Berlín
Algunas de las estúpidas razones por las que volveré a esta ciudad.
Por Julián Herbert / Fotos de Eunice Adorno
NOS CITAMOS a las cinco de la tarde bajo el U-Bahn de Eberswalder Straße. Timo Berger se aproxima con una Beck’s en la mano. Yo bebo una Budweiser. De la checa, no esa inmunda aguachirle gringa con la que te chamaquean en México. Desde la otra acera, mientras aguarda el semáforo, el Suabo levanta su botella y me dice salud. Le respondo. A Timo no le gusta beber en la calle. Lo hace hoy en calidad de bienvenida: sabe que esta sencilla libertad de echar un trago sin que nadie te joda, a cualquier hora, en cualquier lado, es una de esas estúpidas razones por las que siempre volveré a Berlín.
Caminamos varias cuadras en dirección oriente, sobre la calle Danziger. Nos internamos en el barrio de Prenzlauer Berg, a contramano del distrito de Wedding. Vamos a la taberna Willy Bresch, un sitio popular entre ancianos y escritores: es chico pero está equipado con dos máquinas de apuestas y una mesera-cantinera perpetuamente borracha que derrama los tragos o quiebra una botella cada veinte minutos. De verdad: la hemos cronometrado. Tenemos cita con Johannes y Andrea, editor y diseñadora de Verlagshaus J. Frank / Berlin. Hablamos y bebemos con ellos durante horas. Me canso: es un fastidio para cualquiera lidiar con la bastardía de mi inglés. Cerca de las nueve —intuyo la hora merced al pachorrudo crepúsculo de primavera— nos despedimos. Yo pretendo ir a casa, pero Timo sugiere que pasemos primero a comprar una Currywurst y una última chela. Dice, en su unipersonal dialecto del español: «No mames, güey: yo vine hasta acá —es que estamos al norte y él vive hacia el sur, en Schöneberg, muy cerca del Gasómetro—. Ahora tenés que acompañarme hasta la S-Bahn».
Volvemos sobre nuestros pasos hasta Schönehauser Allee y cruzamos hacia el oeste, donde Danziger comienza a llamarse Eberswalder. Pasamos al lado del Mauerpark. Bordeamos el terreno donde los domingos se instala el mercado de pulgas. Un poco más adelante, en la acera de enfrente, distingo una larga y alta hilera de tubos oxidados; una suerte de falsa reja que marca la frontera entre el barrio de Mitte y el de Wedding. No hace falta tener guía de turistas para saber lo que es: el recuerdo material de que una vez, hace más de veinte años, Berlín tuvo el espinazo partido por un muro.
Atravesamos la avenida sin autos y nos internamos en el museo de sitio. Además de los tubos, hay una extensa planicie cubierta de césped que, cada pocos metros, es interrumpida por excavaciones. Son los restos de casas que fueron destruidas para levantar el muro. O los restos de túneles que alguien cavó para —exitosa o infructuosamente— escapar de la República Democrática Alemana. Más allá hay una retícula de cemento color rojo y, en cada cuadrito, veladoras encendidas junto a la fotografía o el nombre de alguien que murió intentando cruzar…, mojados acribillados en seco cuando pretendían emigrar de Berlín a Berlín. No por nada la estación Friedrichstraße, situada al suroeste de aquí, en pleno Mitte, posee un segundo nombre más o menos secreto y definitivamente melodramático: Tränenpalast (Palacio de las Lágrimas). Esa estación, que hoy es uno de los principales puntos de trasbordo en la ciudad, hace décadas fue (como lo es hoy Ciudad Juárez) una frontera entre dos mundos. Una frontera que desgarraba familias, ideologías y lenguaje.
Timo intenta explicar muchas cosas pero yo no lo sigo: mi sentimiento de ucronía es feroz. Creo que me desplazo dentro de las ruinas del Templo Mayor de los aztecas al mismo tiempo que recorro una versión futura de la barda que separa Tijuana de San Ysidro. Mi Berlín es una promesa: la de que un día yo también podré rendir homenaje a mis muertos como si fueran seres de ficción, como si nunca hubieran existido.
«¿Te imaginás, Cristonoteama? —pregunta Timo, quien (con su acento de alemán de Buenos Aires infatuado de slang chilango) disfruta poniendo apodos— ¿Te imaginás lo triste que ha de ser huir del Mitte, tan chingón y tan chulo, para venir a refugiarte en un barrio de mierda como el Wedding?».
Es así como el Suabo me saca una sonrisa y me obliga a seguir la marcha y me desvía de mi casa hasta la S-Bahn de Nordbahnhof, donde nos damos un fuerte abrazo y partimos en direcciones opuestas: él hacia el sur, hasta la Julius-Leber-Brücke, y yo hacia el norte, sólo tres estaciones: hasta el monumental puente de la Bornholmer Straße, que sale retratado en decenas de películas porque ahí (en la realidad y en la ficción) la CIA y la KGB intercambiaban enemigos.
La primera vez que viajamos a Berlín fue en el otoño de 2005. Mónica y yo teníamos poco de habernos mudado juntos, así que lo tomamos como luna de miel. La segunda ocasión, en 2008, ella no gozó nada: venía con tremenda barriga de embarazo. Ahora es abril de 2012. Ambos hemos ganado sendas becas de residencia para venir durante un mes a Berlín a desarrollar algo que vagamente llaman «proyectos artísticos». Nos acompaña Leonardo, nuestro hijo. Tiene dos años y medio. Casi perdemos, por su culpa, el vuelo de conexión en Frankfurt: nos obligó a posar y tomar fotos durante casi media hora junto a un Iron Man tamaño natural que se topó en el aeropuerto.
Batallamos pero conseguimos un buen departamento sobre la calle Ystader, junto al Mauerpark (el Parque del Muro), en el ápice de Prenzlauer Berg, al norte del antiguo Berlín Oriental. Es el sitio ideal para nosotros: un departamento de la casa interior pero en la planta baja y con una minúscula terraza para fumadores. Prenzlauer Berg es, además, el distrito alemán más densamente poblado por niños. A esta zona se mudan todas las profesionistas medio hipsters que trabajan en casa y tienen hijos pequeños. El berlinés promedio se refiere a ellas con un nombre genérico y burlón: latte machiatto mamas. Prenzlauer Berg está lleno de escuelas pero también de cafés, barecitos, lavanderías, pizzerías destartaladas, pastelerías y restaurantes vietnamitas o indios. Hay más carriolas que automóviles. No puedes caminar dos cuadras sin toparte con un parquecito de juegos y arena plagado de bárbaros diminutos.
Mónica consiguió también, casi por el mismo precio, un pequeño taller en el barrio de Friedrichshain, muy cerca del metro Frankfurter Tor. Es un cuarto grande en un tercer piso, con una luz preciosa para dibujar. La primera mañana que trabajó ahí volvió a casa llorando: se sentía culpable de ser tan feliz por haberse librado de Leonardo y de mí durante horas.
El proyecto de Mónica es —como todo en ella— simple y perfecto: realizar un dibujo de 40 cm x 3.5 m, a una tinta, con estilógrafo; un remake y a la vez una sátira feminista de los Cien caballos de Giuseppe Castiglione. Mi proyecto, en cambio, es la obra maestra de un procrastinador: revisar traducciones con el Suabo, hacer un videopoema basado en «La fiesta brava» de Pacheco, realizar dos o tres lecturas públicas, recorrer la ciudad sin rumbo fijo para luego —según yo— escribir una crónica…
Acordamos que ella trabajará por las mañanas y yo por las tardes o las noches. Mónica lamenta no tener bicicleta: el transporte urbano es carísimo y Berlín cumple el sueño de cualquier ciclista neurótico: extensa, abierta, segura, con poco parque vehicular y con carriles y normas de ciclismo perfectamente establecidos. Intento comprenderla. Pero, la verdad, ésta es una de las pocas joyas de la ciudad que me vienen valiendo madres. Entre otras cosas, porque no sé andar en bicicleta.
Por las mañanas, Leo y yo hacemos poco: visitamos uno a uno los parquecitos de arena que hay en nuestro distrito, jugamos Lego, tuiteamos, vamos al Märkisches Museum (el museo de la ciudad, que es atendido por las más adorables ancianas berlinesas y posee una impresionante colección de armaduras medievales y maquetas urbanas, instrumentos musicales y juguetes antiguos: piezas que a mí me dan un poco igual, pero enloquecen a mi hijo), practicamos nuestro mísero alemán (es una de esas cosas en las que nuestro nivel de aprendizaje es casi idéntico), comemos un spaghetti al burro en un cafecito («Vamos con mis amigos», dice Leo: está medio enamorado de la gordita napolitana que nos atiende), llevamos botellas vacías a la máquina recicladora del Netto, montamos coreografías con rolitas de Bushido, acudimos al St. Nikolai-Kirche para escupir sobre la tumba de Horst Wessel (que jamás encontramos), hacemos una siesta, compramos fruta y plantas a la señora tailandesa de la Gleimstraße, peleamos, o, si estoy crudo o muy cansado, le pongo en Youtube un videíto de Los superamigos… Preferiría ponerle algo ad hoc a su tiempo. Pero la GEMA, principal sociedad de derechos de autor en Alemania, lo tiene bloqueado todo: ni siquiera existe Grooveshark en esta pobre nación. Viven como los animalitos: en las cavernas del capital.
Mónica y yo recorremos Berlín de maneras muy distintas. Ella siempre quiere ir del punto A al punto B sin demora, pero a veces se pierde: toma el trolebús correcto en la dirección equivocada. Ni lo disfruta ni lo lamenta. Mira por la ventana, saca su cuaderno y se pone a dibujar. Yo funciono al revés: me dejo llevar por los laberintos del S-Bahn y el U-Bahn sin importar dónde desemboquen, siempre y cuando conserve la noción de que los puntos cardinales siguen en su sitio. Plásticamente, mi mayor preocupación es saber si estoy dentro o fuera de la Hundekopf, la «cabeza de perro» que dibuja el S42, o del Ring, un anillo periférico de vías ferroviarias que enmarca el Berlín urbano desde Prenzlauer Berg y Wedding, al norte, hasta Schöneberg y el antiguo barrio bravo de Neukölln, al sur; desde las viejas casas de tradición burguesa de Charlottenburg, al oeste, hasta el proletario Friedrichshain y el engolado Treptower Park, al este, antes de llegar a la nueva frontera: Lichtenberg y Friedrichsfelde y Marzahn, donde —dentro de puteadísimos multifamiliares de cepa soviética que hace décadas ocuparon migrantes comunistas de todos los colores y sabores— vive la mayoría de los neonazis.
Otra diferencia: Mónica prefiere caminar, subir al Tram o a los autobuses: ver cada una de las calles. Odia el encierro al que el U-Bahn y el S-Bahn la someten. Yo, por el contrario, me conformo con recorrer el Mitte a pie sin más brújula que la torre de Alexanderplatz, y el resto del tiempo me enfebrezco de amor por los sótanos y los trenes de cercanías: quiero ser el Linneo de Berlín, el gramático que catalogue sus sepultadas desinencias, bajarme del metro en cualquier estación cuyo nombre se me antoja —Humboldthain, Tempelhof, Messedamm, Hakescher Markt— y, desde ahí, descifrar o mentir una sintaxis. Mónica es dibujante y tal vez por eso busca, sobre todo, el trazo: la ciudad como un instante. Yo lo que quiero es inventarle a Berlín una nueva estructura. Mónica imagina territorios; yo construyo mapas.
Es la fiesta del primero de mayo. ¿Adónde más podríamos ir si no a Kreuzberg: el X-Berg, la madre patria de los okupas?
Rike Bolte acaba de doctorarse en hispánicas. Da clases en la Humboldt. Es flaca y vegetariana, bonita y pelirroja, siempre lleva botas altas y una mochila enorme llena de libros y es casi imposible separarla de su bicicleta negra. Es perfectamente alemana, aunque hable el español con una encantadora mezcla de acentos de Buenos Aires y Sevilla. Tiene un novio: el Carlitos. Carlos es argentino, flaco, buen cocinero, pintor, decorador especializado en aplanados de muro, padre soltero de dos niñas, pelo largo, poco más de cincuenta años; vive en este barrio desde hace treinta sobre la Reichenberger, a media cuadra de la estación Kottbusser Tor. Carlitos y Rike nos invitan a comer el Día del Trabajo. «Prepararé el platillo folclórico de Kreuzberg —dice él—: chili con carne».
Llegamos cerca de las dos. Por primera vez, el metro de Berlín me recuerda al de la ciudad de México: atascadísimo. Casi todos los pasajeros son jóvenes. Beben cerveza o se pasan cocteles de un lado a otro del vagón. Alrededor de la salida del U-Bahn, las calles son una verbena. Algunos vienen a marchar: protestan contra Angela Merkel. Otros están aquí para escuchar a sus bandas favoritas de punk y hip hop. Otros más sólo vinieron porque, dicen, es el día y el lugar en que se come la mejor comida árabe: todos los días del año son los hombres quienes cocinan para el cliente, hoy lo hacen las mujeres. Hay cientos de policías. Los agentes varones son muy altos. Las agentes mujeres, bajitas. Vallas, desviaciones, órdenes amables pero nerviosas, letreros cada veinte metros: «Recuerde que lo estamos filmando». Tardamos casi media hora en recorrer una cuadra.
Dejamos bártulos en casa del Carlitos y salimos a mezclarnos con la multitud. Nuestro anfitrión conoce la historia de su barrio. Nos instruye:
«De Kreuzberg son los Autónomos, versión pragmática del anarquismo. La fiesta empezó en los setenta, cuando el gobierno de la Alemania Federal quiso destruir casas desahuciadas para que pasara por aquí una vía rápida. Los okupas se organizaron, y otros chicos politizados también se desplazaron y opusieron resistencia. No sólo contra el capital: contra la policía, la globalización y los neonazis. Su eficacia radica en que operan mediante pequeñas células libres que confluyen hacia objetivos comunes».
La fiesta es muy pagana y muy ruidosa. Caminamos varias calles hasta el reducto de las células anarquistas. Es uno de esos parques abiertos que abundan en Berlín: predios arbolados donde —ilustrada y gloriosamente— SÍ-SE-PERMITE-PISAR-EL-CÉSPED. Leonardo y Mónica se enganchan enseguida con un grupo de malabaristas y acróbatas que dan clases gratuitas. Los cirqueros facilitan a cualquiera los instrumentos de su oficio. Parece no importarles la posesión. Los entiendo: sé que en esta ciudad nadie jamás se roba nada. Hace unos días olvidé mi laptop sobre el césped del Volkspark Friedrichshain. Volví por ella dos horas después y la mochila seguía intacta.
En el campamento de los Autónomos hay un comedor gratuito al aire libre, propaganda anarquista, consignas antifascistas, un cuaderno de firmas contra las leyes antiinmigrantes… Lo que no veo por ningún lado es un proyecto político, un manifiesto, una consigna, una pancarta, ni siquiera una frase casual que recuerde que Europa atraviesa una tremenda crisis económica. Más que radicales, éstos de acá parecen hippies. Y es que Alemania es tan rica, tan poderosa, tan estable que hasta los anarquistas se han vuelto pequeñoburgueses.
Al rato nos movemos: son más de las cinco de la tarde y queremos probar el famoso chili con carne del X-Berg, amén de un helado italiano que Rike nos ha ponderado mucho. Imposible pasar: las calles están atascadas. Nos detenemos un momento en un parque de arena que cuenta con granja didáctica: burros y un par de borregos.
Al rato, una amiga y vecina de Carlitos nos alcanza. Se para a mi lado. Me cuenta que fue militante en su juventud. Describe —mientras chocamos con codos y hombros de borrachos que deambulan por nuestro parquecito y escuchan música mal ecualizada— una curiosa forma de resistencia territorial ideada por los Autónomos en los años ochenta:
«Los protocolos establecieron con claridad los límites entre Kreuzberg y la República Democrática Alemana (DDR, por sus siglas en alemán). Pero la orografía, o la búsqueda de eficiencia constructiva, o los errores de cálculo de algún ingeniero, hizo que muchos terrenos de soberanía Oriental quedaran de este lado del muro. Eran páramos jurídicos: incluso, si estabas enterado, podías cometer un delito y venir a refugiarte ahí y la policía de la Bundesrepublik (que obviamente conocía del tema) no se atrevía a venir por ti aunque estuvieras insultándolos a diez metros de distancia: habría sido una provocación territorial, y eso en los tiempos de la Guerra Fría se tomaba en serio. Así que ocupamos esos terrenos y fundamos en ellos comunas, parques de vagones, casas… ¿Ves este parquecito donde juega tu niño, con mesas de ping-pong, una pequeña huerta y animales de granja? En los años ochenta, esto era un gap de la frontera: era Tierra de Nadie».
Tanto ella como Carlos suenan emocionados y convencidos cuando abordan el tema. No puedo evitar encenderme también: ¿así serán dentro de treinta años Acuña, Piedras Negras, Laredo: esos desarbolados territorios de nadie cerca de los cuales vivo yo? ¿Tendrán mis nietos o bisnietos el privilegio de confundir la frontera de rencor y sangre que separa a México de Estados Unidos con un playground? Me arroba ese maldito Síndrome Che Guevara que solamente los vergablandas no han experimentado nunca. Pero lo cierto es que este barrio y su primero de mayo no son lo mismo que antes. Hace años, X-Berg era todavía (como alguna vez lo fueron Moabit y Neukölln) un gueto turco. No te podías sentar en las bancas del metro sin que una clica armada de navajas te cobrara arrendamiento. Ahora lo que rifa es la revolución Banana Republic: el Café-Commune, los sótanos de salsa, el arte callejero de celebridades como el italiano Blu, el MyFest (un efectivo invento del gobierno que ha transformado las protestas anarquistas en algo así como una peda del Festival Cervantino), las generosas hordas de turistas… No me quejo: si la revolución no estuviera condenada a volverse fresa o prostituta, la mayoría de nosotros no habría podido contemplarla jamás.
Nos marchamos del parque. Avanzamos por la Waldemarstraße. Carlos parece intuir lo que estoy pensando, porque dice de la nada, justo cuando pasamos a cuarenta centímetros de una valla humana en uniforme: «Yo enseñé a mis hijas a odiar a la policía. Luego tuve que enseñarles los matices: siempre estamos jodiendo a éstos por su historia pero, el día de hoy, un policía latinoamericano promedio es más nazi e hijo de puta que cualquiera de los monstruos que tienes ante ti».
Lo dice en español y, sin que venga al caso, lo repite en alemán mientras les busca los ojos a los hombres y mujeres de la valla. Ellos ni se inmutan. Esto último se debe, en gran medida, a una mínima lógica demócrata: puesto que la policía le pertenece a la nación, el berlinés promedio asume que la policía es suya. No puedes provocar disturbios. Pero puedes, en cambio, insultar a los agentes en su cara —siempre y cuando lo hagas indirectamente, hablando acerca de ellos con otro ciudadano—; escupirles —con la condición de que sea «sin querer»: mientras profieres consignas a pocos centímetros de sus rostros—; tomarles fotografías muy de cerca, como si fueran animales en cautiverio, y hasta pegarles stickers obscenos en la espalda. Lo único que la policía alemana te pide a cambio de estas libertades es algo que para un mexicano sería imposible de cumplir: está prohibido usar máscaras en las marchas.
A propósito de ello, por la Waldemarstraße entra al fin el contingente de los Autónomos. Casi todos son muy jóvenes: pocos cientos de muchachos y muchachas. Una endeble minoría comparada con los miles que beben y bailan y se agarran a golpes sin razón, a esta hora, en otras calles de Kreuzberg. Algunos manifestantes llevan pancartas. Un par de ellos marcha alrededor de un treintañero en ropa de vestir: elevan carteles que señalan al individuo y rezan: «Soy un policía encubierto».
Telépata y profético, Carlitos dice: «Movámonos. Viene el Bloque Negro». Apenas lo ha enunciado, el contingente se topa con la policía en la bocacalle. Mónica, Rike y Leo se alejan a toda prisa. Carlos y yo nos demoramos un poco para ver lo que pasa. Los manifestantes se detienen. Se hace, casi, un silencio. Luego, con un movimiento tan bien coordinado que parece orgánico comienza un ballet de armonía provocadora, quienes encabezan la marcha —todos vestidos de negro— se ponen gorras negras y lentes oscuros y levantan bufandas o pasamontañas negros para cubrirse la boca, se enmascaran. Y, puesto que eso es ilegal, la civilizada policía de Berlín les cae encima a punta de gas lacrimógeno y garrotazos.
Diez bandas: Die Goldenen Zitronen, Ostzonensuppenwürfelmachenkrebs, Kolossale Jugend, Cpt. Kirk &., Huah!, Die Sterne, Tocotronic, Brüllen, Boxhamsters, Kettcar. Un solista: Kristof Schreuf. Una rapera (tremenda): Sookee. Una revista: Exberliner. Un columnista político (tremendo): Konrad Werner. Una cerveza: Krombacher. Un escritor: Rainald Goetz; basura para todos. Dos restaurantes: Onkle Ho y un tejabán sin nombre en la esquina de la Kopenhagener y la Sonnenburger donde un DJ italiano de Miami que se cree chicano prepara la mejor pizza que existe. Tres lugares para beber en Mitte: el Z-Bar, el Biergarten de Clärschens Ballhaus, la diminuta barra del Absinth Depot Berlin (donde venden mezcal Alipús) sobre la Weinmeisterstraße. Tres artistas sonoros trabajando casetes: Tapeman, Rinus Van Alebeek, Preslav Literary School. Cinco lugares adonde ir con un niño pequeño: la fuente de Lustgarten frente al Berliner Dom (siempre y cuando estés dispuesto a remangarte el pantalón y meterte al agua helada quitándote los zapatos), el barquito que recorre el Landwehrkanal, los prados de Tempelhof, el Museum für Naturkunde y el domo del Sony Center en Potsdamer Platz, que semeja un aéreo y cubista descarrilamiento de papalotes. Un carísimo fraude: Legoland. Pantallas: las peceras de medusas del acuario. Un consejo: evita los McDonald’s, se llenan de neonazis.
Hace mucho que pasamos del patrimonio cultural. En 2005 recorrimos la Isla de los Museos y nos enamoramos de la Puerta de Isthar y de las iluminaciones árabes. El resto de los acervos nos pareció una muy bien dispuesta versión pretérita de la casa de Wall-E. También visitamos el Reichstag, con su arquitectura mitad tradicional y mitad ultramoderna que lo hace parecer un pirata mutilado que usa ortopedia de punta. En 2008 conocimos la Gemäldegalerie y la Neue Nationalgalerie. De la primera nos quedamos con un par de cuadros obscenos cuyo nombre he olvidado, con la Fuente de la juventud de Lucas Cranach el Viejo (compramos una reproducción y la colgamos en nuestro baño), y con uno de los Rembrandt más darky, menos aplaudidos: El rapto de Proserpina. De la segunda nos conquistó, obviamente, el edificio diseñado por Mies van der Rohe.
En esta ocasión volvemos únicamente a la Neue. No es para menos: se exhibe la más grande retrospectiva de Gerhard Richter. Mónica dice al salir: «El mejor hallazgo museográfico fue situar los pequeños estudios de color alrededor de la muestra, mirando hacia afuera como una especie de coraza, y, en el centro, dominándolo todo, colocar ese inmenso estudio en blanco y negro de un par de nubes. Esa analogía resume todo Richter y buena parte de la pintura alemana». Eso —agrego yo—, junto al retrato de la mujer vuelta de espaldas, integran el doble oxímoron que ha hecho de Richter un artista excepcional: uno de los últimos grandes maestros de la pintura.
El cielo nos persigue: en la planta baja de la Neue se exhibe la colección permanente bajo el título «Der Geteilte Himmel» («El cielo dividido»), en alusión a la novela de Christa Wolf y al hecho de que el firmamento berlinés estuvo durante décadas partido por el muro. Ese puro hecho podría considerarse una tragedia para la mirada, porque no hay cúpula más humana que el cielo sobre Berlín. Supongo que quien cambió el título original de la película de Wenders (Der Himmel über Berlin) por Las alas del deseo nunca estuvo en esta ciudad. De otro modo habría comprendido la tremenda poesía de un nombre tan sencillo. Berlín es, ante todo y sobre todo, un mirador del cielo. Ésa es otra de las estúpidas razones por las que siempre volveré.
Durante nuestra estancia se celebra parte de la Biennale 2012. Teresa Margolles presenta a músicos callejeros de Ciudad Juárez que se han quedado sin empleo por causa de la violencia. Rirkrit Tiravanija cocina para decenas de espectadores y los invita a dibujar con carboncillo sobre los muros de una pequeña galería del Mitte. Un club de recreaciones históricas realiza un montaje del Sitio de Berlín por los Aliados en un parque de diversiones abandonado… No vemos casi nada de esto: nuestra ciudad ha ido volviéndose cada vez más cotidiana.
En cambio, hacemos una excursión hasta la Zitadelle del Spandau para conocer su vieja torre medieval, el edificio más antiguo que se conserva en Berlín. Fascinado, Leonardo asciende por su propio pie cada uno de los más de cien peldaños de madera que tiene la anchísima escalera de caracol. Otro domingo, vamos a Treptower Park a visitar el declamatorio y perdonavidas conjunto de esculturas soviéticas. La obra me hipnotiza por la misma razón que el marxismo: quienes crecimos en la pobreza extrema no podemos renunciar del todo a esa ficción resentida e irracional según la cual la violencia y la verdad son hermanas.
También salimos con Timo Berger. Nos lleva a conocer el Olympiastadion. El edificio está cerrado, así que lo vemos un rato por fuera, tomamos fotos y hacemos un picnic en el estacionamiento. Luego tomamos un camión hasta el Grünewald, un bosque suburbano. Nos estacionamos un par de horas en una playa silvestre frente al Havel. Timo me cuenta cómo fue que, a los catorce años, se apasionó por la literatura hispanoamericana tras leer a García Márquez en la biblioteca de su pequeño pueblo, al suroeste del país. Yo le hablo de ciudad Frontera, el pueblo donde crecí, y de la biblioteca Pape, de Monclova, donde hice mis primeras lecturas. Al volver a casa, y mientras Mónica baña a Leonardo y lo ayuda a conciliar el sueño, Timo me enseña a ir de compras y cocina para nosotros espárragos blancos de Beelitz.
Al día siguiente, Timo y yo nos reunimos de nuevo. Esta vez soy yo quien se desplaza hasta Schöneberg. Revisamos traducciones en el Café M. (antes café Mitropa): un antrito situado en la calle Goltz, cuyo único chiste es que en los ochenta era el sitio predilecto de David Bowie. Por la tarde dejo al Suabo de camino a su casa y me detengo un rato en el Langenscheidtbrücke. Sobre este puente, Wenders filmó la escena en la que el ángel Damiel acaricia la cabeza de un moribundo y le ayuda a recordar las cosas entrañables de su vida: una versión en blanco y negro del «Otro poema de los dones» de Borges. Así que lloro un rato mientras contemplo, como Damiel, las nubes. Las dolorosas nubes del cielo sobre Berlín. Luego tomo el S2 en la Julius-Leber-Brücke y transbordo al U-Bahn para acercarme por la Heinrich Heine hasta la Michaelkirchplatz, casi en la frontera de los barrios Mitte y Kreuzberg. No se puede entrar a la plaza: hace años está clausurada porque la iglesia que enmarca se halla en ruinas. No me importa. En realidad lo que quiero es tomar un trago en el barecito del Engelbecken (el Estanque de los Ángeles). Me siento y pido un gin & tonic hecho con Hendrick’s mientras escucho, no del todo sorprendido, al Trío Matamoros saliendo de algún estéreo. Recuerdo algo que me contó Carlitos hace días: antes de que esta fosa de agua (restos de un antiguo canal) fuera un sitio turístico, él y sus hijas venían acá de vez en cuando a desenterrar souvenirs: fragmentos de piezas de metal producto de los bombardeos de la Segunda Guerra. Yo aún no conozco París (dentro de pocos días conoceré París y me sentiré defraudado: me parecerá un pequeño Distrito Federal sobrepoblado de franceses medio brutos y disfrazado de pastel cursi de bodas, y solamente lo amaré porque existe ahí un monumento a la amistad llamado Iván Salinas y Tanja). Sin embargo, me pregunto si será esto, este sentimiento salvaje y absoluto, lo que los latinoamericanos de principios y mediados del siglo XX descubrieron en París: una difusa y permanente intuición de matadero agazapada tras una beldad casi insoportable.
Salimos de Alemania el 18 de mayo. Volamos a París. Después viajamos a Barcelona, Madrid y Pamplona. Volvemos a Berlín el 8 de junio, pocas horas antes de la inauguración de la Eurocopa. Estamos de paso: nuestro avión a México parte el domingo próximo. Ya no tenemos departamento. Gracias a la intercesión de Rike Bolte, el fotógrafo Carsten Meltendorf nos consigue posada en casa de su novia. Al menos estamos en el que fue nuestro barrio: Cristina vive sobre Prenzlauer Allee. Pregunto cómo podemos retribuir su hospitalidad y Carsten dice (nos entendemos a señas: yo no hablo nada de alemán y él nunca estudió inglés; creció en el Berlín Oriental y su segunda lengua escolar fue el ruso): «Déjame hacerte unas fotos». Realizamos la sesión al otro extremo de la ciudad, en un parque de Schöneberg, muy cerca del Gasómetro y de la casa de Timo. Carsten me da un segundo obsequio: el mejor retrato mío que conozco. Es en blanco y negro. Resalta mis rasgos indígenas y la forma atrabancada en la que me crece el pelo. Se perciben claramente mis arrugas. Se nota lo que soy: un hombre que sonríe porque al fin dejó atrás su juventud.
Por la mañana del sábado, tomamos un té con la Rike. Ella organiza nuestro traslado a un pequeño infierno llamado aeropuerto de Tegel (la inauguración del Willy Brandt fue vergonzosamente postergada por fallas de logística) y verifica que tengamos fruta para el desayuno. Nos despedimos sacando fotos a Leo en el Planetario.
Hoy a las nueve de la noche, tiempo local, Alemania jugará contra Portugal su primer partido de la Euro.
A mediodía hacemos con Timo y Sarah, su novia, un último paseo: nos llevan al extremo oriental de la ciudad a conocer el Gärten der Welt: un extenso parque que es también un libro: un álbum de jardines. Hay uno balinés, uno coreano, uno japonés (todo de roca: el agua y las plantas deben fluir dentro de tu mente). Hay un laberinto hecho de setos y un gigantesco jardín chino equipado con casa de té y estanque para gordos peces anaranjados. Hay, al fondo del parque, un coto cerrado en el tiempo: un jardín del Renacimiento.
Estos dos días de paso por Berlín son lo que más amo: mis amigos.
Timo y Sarah y Mónica y Leo y yo nos despedimos, anticlimáticamente, en un vagón del metro. Tenemos prisa: ya va a empezar el juego. Le digo a él, abrazándolo: «Cuídate, Suabo. Espero verte pronto».
Salimos del S-Bahn a la Prenzlauer Allee. La calle está vacía: el mundo ha dejado de girar en casi todo el país a causa del futbol. No hay autos ni bicicletas, ni siquiera el rumor de las respiraciones: sólo bares pletóricos y esa densa niebla sonora que trasmite un millón de televisores encendidos. Nuestro avión despegará dentro de menos de doce horas. Pienso en mis palabras: «Espero verte pronto». Ésa es la única frase con la que puedo despedirme de Berlín. Nunca voy a poder decirle adiós. //
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