El paiche, una amenaza ecológica para el Amazonas

La bestia del Amazonas

El paiche es el pez de escamas más grande del Amazonas y uno de los más grandes de agua dulce en el mundo. Hay muchos rumores sobre esta especie, la realidad es que representa un peligro para la región, pero es también el futuro para muchos pescadores.

Tiempo de lectura: 19 minutos

Atardecía en el lago Mentiroso, una estrecha franja de agua al norte del río Madre de Dios, que se encuentra en lo profundo de la Cuenca Amazónica Boliviana. Unas guacamayas gigantes y azules chillaban sobre el agua quieta y oscura, los monos aulladores cantaban a una luna casi llena y unas diminutas libélulas se concentraban en los lirios acuáticos que bordeaban el lago. Cada tanto, un profundo gruñido porcino y un fuerte chapoteo reverberaban desde los oscuros nudos de las raíces que crecen bajo del agua. “Una vaquita”, susurró Jario Canamari, uno de los cuatro pescadores del pueblo cercano de Trinidadcito, que me había traído al río aquel día. “Una vaquita” es uno de los varios nombres con los que se le conoce a un descomunal pez invasor que, en los últimos cuarenta años, se ha convertido tanto en una plaga como en una bendición en esta remota esquina de Bolivia: el paiche. 

Joven y esbelto, con el cabello casi al rape y de mirada alerta y defensiva, Canamari iba al timón de nuestra canoa de casi tres metros de largo, cortando caña y bejucos, mientras su hermano mayor, Rafael, sentado en silencio en la parte trasera de la embarcación, remaba tranquilamente para llevarnos a la ribera. Gabriel y Ahismed Justiniano Montaño, también hermanos, tripulaban a mitad del bote. Ahismed remaba con la mano mientras que Gabriel liaba un tabaco pegajoso en un papel para notas. El casco del bote ya venía repleto de los cuerpos rojizos, amarillos y plateados de las pirañas que servirían para el próximo desayuno. Al mínimo atisbo de la presencia de un paiche, el cuello felino de Ahismed se estiraba para tirar la cabeza con los ojos clavados en el lugar donde parecía originarse el sonido. Gabriel, ágil y fuerte, expulsaba un fragrante humo por la nariz. “Mantiene alejados a caimanes y serpientes”, me explicó murmurando, que es lo que se hace cuando hay un paiche cerca. 

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El pintado es una de las múltiples especies nativas en peligro de desaparecer por la invasión del paiche.

 El paiche llega a medir casi dos metros y medio y a pesar cerca de 300 kilogramos, por lo que se considera el pez  más grande del Amazonas y uno de los peces de agua dulce más grandes del mundo. Su cuerpo en forma de torpedo está cubierto de escamas negras brillantes y su cabeza tipo serpiente se encuentra blindada por un armazón satinado de color moho. De noche sus ojos verdes fulguran, como un zombi del Mioceno. Carlos Cruz, de 74 años, el pescador más viejo de Trinidadcito, avisó su primer paiche 35 años atrás. “Entonces no sabíamos nada de él”, me dijo. “No sabíamos de qué tipo de bestia se trataba”.

Los rumores se propagaron más rápido que el propio pez. En la ciudad de San Buenaventura, justo al sur del hábitat del paiche en aquel tiempo, se contaba que atacaba a los humanos. En otros pueblos, algunos no comían paiche pues creían que tenía el cerebro infestado de gusanos. En Guayaramerín, en la frontera con Brasil, un pescador me contó: “Cuando el paiche se enoja, vuelca tu bote de un coletazo”. En Las Peñitas, a una hora en coche de San Buenaventura, un pescador afirmaba que el paiche puede nadar de reversa para evitar las redes. Otro me contó que había escuchado que a los paiches los habían criado científicos peruanos alimentándolos de sangre vacuna.

Ruth Isabel Vázquez, marchante del pescado que todos en Riberalta conocen como Doña Chuli, recuerda haber escuchado del pez, a comienzos de los ochenta, en un programa de radio en Puerto Maldonado al sur del Perú. “Lo habían domesticado o quizá lo querían para un zoológico; era una especie de reina para ellos”, me dijo mientras llenaba costales de arpillera azul de paiche desollado, medio congelado y listo para embarcarse hacia las ciudades montañosas del interior de Bolivia. “Llevaba una corona en la cabeza, todos queríamos capturarla”. Dos noches después, en el Mentiroso, le pregunté a Gabriel Justiniano Montaño si había escuchado algo sobre la reina paiche. “¿La que llevaba una corona? Era verdad pero nunca la encontraron”. Jairo se giró y desplazó su mirada del agua para dejar asomar una cálida sonrisa cómplice: “Es que está aquí en el Mentiroso”.

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Antonio Medero vive a orillas del río Mamoré, en Brasil, sobre un terreno con una sola casa que llama “Lo que Dios me ha dado”.

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“Actualmente vivimos en un mundo muy explosivo”, escribió en 1958 el biólogo inglés Charles Elton en el libro The Ecology of Invasions by Animals and Plants, aún considerado como un texto fundacional para la biología de la invasión. “Una explosión ecológica significa un incremento en el número de algunos tipos de organismos vivos”, agregó. “Uso la palabra explosión deliberadamente porque significa la pérdida de control de fuerzas que antes eran contenidas por otras. Las explosiones ecológicas difieren del resto por ser más bien silenciosas y tardar más en suceder”. Los biólogos han identificado el fenómeno de las especies invasivas (algunas veces consideradas como especies “naturalizadas”) desde los tiempos de Darwin, pero eran vistas como rarezas. No fue sino hasta las investigaciones de Elton que los invasores fueron entendidos como una seria amenaza a los ecosistemas globales. Veinte años después de la publicación del texto seminal de Elton, el paiche detonó silenciosamente en el ecosistema de Bolivia. Su verdadero impacto no se hizo sentir durante décadas.

Durante años, el paiche ha sido un depredador ápice en los ríos de corrientes lentas y en los recodos de los lagos del norte del Amazonas. Consume todo lo que cabe en sus enormes mandíbulas ganchudas, más que ningún otro pez, además de semillas, hojas, piedras y lodo. En sus hábitats naturales, principalmente en Perú y Brasil, ha sido parte importante de la dieta humana mientras la gente ha contado con los instrumentos para pescarlo. Una historia de su origen de la tribu Uaia, proveniente de la amazonia occidental brasileña, es casi tan terrorífica como los rumores que se han expandido en Bolivia durante las últimas décadas. Pirarucú, como lo llaman en Brasil, originalmente era un valiente pero cruel príncipe guerrero que enfureció a los dioses con sus blasfemias y su excesiva violencia contra su propio pueblo. Un día, mientras el guerrero se encontraba pescando, los dioses conjuraron una tormenta, dispersando a sus compañeros e hiriéndolo en el corazón con un relámpago. Cayó en el río y se hundió en sus profundidades donde fue transformado en un oscuro pez que durante años aterrorizó a la región. Inclusive en su hábitat natural, el descomunal pez resulta siniestro y misterioso, un engendro monstruoso producto de un conflicto con lo divino, no de la naturaleza misma. 

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En San Lorenzo, una comunidad ubicada sobre el río Mamoré que divide Bolivia y Brasil, se ha pescado paiche durante los últimos cuatro años. Antes de 2014 nunca habían visto uno.

Eventualmente la situación reviró y el malvado pescador que aterrorizaba a su propio pueblo se convirtió en el perseguido. Las comunidades de la ribera de Perú y Brasil, así como también las de Colombia, Ecuador y Guyana, donde el paiche se encuentra en menores cantidades, usan picas, arpones, arco y flechas, y lanzan redes para capturar al pez durante los quince o veinte minutos que sale a boquear. Para 1975, cuando las Naciones Unidas aprobaron la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (cites, por sus siglas en inglés), el paiche se contaba como una de las especies en peligro de extinción. Se prohibió su exportación. Por el mismo tiempo, los campesinos de Perú y Brasil empezaron a implementar criaderos para aliviar la presión sobre otras especies salvajes. Algunos campesinos notaron que el paiche tenía gran potencial para la exportación: de crecimiento rápido, fecundo, rico en proteína y totalmente libre de espina intramuscular.

En 2012, la revista Time aclamaba el éxito de las granjas peruanas de paiche. Dos años más tarde, Whole Foods comenzó a proveer este pescado como una alternativa sustentable al robalo chileno, de textura firme y sabor suave muy parecido. Mientras el robalo chileno (el nombre amigable y comercial de la especie llamada Dientudo de la Patagonia) había sido el centro de una controversia sobre su sustentabilidad desde principios de los años dos mil, el paiche peruano de criadero, según el sitio web Whole Foods, ayudaba a salvar el Arapaima gigas silvestre: “Consumo para la conservación”. Un estudio del mismo año, publicado en la revista Aquatic Conservation, corroboraba la afirmación. Comunidades de Perú y Brasil con planes empresariales, que con frecuencia incluían criaderos de peces, vieron un significativo mejoramiento en la densidad del paiche silvestre, mientras que aquellos que no habían contemplado planes empresariales, en la mayoría de los casos, pescaban las especies locales hasta su extinción.

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El paiche es el pez de escama más grande de la Amazonia.

Alison Macnaughton, una bióloga canadiense que trabaja con el World Fisheries Trust (Fideicomiso Mundial Pesquero), una institución canadiense de beneficencia, describió el sistema brasileño como “el santo grial de la industria pesquera”. Las comunidades de ahí desarrollaron un esquema para contar sus existencias de pescado con precisión: una especial proeza, señaló Macnaughton. La iniciativa para salvar al paiche en su hábitat natural ha resultado exitosa hasta ahora. 

El mismo proyecto se tornó también un desastre ecológico. A finales de los setenta, las inundaciones alcanzaron los diques alrededor del Lago Sandoval al sur de Perú, donde el gobierno peruano había estado criando paiches jóvenes. Los peces bebé —nadie sabe cuántos— escaparon al río Madre de Dios que alimenta la Cuenca Amazónica Boliviana. Desde entonces, el paiche ha expandido su alcance a una velocidad promedio de 33 kilómetros por año, algo inusualmente rápido para un pez que no es migratorio. El paiche pasa las estaciones secas construyendo nidos redondos alrededor de las riberas saladas de los lagos, alimentándose de las jóvenes especies nativas que usan los mismos hábitats para procrear. Las parejas de paiches dejan miles de huevos por vez y pueden criar con éxito camadas de cientos de peces jóvenes, a quienes protegen ferozmente de otros peces. Cuando las lluvias de primavera llegan y los recodos de los lagos reconectan con los ríos, la nueva generación de paiches nada en el brazo principal y se mueve aguas abajo en busca de nuevas tierras donde infiltrarse para cazar y criar. Los únicos obstáculos que parecen infranqueables para los paiches son los rápidos (las fronteras naturales que han restringido sus límites antes de los setenta). Aunque aún no existen datos científicos sólidos que prueben que el paiche ha dañado las poblaciones locales de peces, cada pescador que conocí estuvo de acuerdo en que las especies locales habían desaparecido por años a causa del paiche.  

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Para muchos pescadores bolivianos el desastre ecológico se ha traducido en bonanza económica. “Esos dos paiches que escaparon de Perú y llegaron a Riberalta han sido una verdadera bendición”, explicó Marvin Severe quien, con doña Chuli, es una de las dos mujeres que se proclaman pioneras de la comercialización del paiche en Bolivia. “Hoy todo mundo es pescador”.

Hasta los setenta, cuando el gobierno brasileño construyó una fábrica de hielo en la ciudad fronteriza que cruza el río desde Guayaramerín, la gente en esta parte de la amazonia boliviana pescaba casi exclusivamente para sobrevivir. Los primeros pobladores extranjeros que llegaron a la región boscosa tan solo un siglo antes desplazaron a los grupos indígenas esse ejja, cavineño y takana, tremendamente nómadas, que históricamente habían poblado el bosque. Los habitantes ahora eran tanto mestizos de Bolivia y Brasil como extranjeros de Alemania, Japón y Turquía que habían llegado a extraer látex para el creciente mercado internacional. En el siglo xx, a medida que el caucho sintético reemplazaba al natural, la economía se movía hacia la madera, las nueces de Brasil y, por algunos años, en los ochenta, por el oro. La mayor parte de las familias que actualmente viven en Trinidadcito llegaron en el auge del caucho: el abuelo de Ahismed y Gabriel Justiniano Montaño llegó a trabajar como capataz de una plantación de caucho cercana; el padre de Carlos Cruz llegó como jornalero. Los dueños del caucho y las nueces vendían tabaco y licor a sus empleados pobres, inclusive a indígenas que antes habían sido nómadas, en un sistema conocido como “Habilita”, alimentando adicciones que mantenían en deuda y con un bajo poder adquisitivo a los trabajadores. El norte de Bolivia ha sido una región de auge y prosperidad durante siglo y medio, con fortunas densamente concentradas en manos de unos pocos. 

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En los ochenta y noventa, después de que la construcción de la fábrica de hielo volviera viables los traslados más largo en los ríos y que la creación de reservas naturales del lado brasileño de la frontera hiciera del comercio pesquero algo ilegal, grandes barcos brasileños empezaron a contratar pescadores bolivianos para internarse más profundamente en los ríos y lagos donde la pesca permanecía sin regulación, en busca de peces nativos como el pacú, el surubí y el pintado, que continuaban siendo las especies favoritas de la gente local. “Puedes hacer tu agosto aquí”, me dijo un pescador de Guayaramerín. “El barco más pequeño puede cargar cinco mil kilos de pescado. Los más grandes, veinte mil”. A principios de los años dos mil la pesca de especies nativas empezó a declinar, en parte, dicen los pescadores, por el paiche y en parte por los grandes proyectos de hidroeléctrica que empezaron a surgir en 2008 en el río Madeira atravesando la frontera con Brasil. Por el mismo tiempo, el gobierno brasileño impulsaba el desarrollo de pequeñas granjas de productos baratos que satisfacieran la demanda local. El pacú y el surubí de criadero pronto inundaron el mercado local y la floreciente industria pesquera de Guayaramerín se vio paralizada. Hoy el puerto de la ciudad se encuentra en triste calma. Una fila de pequeñas lanchas, la más grande con capacidad de dos mil kilos, se mece en el agua silenciosamente. Los barcos más grandes varados a un costado se utilizan para transportar refrescos y ganado. En cuanto la pesca murió en Guayaramerín, los pescadores de Riberalta comenzaron a vender paiche. Veinte años después, éste representa 85% de la pesca proveniente del puerto de Riberalta, la mayor de Bolivia. Según Paul Van Damme, director de la ong boliviana Faunagua, “si el paiche no hubiera entrado, ya no existiría más la pesca”. 

Durante el auge de los años noventa, Sereve, una mujer alta y perspicaz en sus cuarenta, comenzó su negocio pesquero con especies nativas. “Al principio tenía seis barcos, luego perdí uno, después me divorcié de mi esposo y él se llevó dos”, dijo riendo una noche que estábamos en su pequeño restaurante en el barrio rivereño. “Ahora tengo tres barcos y me aferro a ellos. Soy la única persona en Riberalta con una cadena completa de abastecimiento”. Sereve contrata pescadores para ir río arriba durante dos o tres semanas por vez e internarse en los trechos más alejados del río Beni, en zonas donde en la última década apenas llegó el paiche. En lugar de comprarle a los pescadores locales, como lo hace su principal competencia doña Chuli, Sereve paga un monto neto de 2 000 bolivianos (unos 290 dólares) a cada comunidad por el permiso de pescar ahí. Cuando la pesca regresa, ella procesa y empaca al vacío hamburguesas, salchichas y nuggets de paicha en una pequeña planta anexa de su casa. 

Entonces, le vende a clientes en las ciudades del interior de Bolivia. En el mes más bajo, dice, exporta cuatro mil kilogramos de paiche, una dramática mejora desde aquellos días en los que, como Chuli me comentó, “teníamos que inventar mil pretextos diferentes para vender”, entre ellos, vender filetes procesados como surubí. En los últimos cinco años, principalmente la mayor parte de los vendedores de los mercados urbanos apenas empezaron a vender el paiche bajo su propio nombre. 

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Ahismed Justiniano Montaño cocina la pesca del día a orillas del lago Mentiroso después de una jornada de pesca de más de 24 horas.

El mercado del paiche continúa en crecimiento, pero permanece limitado por la dieta mayormente carnívora del boliviano y las restricciones impuestas por las leyes de protección. En la actualidad, la pesca comercial es la segunda fuente más importante de ingresos al norte del Amazonas, después de las nueces de Brasil. A pesar de que la pesca genera trece millones de ingresos al año tan solo en los mercados urbanos, continúa como una parte ínfima de la economía nacional de la Bolivia sin litoral y bastante fuera del alcance del radar del gobierno federal, allá en las regiones montañosas occidentales. Inclusive en la ciudad puerto de Riberalta, si la comparamos con las nueces de Brasil, “la pesca hace menos dinero”, me dice Van Damme, “pero provee recursos por muchos más meses y para mucha más gente”.

Desde 2011, la pesca anual del paiche en el norte boliviano se ha duplicado. Esta sola especie representa alrededor de tres cuartos del ingreso anual de un pescador profesional. En las comunidades rurales, donde los recursos de los ingresos tienden a diversificarse, la pesca genera cerca de 20% del ingreso anual total, la mitad del cual proviene del paiche. Aunque un equipo para cantidades más importantes como el de Sereve puede cazar el paiche con redes de entradas extralargas, la mayor parte de los pescadores no pueden pagar un equipo semejante, lo que significa que muchos de ellos continúan extrayendo las mismas especies nativas que temen el paiche está llevando a su extinción. 

Para muchos pescadores y compradores, sin embargo, los cambios han sido inequívocamente positivos. Doña Chuli ha creado un negocio que emplea a su familia extensa completa. Para muchos jóvenes el paiche ha provisto un modo de subsistencia donde todos los planes han fallado. Jairo Canamari buscaba licenciarse en ingeniería ambiental, pero tuvo que dejar los estudios después de haber dejado embarazada a otra estudiante (con quien se casó dos años más tarde). Gabriel Justiniano Montaño quería ser jugador de futbol, pero nunca pudo obtener un lugar en el equipo nacional. Ahismed Justiniano Montaño terminó los cinco años de estudio de contaduría y buscó trabajo sin éxito durante seis meses. Los tres llegaron a Trinidadcito y encontraron trabajo en la pesca del paiche. “Aquí, al menos, siempre hay recursos”, me dijo Ahismed. 

Y aún con ello el mercado permanece limitado: el paiche representa tan solo 4% del consumo total de pescado en Bolivia, donde la gente come menos de tres kilogramos de pescado pér capita al año (el promedio mundial es de más de veinte). Casi la mitad del pescado que consumen los bolivianos de las regiones urbanas (inclusive en lugares como Riberalta y Guayaramerín) proviene de criaderos de Brasil, Perú y Argentina. Más aún, mientras Perú y Brasil continúan expandiendo sus exportaciones de paiche, Bolivia se encuentra atado por las regulaciones de cites sin poder exportar su pesca silvestre de manera legal. Para poder cumplir con cites, el gobierno federal tendría que proveer a las Naciones Unidas con evidencias científicas de que el paiche es una especie invasora que no se encuentra en peligro de extinción dentro de las fronteras bolivianas: un proceso caro y tedioso que requeriría años de estudio en una región donde tanto la investigación como los recursos son limitados. Para poder generar los fondos necesarios para la investigación y comenzar un proceso burocrático para presentar la información a las Naciones Unidas, Erwin Rivero Ziegler, senador nativo de Riberalta, me dijo: “Se tendría que generar interés al interior de la clase política”.  

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Esto no será fácil. Hasta el año pasado, cuando el senado aprobó la ley Acuicultura Sustentable, Bolivia no había procurado registrar ninguna ley pesquera. Para desarrollar la ley, las oficinas de Rivero trabajaron con los pescadores de las tres principales cuencas durante cinco años. Su equipo se encontró con que las reglas de los embargos locales tenían un efecto mínimo. No obstante, los mismos pescadores que extraen pescado indiscriminadamente durante los periodos de embargo reconocieron la necesidad de la intervención gubernamental para preservar su abastecimiento de pescado, tanto en forma de prohibiciones legales más fuertes, como mediante el apoyo financiero para comprar equipo especializado y para compensar las pérdidas en la temporada de veda, puesta en vigor de manera reforzada. Sin el establecimiento de estos sistemas, me decían los pescadores, no podían permitirse dejar de pescar en época de embargo; además no cuentan con ningún incentivo para ello. “Estaban conscientes de que necesitaban algunos controles en su lugar”, me comentó Rivero. “Existe un vacío —un vacío que finalmente es labor del estado llenar—. El propósito de la ley es resolver todo esto”. Dieciocho meses después, el Ministerio de Desarrollo Rural y Tierras aún tenía que aprobar regulaciones específicas que hicieran la ley factible; en su estado actual no hacía mucho más que establecer una administración federal para monitorear y reunir información sobre la pesca. Lo único que formalmente criminaliza es la pesca con explosivos. 

Con la expansión anual de la pesca del paiche tanto en volumen como en extensión, el mercado puede saturarse pronto. Las leyes internacionales de preservación diseñadas para proteger a especies en peligro (las mismas leyes que indirectamente detonaron la invación) podrían terminar teniendo que lidiar con el fuerte golpe a la subsistencia de aquellos más afectados por la llegada de esta especie. Así como los rumores se han movido más rápido que el propio pez, el pez se ha movido a mayor velocidad que la ley. 

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En ningún lugar han sido más evidentes las deficiencias de la ley de preservación que en la rivera del Mamoré, el ancho río de aguas rápidas que separa el noreste de Bolivia del suroeste de Brasil, así como alrededor de los ríos recientemente infestados por el paiche. Hace tan solo cuatro años, los pescadores del pueblo de San Lorenzo (a cuatro horas en coche de Guayaramerín en época de secas, a siete en la de lluvias y a once en lancha cuando los caminos se inundan) comenzaron a pescar paiche. (Los científicos dicen que éste ciertamente se encontraba ahí antes, pero en proporciones muy menores para que alguien lo notara). Ahora pescan por docenas del agua que fluye a pocos metros de sus puertas. 

San Lorenzo es un lugar diminuto: tienen algo así como una docena de casas alineadas en una calle polvorienta paralela al río, bajo la sombra de mangos y tamarindos. También tiene un depósito de agua que no funciona, un pequeño parque que nadie visita cerca del río y un campo de futbol tomado por el ganado desde hace tiempo. Cuando los pescadores del lugar salen por la mañana, lo primero que ven es el Mamoré y, del lado opuesto, Brasil. Dos veces al día, las lanchas automáticas corren por la orilla opuesta. Un barco transporta residentes del pueblo llamado Sorpresa a Guajará-Mirim, la ciudad brasileña pasando el río Guayaramerín. Otro bote pertenece a la policía que monitorea la actividad ilegal en el río, específicamente la pesca. Desde Bolivia, el lado brasileño del río, cuya mayor parte está protegida como reserva silvestre desde los setenta, se considera simultáneamente el pasado primordial y el futuro amenazante. De un lado del Mamoré el paiche es invasor, del otro, se encuentra amenazado.  

La noche que llegué a San Lorenzo, fui a la ribera con Samuel Surubí, la única persona para comprar víveres en el pueblo; se trata de una tienda de paso para adquirir cerveza, coca y tabaco —los tres intoxicantes que la mayoría de los pescadores utilizan para permanecer horas en el agua (la industria ha cambiado de nuevo, pero “Habilito” está vivito y coleando)—. Samuel me llevó para recoger la pesca de un par de pescadores que acababan de vaciar sus redes a poca distancia, río abajo. Raúl Chavez Parada, mejor conocido como Cata, y su compañero Josué Castro Barveris arrastraron doce peces del casco de su barco y los dispusieron afuera en el lodo como ejemplares de muestra; todos eran paiches. El más pequeño pesaba más de 13.5 kilogramos, el más largo, más del doble; todos coincidían en que era bastante chico. Rolando Reí Pereira o Roli, un hombre larguirucho y esbelto, permanecía de pie a la orilla del agua mientras agitaba un cartón de huevos como incensario, enviando nubes de humo gris en un intento infructuoso de mantener a raya un ejército de mosquitos. El hermano mayor de Cata, Jesús Chávez Parada, o Papayo, dirigía una luz irregular a los peces. Sus ojos verdes se encendían como linternas. Josué, trabajador y lacónico, con la mejilla inflada por un montoncito de coca, cortaba eficazmente pescado tras pescado, abriendo su armadura cual chaqueta, dislocándoles el cuello, removiendo la pesada cabeza plateada y las entrañas colgantes de un solo jalón, antes de retirar el amasijo sangrante y resbaladizo de los pulmones. Los puercos aguardaban en los matorrales para llevarse las vísceras desechadas. 

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Al día siguiente, crucé al lado brasileño del río para encontrarme con Antonio Medero, un pescador del establecimiento llamado Deus Que Me Deu o “Lo que Dios me dio”. Me contó sobre los compradores brasileños que comenzaron en los dos mil y vinieron a los pueblos de Bolivia a comprar paiche bebé para abastecer sus criaderos al otro lado del río. Preocupados de ser descubiertos al transportar especies protegidas, descargaban de golpe los paiches jóvenes por la borda cuando veían agentes aduanales brasileños acercarse. En los últimos años, las autoridades brasileñas se han vuelto más estrictas. Aunque Medero conoce lagos cercanos repletos de paiche y sabe que podría sacar cientos de kilos del río justo fuera de la puerta de su casa, como hacen los hombres en San Lorenzo, se niega a pescarlos: el riesgo de ser sorprendido con paiche en el mercado es demasiado alto. “¿Cómo van a saber de qué lado viene?”, decía. “El pescado no habla español ni portugués. Aquí todo está prohibido”. A Medero le preocupaba menos lo ridículo de la regla absurda que las consecuencias de romperla.

Sesenta años después de que Elton hubiera articulado la noción moderna de las especies invasivas, los biólogos aún perfeccionan su definición. Martin Nuñez, un biólogo de la Universidad de Tennessee, define una especie invasiva como “algo que ha sido introducido después de 1500 por intervención humana”. Cuando se internó por vez primera en el campo de la invasión biológica, Nuñez me comentó que se imaginó que las especies más invasivas llegaban a tierras nuevas como turistas que viajan de autostop, polizones por accidente en barcos y aviones. En realidad, decía, las especies más invasivas son introducidas deliberadamente —en criaderos de peces, como depredadores de especies indeseables, a manera de un conocido juego de caza deportiva— y luego evaden nuestros temerarios intentos para contenerlos. Matthew Barnes, un biólogo de Texas Tech University (la Universidad Tecnológica de Texas), formula su definición de manera un poco diferente: “Algo es invasivo de acuerdo a la manera que afecta la economía humana y la construcción de lo que se supone que debe ser el medio ambiente”, me comentó. “La invasión es un constructo humano”.

Los humanos provocan las invasiones y tienen el lenguaje para definirlas, pero no somos los únicos animales afectados. Hoy en día, las especies invasivas son la segunda causa de extinción en todo el mundo, después de la destrucción de hábitats. Para desprogramar estas “bombas ecológicas” antes de que terminen con la biodiversidad global, confiamos en las leyes y la ciencia. Sin embargo, lidiar con la mayor parte de los efectos negativos de los invasores depende sólo de la prevención. Para el momento en que una especie se hace reconocer como invasiva, con frecuencia ya es demasiado tarde para detenerla. Las leyes que utilizamos corresponden a fronteras y estados-naciones que también son un constructo. En el caso del paiche, esas fronteras y leyes sólo han exacerbado la propagación de la especie.   

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El paiche no puede permanecer sumergido más de veinte minutos en aguas con poco oxígeno.

Mientras los científicos usan la palabra invasivo, los pescadores que conocí, sin excepción, describieron el paiche como sobrenatural, una disrupción en lo que debería ser su medio ambiente. Pero la idea de la naturaleza como una máquina perfectamente calibrada es una invención humana, tanto como la leyenda Uaia de la historia del guerrero transformado en pez. La extinción, el cambio y la fluctuación son todos fenómenos naturales. Cuando surge una especie invasiva tan aterrorizante, colosal e inexplicable como el paiche, que nuestras leyes y autoridades han sido incapaces de contener, rompe en pedazos nuestro frágil control de las cosas, recordándonos, de manera terrible, que nada —ni la naturaleza y ciertamente tampoco nosotros— es permanente. Carmelo Cruz tenía razón: el paiche realmente es un signo del fin de los tiempos. 

Y a la vez, el paiche también representa el futuro para la mayoría de pescadores del norte boliviano. En Trinidadcito y Riberalta, las regiones más transformadas por el paiche, el pez ahora es tan esencial como extraño al ecosistema en desarrollo. En Trinidadcito, la comunidad decidió de manera unánime pescar exclusivamente con cañas en lugar de redes, para poder mantener el recurso vivo para generaciones futuras. Vigilan la entrada del Mentiroso para asegurarse de que los pescadores de Riberalta y de los pueblos vecinos no exploten los recursos que en la última década han hecho de su región si no una más próspera, al menos un lugar viable para vivir. Cruz, el pescador más nostálgico que conocí, me dijo con orgullo: “En Trinidadcito sólo trabajamos de manera sustentable”. El senador Rivero coincide: “No podemos mirar [al paiche] como una influencia negativa”, me dijo. “Es una realidad. Inclusive en San Lorenzo, donde el pez es aún objeto de rabia y fascinación, muchos de los pescadores han aceptado, aunque a regañadientes, al paiche como parte central de su subsistencia”. 

Mi última noche en San Lorenzo asistí a una junta de los pescadores locales convocados por Donald Dorado Araú, quien me había traído de la ciudad de Guayaramerín como invitado, quizá para legitimar el surgimiento de su propia asociación pesquera a los ojos de nuevos miembros potenciales que pudieran asociarse pagando una cuota de ingreso. Unos quince pescadores se habían reunido en la sala de la casa de Surubí, una plataforma cubierta por un techo alto de metal corrugado a la intemperie, que seguro volaría en una tormenta. La última, esperaba Surubí en la estación de lluvias, que debía haber terminado semanas atrás. Telenovelas mexicanas apenas se escuchaban como fondo mientras Surubí sacaba de su despensa latas de cerveza brasileña barata. Dorado habló de los derechos de los trabajadores y de la acción colectiva, sobre la necesaria sobriedad (como Carmelo Cruz era un nuevo converso a la Asamblea de Dios), así como de la necesidad de defender los recursos de Bolivia de los cazadores furtivos del otro lado de la frontera, un límite que describía como si hubiera existido desde tiempos inmemoriales. “La gente piensa que tenemos demasiado y nunca se nos va a acabar. Pero se acabará”, dijo. “Antes fue la fiebre del caucho y la del oro y ahora tenemos la del paiche. Pero ya saben lo que pasó con el oro”. Un pescador llamado Pinduca levantó la mano: “Cuando este pez llegó aquí por primera vez estábamos furiosos por lo que hizo a los otros peces”, dijo al grupo. “Pero ahora no hay nada que hacer. No hay solución”. La asamblea asintió y bebió. “Éste será nuestro pez”. 

 

Traducción Miriam Martínez Garza.

Una versión original se publicó en The Believer (no. 121). Este reportaje fue posible gracias al Pulitzer Center of Crisis Reporting.

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