Isaac Hernández: el bailarín de ballet que cambió la historia de la danza.

Estar sin estar

Sofía Viramontes
Fotografía de Ana Hop


Un perfil de Isaac Hernández, el bailarín mexicano que cambió la percepción de la danza en México.

Tiempo de lectura: 20 minutos

Isaac Hernández es el único bailarín mexicano que ha recibido el Premio Benois, considerado el Oscar de la danza. Los obstáculos a los que se enfrentó desde su niñez para llegar a lo más alto de la danza mundial lo motivaron a diseñar una plataforma para acercar el arte al público de su país natal. Uno de los resultados de ese esfuerzo es el espectáculo más grande que se ha hecho recientemente: Despertares, en el que se reúnen los bailarines más reconocidos. A pesar de su juventud, Hernández es un artista comprometido con su oficio y sabe que todavía puede llegar mucho más lejos.

La primera vez que hablé con Isaac Hernández era 15 de agosto, faltaban cinco días para que el joven bailarín regresara a México para hacer el evento de danza más grande del país: Despertares. En ese momento él estaba en Tokyo y acababa de llegar a su hotel, después de su décima presentación en la ciudad japonesa. Aún le faltaba una, la más difícil. Apenas había regresado a su cuarto para poder dormir un poco, aunque eran las tres de la tarde. En México eran las dos de la mañana. 

Fue una videollamada, y el rostro aún se le veía rojo por el ejercicio, a veces parecía que se le iba el aire. Pero se veía muy joven. Sorprendentemente joven hasta para tener 28 años. Isaac tiene el pelo muy chino y muy oscuro, y a veces algunos de los rulos se van hacia la frente. Su piel es de un moreno claro. Su nariz es ancha, las cejas pobladas, los ojos no muy grandes y los labios sí, muy rellenos. Sonríe mucho. La forma de su cara es como un triángulo hacia abajo del que destacan sus pómulos. Esa tenía que ser una llamada breve, pues el bailarín necesitaba dormir. 

—¿Sabes algo de ballet? —me preguntó.

—Poco, pero estoy aprendiendo. 

—¿Y ya te compartieron mi agenda? ¿Ya sabes más o menos cómo va a estar?

—Sí, aunque también quisiera hablar con más gente que sea cercana a ti. 

—Hm, está difícil, la verdad. Ahora que estemos allá va a estar mi familia, pero en realidad ellos te pueden hablar más del niño que vivió con ellos cuando era chiquito. Con la persona que he pasado más tiempo es Emilia, mi hermana Emilia. Y con mi hermano Esteban, pues porque compartimos la profesión. De fuera ha sido complicado mantener amistades y relaciones, o desarrollarlas a largo plazo, porque nunca he estado. En realidad eso es lo que creo que a través de conocerme te vas a dar cuenta: que nunca he estado. 

Isaac

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El premio Benois de la Danza es el mayor reconocimiento que un bailarín de ballet clásico puede recibir. El nombre de este premio viene de Alexandre Nikolayevich Benois, un artista, crítico e historiador ruso que trabajó como diseñador de una compañía itinerante francesa llamada Ballets Russes. Trabajando ahí diseñó los escenarios para las presentaciones de Las Sílfides, Giselle y Petrushka. Su trabajo se convirtió en un hito en la escenografía: aún ahora se mantienen formatos parecidos, como los árboles que llegan hasta la parte más alta del telón, y los arcos en ruinas más al fondo. 

Isaac Hernández fue nominado para obtener el premio Benois de la Danza al mejor bailarín en 2018. Las nominaciones las hacen las directoras y los directores de cada compañía, y él fue nominado por su papel de James, en La Sílfide, el cual bailó con el English National Ballet, y también por la representación de Bassilo, en Don Quijote, presentado por Ópera de Roma y en la cual trabajó bajo la dirección artística del legendario bailarín ruso Mikhail Baryshnikov, a quien el crítico de ballet Clive Barnes una vez llamó “el bailarín más perfecto que jamás haya visto”. 

Esta vez la entrega de los premios festejó los 200 años del nacimiento del gran coreógrafo Marius Petipa (principalmente reconocido por sus versiones de El lago de los cisnes, La bella durmiente, El cascanueces, Raymonda, Don Quijote, entre otras). En su honor, Isaac Hernández, junto con la bailarina principal del Ballet Nacional de Canadá, Jurgita Dronina, cerraron la ceremonia con el pas de deux de Don Quijote. 

Isaac salió del Teatro del Bolshoi con el reconocimiento más importante para un bailarín, y como el primer mexicano en recibirlo. A sus 28 años ya era el mejor del mundo.

—Yo creo que lo más difícil es mantener esos estándares y aprovechar esas oportunidades adecuadamente. Por ejemplo ahora, para el próximo año, tengo funciones en el Bolshoi, en Argentina, en la Ópera de Roma, en Lituania, en Luxemburgo… y entonces muchas veces lo que puede pasar es que te llegan tantas oportunidades que no tienes las capacidades ni físicas ni técnicas para hacerlo.

Isaac Hernández, 9

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De chicos los sentaban en unos escritorios largos con divisores para que cada uno hiciera su tarea sin desconcentrarse. Los dividían en grupos de tres porque eran muchos, muchísimos, once. Al dividirlos así, los padres, Laura y Héctor, les podían impartir las clases del día, pues habían decidido que sus hijos no irían a la escuela, sino que les enseñarían desde casa. 

Lo hicieron así porque no les parecía lo que las escuelas estaban haciendo con los niños. Los padres sentían que si los metían a la escuela sus hijos iban a ser robotizados, no iban a tener las herramientas para razonar. Laura y Héctor fueron nietos de la Revolución e inconformes con el sistema y el Estado, no quisieron dejar a sus hijos a la suerte. Quisieron darles una educación más liberal y universal, pero, sobre todo, basada en el estudio de la historia y de lo que ha sucedido en el pasado para encontrar las respuestas del presente. 

Para explicar su sistema educativo, Héctor Hernández me platicó una anécdota que a él le contaba su padre: 

—Dicen que el cerro de ahí, de Gómez Palacio —cuenta el padre del bailarín sobre la Batalla de Torreón, una de las decisivas para que Pancho Villa, dirigente de la Revolución mexicana, derrocara a Victoriano Huerta—, estaba blanco de cadáveres. Y el cerro parecía que estaba nevado de tantos campesinos muertos. Toda esa gente murió para esto, para un país más justo, más libre; progresista. 

Después, orgulloso, dijo que ahora toca que nosotros, los de la generación que gozamos de las libertades, supongo, hagamos honor a todos aquellos que murieron antes, y para hacerlo hay que saber pensar y saber actuar, ser curioso y preguntón, ser disciplinado y testarudo. 

Además de las materias que comúnmente se imparten en las escuelas, todas las mañanas, los once niños Hernández tomaban clases de ballet en el patio de la casa en la que vivían en la colonia Seattle de Guadalajara, impartidas por su padre, bailarín de profesión. 

—Todos tomaron ballet y luego tuve que hacer la diferencia —dice Héctor, un señor cariñoso, de pelo blanco y cuerpo delgado, pero fuerte. Bromea, aunque no me ha conocido por más de dos minutos.

—Tú bailas, tú estudias, tú bailas, tú estudias, tú estudias. No era tin marín, era no la haces, mano, ponte a estudiar—. Es un papá diferente al estereotipo mexicano, para él estudiar una licenciatura es la alternativa para el que no se puede dedicar a las artes. Además de la clase de ballet les enseñaba geografía, ciencias sociales e historia. También les hablaba de música y les cantaba “Wild World”, de Cat Stevens.

Laura, también bailarina, les enseñó inglés, español, ciencias naturales y matemáticas. No quería en su casa a hijos aburridos, así que les daba ideas de cosas que podían hacer con su tiempo libre, como circos familiares y obras de teatro. Practicaban toda la semana y los jueves por la noche abrían las puertas a los vecinos y amigos para que presenciaran la nueva ocurrencia de la familia Hernández.  

La hermana mayor, Emilia, se acuerda de Isaac vestido de mago, que le encantaba, y que esas noches eran un gran evento. 

—Nos arreglábamos y salíamos al escenario ahí con, no sé, veinte o treinta personas que iban a ver y a pasarla a gusto en el jardín. Mis otros hermanos tocaban el piano y la guitarra; Isaac hacía el show de magia; y mi papá estaba ahí casi, casi, como el stage manager diciendo “el que sigue, el que sigue”—. También dijo que esos fueron sus primeros Despertares.

Isaac Hernández, 6

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Despertares es el espectáculo de ballet más grande de México y también del mundo. Esa característica la obtiene por los bailarines que participan, que vienen de las mejores academias de ballet de todo el orbe: English National Ballet, American Ballet Theatre, Ópera de París, Royal Ballet de Inglaterra, Bolshoi Ballet, San Francisco Ballet, National Ballet of Canada, Washington Ballet, Vlaanderen Opera Ballet. Además también hay bailarines de otras disciplinas, como tap y hip hop. 

El espectáculo nació en las conversaciones de Isaac Hernández con su hermana Emilia, en la búsqueda de un regreso a México. El bailarín vivía en Ámsterdam y sabía que en su país natal no había muchas oportunidades para los bailarines, principalmente porque el ballet no forma parte de nuestras tradiciones culturales y son pocos los que lo conocen y frecuentan.

El ballet llegó a México a finales del siglo XVII. Si se considera que la primer escuela de danza del mundo inició en Francia en 1661, México no estaba tan atrasado. Pero el ballet, tema de pocos, no formó parte de la cultura sino del culto, de aquellos privilegiados que podían saber de su existencia y ni hablar de ir a un teatro a verle. Eso, sin duda, ha tenido impacto en la cantidad de trabajos disponibles para los bailarines y ha hecho difícil que puedan vivir de eso.

Hernández tuvo mucha suerte y muchas oportunidades que hicieron posible que llegara a donde está. Eso no significa que no le dijeron que no, sino todo lo contrario. Le dijeron tantas veces que no, que volvió su proyecto de vida —y drenaje de muchos de sus ingresos— crear una plataforma que convierta al ballet en una forma de entretenimiento tan común como el cine. 

La revista especializada Dance Europe dice que “en tan solo cinco años desde su concepción, Despertares se ha convertido en la gala de danza más grande del mundo. […] Este espectáculo ha conseguido lo que muchas compañías llevan años intentando: romper con el estigma elitista asociado al ballet y formar una nueva generación de fans para la danza”. 

Las primeras tres ediciones se trataron nada más del recital, pero la de 2018 fue algo más cercano a un festival que a un espectáculo. Del 20 al 24 de agosto el bailarín organizó Despertares Impulsa, que incluyó una serie de conferencias, clases magistrales, talleres y, sobre todo, las audiciones del English National Ballet para jóvenes mexicanos. 

Trescientos cincuenta y ocho jóvenes de todas las edades mandaron un video de solicitud de admisión y quedaron seleccionados para la audición en vivo 123 niños y niñas de entre 11 y 20 años, que llegaron muy relamiditos, con sus mejores mallas y leotardos. La audición consistía en una clase magistral dictada por Carlos Valcárcel, Loipa Araujo o Julio Bocca. Uno de ellos impartía la clase y los otros dos fungían de jueces. 

Valcárcel es el director de la English National Ballet School, y ha sido profesor y juez experto desde hace más de quince años y es famoso por haber sido maestro de algunas de las mejores bailarinas del mundo. Loipa Araujo es una de las cuatro joyas del ballet cubano; fue de las primeras alumnas de Fernando Alonso (uno de los fundadores del Ballet Nacional de Cuba y personaje importantísimo en la historia del ballet); la apodan “la musa cubana de Marsella” y es considerada como de las mejores maestras de ballet en todo el mundo. Julio Bocca, argentino, ha bailado en el Royal Ballet de Londres, el Bolshoi de Moscú, el Kirov de Leningrado, Alla Scala de Milán, la Zarzuela de Madrid, el Royal Danish Ballet de Dinamarca, el Ballet de la Ópera de Oslo, el Stuttgart Ballet de Alemania, el Ballet de la Ópera de París, el Teatro Municipal de Santiago de Chile, el Nacional de México y el Teatro Colón de Buenos Aires. Es fundador del Ballet Argentino y ha hecho una labor en su país natal parecida a la que recientemente comenzó Isaac Hernández en México. 

De los 123 niños y niñas (mucho más niñas) que tuvieron el valor de pararse a bailar junto a esas barras en el auditorio del Centro Nacional de las Artes, al sur de la Ciudad de México, frente a esos dioses de la danza, seleccionaron a cinco chicos y tres chicas para otorgarles una beca anual para el ciclo 2019-2020 en la English National Ballet School y además también fueron invitados a participar en el curso de verano de la escuela, del cual entregaron además otras cuatro becas, a puros chicos. 

Isaac Hernández, 8

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La siguiente vez que hablé con Isaac Hernández fue en persona. Era lunes 20 de agosto y Despertares Impulsa estaba por comenzar. Ese día era la conferencia de prensa y también la sesión de fotos para este reportaje. Llegó tarde y teníamos muy poco tiempo, no estaba de muy buen humor, pero le tomó muy poco tiempo cambiar de canal.

Caminando entre las locaciones del Centro Nacional de las Artes (donde fueron todas las actividades de Despertares Impulsa) iba platicando con el equipo de Gatopardo que estaba allí. En un momento confesó que la única debilidad material que tiene es la de los relojes y que sólo se permite tener tres.

Más tarde, le platiqué ese detalle a Héctor Hernández, padre del bailarín.

—Pues ahí hay algo muy claro: es un mecanismo perfecto y es un mecanismo que no es una sola pieza, tiene muchas y sin una de ésas no funciona. Puede estar muy lindo, se puede ver muy bonito, pero si no están todas las piececitas no funciona. 

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La primera vez que Isaac se fue de su casa era un niño. En 2001, cuando tenía 11 años, ya había competido en Cuba y Costa Rica. En 2003 se fue a vivir a Filadelfia, pues había sido aceptado en la Rock School for Dance Education, en Filadelfia, y para completar más su educación, cada verano se iba a Nueva York a los cursos que imparten en el American Ballet Theatre. Cuando Isaac Hernández tenía 13 años ya no vivía con sus papás en Guadalajara, sino en Filadelfia, acompañado por turnos por alguna de sus hermanas mayores, Emilia y Daniela.

—Fueron cosas interesantes las experiencias que viví ahí —platica Hernández desde su casa en Londres—. Muchas veces nos quedamos en el sillón de una concertista de piano que nos prohibía entrar a la casa durante cinco horas del día porque tenía que practicar; comí la mayor cantidad de McDonald’s que he comido en mi vida, y que desde entonces no lo he vuelto a probar —se ríe.

Los cursos en el American Ballet Theatre comenzaban a las nueve de la mañana y terminaban pasadas las siete. Muchas veces, en su regreso en metro, se quedaba dormido en las piernas de su hermana, y cuando ella le avisaba que ya era momento de bajarse, él, agotado, pedía quedarse unas cuantas estaciones más. Llegaban a Queens y después se regresaban.

Cuando acababa el verano regresaba a sus clases regulares en la Rock School, hasta que en 2007 le ofrecieron el primero de muchos contratos que ha recibido. El American Ballet Theatre contrató a un joven de 17 años que desvivía por ser parte del elenco, y se mudó oficialmente a la ciudad que nunca duerme y en la que estuvo siempre cansado. Ya no se hospedaba con concertistas, sino en una casa en el Upper West Side. Se acabaron las oportunidades de conocer la ciudad como lo hacía antes, pero se sumergió en la escena de la danza. Estaba entre los mejores bailarines, pero él sentía que estando en esa ciudad nunca bailaba tan bien como podía.

Un día lo invitaron a tomar una clase de la compañía de San Francisco. Sólo tenía un día para ir; la agenda del American Ballet Theatre es exigente. La compañía lo puso en un hotel al lado del War Memorial Opera House —la casa oficial de ballet y ópera de la ciudad desde 1932— y al día siguiente de su llegada tomó la clase en el teatro. 

—Me impresionó muchísimo la calidad de los bailarines, sobre todo de los chicos de la compañía. Salí, me reuní con Helgi —Helgi Tomasson, director del Ballet de San Francisco desde 1985— en su oficina, me ofreció un contrato y lo acepté sin pensármelo dos veces.

Y así se unió Isaac Hernández, en 2008, a la compañía en la cual se quedaría cuatro años. San Francisco se convirtió en una de sus ciudades favoritas, perfecta para vivir, asegura. Nueva York lo había dejado con resaca de estrés y movimiento y ahí estaba la cura. Además, desde que había llegado a Estados Unidos, cinco años atrás, había estado brincando entre Filadelfia y la Gran Manzana. Por fin había estabilidad.

En el Ballet de San Francisco conoció a Christopher Wheeldon y a Mayne McGregor, dos de los coreógrafos más reconocidos a nivel mundial por sus piezas actuales que rompen las estructuras de la academia. También tuvo la oportunidad de hacer piezas diseñadas para Broadway. Estaba en contacto con la parte más actual de la danza, lo más vanguardista y confrontativo, pero lo que él quería bailar era ballet. 

—Yo quería saber lo que era bailar ballet: lo que era bailar el Lago de los cisnes, lo que era bailar Don Quijote, Romeo.

Se dio cuenta de que su carrera no tenía mucho futuro ahí cuando sólo le faltaban unos meses para obtener la residencia legal estadounidense. Le tentaba la idea de quedarse en un solo lugar, de establecerse, hacer su vida profesional y personal en una sola ciudad, y en esa ciudad. Pero ahí no había ballet clásico. Sus papás y hermanos lo intentaban convencer de que se quedara ahí. Pero ahí no había ballet clásico. La decisión le costó romper comunicación por mucho tiempo con sus papás. Pero ahí, ahí no había ballet clásico. Y se fue a Holanda. 

Isaac Hernández, 7

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Loipa Araujo contó una anécdota:

—En nuestro primer encuentro, Isaac fue invitado por Tamara Rojo, como directora del English National Ballet, a bailar con nosotros en unas funciones en el Teatro Coliseo en Londres. Lo habíamos visto mucho en video durante sus estancia en Holanda y teníamos muy buena impresión de él como bailarín. Recuerdo que en su primera clase, Isaac llegó con pesos en las muñecas y en los tobillos. Nos presentaron y empezamos las clases: Isaac primero se quita la de la muñeca, después a la mitad de la barra se quita las de los pies y después, cuando termina la barra, me mira y me dice: “Es verdad todo lo que me han contado de usted”, y ahí empezó nuestra relación.

Araujo es conocida en el mundo del ballet por ser una profesora dura y exigente, por hacer trabajar a los bailarines hasta su máximo, cualidad que heredó de su profesor, Fernando Alonso. Hernández es famoso por testarudo, por pensar que el siguiente nivel siempre es mejor, por no rendirse ante un reto. Otra cosa que tienen en común, según Araujo, es la educación: cuando ella tomaba clases, su profesor le enseñó a no pensar en la danza como una torre de Babel que no está relacionada con el mundo, sino al revés: relacionada con la física, con la literatura, con el mundo de las calles, con el tiempo de afuera de los teatros. Eso, según la reconocida bailarina cubana, es algo que también se le impartió desde chico a Hernández. 

—Yo diría que es un hombre de su tiempo. 

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A los 15 años, Hernández tomaba clases en la Rock School, en Filadelfia. Ya había acabado su calentamiento en barra, sus músculos debían de estar flexibles para la siguiente parte, el centro: combinaciones de los estiramientos que se hicieron previamente y que resultan en piernas firmes que alcanzan alturas sorprendentes, piruetas y dedos en puntas, en brincos con forma de espiral. El bailarín comenzó junto con sus compañeros y, al momento de levantarse en el aire y girar, sintió en la parte más baja de la espalda el calor-frío de una perforación profunda. En el descenso, las piernas no respondieron y cayó con el mismo impulso con el que el paso había comenzado, pero ahora sin ningún control. Las extremidades siguieron sin responder por mucho tiempo. El médico le diagnosticó la espalda de un hombre de 60 años: tres discos prácticamente fundidos en la zona lumbar.

Se sometió a su cama, a la quietud, desconocida para él hasta entonces. No caminar. No bailar. No plié —paso esencial y base de la danza que consta de la flexión de las rodillas—, no tendu —que se hace al estirar una de las piernas y tensarla hasta que el pie quede completamente estirado en punta—, no primera, ni segunda, ni tercera. Y según los médicos, nunca más. 

Se entregó a Rachmaninov y a su concierto No. 2 para piano. También a la música de Ottis Reding y a Etta James. Los sigue escuchando, pero sólo cuando sabe que puede disponer del tiempo para estar y sentir, para que cambie su humor. También hizo su propia versión de El Principito, novela infantil de Antoine de Saint-Exupéry; se la hizo a una de sus hermanas menores a la cual llamaba “mi tesorito”, para contarle sobre sus viajes y dificultades. Estaba encerrado en un planeta pequeño con un gran baobab.

Emilia, su chaperona en turno, contactó a los doctores de los deportistas de los Mets de Nueva York, de los Yankees y de las Águilas de Filadelfia. Todos sugerían una operación que acabaría con toda la flexibilidad de su espalda y con el ballet. Les contestó siempre que no.

Seguramente podría haber accedido a la cirugía y alcanzar la excelencia haciendo prácticamente cualquier otra cosa; la disciplina es una gran ventaja en ese sentido. Pero Isaac sentía que las cosas no podían ir así, ¿cómo podía ser? Había dedicado lo que llevaba de vida a eso; la decisión de convertirse en bailarín profesional la tomó a los ocho años y todo lo que había hecho desde entonces era para llegar a ser el mejor. También lo que habían hecho sus padres y su
hermanos.

—No me conformaba con eso y quería recuperarme para probarme a mí mismo, o más bien, darle la razón a ese sentimiento que tenía de que las cosas no estaban terminadas.

Y entonces buscó terapias que le dieran esa respuesta. Hizo pilates y viajó a Cuba, donde encontró una terapia física que le ayudó a fortalecer los músculos de la espalda. Estuvo un año sin bailar. La siguiente vez que lo hizo ganó la medalla de oro en el equivalente de las Olimpiadas en el mundo del ballet, el International Ballet Competition, que ese año —2006— se celebró en Jackson, Misisipi.

Isaac Hernández, 4

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Todo empieza por los pies. La fuerza con la que los dedos empujan el piso regresa para recorrer todos los milímetros de tejido que componen el músculo del empeine y del metatarso para que se forme un arco continuo. El talón se sumerge con esa misma fuerza y comienza a subir por la pierna. El impulso lleva a Isaac Hernández al aire.

La energía llega a su pecho, que lo recibe con un imperceptible espasmo que lo empuja un poco más, y sigue su curso hacia el brazo izquierdo (contrario a la pierna con la que empezó el salto) que se levanta muy por arriba de la cabeza con la fuerza ya un poco disipada después de haber atravesado todo el cuerpo del bailarín, como un pararrayos que dirige la energía a conveniencia.  

Cada paso, cada brinco, cada vez que levanta a su compañera en el aire, son descargas de energía, que el mismo bailarín retoma del suelo y dirige con su cuerpo, con la rodilla levantada, con el pie al aire, con los brazos estirados, o a veces con uno en la cintura. Divertido en cada movimiento, con los músculos en tensión pulsante, Isaac Hernández juega con la energía, como si fuera uno de los personajes de las historias mitológicas que se narran en el ballet clásico. 

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Cuando Hernández decidió que San Francisco ya no era el lugar adecuado para seguir su carrera tenía 21 años. No tenía un contrato, ni siquiera, una propuesta, pero sabía que quería bailar las piezas que se bailaban en el Bolshoi de Moscú, quería a Chaikovsky, a Sergei Prokofiev, a Marius Petipa. Así que entró a la oficina de Helgi Tomasson y le dijo que ya no quería estar ahí. El director le pidió que se lo pensara más, Hernández le repitió lo que le había dicho antes: se iba. Salió de esa conversación pálido y con náuseas. 

Pocos meses después fue a tomar clase a Ámsterdam, al Het Nationale Ballet y le ofrecieron quedarse. En los primeros dos años que estuvo en esa compañía bailó todo aquello con lo que había soñado bailar; la primera vez, en la temporada 2012-2013, fue el príncipe Desiré de La bella durmiente. También fue Romeo de Romeo y Julieta, y el príncipe Sigfrido, del Lago de los cisnes. 

—Son historias que reflejan el comportamiento del ser humano, que se ha repetido generación tras generación, que tienen mensajes importantes y que son creaciones históricas. Al final de cuentas, son las grandes ideas que han sobrevivido el paso del tiempo.

Por eso el ballet clásico le gana el corazón, lo mueve por el mundo, de escenario en escenario, y mueve a quienes lo ven. Cuando Isaac interpreta a Don Quijote —papel que al representar con la Ópera de Roma le ganó una de las nominaciones para el Premio Benois— está contando la historia de un aventurero romántico, de un personaje que no se dio por vencido, aunque todos le estuvieran diciendo loco. No está presumiendo los músculos de las piernas y qué tan alto puede llegar en un brinco, está contando un pedazo de la historia, está contando la historia de un hombre con el que, más probable que no, se identifica. Y al hacerlo, está moviendo, al mismo tiempo que cada fibra de su cuerpo, cada fibra del espectador.

Para él, la historia es el lugar en donde se encuentran las respuestas a las preguntas que no nos hemos podido contestar.

Isaac Hernández, 1

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La última vez que hablé con Hernández ya estaba de vuelta en Londres. En México nunca alcancé la oportunidad de que platicáramos por más de unos cuantos minutos, pues todo el tiempo tenía que resolver algo, dar alguna conferencia, una clase magistral, o ensayar. 

Nos conectamos por Skype un domingo. Él venía regresando de una cena “de las que a veces tienes que ir”, dijo. También contó que todo lo que pasa en el mundo del ballet empieza en esas reuniones, organizadas por las compañías, galerías y museos. Invitan a gente de muchos mundos diferentes y esa es la parte que Hernández sí disfruta. 

Siguió la conversación por cerca de dos horas. Al día siguiente debía madrugar, pues tenía sólo una semana para acabar de aprenderse una nueva coreografía, pero no acortó las preguntas. Terminó la conversación platicándome de lo que le provoca la música, del acercamiento emocional que tiene con ella. 

Seis días después ya no estaba en Londres, ahora estaba en Ámsterdam. Una semana posterior a eso estaba filmando un nuevo proyecto en Islandia, con su hermano Esteban, en el que aparecen como calaveras y del cual no se sabe nada más. 

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La Compañía Nacional de Danza, detrás del Auditorio Nacional de la Ciudad de México, estaba repleta de bailarines de todas partes del mundo, a punto de empezar el ensayo para la cuarta edición de Despertares. Había que quedarse parado en un lugar estratégico para no estorbar, no fuera a ser que alguno se tropezara y se arruinara el espectáculo de ballet más importante del país, el más grande del mundo. Estaban ahí Tamara Rojo, Glenn Allen Sims, Jurgita Dronina, Lauren Lovette, Sebastian Kloborg; los primeros bailarines de la Ópera de París, del New York City Ballet, del English National Ballet; los reconocidos a nivel mundial. 

Maria Kochetkova —bailarina principal del Ballet de San Francisco y del American Ballet Theatre— y Lauren Cuthbertson —principal del London Royal Ballet— platicaban en bajito, sonriendo. La primera con las piernas completamente estiradas sobre el piso, como si naturalmente pudieran seguir el mismo curso de las tablas de madera que estaban debajo de ellas, igual de rectas y horizontales, igual de firmes, y se tomaba el pie que tenía adelante con ambas manos, sin ningún esfuerzo aparente. La segunda estaba recargada al lado, acostada sobre su costado izquierdo, levantando la pierna estirada hasta dejar el pie detrás de la cabeza y regresándolo rítmicamente al paralelo de la otra pierna. Platicaban, tranquilas, como lo harían dos mortales en un par de sillas de un café. Estaban calentando antes de empezar el ensayo previo a Despertares, la obra maestra de Isaac Hernández.

El trofeo más reciente del bailarín mexicano, el Benois de la danza que le dieron en junio de 2018, hizo la convocatoria para esta edición mucho más poderosa. Esta vez se abrieron dos fechas, sábado y domingo, y se vendieron todos los asientos. Veinte mil personas que querían ver la creación del bailarín más famoso de México, el muchacho de 28 años que acababa de recibir el mayor reconocimiento de la danza. Sólo algunos cuantos han logrado llenar el Auditorio Nacional de esa manera: Luis Miguel, por ejemplo. Pero ahora era para ver ballet; suceso inaudito en este país.

El ensayo empezó en el salón más grande de la Compañía, con forma rectangular, paredes con tapiz de espejo y piso de linóleo gris oscuro. La luz que entraba de las láminas del techo llenaba el cuarto, y aunque no es bonito ni glamuroso, cumple su función muy bien. Una veintena de bailarines se paraban junto a las barras, distribuidas adentro del salón como si fueran renglones —sólo las que están pegadas a la pared son fijas, las demás se mueven para que quepan mejor los bailarines—, y cada tramo, de uno o dos metros, era ocupado por tres bailarines, a veces menos.

La clase que toman los profesionales tiene los mismos principios que la de un novato: primero calientan en la barra con ejercicios para movilizar los músculos de los dedos, empeine, tobillos, el músculo sóleo, el tibial, los gemelos, los tendones que están alrededor de la rodilla, los cuádriceps, y todo lo demás hasta la cadera. También la espalda y los brazos. Después van a los ejercicios de centro, en los que bailan frases, que son conjunto de pasos acompañados de música clásica, que marca los cuatro u ocho tiempos necesarios para acompletar estas frases. 

La mayor diferencia es que los reconocidos bailarines, que le han dado la vuelta al mundo con el ballet, retozaban. A veces se aburrían y entonces elaboraban más la posición, profundizaban el estiramiento. Una de las bailarinas, Anastasia Limenko, hizo todo el ensayo con puntas. Isaac estaba al fondo, cerca de su hermano Esteban, integrante del elenco del Ballet de San Francisco. Todos estaban absortos en lo suyo, aun cuando había público al frente, en unas sillitas negras plegables. A veces se equivocaban, se daban cuenta de que habían empezado del otro lado o que se habían saltado una de las repeticiones. Se reían y sus compañeros también. Era el equivalente a ver un calentamiento de jugadores de futbol, sólo que en vez de dominadas con el balón hacían competencia de Fouetté en Tournant (que son giros sobre una pierna, impulsados por el movimiento de la otra que se dobla y estira desde la rodilla). Limenko hizo más de veinticinco.

Después del calentamiento, que es una clase completa de ballet en la que todos terminan sudando —incluyendo los que estábamos sentados—, empezaron a ensayar sus partes. De las 18 piezas que se presentaron el fin de semana, ensayaron cinco. Maria Kochetkova y Esteban Hernández ensayaron El Corsario, una pieza clásica inspirada en el poema de Lord Byron: “Del negro abismo de la mar profunda/ sobre las pardas ondas turbulentas/ son nuestros pensamientos como él, grandes/ es nuestro corazón libre, cual ellas”. Brooklyn Mac, del Washington Ballet, y Anastasia Limenko practicaron otro clásico, Diana y Acteón, que nació de la mitología romana: Diana es la diosa de la luna y la caza y Acteón es su siervo y enamorado. 

Después, Esteban Hernández regresó al centro y empezó a ensayar una interpretación contemporánea de las instrucciones que dan las azafatas en los aviones, seguido de Glenn Allen Sims, del Royal Ballet de Inglaterra, y Lauren Cuthbertson, que ensayaron una pieza llamada “Chroma”, creada por Wayne McGregor para el London Royal Ballet, que explora el drama en el cuerpo humano, las maneras en las que lo puede expresar, en una contienda en la que el amor, el deseo y el odio se traspasan uno al otro todo el tiempo. 

Isaac Hernández bailó Don Quijote. Se acercó a su pareja, Tamara Rojo, con el brazo izquierdo en la cintura y el derecho estirado hacia un lado. Ella hizo una breve reverencia, se levantó en puntas. Él se acercó a ella y la tomó de la cintura con los dos brazos. Hicieron plié para tomar fuerza, y la levantó sólo con el brazo derecho en el aire, mientras Rojo, con el torso perpendicular al piso, alargó las piernas de forma vertical, convirtiéndose en una bandera alzada. Y regresaron al piso, como si nada, y ella empezó a girar y él a seguirla. Después fue turno de Hernández y en un segundo atravesó todo el salón: dos giros para tomar vuelo y un salto, con las piernas largas, estiradísimas, separadas en un ángulo de 180 grados. Sólo un instante. Y luego regresó al piso sin que los pies dudaran. La música del ruso Ludwig Minkus marcaba sus tiempos, y ellos los seguían. Isaac sonreía, se divertía en la actuación y sudaba a torrentes. Se levantaba sobre los dedos de un pie y giraba cuatro veces, y la otra pierna regresaba al piso sólo para retomar energía y volverlo a hacer. Les presumía a sus padres, sentados en las sillas negras, todo lo que podía hacer. Su papá asentía después de cada demostración.

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