líder de la izquierda uruguaya que se convirtió en una celebridad internacional por su estilo de vida austero y un discurso de boliche; que conducía un añoso Fusca celeste, que llenaba estadios predicando contra el capitalismo y el consumo, y al mismo tiempo se reunía con George Soros o David Rockefeller, fue el gran mentor del secretario general de la OEA. El Pepe apostó fuerte por Luis Almagro: primero lo nombró su canciller y después movió los hilos de sus aliados latinoamericanos para llevarlo a la OEA. Pero la jugada salió mal: su delfín soltó amarras e inició una feroz campaña contra el gobierno de Nicolás Maduro, un aliado regional del expresidente. José Mujica le dijo “adiós”; el Frente Amplio —coalición de izquierda que gobierna Uruguay desde 2005— lo expulsó de sus filas; y Nicolás Maduro lo bautizó “Almugre”.
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Cerro Chato es un paraje ignorado por la enorme mayoría de los uruguayos. Está al norte de Paysandú, a 400 kilómetros de la capital, es pequeñísimo —el último censo contó 333 personas—, y vive a un ritmo manso que transcurre entre una escuela, un par de complejos de viviendas, y poca cosa más. Ubicado entre cuchillas y arroyos, es uno de los tantos pueblos perdidos del interior que vive de trabajos rurales.
En ese Cerro Chato nació el 1° de junio de 1963 Luis Almagro. En aquel entonces había cien pobladores más, pero el estilo de vida no era muy diferente. Lo anotaron como Luis Lemes, por ser hijo de María Inés Lemes y “padre desconocido”. “Soy hijo bastardo o natural, como quieran llamarlo, mis padres estaban casados cada uno por su lado y se fueron a vivir juntos, y listo”, recordó en el libro Almagro. Una trayectoria política singular, de Mario Mazzeo (Editorial Trilce, 2013).
Cuando su padre, Enrique Almagro, lo tomó en brazos por primera vez, dijo que era tan lindo como un osito y desde ese día todos lo llaman El Oso. Heredó de su madre una sonrisa expandida casi permanente, una boca amplia con las comisuras marcadas, y unas profundas arrugas al lado de los ojos y de la frente que se acentúan cuando ríe o se enoja. Su nariz se ensancha al llegar a las fosas, con generosas aletas que le dan un toque indígena o afro. “El otro día me hicieron uno de esos exámenes de ADN y salió que tengo un 9% de sangre indígena, también un 4% de sangre afro”, cuenta desde Washington, “hay algo en mí que necesita siempre campo abierto, fueron algunas generaciones de gauchos y charrúas que me condicionaron”.
El Oso tenía dos hermanos mayores por parte de madre: Dugal y Graziella Cabrera, y después llegó Enrique. Los cinco vivían en una estancia de mil hectáreas —un tamaño importante para las proporciones uruguayas— y los recuerdos que guarda de esos años son idílicos.
Saltaba de la cama sobre las cuatro de la mañana, junto a sus hermanos, y acompañaba a su padre a buscar huevos de perdiz antes de la salida del sol, en amaneceres que olían a tierra húmeda y naranjos y durazneros de la quinta. El Oso pasaba horas a caballo, con sus perros Pinta y Yamba corriendo atrás; si hacía calor, se sumergía en alguno de los arroyos que atravesaban el campo. Cuando el sol se escondía, veía cómo los fogones encendían la oscuridad; eran noches que olían a madera quemada, al aroma de algún guiso carrero que cocinaba su madre para la cena.
Tenía tres años cuando su padre le enseñó a decir: “Soy Luis Almagro Lemes, para servirle a usted, al Club Nacional de Football, y al Partido Nacional”. Del Club Nacional de Football sigue siendo hincha “hasta en el ludo”, pero del Partido Nacional —la principal colectividad opositora, donde se encuentran posiciones que abarcan todo el arco ideológico— se alejó en los noventa, después de conocer a Mujica. Pero todavía faltaban años para eso.
Fue su pertenencia al Club Nacional de Football lo que le permitió aprender a leer a los cuatro años, antes de ir a la escuela, recuerda Dugal Cabrera, su hermano 12 años mayor, que habla de El Oso como “el orgullo de la familia”. En una época en que las noticias deportivas se conocían por los diarios, Dugal Cabrera leía los resultados del fin de semana en voz alta, para que su hermano menor se enterara de cómo le había ido al Nacional. Un día, la madre entró a la casa y se topó con una escena extraña: su hijo chico estaba acostado en el piso, con el enorme diario sábana entre sus manos, hablando en voz alta.
—¿Qué estás haciendo, Oso?
—Estoy leyendo.
La mujer se acercó y vio que era cierto: lo que repetía en voz alta era lo que aparecía en la página. Dugal Cabrera dice que de tanto escucharlo a él, el niño aprendió solo a identificar palabras y sonidos.
Cuando se hizo adulto, los gustos de Luis Almagro se ampliaron y encontró refugio en los versos de Paul Verlaine, Wystan Hugh Auden, Robert Browning, William Butler Yeats, Juan Gelman o Washington Benavides. “Hablo mucho haciendo referencia a poemas, que son muy vívidos a la hora de reflejar la historia y a la hora de reflejar los sentimientos y las ideas. El poema tiene la particularidad de sintetizar como nadie, de sintetizar con expresiones hermosas, además, o más duras que cualquier otra cosa”, dijo en el libro Almagro. Una trayectoria política singular.
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Era un niño de campo, casi salvaje. No estaba acostumbrado a reglas, ni a horarios ni a la disciplina escolar. Por eso fue tan fuerte el choque que recibió a los seis años, cuando tuvo que abandonar la estancia. Sus padres se habían endeudado para comprar un campo vecino, pero no pudieron hacer frente a los compromisos, así que la familia se mudó a una chacra de diez hectáreas en Nuevo Paysandú, una zona de clase trabajadora que tenía como motor laboral las plantas de Ancap, la empresa estatal de combustibles.
Al niño rural le pusieron la túnica blanca y la moña azul que se usa en las escuelas públicas uruguayas y lo mandaron a clase con los chicos de hogares obreros. En el aula aprendió algunas cosas; pero en el recreo, dice, recibió otras enseñanzas importantes. “Lo que no aprendés en el patio no lo aprendés en ningún otro lugar en la vida. Aprendés a hacerte gente, porque si sos botón, buchón, o lo que sea, te la cobran. Y tenés que echar para adelante, no podés ser gallina. Y tampoco podés ser malo, sobrador, soretear a nadie. Hay condiciones sociales que son muy intensas y tienen que ver con valores esencialmente humanos. Tuve suerte, además, de tener excelentes maestras. Hoy mis hijos van a la escuela pública y me alegro de que puedan recorrer ese camino”, dice. También en la escuela aprendió la importancia de tener las manos libres; por eso prefiere la mochila al maletín.
—¿Para qué es importante?
—Son reflejos condicionados de una niñez en la que tuve que meter piña más de una vez. Aunque no peleo desde los 14 años con nadie, se ve que algo queda por ahí en el inconsciente.
—¿Por qué tuvo que pelear?
—¡El primer día de clase ya tuve que pelear! Y después fue prácticamente una pelea por día durante años en la escuela. Pero un día simplemente encontré otra forma de resolver y dejé de pelear.
Ya no pelea con las manos, pero sigue usando mochila. La que utiliza ahora la compró en 2011 en el aeropuerto de Beirut y la tiene siempre lista, por si tiene que subir de apuro a un vuelo.
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El calor del entonces df mexicano era agobiante al mediodía del 14 de junio de 1970, cuando Uruguay y la Unión Soviética jugaban por cuartos de final en el Mundial de fútbol. El partido agonizaba cuando un cabezazo de Víctor Espárrago puso a los celestes en la semifinal, en medio de una protesta generalizada de los soviéticos que decían que la pelota había salido de la cancha antes del gol.
En Uruguay, a más de siete mil kilómetros del Estadio Azteca, tres millones de gargantas gritaron el gol en el frío del otoño. Luis Almagro lo celebró en Paysandú: tenía siete años y dice que es el primer recuerdo deportivo de su vida. Cuando creció, se convirtió en deportista; probó suerte en el atletismo y le fue bien. César Vega es un político uruguayo que lidera el Partido Ecologista Intransigente Radical oriundo de Paysandú. Cuando se le pregunta por Luis Almagro, dice que lo recuerda corriendo rapidísimo, con las zapatillas rotas —porque era muy pobre—, por las calles de la ciudad.
Era “un alambre” que pesaba 56 kilos, medía 1.77 centímetros, y entrenaba 20 kilómetros diarios sin importar el clima. Corría maratones; era un velocista que competía en postas con la selección de Paysandú y se convirtió en campeón de cross country en la provincia argentina de Entre Ríos.
En cada lugar que vivió, buscó la forma de entrenar. Cuando llegó a Teherán en 1991, observó asombrado la polución que flotaba sobre la capital iraní, excepto en las montañas, donde el aire se adivinaba más limpio y despejado. Decidió trepar a la cima para observar la ciudad desde lo alto. Adaptó sus entrenamientos a la montaña: los fines de semana subía a ejercitarse; corría y trabajaba los músculos de brazos y espalda con cuerdas que colgaba de árboles y rocas.
En Alemania, a donde llegó en 1998, corría por los senderos del berlinés Volkspark, entre estanques y árboles de distintas especies, y cuando la temperatura bajaba se deslizaba por la nieve en un trineo. Incluso en China, donde llegó en 2007, salió tercero en una carrera entre diplomáticos. No le fue mejor, dice, porque no había entrenado: el trabajo era tan intenso que no tenía tiempo para correr.
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Todo extranjero que haya pisado alguna vez suelo uruguayo recibe la misma recomendación: no puede abandonar el país sin probar carne. Elevada a la altura de patrimonio nacional, la carne es uno de los símbolos más tangibles de la uruguayez; se cocina en las casas, en los restaurantes selectos, en parrillas de barrio. El olor a asado es el aroma por excelencia de la cocina del país y símbolo de orgullo del uruguayo medio, que defiende las bondades de su carne con el mismo fervor que a su selección.
En 2017 los uruguayos consumieron 100.9 kilos de carne per cápita, una cifra que lo pone arriba en la lista de países más carnívoros del planeta. Es un elemento clave en la dieta, pero también tiene un papel fundamental hacia afuera: en 2018 se exportaron casi 400 toneladas de carne, unos 1.707 millones de dólares, lo que la convierte en uno de los puntales de su economía.
De ese país carnívoro hasta el tuétano fue canciller Luis Almagro. Lo insólito es que el hombre que recorría países abriendo mercados y elogiando las bondades de la carne uruguaya, no la prueba desde hace años porque es vegetariano.
Eligió esa forma de vida de adulto, pero hubo un episodio a los 10 años que marcó el rumbo. Cuando la familia vivía en Nuevo Paysandú, los suculentos guisos de carne se sustituyeron por otros más simples hechos con las palomas que sobrevolaban la chacra. Colocaban trampas en el jardín con maíz adentro para atraerlas. Un día, Luis Almagro vio que una paloma caía en la jaula y corrió a buscarla. La tomó entre sus manos y se dispuso a cumplir su tarea: tenía que arrancarle la cabeza, algo que un niño rural sabía hacer. Tiró con fuerza, pero la cabeza seguía en el mismo lugar, y el ave continuaba moviéndose. Intentó otra vez, pero no tuvo éxito. Ese día no pudo matar a la paloma, y después no volvió a matar a otro animal.
En 2007 llegó a China y quedó impactado por la cantidad y la variedad de animales servidos al plato. Volvió a sentir la paloma aleteando en sus manos, y tomó la decisión de no comer carne nunca más, justamente en el país, China, que recibe 44% de la producción cárnica de Uruguay.
Supo disociar su estilo de vida de su función como vendedor de Uruguay al mundo. Siendo canciller, facilitó el acceso de carne a Corea y Estados Unidos. Cada vez que alguien le hacía notar cómo era posible que un canciller vegetariano vendiera la carne uruguaya por el mundo, respondía: “Es sencillo: si le gusta la carne, coma la nuestra que es la mejor y la más natural del mundo”.
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En 1995 José Mujica asumió como diputado; tenía casi 60 años, usaba buzos estirados y zapatos gastados que contrastaban con los trajes y las corbatas de sus colegas. Su nombre estaba identificado con el movimiento Tupamaros, un grupo guerrillero que se levantó en armas contra la democracia y terminó con la mayoría de sus líderes presos antes del golpe de Estado de 1973. Salió en libertad en 1985, al final de la dictadura, y formó el Movimiento de Participación Popular (MPP); el sector político más poderoso de la política uruguaya.
En 1995, Luis Almagro se encontraba en Irán, cumpliendo su primera misión diplomática. Era un país clave para Uruguay por sus compras de arroz y lana, y estaba inmerso en una zona de conflicto, donde todavía retumbaban los ecos de la guerra con Irak. Para alguien como Luis Almagro, con su especial sensibilidad para las letras y la poesía, Irán era fascinante. Ni las lluvias constantes de primavera y otoño, ni el frío de las nevadas del invierno pudieron opacar la experiencia de vivir en un país que combinaba la sequedad del desierto con la humedad de la selva, un idioma que le sonaba bellísimo, y la riqueza histórica y cultural de siglos. En aquellos años no era vegetariano, por eso se acostumbró a desayunar sesos de oveja con yogur y cebolla.
Lo que no le resultaba sencillo era acceder a información sobre lo que ocurría en Uruguay, más allá de los reportes que llegaban por telex o diarios viejos que viajaban en valija diplomática. Por eso, cuando en 1996 retornó a Uruguay, se topó con José Mujica como una novedad.
Empezó a prestarle atención, a seguirlo en entrevistas y en intervenciones parlamentarias. “Tenía identificados los problemas del país mejor que nadie y las soluciones posibles. Estaba impregnado de realidad, pero se permitía ser idealista a la vez. Le hablaba a la gente y no al sistema político”, dice Almagro desde Washington, cuando se le pregunta qué fue lo que le atrajo de José Mujica en aquel entonces.
El Oso le dijo adiós al Partido Nacional y se acercó al MPP; empezó a rodearse de veteranos guerrilleros y jóvenes que al igual que él se sentían atraídos por la seductora prédica mujiquista. Salía de la Cancillería e iba a la sede del MPP a “rosquear” —hablar de política— con ellos.
Hoy, que está excomulgado de la izquierda uruguaya, admite que lo que más extraña es al MPP. “Es mucho más fácil dejar de ser frenteamplista —porque hay grupos dentro del Frente con los que me es imposible identificarme—, pero me resulta mucho más difícil dejar de ser del MPP. Cuanto más libertaria y menos alcahueta sea la izquierda, es mejor instrumento de cambio”, dice.
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“Otro aspecto en el que usted es un uruguayo atípico es el demográfico. El promedio en Uruguay es 1.8 hijos por familia, usted tiene 7”, le dijo a Luis Almagro el venezolano Moisés Naím en una entrevista televisiva.
“Se llaman Eloísa, Leandro, Ian, Sara, Emily, Leonardo y Benjamín. Me siento muy cercano a ellos y mi vida no sería lo mismo si nos los tuviera”, respondió Luis Almagro.
Sus hijos nacieron en distintas ciudades: tres en Montevideo, uno en Teherán, uno en Pretoria, una en Berlín y uno en Beijing. Los llama sus “camboyanos”. Cuando se le pregunta por qué los denomina así, Almagro responde: “Les ha tocado momentos difíciles pero ellos siempre van al frente, mochila al hombro, un puñado de arroz y ahí van, dan batalla todo el día”.
Se casó dos veces, con su primera mujer tuvo dos hijos y con la segunda, cinco. Esta última se llama Marianne Birkholtz y es una diplomática sudafricana a la que conoció en Alemania, cuando él estaba cumpliendo tareas en la embajada uruguaya en ese país.
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En 2005, cuando el Frente Amplio llegó al gobierno por primera vez y Tabaré Vázquez asumió como presidente, José Mujica se convirtió en ministro de Ganadería y llevó a Luis Almagro a trabajar con él en temas de política exterior. Casi no se conocían, pero a partir de ese momento empezaron a verse a diario. El Oso se metió a El Pepe en el bolsillo, contó un allegado al diplomático.
José Mujica inició una gira por Europa y le pidió que lo acompañara. Una mañana lo invitó a caminar por Madrid y entraron a un bar. El Pepe pidió dos whiskys; Luis Almagro quedó sorprendido: nunca había arrancado el día con alcohol, pero no lo contradijo. Empezaron a tomar y a hablar de política. José Mujica lo escuchó con especial atención.
Luis Almagro también es singular por la forma en que se abrió camino en la política uruguaya. No hizo un periplo escalando posiciones en la izquierda, no se exilió ni estuvo preso en dictadura, como varios de sus integrantes. Llegó de adulto, por la puerta grande, y de la mano de José Mujica. Se convirtió en su niño mimado y hombre de confianza, para sorpresa de veteranos guerrilleros que desconocían quién era ese diplomático de origen blanco que había deslumbrado a El Pepe.
En 2007, en la mitad del gobierno de Tabaré Vázquez, a Luis Almagro lo nombraron embajador en China. José Mujica lo dejó ir; la relación estaba tan consolidada que podía superar la distancia física y temporal.
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Luis Almagro tomó el teléfono en Beijing y marcó el número de su amigo Luis Martínez. “¿Voy ahora?”, le preguntó cuando lo atendió. “Vení ahora”, escuchó del otro lado. Cortó y fue a buscar a Marianne para contarle que iría a Uruguay a votar en las elecciones, porque José Mujica se encaminaba a ser presidente. Si eso ocurría, le dijo, había un “90% de posibilidades” de que él fuera su canciller.
El 29 de noviembre de 2009, José Mujica resultó electo presidente con 48% de los votos, derrotando al expresidente blanco Luis Lacalle de Herrera.
Estando en China, Luis Almagro sabía que tarde o temprano llegaría el momento de volver a Uruguay y ya tenía decidido dónde iba a vivir: una chacra en una zona rural a 60 kilómetros de Montevideo, que eligió su mujer a partir de un aviso que vio en internet.
A Luis Almagro no le gusta manejar. Cuando vivía en la chacra, iba a la Cancillería en ómnibus de línea, un traslado que le demandaba casi dos horas. No le importaba, porque cada mañana se despertaba al amanecer con el ruido de los pájaros, y cuando volvía a casa trabajaba en la tierra, entre plantas y animales, en la tranquilidad que le daba la distancia de la ciudad.
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José Mujica despertó a Luis Almagro para avisarle que la comida estaba pronta. Se encontraban en un avión, a 10 mil kilómetros de altura; al presidente le costaba conciliar el sueño, el canciller dormía sin dificultad. En realidad lo que José Mujica quería era conversar. Sobre las nubes, sin teléfonos ni secretarias, podían hablar distendidos. “Lo logramos otra vez”, le decía Luis Almagro cada vez que el avión aterrizaba en suelo uruguayo.
Las similitudes entre José Mujica y Luis Almagro eran innegables. Los dos vivían en chacras, los dos tuvieron un pasado en el Partido Nacional, los dos eran impulsivos, bohemios y desordenados. Las diferencias parecían ser sólo aparentes: mientras El Pepe se mostraba desprolijo y lejos de formalismos, El Oso usaba —y sigue usando— impecables trajes oscuros hechos a medida, que imitan un modelo que compró en una tienda hace casi 30 años.
A impulso de Luis Almagro, el gobierno de José Mujica realizó en 2014 dos poderosas acciones relacionadas con la
defensa de los derechos humanos: recibió a familias sirias de un campo de refugiados del Líbano y dos meses después dio asilo a seis expresos de Guantánamo, que estaban acusados por Estados Unidos de terroristas sin el debido proceso.
Las dos situaciones generaron dificultades, dejaron al descubierto improvisaciones, falta de conocimiento y voluntarismo: hubo sirios que no se acostumbraron a la vida —y al costo— de Uruguay y volvieron al campo de refugiados; y un expreso se fugó del país. Llovieron las críticas y hubo quienes dijeron que esas acciones buscaban en realidad promover la candidatura de José Mujica al Premio Nobel de la Paz, un asunto que sobrevolaba la política uruguaya por la apabullante exposición internacional de El Pepe.
Luis Almagro dice que quienes hicieron esa lectura subestimaron a José Mujica. “Mucha gente nunca entendió que siempre había un sentido humano y humanista real en cada cosa que hacía. Lo que hace y dice es de verdad, por eso no tiene problema en hablar y en explicar, porque eso está sustentado en condiciones muy profundas”.
En mayo de 2016, el propio José Mujica reconoció que el asilo de los expresos no sólo tenía un fin altruista, sino que también persiguió un objetivo comercial. “Ser presidente no es fácil y las negociaciones internacionales menos. Yo para venderle unos kilos de naranjas a Estados Unidos me tuve que bancar a cinco locos de Guantánamo”, dijo en una charla en Córdoba. Ya no era presidente, y Luis Almagro estaba en Washington.
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En las paredes del despacho del canciller había un cuadro de José Mujica, otro de Tabaré Vázquez, la tradicional imagen de José Artigas de toda oficina pública uruguaya, fotos con familiares, con amigos, y un banderín de Paysandú Bella Vista, el equipo de fútbol del departamento en el que nació Luis Almagro.
Sobre el escritorio, entre expedientes e informes, libros de poesía y pastillas de menta, una golosina que consumía para mantener el nivel de azúcar en sangre, y que cada tanto acompañaba con bebidas energizantes.
La oficina quedaba en el sexto piso y era frecuente que usara las escaleras, como forma de moverse y compensar el ejercicio relegado por compromisos laborales. A pesar de la falta de tiempo para correr, el canciller se mantenía bien físicamente: alto, erguido, con el pelo gris con unas ondas rebeldes que tapaban una tímida calvicie en la coronilla, y que hoy usa más liso y peinado al costado. Desayunaba una tostada con huevo y durante el día no comía demasiado; se conformaba con un plato de arroz. En varias entrevistas dijo que el secreto para mantenerse bien era dormir.
Un día de 2014, reunió a sus colaboradores más cercanos para anunciarles que se postularía a la Secretaría General de la OEA. Algunos se sorprendieron, porque sabían que en determinados sectores de la izquierda existía una visión crítica del organismo, que muchos asocian al intervencionismo de Estados Unidos en la región.
Gonzalo Koncke es jefe de gabinete de Luis Almagro en la OEA, y fue uno de los que trabajó para que llegara a la Secretaría General. “Apostó a una campaña muy basada en su propio perfil, en temas de democracia y derechos humanos, algo que había construído mientras era canciller. Generó una renovación muy positiva dentro del Ministerio y eso fue fundamental para posicionarlo en el exterior”, dice desde Washington.
El Oso hizo un trabajo de hormiga para conseguir el respaldo regional, subido a hombros de El Pepe, que a esa altura era una figura venerada por la izquierda internacional.
“Hizo una campaña con pocos recursos. Aprovechaba reuniones y cumbres para plantear el tema en encuentros mano a mano, en especial con países del Caribe con los que no había demasiados vínculos. Armó un grupo de trabajo, elaboró sus propuestas y las fueron repartiendo en las cancillerías”, recordó uno de sus colaboradores. “El trabajo de José Mujica fue fundamental”, dijo otro diplomático, “fue él quien convenció a Nicolás Maduro para que lo respaldara”.
A esa altura, la relación entre Luis Almagro y Venezuela ya tenía fisuras, a pesar de las afinidades entre los dos países. Cuando el Frente Amplio llegó al gobierno en 2005, Montevideo y Caracas iniciaron una simbiosis política y económica, con negocios que en algunos casos terminaron siendo indagados por la justicia, ante denuncias de la oposición uruguaya.
Sin embargo, el vínculo entre Luis Almagro y Venezuela empezó a resquebrajarse en 2012, cuando ese país quiso sumarse al Mercosur, el bloque compuesto por Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay. La llegada de un nuevo socio tenía que ser ratificada por los cuatro parlamentos, algo que habían hecho todos menos el de Asunción. Con Paraguay suspendido por la destitución de Fernando Lugo, sus colegas Cristina Fernández, José Mujica y Dilma Roussef dejaron de lado lo jurídico y basándose en afinidades políticas admitieron a Venezuela. Luis Almagro, que había reclamado cumplir con las normas, quedó mal parado por el cambio de posición de Uruguay. Según sus palabras, fue “dejado de lado”.
Dos años después, la brecha entre Luis Almagro y Venezuela se expandió, cuando en una reunión de la Unasur el canciller uruguayo reclamó el cese de la violencia contra los opositores al gobierno de Nicolás Maduro.
A paso firme y con su tradicional sonrisa, Luis Almagro entró el 18 de marzo de 2015 al salón de la OEA de Washington donde minutos antes lo habían elegido secretario general por 33 votos y una abstención. Los diplomáticos lo aplaudían; él se quitó los lentes y empezó a leer el discurso que tenía en una carpeta debajo del brazo. En mil palabras se definió como un “incansable luchador” por la unidad regional, habló de dar “un empujón de realismo” a la burocratizada oea, a la que consideró “alejada de las preocupaciones de los pueblos latinoamericanos”. Lo siguieron aplaudiendo cuando saludó con besos, abrazos y apretones de manos a sus votantes.
Pero el idilio duró poco y las suspicacias no tardaron en aparecer. ¿Cómo era posible que siendo canciller visitara Venezuela y estrechara las manos de gobernantes, y en la oea dijera que es una dictadura que viola los derechos humanos? ¿Cuándo y por qué se produjo la metamorfosis?
Luis Almagro asegura que no cambió. “La idea que algunos intentan vender es que yo como canciller era uno y otro como secretario general de la oea. Los hechos demuestran lo contrario”, dice Almagro, y recuerda su posición con respecto al ingreso de Venezuela al Mercosur en 2012 y las denuncias que hizo en la Unasur en 2014.
Esa explicación no convence a muchos. “Algún día contaré su historia”, amenazó Nicolás Maduro en 2016, “fue una jugada maestra que hicieron los gringos, la cia, con un agente, Almagro. Yo sé todo. Lo conozco muy bien. Sé sus secretos”.
José Mujica fue el primero que le soltó la mano. En 2015 le envió una dura carta diciéndole “adiós”. “Lamento el rumbo por el que enfilaste y lo sé irreversible, por eso ahora formalmente te digo adiós”, le escribió. A cuatro años de esa carta, cuando se le pregunta a José Mujica sobre Luis Almagro, dice que no quiere hablar del tema: “Para mí está muerto”.
La firmeza de Luis Almagro contra el gobierno de Venezuela lo fue alejando cada vez más de la izquierda uruguaya, que en 2018 lo expulsó de sus filas. Lo tildaron de traidor, de acomodar el cuerpo, y de alejarse de los principios fundacionales del Frente Amplio.
El Oso se enojó: acusó al Frente Amplio de ser antidemocrático, de tener actitudes totalitarias, y dijo que no quería ser parte de una organización que no condena fraudes electorales, torturas y crímenes de lesa humanidad. Cambió hasta su semblante: su tradicional sonrisa dejó paso a un rostro serio, con las arrugas de la frente más marcadas que de costumbre, agudizadas ante cada gesto abrupto o inflexión de la voz.
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Un destacado diplomático uruguayo, que conoce a Luis Almagro desde hace más de 20 años, asegura que su posición en la oea es el reflejo de lo que pensó toda su vida. “Es un tipo que genera amores y odios. Para mucha gente se subió a un avión siendo Mujica y se bajó en Washington siendo Trump. Pero el tema de fondo es su compromiso con los derechos humanos. Él siempre abraza ese tipo de causas”, contó el funcionario, que pidió no ser identificado.
En general, quienes trabajaron hombro a hombro con Luis Almagro dicen que se mantuvo coherente con sus principios. Pero hay voces discordantes, como la de Milton Romani, que era el representante permanente de Uruguay en la OEA. “Es difícil hablar de lo que él profesaba y las instrucciones que nos daba sin tener dolor en el alma”, recuerda ahora Romani. Él consideraba que el canciller cumplía con las condiciones para ir al organismo que algunos sectores de la izquierda miraban de reojo; por su pasado de exiliado en la dictadura entendía que la oea daba garantías y que Luis Almagro era un hombre respetuoso de los derechos humanos.
Pero las cosas no salieron como esperaba. Asegura que el Luis Almagro de hoy es “totalmente distinto” al canciller. Un día, en Washington, Milton Romani se cruzó con él y le dio su parecer: “Luis, lo único que hacés es hablar de Venezuela; no aportás nada a la oea”. Dice que no tuvo una respuesta satisfactoria y que terminaron en malos términos.
Gerardo Caetano es uno de los historiadores uruguayos más reconocidos, y en 2013 fue uno de los presentadores del libro sobre la vida de Luis Almagro. En aquella oportunidad, lo definió como un hombre “aferrado a ciertas convicciones”.
A seis años de haber pronunciado esas palabras, cuando se le pregunta si sigue pensando igual, responde: “Lamentablemente no puedo decir lo mismo”.
“Desde hace más de 15 años he sido un crítico severo de la deriva autoritaria y populista del régimen chavista, primero, y luego de este ‘madurismo’ incalificable. Pero siempre he sido un ciudadano ‘común y silvestre’, que dice lo que piensa y no debe rendir cuentas a nadie. No ha sido el caso de Almagro. Siempre entendí que tenía restricciones políticas más que razonables para opinar sobre Venezuela y otros temas polémicos, especialmente en la izquierda. Como secretario general de la oea, en un momento en que se necesita construir puentes diplomáticos y políticos para una transición democrática genuina en Venezuela, sin Maduro por cierto pero sin intervención extranjera, su actuación resulta inexplicable y lamentable”, dice Gerardo Caetano.
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Los 30 grados que los termómetros marcaban a las siete de la mañana parecían más intensos por la pegajosa humedad de Santiago de Cuba. Era el 26 de julio de 2013 y la plaza de la ciudad se aprontaba para conmemorar los 60 años del Asalto al Cuartel de la Moncada, una de las acciones más emblemáticas de los revolucionarios liderados por Fidel Castro.
Raúl Castro encabezó el acto, y entre números de bailes tradicionales, hablaron José Mujica, Nicolás Maduro, Evo Morales y Daniel Ortega. En esa oportunidad —como en otras ocasiones—, el presidente uruguayo viajó a Cuba con su canciller.
El historiador Gerardo Caetano no duda en que Luis Almagro cambió de posición con relación al régimen castrista: “Respecto a Cuba, existe una ‘historia negra’ de la OEA que alguien como Insulza, sin abdicar de sus convicciones democráticas, intentó revertir. Bajo la secretaría general de Almagro todo esto ha caído. Y ese giro negativo se da en el mismo momento en que el aperturismo bien razonable de Obama con Cuba ha sido sustituido por las políticas nefastas de Trump”.
Es difícil encontrar referencias críticas de Luis Almagro al gobierno cubano mientras fue canciller, más allá de reuniones con algunos disidentes que mantuvo con José Mujica. ¿Cómo se entiende que hoy la califique de dictadura? Porque a diferencia de lo que ocurre en Venezuela, la situación del gobierno de La Habana lleva décadas sin cambios. “La relación bilateral es una cosa, ir a actos oficiales es una cosa, se puede estar en un punto alto de comercio o de cooperación, como hay muchos países que tienen relaciones con otros que están en las antípodas en todo punto de vista. Otra cosa son los temas institucionales que tienen que ver con democracia y derechos humanos respecto a los cuales siempre fuimos claros, con expresiones públicas muy claras, desde recibir a las Damas de Blanco hasta referencias fuertes en la prensa al respecto”, responde.
Como canciller, hablaba de Raúl Castro como presidente; hoy lo llama dictador. Antes destacaba la influencia de la revolución en América Latina; hoy la califica de “parasitaria” y dice que se mantiene en pie gracias a Venezuela, y que antes la sostuvo la Unión Soviética.
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—¿Qué queda hoy de El Oso aquel que deslumbró a su padre siendo niño?
—Soy el de siempre. Me siento el mismo que un día empezó la primaria en la escuela 13 de Nuevo Paysandú.
Luis Almagro responde desde Washington, ciudad a la que llegó en 2015 cuando asumió en la OEA. Ningún día es igual al otro, dicen sus allegados, porque hay reuniones con delegados extranjeros y constantes viajes por la región. Pero hay una rutina que repite: comienza la jornada escuchando “So What”, al ritmo jazzero de Miles Davis.
En los corrillos diplomáticos el comentario es que Luis Almagro tiene todos los números para ser reelecto en la OEA el año que viene, porque cuenta con respaldos importantes como los de Estados Unidos, Brasil y Colombia. Él, públicamente, declara que no quiere otros cinco años en el cargo.
Extraña a sus hijos desperdigados por el mundo, a sus hermanos y a sus sobrinos que siguen en Uruguay. También los amaneceres en su chacra, el ruido de los pasos por los adoquines de la Ciudad Vieja, el sonido envolvente de la hinchada del Nacional en el Centenario, el olor de los libros de la Biblioteca Nacional, y la pausa en el viejo mostrador de estaño de un bar.
Pero no tiene pensado regresar a su tierra: “Me voy a ir al Paraguay a tomar mate. Ése es mi futuro político. Si así fue como Artigas cerró su acción política, perfectamente puede ser como lo haga yo”.
Con esa frase, Luis Almagro apela a una metáfora comprensible para cualquier uruguayo. En 1820, luego de ver naufragar su proyecto político en un territorio que ni siquiera se llamaba Uruguay, Artigas, “el padre de la patria”, pidió asilo en Paraguay. Vivió aislado en un sitio agreste, y su imagen arquetípica lo ubica bajo un árbol tomando mate junto a Ansina, un negro liberto que lo acompañó hasta su muerte.
El Oso está tranquilo, dice. Siente que actuó de manera correcta y que cargó con los costos políticos de sus decisiones. Tal vez por eso ni siquiera tiene problemas para conciliar el sueño. Duerme bien donde sea, a pesar del constante jetlag, y a la mañana siguiente, no importa la ciudad, suena Miles Davis.
Elena Risso nació en Montevideo en 1976. Escribe en revista Galería, pero antes colaboró en el semanario Búsqueda y en el diario El País. Trabajó en radio Sarandí y El Espectador. Colabora con revista Panenka. Es autora de los libros Hijos de, y Nacional 88. Historia íntima de una hazaña (en coautoría con Valentín Trujillo) e Iván, el celeste de las Feroe. Es licenciada en comunicación social en la Universidad Católica del Uruguay, donde es docente de radio.
André Chung es fotógrafo de retratos y fotoperiodista ganador de varios reconocimientos. Ha creado imágenes para el Washington Post, NBC News, ESPN, Político, y Apple. Fue elegido dos veces para trabajar en el libro inaugural oficial para el expresidente Barack Obama. Su trabajo está expuesto permanentemente en el museo Smithsonian del Instituto Nacional de Historia y Cultura Afroamericana. Es fundador de Iris PhotoCollective. En su labor siempre ha explorado a personas de color y cómo se relacionan entre ellos y con el mundo. Se casó con la mujer que lo impulsó a tomar una cámara a los 19, y viven en Maryland, Estados Unidos.
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