Carta desde Abu Dhabi - Gatopardo

Carta desde Abu Dhabi

Abu Dhabi parece un espejismo, pero es tan real como el petróleo de su subsuelo.

Tiempo de lectura: 15 minutos

Inquietante viaje en un vuelo de Qatar Airways repleto de botellas de alcohol. Qué sorpresa. Hace unos años la policía del aeropuerto de Jedda, en Arabia Saudita, intentó quitarme una botella de ginebra diciendo que estaba prohibido en todo el país —yo argumenté que la zona internacional del aeropuerto no formaba parte del país, pues hacía escala en Nairobi—, así que imaginé que este viaje a los Emiratos Árabes Unidos, vecinos de los sauditas y muy religiosos también, estaría marcado por aquello que en Colombia se llama “ley seca”. Qatar es otro país, lo sé, pero es la misma región, así que al ver rodar el carrito de aperitivos por el estrecho corredor del avión, con una botella de litro de ginebra Beefeater, una de whisky Johnnie Walker y una gigantesca y espigada de vodka, todo a las once de la mañana de un domingo, me entró la duda de si, en lugar de a tierras islámicas, el avión no estuviera yendo a ciudades más etílicas como Helsinki, Moscú o Varsovia. Ni en Aeroflot, que yo sepa, son tan dadivosos con el alcohol, y mucho menos en clase económica.

Ciudad de Abu Dhabi

II
Abu Dhabi, a primera vista y de noche, es una enorme ciudad de concreto, aluminio y vidrio que resplandece en la oscuridad. Lo demás es arena y agua de mar. Curioso que en un lugar tan inhóspito se haya desarrollado una comunidad humana y la verdad no me extraña que fueran nómadas. ¿Cómo se podría engendrar un sentido de pertenencia en medio de estos arenales y dunas que, por lo demás, cambian con el viento? Tampoco me extraña que fueran rudos y gustaran de una cierta estética rococó al interior de sus tiendas. No es para menos cuando la realidad es exasperantemente monótona: sin colores ni montañas, sólo arena y un polvillo permanente en el aire; el cielo y el mar del mismo color azul. Y nada más. Acá estar obligado a la intemperie equivale a la muerte, igual que en la nieve o el hielo, algo muy lejano a nuestros fértiles países. Aislarse en interiores es tal vez el único modo de estar vivos, o buscar los oasis, esos parajes fertilizados por alguna fuente en medio del desierto. Sólo en ellos hay verde, vegetación, formas.

Tal vez por eso el paraíso islámico es verde (y oro), y las mezquitas de Abu Dhabi o Dubai, como las de todos los países islámicos sunitas, están iluminadas con neón verde (los religiosos sunitas, descendientes de Mahoma, usaban turbante verde, y los chiitas negro). Los alminares, que parecen lápices apuntando a lo alto, lo mismo que las cúpulas o columnatas, se ven brillar desde muy lejos. Esplenden.

Ya llegando, aún desde arriba, las torres de oficinas también brillan con luces azules, naranjas. Algunas son amarillas. Hay unos galpones bajos con bandas de neón rojas cubriendo la parte superior de las fachadas: construcciones simétricas, de un piso. Una de las cosas que más me gustan al llegar a una ciudad es no entender.

En la puerta del avión, una elegante mujer filipina sostiene un iPad a la altura de su pecho y veo mi nombre en la pantalla. “Bienvenido, venga conmigo”, dice, y me invita a seguirla, saltando la fila, hasta uno de los bancos de inmigración. Todo es extremadamente limpio y ordenado, empezando por las túnicas blancas e impolutas de los policías de frontera. Pienso que me han confundido con un diplomático, tal vez un banquero. Dios santo, ¡soy sólo un escritor y estoy invitado por una universidad! En la calle me espera un exclusivo BMW con interiores de cuero, focos de colores, aire acondicionado. Las palmeras tienen ristras de bombillos a lo largo del tronco y en las ramas, como racimos de uvas blancas. El breve lapso al aire libre me hace comprender que el invierno está aún lejos, hace mucho calor a pesar de que estamos en noviembre. Ya es noche cerrada y el conductor corre por una autopista vacía, la Airport Road, ¿dónde está la ciudad? Antes de llegar a nada reconocible, el conductor dobla a la izquierda y luego a la derecha. Se detiene frente a un enorme edificio de vidrio y un joven uniformado viene a abrir la puerta. Es el Park Rotana. Una señorita rubia, sin velo, sonríe detrás de un recibidor en madera de teca: “Bienvenido a Abu Dhabi —me dice—. ¿Primera vez?”. Es rusa, se llama Katerina. Esto es sólo un hotel, pero el techo del lobby está a diez metros de altura y en el centro cae una lámpara que parece una pieza entera de alabastro. Qué lujo.

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