El último humedal. Agonizan los remanentes de las Ciénegas de Lerma
Axel Rosas Villaseñor
Fotografía de Axel Rosas Villaseñor
La urbanización, la industrialización y la contaminación han devastado las Ciénegas de Lerma, un páramo que antes estuvo compuesto por grandes cuerpos de agua que forjaron la vida de los pueblos del Valle de Toluca. Hoy el rescate de estos humedales podría mitigar los impactos del cambio climático de manera local y dar sustento a quienes cuidan y viven de las lagunas.
A las seis de la mañana todo son sombras. El frío cala los huesos, el suelo anegado moja las botas. Un manto grisáceo cae sobre el ambiente y sólo se escucha a las aves zambullirse. Pero una vez que la niebla comienza a disiparse, los rayos del sol revelan la escena: aparecen una laguna, las ramas lánguidas de los sauces llorones, los tulares que brotan del agua —y que se asemejan a un pastizal flotante—, además de una carretera próxima y la cumbre de un volcán a la distancia, el Xinantécatl, al que todos llaman el Nevado y que corona el Valle de Toluca.
Aunque espectacular, la escena parece muy lejana a los relatos que evoca don Lucas sobre viejos tiempos con enormes nubes negras de patos que lo cubrían todo. “Nos echábamos el clavado y el agua estaba tan clarita, clarita, que abríamos los ojos adentro y a pescar almejas hasta llenar la cubeta. Después las preparaba mi mamá con arroz”, dice. Mucho ha cambiado desde la juventud de este hombre de 88 años, originario de San Pedro Tultepec, un pueblo enclavado a la orilla de la laguna de Chimaliapan, en el municipio de Lerma, a cincuenta kilómetros de la capital de México. “Antes podíamos entrar a buscar pescado blanco, muy rico; también comíamos ranas, ajolotes y papa de agua”, recuerda. El pescado blanco no se ha visto en décadas y algunas especies, como el ajolote de Lerma, están en peligro de desaparecer.
Don Lucas es ejidatario, administra las tierras de su comunidad junto con los demás miembros del comisariado ejidal. También es uno de los últimos tejedores de tule, la fibra vegetal de los juncos de la ciénega con la que se confeccionan bancos, cestos, ponchos impermeables y petates, y cuya venta es el sostén de muchas familias.“Aquí no conocimos colchones: siempre dormimos en petates y hacíamos los mejores. Tultepec es un pueblo de artistas, de músicos y tejedores”, dice con su sombrero de tule puesto y su herramienta, una larga hoz, en la mano mientras avanza por un camino al borde de la laguna esquivando los charcos para no mojarse los pies.
Entrar a la ciénega es casi imposible. Hace un par de días que no para de llover y las entradas a los canales rebosan de agua. Pero, aun así, Lucas se detiene frente a unos tulares que miden más de un metro de altura, acerca su mano y corta un puño de ellos: conseguir cada manojo es un trabajo de minuciosidad. “Antes entrábamos por tule en canoas, era nuestro trabajo del diario; algunos lo recogíamos desde la canoa, otros preferían meterse para cortarlo dentro del agua”. Pero hoy él no cuenta con una canoa propia y, de no conseguir una prestada, recolecta tule desde la ribera.
En las orillas donde, antes solía aventarse y pescar, ahora habitan cosas muy distintas a las de sus recuerdos: botellas de pet, pañales sucios, plásticos, bolsas llenas de basura, además del fétido olor a cañería. Los habitantes de Tultepec —cerca de 12 368 según cifras del Inegi— conviven día a día con la contaminación de su laguna. Éste es el más extenso de los tres vasos que conforman las Ciénegas de Lerma, junto con Chiconahuapan y Chignahuapan. El río Lerma, que atraviesa el Valle de Toluca y desagua hasta la laguna de Chapala, en Jalisco, tiene su origen en estos remanentes. En algún momento, éstos fueron un solo cuerpo de agua que abarcaba más de treinta mil hectáreas, pero la desecación, sumada a la urbanización e industrialización, ha fragmentado la ciénega en estas tres lagunas, separadas entre sí por más de veinte kilómetros de distancia. Entre ellas hay tiendas de conveniencia, escuelas, pueblos, caminos asfaltados y espacios residenciales. Hoy tres mil hectáreas sobreviven apenas.
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La vida de San Pedro Tultepec se centraba a tal grado en la laguna que su nombre, Tultepec, significa “cerro de tule” debido a la planta acuática que fue abundante ahí y materia prima para la principal actividad económica de la zona: con la fibra del tule se tejían artesanías y utensilios. La desecación y reducción del humedal ha provocado una desconexión entre él y la población; hoy es un pueblo que se dedica más a la manufactura y a la venta de muebles.
Una garza se posa sobre una llanta que flota en el agua y pronto vuelve a emprender el vuelo. Con su retirada, parece que se va el canto de las aves. A medida que uno sigue el camino por este pueblo llegan, en cambio, otros sonidos: la música de los puestos de discos pirata, el vocerío de las conversaciones callejeras y una bocina de bicicleta que anuncia la venta de tamales. Durante la pandemia, los locatarios y trabajadores ambulantes de San Pedro Tultepec han perdido la mitad de sus ventas, según publicó El Sol de Toluca. Ya en 2019 el 44% de la población de Lerma se encontraba en la pobreza, al igual que otros pueblos ribereños como Ocoyoacac y San Mateo Atenco, con 40% de la población en las mismas condiciones, según cifras del Coneval. La pandemia sólo vino a agravar la situación.
San Pedro Cholula, a tres kilómetros de San Pedro Tultepec, es otro de los pueblos que rodean a los humedales, junto con San Mateo Atenco, Almoloya y Lerma. Muchos de sus habitantes ya no son originarios y no tienen una relación estrecha con la laguna; sin embargo, han sido testigos de cómo en los últimos dieciocho años han aumentado tanto el número de desagües que van al río como la construcción de fraccionamientos habitacionales. “Antes la profundidad del agua era de un metro, más o menos; ahora llega a pasar los cuatro. Aquí sembrábamos maíz; ahora siempre está inundado”, comparte, molesta, una pareja que ronda los cincuenta años y que vive a las orillas de Chimaliapan. Señalan con el dedo las salidas de unos desagües a unos cuantos metros de donde estamos parados. Buena parte de éstos provienen de las casas de los pobladores, pero los locales reportan un aumento de cañerías a partir del arribo de emplazamientos nuevos como Benevento, de la constructora Homex. Cada que pasa la época de lluvias y el agua baja, se hacen visibles las tuberías de las casas aledañas.
“El problema no solamente lo provocan las personas que viven junto a estos cuerpos de agua, sino también los municipios circundantes, que utilizan como drenaje —a nivel habitacional e industrial— los ríos Chichipicas y Acalote”, dice Mindahi Bastida Muñoz, doctor en Desarrollo Rural y originario de Tultepec. Esto hace que las aguas grises terminen en los humedales y, por ello, al recorrer todos estos pueblos, encontramos el mismo olor a agua estancada, además de la basura en las banquetas, que termina al fondo de dichas aguas, en una zona que en 2002 fue declarada un sitio Ramsar, según el tratado ambiental de la UNESCO creado en 1971, es decir, un humedal de importancia internacional.
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Un par de aves negras de pico y patas alargados nos sobrevuela en un día soleado de octubre de 2020. “¡Ibis!”, exclama con una sonrisa la doctora Geraldine Patrick Encina al verlas, durante un recorrido por la ciénega.
A pesar de la contaminación, este lugar sigue siendo un refugio para las aves locales y migratorias en el centro del país, como el ibis de cara blanca, según dice con emoción esta investigadora de 47 años que forma parte del Consejo Mexicano para el Desarrollo Rural Sustentable y del Consejo Regional Otomí del Alto Lerma, que convirtió las ciénegas en un área natural protegida en 2002, y quien además cofundó la red temática de Conacyt “Patrimonio biocultural de México”, un programa que reúne los conocimientos científicos con las prácticas locales, donde los proyectos de rescate den sustento a los pobladores locales.
Todo comenzó en 1999 cuando, para declarar estos humedales como área protegida, se realizó una investigación que involucró a estudiantes voluntarios de la Universidad de British Columbia, la Universidad de Vancouver y la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEM). “Todas las mañanas, entre enero y marzo de ese año, vinimos para contar aves a lo largo de cinco transectos. Los señores locales nos rentaban canoas para poder ingresar. Logramos identificar más de ochenta especies distintas en toda la laguna”, cuenta Patrick Encina a la orilla de Chimaliapan.
Analizaron cómo este espacio funge como hogar temporal de cientos de aves migratorias que vienen de Estados Unidos y Canadá a resguardarse del invierno. “Las aves son organismos que ayudan a mantener la productividad de la vegetación en los ecosistemas, funcionan como polinizadoras y dispersoras de semillas; esto también beneficia a los humanos, porque nosotros y nuestro ganado consumimos esas plantas”, añade David Colón, biólogo especializado en el estudio de las aves del humedal. La biodiversidad de estos territorios, aunque vulnerada, aún conserva algunas aves, como garzas, patos y la mascarita transvolcánica, un ave nativa de la región; crustáceos de agua dulce como los acociles; anfibios como el ajolote de Lerma; y plantas como el berro y la llamada “papa de agua”.
En 2002 se publicó el decreto de Área de Protección de Flora y Fauna Ciénegas del Lerma y, dieciocho años después, ha habido apenas veinte reuniones con distintas sociedades civiles, instancias del gobierno y universidades regionales, además de numerosas investigaciones sobre las características ecológicas e hidrológicas del humedal y de los problemas que le aquejan. “Nos hemos encontrado también con candados que no permiten lograr la protección definitiva de las ciénegas. Existen figuras administrativas superpuestas, cada una con una reglamentación distinta: por un lado, las ciénegas son ‘tierras ejidales’ [de uso colectivo de los pobladores] y, por otro, la Comisión Nacional del Agua (Conagua) tiene a su cargo cualquier terreno descubierto por causa natural u obras artificiales, por lo que parte de las ciénegas quedaron sujetas a la Conagua cuando se fragmentaron. Además, la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Conanp) y los municipios tienen también incidencia sobre ellas. Se tendrían que unificar visiones para procurar las actividades y la administración de quienes dependen de ellas”, dice la investigadora Patrick Encina.
A pesar de los intentos, su conservación, protección y restauración no se han logrado y la realidad —a las orillas— se estrella en la cara de quien recorre el humedal: paisajes de fábricas, vías repletas de automóviles, vallas publicitarias, cerros pelones sobrepoblados de viviendas en un eterno estado de construcción, además del encuentro inevitable con las carreteras que conectan el valle con la Ciudad de México y del olor penetrante del río Lerma —contaminado— que todo automovilista que frecuenta el Paseo Tollocan conoce bien. Los viejos pueblos pesqueros desaparecieron hace tiempo entre el asfalto y el concreto.
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Este ecosistema en peligro forma parte de la cuenca Lerma-Chapala, que custodia la Sierra de las Cruces. Los humedales tienen una función importante para la regulación del microclima; son los sumideros de carbono más efectivos del planeta, pues absorben más CO₂ que las selvas tropicales y los bosques; y son también el hogar de miles de especies de flora y fauna que tardaron millones de años en adaptarse. La cantidad de servicios ambientales que proveen es enorme: ayudan a prevenir inundaciones gracias a que captan y almacenan el agua de las tormentas y evitan los desbordes de los ríos; su vegetación ayuda a filtrar contaminantes y a retener sedimentos; proveen comida a las comunidades; y ayudan a la recarga y mantenimiento de los mantos acuíferos.
Antes de la construcción del Sistema Cutzamala, que nutre al Valle de México, se creó el Sistema Lerma, que se encargó de proveer agua a la Ciudad de México. Esto provocó que se desecara el humedal y se redujera la extensión de las lagunas. Fue un cambio drástico para las comunidades; por ejemplo, muchas tierras que antes estaban cubiertas de agua se convirtieron en campos de cultivo en los años cincuenta. Desde entonces, esta región ha transitado de la agricultura a las industrias y al uso habitacional. Hoy el Sistema Lerma sigue en operación, pero como secundario al del Cutzamala; de él se extraen casi cinco metros cúbicos por segundo, que aportan 8% del agua de la capital.
El crecimiento industrial es otra de las principales causas de contaminación en todo el acuífero. En esta región existen diecinueve parques industriales donde hay empresas que manufacturan textiles, maquinaria metálica, productos minerales no metálicos, alimentos, bebidas y un largo etcétera que, aunadas a las actividades residenciales, generan un promedio de 144 millones de metros cúbicos de aguas contaminadas al año: 80% se descargan en el río Lerma y 7% se va directo a las ciénegas. Como estos cuerpos de agua están conectados entre sí, la contaminación cunde en todo el sistema hidrográfico.
Ha sido, sobre todo, en textos académicos donde se han recogido la importancia y los retos que enfrenta la cuenca Lerma-Chapala. Algunos se enfocan en el estudio de especies microendémicas, como la investigación de la doctora Karla Pelz sobre el ajolote de Lerma; otros, como el trabajo de la doctora Patrick Encinas, advierten las consecuencias globales graves de seguir perdiendo este paisaje. En un capítulo del libro Complejidad y sistemas complejos: un acercamiento multidimensional (CopIt-arXives / Editora C3, 2016), la experta dice: “Un futuro sin Ciénegas de Lerma sanas, biodiversas y con un funcionamiento biocultural dinámico es un futuro devastador. Un valle sin ciénegas sufriría una elevación en las temperaturas estacionales promedio de hasta dos grados en las próximas décadas, así como sequías prolongadas, incendios de los bosques aledaños, contingencias ambientales, reducción de la cobertura vegetal, ausencia de nevadas, veranos muy cortos, lluvias y tormentas torrenciales, reducción de la productividad agrícola. En fin, el Valle de Toluca se convertiría en un valle invivible”.
Muchos de los peligros cruciales que enfrentan los humedales están fuera del territorio y acontecen en las partes altas de la cuenca, como la erosión, la tala desmedida de los bosques y la urbanización e industrialización descontroladas. “La basura que se tira en la ciudad de Toluca en algún momento terminará en un cuerpo de agua y, luego, en las ciénegas. Tarde o temprano, los problemas llegarán: en la calidad del aire, la falta de recursos alimenticios y de agua y pérdida de servicios ambientales”, dice David Colón. Especialistas indican que para rescatar los humedales deben sanearse y cuidarse esos cuerpos de agua, los más altos de la cuenca, así como procurar sus bosques. Desarrollar este enfoque extenso requiere de un trabajo colaborativo, interinstitucional, en el que todos sean responsables y en el que intervengan el Estado, universidades, académicos, asociaciones civiles y locales.
La conexión y el trabajo de los pueblos ribereños con el humedal juega un papel importante para su restauración y protección; la reapropiación del ecosistema por los locales es uno de los pasos que se plantean. La red Conacyt “Patrimonio biocultural de México” apunta que se requieren proyectos que hagan protagonistas a los pobladores y cuyos trabajos de rescate den sustento a quienes se dediquen a cuidar del humedal. Bastida Muñoz, investigador de la UAM, hijo de don Lucas y director de Original Caretakers Initiative, agrega: “No es una coincidencia que los lugares donde habitan los pueblos originarios sean donde mejor se conserva la biodiversidad”.
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Son las diez de la mañana, un día de julio de 2020. Debajo de un gran sauce al borde del agua, donde un par de canoas oxidadas están atracadas, vemos que se aproxima un hombre en una pequeña embarcación. Viene regresando de colocar sus redes de pesca. Roberto Martínez, mejor conocido como “el Vitaminas”, es oriundo de San Pedro Cholula, tiene poco más de cuarenta años y vive a unos cuantos metros de la laguna. Trabaja como albañil y, en su tiempo libre, se dedica a pescar carpas, peces de labios y bigotes gruesos que se pueden encontrar en la ciénega; él pesca para consumo propio y de vez en cuando reúne para vender en el pueblo.
La presencia de estos peces no es buena señal: no es una especie nativa y, por ello, ha provocado un desastre ecológico. Introdujeron las carpas en las primeras décadas del siglo xx como parte de un programa gubernamental que promovía la acuacultura; después, en las décadas de los ochenta y noventa, los habitantes locales metieron otras variantes. La inserción de carpas ocurrió a lo largo de todo el país y ha causado estragos en lugares como Xochimilco, al poner en riesgo la existencia de otras especies, porque estos peces se alimentan de los huevos del ajolote, por ejemplo. La introducción de estos animales termina con parte de la fauna local debido a la alteración en la cadena trófica; estos peces se alimentan de los fondos y modifican el ecosistema haciendo más turbia el agua, además de que son más resilientes a la contaminación en contraste con las especies originarias. En el caso de estas ciénegas, fue un error haber aceptado la cría de carpas.
“Cuando jóvenes, había ranas y ajolotes; había de todo. Ahora nada más queda pura carpa. Hace cincuenta años bajábamos cien metros de aquí y ya teníamos para comer, no hacía falta buscar nada en otro lado. Uno podía bajar a bañarse a las seis de la mañana, cuando el agua vaporizaba y estaba caliente”, cuenta Celestino Lechuga, un antropólogo oriundo de Tultepec, de sesenta años. En su casa alberga una colección de artefactos hechos de tule, como sopladores y figuras artesanales, así como antiguas fotos del pueblo y de la ciénega. Describe como un paraíso lo que hoy, para muchos, no es más que un cuerpo de agua sucio; dice que ya no se puede pescar en la orilla de la laguna por la contaminación y que, para lograrlo, hay que llegar al centro de ella. La cantidad de flora y fauna ha disminuido, la productividad del humedal es mucho menor. Ahora los bordes de la ciénega están rodeados de casas y caminos, construcciones habitacionales que le dan la espalda a la laguna, y ésta se ha convertido en un espacio ajeno.
Lo poco que queda por pescar ha ayudado a personas como el Vitaminas a llevar algo de proteína a casa durante la pandemia; le ha permitido sobrevivir en los meses en que pararon las construcciones, donde se empleaba como albañil. A falta de trabajo, aún puede acercarse a los recursos naturales que subsisten. “Me entristece que a ninguno de mis hijos le interese aprender a pescar. Es mi único vicio. Si fuera posible, cambiaría mi trabajo por la pesca”, dice. Sus hijos, como la mayoría de los jóvenes de las comunidades ribereñas, buscan empleo en las fábricas aledañas. A pesar de su entusiasmo, la dificultad para obtener peces es cada vez mayor, por lo que los pescadores tienen que recurrir a otras actividades. El Vitaminas caza patos también. Ésta es una actividad popular en invierno para algunos habitantes de Lerma —así como para turistas que vienen de la Ciudad de México—; su práctica desmedida no sólo ha ocasionado la merma de especies migratorias: las balas que se usan en la cacería terminan en el agua y “es probable que haya trazas de plomo en los peces”, dice Patrick Encinas. “Aunque es difícil hacer una correlación directa con las enfermedades, es muy probable que consumir carpas de la laguna tenga afectaciones en la salud debido a la cantidad de plomo en el agua”, explica.
“Cazo un pato o dos al año, pero para comer en casa. Pero esos que vienen de fuera los matan y ni van a recogerlos. Lo hacen por deporte”, dice el Vitaminas. Aunque se requiere de un permiso para la cacería de aves, resulta bastante ineficaz en esta zona. Para cazar se necesita enlistarse dentro de una UMA (Unidad de Manejo para la Conservación de la Vida Silvestre) con registro de aprovechamiento y, además, se debe portar licencia de caza y un oficio para el transporte de armas de fuego. “Eso de la UMA no sirve, nadie les dice nada”, termina el Vitaminas.
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A dos kilómetros de Chimaliapan aparece la laguna de Chignahuapan, también conocida como la laguna de Almoloya, donde un pequeño grupo de hombres pescadores trabaja todos los fines de semana en el cuidado y la protección de este transecto que también forma parte de la UMA. Hay un pequeño embarcadero a la orilla y se ve el logo de la Conanp en un cartel. La presencia de las autoridades, el control y la organización son más visibles aquí que en los otros humedales y los pescadores afirman que hay un buen control de la caza. A las ocho de la mañana, un domingo de febrero de 2021, una decena de hombres platica en el embarcadero sobre los planes para la jornada. Cortarán tule para que el espejo de agua sea más amplio. Mientras cambian sus ropas por sudaderas viejas, sombreros y botas de hule para protegerse del sol y del agua, desayunan té y café soluble en vasos de unicel y una pieza de pan dulce. A pesar de la hora, el sol de la mañana quema la piel. Los pescadores se introducen abordo de canoas de metal. La mayoría de ellas se dirige a los tulares donde, con ayuda de una hoz, comenzarán la labor ardua de cortar los juncos. A diferencia de don Lucas, lo hacen con la pura intención de conservar el transecto. No son tejedores.
Una de las canoas se dirige a un punto diferente: va a revisar las redes y recoger lo que se ha pescado, porque ninguno de ellos recibe un pago fijo por trabajar en la laguna (aunque ocasionalmente entran en un programa de empleos temporales que ofrece la Conanp). Los fines de semana, dentro del mismo embarcadero, los habitantes de Almoloya pueden comprar lo que han conseguido los pescadores y, dependiendo de las ventas y de qué tan bien vaya el día, los hombres que trabajan la laguna pueden llevar a casa parte de las carpas pescadas. Lo poco que se gana con la pesca y su venta se utiliza para seguir comprando material e insumos para su trabajo ecológico voluntario. Antes de la pandemia también hacían recorridos turísticos en canoa pero, a un año de distancia, todavía no cuentan con la autorización para poder regresar a esa actividad.
Octavio Morales es uno de los hombres que dedica sus fines de semana al cuidado de la laguna. Habla con seguridad cuando se refiere a este trabajo: “He aprendido que tenemos muchas cosas y me gustaría rescatarlas. El trabajo aquí es voluntario. Yo creo que tiene que importarles a los ciudadanos, aunque también necesitamos apoyo de las autoridades: no se puede tapar el sol con un dedo”. Aunque, a diferencia de las lagunas vecinas, Almoloya parece mucho más conservada, también padece de las aguas residuales que se vierten y eso ha ocasionado que la diversidad de especies se haya reducido y predominen con creces las resilientes carpas.
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Alejandro, de cincuenta años, busca su red bajo el agua; la red con una tela de color gris tiene un mango de dos metros de largo y un aro de aproximadamente un metro de diámetro. Dice que le es más fácil esconderla ahí, al fondo, que llevarla en su largo recorrido en bicicleta, porque su herramienta es más larga que su transporte. Alejandro es moreno, no muy alto, va vestido con botas de hule a la altura de los muslos, lleva una playera de manga larga y una gorra para protegerse del sol. Con destreza arma rápidamente la red, se pone los guantes y con el pie tantea la orilla del agua.
Los sábados por la mañana uno suele encontrarlo con el agua hasta los muslos. Alejandro es pescador de acociles, un pequeño crustáceo de agua dulce que habita aquí y que por generaciones ha sido parte crucial de la gastronomía local. “¡No los comía ni Peña Nieto cuando era presidente!”, dice con orgullo. Con las piernas dentro del agua, comienza a separar las plantas con un rastrillo, introduce su red y espera un par de minutos moviéndola bajo el agua hasta sacarla llena de hojas, raíces y unos cuantos camaroncitos dorados que intentan huir de su captura. Verlo trabajar es mirar una tradición de pesca en el Valle de Toluca. “Son técnicas para la pesca de día y de noche en diferentes temporadas. Para esto, tuvo que identificarse la época en la que desovan los peces y las ranas, para evitar interferir con sus tiempos. Esa organización permitía interactuar con el ecosistema de una manera armoniosa, sin forzar los procesos naturales”, explica Patrick Encinas. Ahora es cada vez más difícil encontrar una buena cantidad de acociles; incluso se consumen menos entre las generaciones jóvenes.
La vida cultural de la laguna desapareció en el imaginario de estos pueblos; una biocultura que incluía leyendas que datan de la época prehispánica, como la de la Tlanchana, también conocida como la “sirena de la laguna”, un ser mitad mujer y mitad serpiente que habitaba en estas aguas. Se decía que llevaba colgando peces y ajolotes de su cintura y tenía una fuerte conexión con la flora y la fauna en las historias que relataban su leyenda. Existen diversas versiones de la sirena y, en algunos casos, hay un sireno o hasta sirenitos, pero en muchas coincide la idea de que se fue o murió a partir de los embates que ha sufrido el humedal.
Lo que ocurre en las ciénegas es una muestra de lo que hemos hecho con el planeta a escala global. Probablemente, este páramo nunca vuelva a ser lo que fue y tampoco vuelvan las nubes de patos ni el sabor de antaño del pescado blanco ni el abundante ajolote y todo esto sobrevivirá sólo en documentos, fotografías y en los relatos de sus habitantes. La protección y restauración puede ser la clave para un futuro sostenible, lo pienso mientras nos adentramos en la laguna al atardecer. Vamos en una canoa y, luego de remar por diez minutos, hemos dejado atrás la orilla y la basura que flota en torno al humedal. Aquí el agua parece limpia, clara. El sol comienza a esconderse detrás del volcán, una garza sobrevuela y una pequeña parvada se encamina a los tulares para dar por terminado el día. A pesar del abuso en el último siglo, aún persiste la vida.
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