Un fotógrafo en guerra. El 9: el hombre que retrató una era de violencia.

Un fotógrafo en guerra

Casi por azar, Albeiro Lopera, un punk de Medellín, se hizo fotógrafo. Pero gracias a su carisma y a su buen ojo se convirtió en uno de los testigos más representativos de la ola de violencia que incendió Colombia en las últimas décadas.

Tiempo de lectura: 11 minutos

Seis meses después de que tuviera que abandonar su oficio de fotógrafo de guerra, en la sala del apartamento de su madre, Albeiro Lopera Hoyos miraba con picardía una camarita digital negra que se perdía en sus manos gruesas, ásperas y amarillentas. Sonreía como si con ella pudiera hacer una maldad de la que ya nadie lo creía capaz, y esa picardía le suavizaba las arrugas del rostro, cada vez más árido de alegrías. Sentado en el sofá, parecía un guerrero mohicano en retiro. Tenía el pelo corto y despeinado, color cobrizo, y de la parte de atrás de la cabeza le salía una trenza delgada, envuelta en hilos de colores rasta. La erizada cresta de su vida punkera había cedido ante una relajada colita reggae que descansaba en una giba pronunciada. La joroba era su marca de identidad y la responsable del apodo por el que era conocido: El 9. Un número con forma humana que en Medellín había sido sinónimo de punk, guerra y supervivencia.

El deterioro y el agotamiento, y la pérdida progresiva de la visión, de la memoria y del estado de conciencia, copaban la realidad de Albeiro en esos días de septiembre de  —. Su hígado enfermo de cirrosis y sin cura posible, trasplantado hacía siete años, era incapaz de procesar la bilis que se acumulaba en su sangre y le producía la coloración amarilla en la piel y en los ojos. Albeiro libraba su última batalla en todos los frentes: cuerpo, mente y corazón; contra una enfermedad terminal, contra los recuerdos y contra el abandono obligado del oficio de reportero gráfico, su gran pasión.

A pesar de que la tarde no estaba fría, llevaba puesto un buzo grueso de algodón, una sudadera de cuadros y sandalias de cuero. Intentaba conservar el poco calor de su cuerpo enfermo y que ningún zapato lastimara sus pies hinchados. Las botas militares y los pantalones “cargo” con los que salía a las zonas en conflicto en los barrios de Medellín o en las montañas de Antioquia permanecían guardados en el armario.

Casi no podía creer lo liviana y pequeña que era la nueva cámara Sony RX100 III, y las funciones que tenía, que apenas comenzaba a descubrir. Esa camarita digital significaba, al mismo tiempo, una renuncia y una esperanza. Quería decir que había dejado de ser un fotógrafo de guerra profesional, y que podría seguir tomando fotos por algún tiempo más, aunque fuera muy poco. Contemplar esa idea despertaba su sarcasmo.

Albeiro libraba su última batalla contra los recuerdos y contra el abandono obligado del oficio de reportero gráfico, su gran pasión.

Albeiro Lopera Hoyos fotografías

“Ahora que soy un ‘artista’, que hago exposiciones en museos y me sacan en un libro, ¿por qué mejor no hacemos una tertulia con los intelectuales para hablar de los efectos de la luz en la fotografía de guerra?” decía, y de nuevo la malicia le acariciaba el rostro.

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