No vuelvas: el libro que retrata los mil y un rostros de la deportación

No vuelvas

La estremecedora crónica periodística en la que se descubren los mil y un rostros de la deportación.

Tiempo de lectura: 11 minutos

Durante los tiempos de Barack Obama, Estados Unidos deportó a Tijuana unos 60 mil mexicanos por año. La cifra, que hoy se mantiene bajo el mandato de Donald Trump, equivale a unos 160 por día. Con el ascenso del magnate que sueña con un muro a lo largo de la frontera, el periodista Leonardo Tarifeño viajó a Tijuana para conocer a esos bad hombres que de un momento a otro se quedaron sin nada. El resultado es No vuelvas (Almadía, 2018), una estremecedora crónica periodística en la que se descubren los mil y un rostros de la deportación. Éste es un fragmento del libro que estos días aparece en México. 

Una mañana de domingo, de camino a Playas, le cuento al taxista que vine a Tijuana para escribir sobre los deportados.

—¿Ah, sí? ¿Me viniste a ver a mí? —pregunta, entre risas, con la mirada fija en el espejo retrovisor.

En la ciudad hay tantos expulsados de Estados Unidos que es difícil no toparse con alguno. Él debe andar por los 50 años, dice que es de Puebla y que a la frontera llegó de niño.

—Al “otro lado” cruzamos con mi esposa, en 1997. Justo por aquí, ¡ahí mero! —apunta, mientras pasamos junto a un cerro que cae en picada, detrás del Mirador. Se ve que a esta hora nunca hay mucho tránsito en este rumbo, pero yo igual preferiría que mirara menos por el espejo y más hacia adelante—. Estaba bien papita, eran otras épocas —suspira y acelera, temerario, siempre con un ojo en el retrovisor—. Luego, luego pagamos por mi abuela, pero en ese cruce se pusieron bien perros y tuvo que pasar por Zona Norte. No problem: cada coyote tiene su agujero. Diez años vivimos en Los Ángeles. Mi abuela, mi esposa, mis hermanos, todos. Hasta que me deportaron. Pero ¿sabes qué? Si no me hubieran corrido ellos, me hubiera ido yo.

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—¿Por qué? ¿No te gustaba allá?

—Bueno, a ver si me puedes entender. Si uno aquí tiene a la familia, los amigos, el trabajo… ¿por qué me tendría que ir? ¿A hacer qué?

Aunque supongo que las cosas no son tan sencillas, le doy la razón. Sobre todo, por motivos profesionales: como no quiero que deje de hablarme, no debería contradecirlo. Su testimonio podría ser significativo si sobrevivimos a su euforia al volante.

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