Latinoamérica es cuna de esperanzas. Reiteradamente, a lo largo del siglo pasado, se trataron de identificar nuevas vetas creativas que entrelazan culturas, hilvanan rasgos panamericanos o signos de identidad entre países disconexos, aunque hermanados por lenguas comunes. Desde lo lejos, el vínculo aparece cuando las señales de progreso global se eclipsan y la confianza en las nuevas tecnologías se desvanece. Entonces, como ahora, se abre otra posibilidad, pausada, donde la arquitectura no solo sobrevive, sino que se explaya con lo más básico. Arquitecturas de urgencia, que atienden a comunidades ignoradas por sus gobiernos, con un fuerte compromiso social y que recurren a la inmediatez de los materiales y las técnicas locales son cada vez más visibles en el contexto latinoamericano contemporáneo. Alejandro Aravena cuenta cuánto valora haberse educado en un entorno de escasez, ya que es un filtro muy eficaz contra lo que no es estrictamente necesario.[1] Eliminado lo prescindible, los recursos básicos se conforman con la mano de obra poco especializada del lugar y materiales como la madera, el bambú, el tabique de arcilla, el adobe o el block de concreto y, excepcionalmente, sencillas estructuras de acero o buenos muros de concreto aparente. Ahí, el arquitecto despojado de sofisticados recursos tecnológicos, de equipos globalizados de especialistas y de nuevos materiales, con los que se llevaron a cabo las obras más icónicas de la primera década del siglo, se enfrenta solo a una realidad urgida de soluciones y respuestas inmediatas. Ahí, el arquitecto cuenta únicamente con su ingenio. A veces haciendo de la síntesis virtud y en algunos casos, al límite de pasar desapercibida la acción del autor, convertido en un mero activista social que gestiona procesos y facilita información constructiva a la comunidad.
Aravena proponía en la XV Bienal de Arquitectura de Venecia —que dirigió– la convergencia de dos caminos excluyentes: el que aborda la forma desde ejercicios endógenos sobre el espacio y el que proviene de temas transversales que afectan a la humanidad: la pobreza, el tráfico, el agua, etc. Si el primer camino cayó en desprestigio tras la crisis económica de 2008, el segundo nos inundó de datos estadísticos, hasta bloquear cualquier iniciativa.[2] El título Reportando desde el frente, que propuso el premio Pritzker chileno, buscaba identificar los desafíos que sí importan, que están conectados con la realidad y que libran la batalla desde la propia disciplina arquitectónica. Su bienal procuró mostrar buenos ejemplos donde la arquitectura fuera capaz de responder a las grandes preguntas con arquitectura, para atisbar qué sigue tras la denuncia y el análisis y para entender cómo la creación formal sigue siendo determinante.[3]
Como alternativa al arquitecto diseñador aparece el arquitecto activista. Si para uno el objetivo es la estética, para el otro lo que importa es el efecto. Como apunta Justin McGuirk, uno crea formas y el otro provoca acciones, optimizando recursos.[4] Formas activas y pragmatismo se convierten en las claves de una nueva arquitectura que recupera cierta función ideológica sin perder la vocación formal originaria. Desde esta perspectiva, en estas páginas se destacan aquellas arquitecturas radicales que, con pocos recursos económicos y materiales, privilegian el ingenio del autor y los proyectos de carácter público y comunitario, por encima de las obras privadas y eventualmente más sofisticadas. Esta búsqueda nos lleva a excluir algunos proyectos excesivamente protagónicos e icónicos, que se alinean con tendencias y formalismos globales, para privilegiar las obras que se insertan en su contexto, se ciñen a los recursos del lugar y atienden a las necesidades de la comunidad. A su vez, las cincuenta arquitecturas que componen esta selección latinoamericana han sido construidas por una nueva generación de jóvenes [5] arquitectos menores de cincuenta años, y buena parte de las obras son resultado de trabajo en equipo, no solo con las comunidades con las que trabajan, sino también entre distintos arquitectos que puntualmente abordaron proyectos juntos. En realidad se pueden identificar al menos dos generaciones: la de los hijos del 68, cuyos padres, tal vez, protestaron y creyeron en que “la imaginación podría llegar al poder”, tenían veinticinco años a principios de los noventa, el neoliberalismo rampante parecía ofrecer un futuro de libre comercio, libre tránsito y supertecnología, y crecieron sin internet. Y la segunda generación es la que empieza a ejercer ya en la crisis —algunos estaban en la escuela aún en 2008— y que creció con videojuegos. El carácter antológico de esta selección, que incluye ambas generaciones, es una apuesta por ciertos signos de identidad de la reciente arquitectura latinoamericana que bien puede considerarse radical.
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Apuntaba Iñaki Ábalos que “la consolidación de una arquitectura moderna latinoamericana tuvo hasta bien entrada la década de los ochenta una dimensión heroica e identitaria que se canalizó a través de cuatro grandes vectores: la reivindicación del espacio latinoamericano y su legado prehispánico; la reivindicación de vivir en el tiempo presente, con sus lazos culturales europeos y americanos; la reivindicación de unas técnicas vernáculas, un medio natural y un clima específico; y por último la reivindicación de un medio social efervescente que aspiraba a salir de la opacidad. Lo interesante —sigue Ábalos— que tiene hoy visitar la arquitectura que se ha producido en las dos últimas décadas en Buenos Aires, Ciudad de México, Lima, Medellín, Montevideo, Santiago y tantas otras en Latinoamérica, es que estos vectores no han dejado de estar presentes y, de hecho, han contribuido decisivamente a crear magníficas arquitecturas, pero ahora todos ellos están vivos conformando un mismo campo de juego. Podríamos decir que al fin se han identificado como un mismo problema, el de la Arquitectura con mayúsculas, capaz de transformar necesidades, contradicciones y aspiraciones múltiples en una expresión poética, solvente y madura, como si asistiésemos al paso desde una difícil adolescencia a un estado de gracia y plenitud que, por cierto, se corresponde con otra impresión cada vez más dominante, que este estado de plenitud comienza a visualizarse también en el optimismo económico, social y político de gran parte del continente, aun a pesar de los enormes problemas con los que debe enfrentarse. La arquitectura que se está produciendo actualmente es a la vez poliédrica y universal, capaz de producir obras y proyectos que despiertan interés como expresiones genuinas de lo que la arquitectura es capaz de producir en la cultura contemporánea”.[6]
Efectivamente, ciertos valores —o vectores, como propone Ábalos— persisten y de algún modo estructuran los caminos tomados por las generaciones más recientes. Sintetizando, y a riesgo de simplificar en exceso, en las arquitecturas latinoamericanas de fin de siglo se reconocían ciertos signos de identidad nacional: la arquitectura chilena relacionada con el paisaje, la argentina con la racionalidad, la brasileña —especialmente la paulista— con la audacia estructural, la colombiana con la expresión de la materia y la mexicana con la monumentalidad. Cabe repasar los itinerarios seguidos por algunos de estos países y los autores que orientaron el rumbo reciente, para dilucidar sus caminos, estrategias y obras, que anteceden a los proyectos que en la obra se publican.
Quizá más que ninguna otra nación, Argentina resintió el cambio de siglo con la crisis de 2001 que azotó su economía. Se debilitó la producción y la arquitectura enfocada a la creación de formas se transformó en una disciplina dirigida a la fabricación de contenidos y a la creación de una escritura narrativa con medios tectónicos.[7] Acaso destaque de ese periodo la producción de los arquitectos rosarinos, como Gerardo Caballero, Marcelo Villafañe y especialmente Rafael Iglesia, que trabajó el potencial poético de las estructuras y la expresión de los materiales.
La arquitectura brasileña, que salía de su trance edípico con el centenario Niemeyer y la escuela carioca, se identificó con la esencialidad estructural y la estética brutalista de Paulo Mendes da Rocha, reconocido internacionalmente con el premio Mies van der Rohe de Latinoamérica en 1998 y posteriormente con el Pritzker en 2006. Tras él, una nueva generación perpetuó la ortodoxia moderna que inició Vilanova Artigas medio siglo antes. Angelo Bucci, Fernando de Mello Franco, Marta Moreira, Milton Braga (MMBB), Álvaro Puntoni, Mario Biselli, Marcio Kogan o Marcelo Carvalho Ferraz son los exponentes más destacados del relevo generacional de São Paulo que recargó de energía las líneas trazadas por Mendes da Rocha —los primeros— y Lina Bo Bardi —el último, que fue su discípulo y velador de su legado—. Pórticos de concreto y estructuras flotantes que expresan la crudeza del músculo sin piel prevalecieron sin solución de continuidad con el cambio de milenio.
En lo que va del siglo destaca el caso chileno que, después de una constante existencia marginal, irrumpe con la arquitectura más original del continente americano, distinguiéndose de otras por la contundencia propositiva de las últimas generaciones, fruto de una economía estable y una sólida estructura académica. Arquitectos como José Cruz, Germán del Sol, Mathias Klotz, Smiljan Radic, Alejandro Aravena, Sebastián Irarrázaval, Assadi + Pulido o Pezo von Ellrichshausen son algunas de las caras más destacadas de una realidad poliédrica y efervescente, que a su vez es la punta de lanza de una sólida cultura arquitectónica más próxima al pragmatismo y a la eficacia funcional tardomoderna que a las piruetas formales de las estrellas de la arquitectura global de fines del siglo XX.[8] Un periodo que empieza con el pabellón chileno en la Exposición Universal de Sevilla 1992, como muestra de un país que salía a lucirse para dejar atrás los momentos precedentes —la dictadura, el posmodernismo— y mostrar con confianza sus propios potenciales. Pero sería a partir de una modesta caja de madera proyectada por Mathias Klotz que inició el camino de la generación más osada.[9] Klotz concibe la arquitectura como parte y contraparte del paisaje y consigue máximos resultados a partir de gestos mínimos, proyectando con trazos fundacionales y con marcas en el territorio. Con él, una nueva generación de arquitectos irrumpe en la escena chilena finisecular con rigor profesional, adaptados a las leyes de mercado y en sintonía con el debate mediático internacional. Smiljan Radic, Alejandro Aravena, Sebastián Irarrázaval y Felipe Assadi pertenecen a esta generación. Con obras enigmáticas y complejas, Radic destaca “en el desmontaje de su pericia en el uso de los materiales, en la llamada ‘lógica’ estructural, en el aprovechamiento de las condiciones ambientales, en la economía de recursos, así como en asociaciones y referentes arquitectónicos, descripciones y adjetivaciones”.[10] Alejandro Aravena se formó en las mismas aulas de la Universidad Católica que los anteriores; sin embargo, su trabajo apuntó hacia una búsqueda más estratégica, desde sus investigaciones sobre la vivienda mínima en Elemental. El carácter abierto de su propuesta permite al usuario completar según sus posibilidades el potencial de sus espacios para vivir. De la nueva generación, quizá quienes más despunten por la originalidad de su trabajo sean Pezo von Ellrichshausen. Sin duda, generacionalmente deberían pertenecer a la selección de este libro que, sin embargo, se excluyeron por carecer de obras públicas, más allá de sus ejercicios domésticos. Para Mauricio Pezo y Sofía von Ellrichshausen, los proyectos de arquitectura son sistemas dinámicos de determinación formal, y sus casas son variaciones de una misma idea germinal a partir de ejercicios sucesivos de prueba y error.[11] Con el cambio de siglo, la arquitectura contemporánea chilena reelaboró los prototipos del Movimiento Moderno, y sus arquitectos convirtieron en lenguaje propio la construcción de un discurso basado en la claridad geométrica de los prismas en que se descomponen los programas.
Colombia no es periférica.[12] Desde finales del siglo XX, la transformación del país y de sus ciudades ha rescatado una sociedad secuestrada por la violencia, la desigualdad y el narcoterrorismo para convertirla en un laboratorio de arquitectura y urbanismo ejemplar. Tanto en Bogotá como en Medellín se emprendieron acciones sistemáticas desde sus respectivas oficinas municipales de Desarrollo Urbano, como la convocatoria de concursos públicos de proyectos arquitectónicos. Albercas, estadios, parques, bibliotecas, colegios y espacios públicos de calidad están conectados por las infraestructuras de movilidad que tejen sus ciudades. La incorporación del Metrocable en Medellín permitió injertar equipamientos socioculturales de gran impacto en tejidos urbanos muy precarios e impenetrables. Destacan los Parques Biblioteca de Giancarlo Mazzanti y de Javier Vera, el Museo Explora de Alejandro Echeverri, la gran marquesina del Orquideorama de Camilo Restrepo y Plan:b Arquitectos, el acceso a ese mismo parque de Lorenzo Castro y Ani Vélez, las plazas de Felipe Uribe o las albercas de Paisajes Emergentes, como acciones fuertes para activar la transformación social, la mitigación de la pobreza y la falta de oportunidades. La gran marquesina del Orquideorama —apuntaba Ábalos— “supone un nuevo espacio social en la ciudad, abierto al paisaje y al jardín botánico que la rodea. Se diría que casi gratuita, por su escasa funcionalidad, [la marquesina] es precisamente el ejemplo que mejor representa la influencia de la calidad en la forma de habitar y socializar el espacio público”.[13]
Formados en México, los arquitectos costarricenses de finales del siglo XX incorporaron influencias de lenguajes high-tech y deconstructivistas a las construcciones comunes de madera y lámina. Destacaba la audacia formal de Víctor Cañas y Fausto Calderón, así como las obras en la costa atlántica de Édgar Brenes y el trabajo holístico a partir de la tecnología vernacular del trópico de Bruno Stagno.
Si el escenario finisecular mexicano se resumía en tres corrientes tan diversas como equidistantes —la masividad expresionista de González de León, los escenográficos paisajes cromáticos de Legorreta y las propuestas tecnointernacionalistas de TEN Arquitectos—, con el nuevo milenio se complejiza con una doble diversidad: la generacional y la estilística. El panorama de la arquitectura mexicana contemporánea estaba compuesto de equipos profesionales de todas las generaciones —a diferencia de la arquitectura chilena, por ejemplo, donde destacan las últimas generaciones, relegando las firmas senior a un territorio obsoleto—. Estilísticamente, a su vez, convivían escuelas y tendencias sumamente dispares —en contraste con la arquitectura brasileña, donde se percibe cierta fidelidad modernista transgeneracional—. Así pues, la diversidad —que pudiera achacarse a una vaga formación académica o a una fascinación por las formas, más allá de los usos y las funciones— pasó a ser un valor de cambio.[14] De la funcionalidad sin concesiones contextuales destaca la depurada arquitectura moderna de TEN Arquitectos, donde ciertos gestos de carácter estructural singularizan unos edificios rigurosamente sencillos y funcionales. La obra de Alberto Kalach es la más original y escultórica del reciente panorama mexicano. Sus edificios son respuestas radicales, desde la geometría de sus plantas y los recortes de sus muros para iluminar los espacios interiores. Tras él, los arquitectos de la estela kalachiana —Axel Arañó, Alejandro Sánchez, MMX, entre otros— remiten a la materialidad de los elementos arquitectónicos, a la desnudez de los muros de concreto recortados, a los perfiles metálicos, a la madera o a la vegetación con la crudeza de quien antepone los valores éticos de lo construido a los estéticos del diseño. A su vez, el trabajo de Mauricio Rocha se decanta hacia la conceptualización desde los potenciales de lo preexistente con tecnología al alcance, mientras que Javier Sánchez trata de responder al entorno desde el pragmatismo, pactando entre las necesidades del mercado inmobiliario y el contexto art déco de la colonia donde se desarrolla su producción. Michel Rojkind y Fernando Romero son todo lo contrario, al evocar todas las formas globalizadas del panorama arquitectónico. Quizá, por último, quepa destacar a Arquitectura 911 (José Castillo y Saideé Springall), Fernanda Canales, AT103 (que estaba conformado por Francisco Pardo y Julio Amezcua) y Alejandro Hernández Gálvez, tanto por su práctica profesional como por su rigurosa labor crítica, que ha orientado buena parte de la generación emergente que destacamos en estas páginas.
En Perú, con la prosperidad sostenida de las últimas décadas, se desarrolló la carrera de tres parejas: Ruth Alvarado y Óscar Borasino, Jean Pierre Crousse y Sandra Barclay, y Alfredo Benavides y Cynthia Watmough, quienes llevaron a cabo una arquitectura culta y contenida, acorde con los tiempos y con las escuelas europeas y estadounidenses donde se formaron. Tras ellos, varias generaciones colmaron de obras de calidad los reductos conservadores de la burguesía local. Desde la lejanía, Paraguay aparece como el territorio de Solano Benítez, quien ha sabido incorporar la sabiduría estructural del uruguayo Eladio Dieste a la construcción con ladrillos, para crear espacios de gran riqueza. Su arquitectura aparentemente pobre es la antesala de la generación que nos ocupa en esta publicación y es un referente ineludible. No es de extrañar que de su taller emerjan los arquitectos paraguayos más dotados.
Caracas fue paradigma del crecimiento urbano y testimonio del auge de la arquitectura moderna en la segunda mitad del siglo pasado. Las obras de Eric Brewer y Juan Andrés Machado (ODA), Franco Micucci, Henry Rueda o Alessandro Famiglietti definieron los primeros años del siglo XXI y demuestran el peso de la herencia moderna en diálogo con el contexto urbano. También cabe mencionar el trabajo de Alfredo Brillembourg, Hubert Klumpner y su Urban Think Tank en un país atrapado por un gobierno que pasó de prometer el socialismo del siglo XXI a ahogar a su población en la miseria.
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Cíclicamente se ha catalogado la arquitectura de América Latina con el afán de certificar los signos de identidad subcontinental. Eventualmente las bienales y los encuentros internacionales han ayudado a ello, aunque con demasiada frecuencia las antologías se han visto forzadas a cumplir unas cuotas nacionales aun cuando fuera en detrimento de la calidad resultante. Los criterios de selección para Radical. 50 arquitecturas latinoamericanas han eludido todo compromiso de proporcionalidad nacional, se ha editado desde México —asumiendo que la inmediatez influya en la cantidad de obras mexicanas seleccionadas— y se ha prestado especial atención a las arquitecturas chilenas y colombianas por reflejar y ejemplificar ampliamente los valores que se pretende destacar. Con estas cincuenta obras se privilegian los proyectos con carácter público, los programas con compromiso social y las obras colectivas llevadas a cabo por arquitectos menores de cincuenta años. Se han destacado aquellas más comprometidas con los procesos que las que generan formas mediáticas, comprometidas también con la austeridad y la optimización de recursos y con el empleo de materiales comunes. Tras modestas construcciones rurales aparece una nueva actitud que reacciona de manera responsable al despilfarro mediático y global de la arquitectura previa a la crisis de 2008, si bien no es menos cierto que no se pretende aquí caer en la apología del pobrismo, ni defender que todo lo barato tiene valor conceptual, ni que todo lo caro es obsceno, ni que todo lo espontáneo, colectivo o improvisado es más valioso que el resultado proyectual de un proceso intelectual riguroso. Desde la disciplina de la arquitectura no se puede ignorar el camino recorrido por siglos de experiencias perfectamente documentadas, ni pretender descubrir en cada proceso lo que era de conocimiento público y universal. Algunas prácticas locales pueden carecer de la tecnología de otras latitudes aun cuando pueden tener acceso a la información para llevarla a cabo. Así, las arquitecturas que compensan con ingenio la falta de recursos, que reivindican un compromiso con la sociedad y que exploran procesos constructivos y colaborativos para obtener el mejor resultado con el mínimo esfuerzo son las que se privilegian en esta edición. Los materiales empleados son los más comunes: el concreto, el tabique, el block, el acero o la madera. Se opta reiteradamente por patios, pórticos o galerones y las tipologías más recurrentes son las escuelas, los centros culturales, los museos, las bibliotecas y los hoteles y en menor medida las fábricas, los centros deportivos o religiosos, sin olvidar los jardines, las calles y plazas, así como los pabellones efímeros como celebración del espacio público.
Entre las obras que se muestran destacan las construidas en madera y acero o bambú, con polines que son estructura y cerramiento, que arman trabes y sostienen cubiertas inclinadas. Edificios que replican la arquitectura más elemental y común en todas las culturas, y que confían en la mano de obra local poco cualificada: la esencialidad de la arquitectura rural y arcaica para construir escuelas con palitos y polines alrededor de un patio, casi al azar. Buenos ejemplos son las escuelas rurales en Colombia de Daniel Feldman e Iván Quiñones en Villa Rica, en el departamento del Cauca, y las de Felipe y Federico Mesa y de Mauricio Valencia, Diana Herrera, Lucas Serna y Farhid Maya en la población de Vigía del Fuerte, en Antioquia, así como el beneficiadero comunitario de café Farallones en Ciudad Bolívar, Colombia, de Camilo Restrepo, que es una versión más sofisticada de contenedor local, construido en precolados de concreto rojo. En esta línea también destacan la escuela rural costarricense de Entre Nos Atelier (Michael Smith-Masis y Alejandro Vallejo Rivas) en la reserva indígena de Tayutic de Grano de Oro; la ecuatoriana de Al Borde (David Barragán, Pascual Gangotena, Marialuisa Borja y Esteban Benavides), con cubierta de paja a dos aguas, y las peruanas de Paulo Afonso, Marta Maccaglia, Ignacio Bosch y Borja Bosch en Chuquibambilla; el Taller de Arquitectura en el desierto de Jorge Losada en Piura, y de Cotidiano (Elizabeth Añaños), la escuela de Santa Elena de Piedritas en el desierto peruano. Más esenciales si cabe, y desprovistas de todo elemento constructivo prescindible, son las cajas que se circunscriben alrededor de una pérgola octogonal para crear una comunidad de aprendizaje en el Ejido Las Margaritas, San Luis Potosí, México, diseñadas por los paisajistas de TOA y el arquitecto Derek Dellekamp, así como el mirador de Jorge Andrade, Javier Mera y Daniel Moreno sobre el lago del cráter de Quilotoa, Ecuador.
Con mayor sofisticación y con la misma tecnología elemental de polines de madera o tubos metálicos, que replican las construcciones de los andamios, está el pabellón expositivo de Carla Juaçaba en Copacabana, Río de Janeiro; el hotel de los chilenos WMR (Felipe Wedeles, Jorge Manieu y Macarena Rabat) en playa de Curanipe, región del Maule; el pabellón/escalera de madera de Manuel Villa y la Oficina Informal de Antonio Yemail, para la Feria Internacional del Libro de Bogotá, Colombia, y los pabellones temporales en el Zócalo de la capital mexicana proyectados por MMX (Jorge Arvizu, Ignacio del Río, Emmanuel Ramírez y Diego Ricalde) y por Productora (Carlos Bedoya, Víctor Jaime, Wonne Ickx y Abel Perles). Cabe añadir en esta familia el centro comercial en Valle de Bravo, México, de Paloma Vera y Juan Carlos Cano y la estructura lúdica en un parque de Paraguay de Lukas Fúster.
La caja de concreto es otro punto de partida para lograr la esencialidad de esta nueva generación radical. Una cierta neomodernidad se arropa de estos prismas sólidos y precisos para albergar el Museo de Arte Contemporáneo de Mar del Plata, de los argentinos Monoblock (Marcos Amadeo, Fernando Cynowiec, Juan Granara, Adrián Russo y Alexis Schächter), el Instituto Modelo del Sur de Javier Esteban y Romina Tannenbaum en Avellaneda y el conjunto de casas de verano y hotel en Uruguay de los argentinos Sebastián Adamo y Marcelo Faiden. Apuntaba Florencia Rodríguez que “en estos casos mencionados se entienden búsquedas estéticas, tecnológicas y urbanas que resumen valores colectivos relacionados a un estilo de vida que parece depurado de lujos innecesarios, pero que intenta otros más ligados a vínculos con el exterior, espacios comunes abiertos, un gran funcionalismo y valores contemporáneos”.[15]
Si las cajas argentinas se adecuaban a contextos urbanos, otras cajas quedan inmersas en el paisaje, fragmentando el programa a modo de confeti para sembrar en los extremos latinoamericanos, sobre el Océano Pacífico, el hotel Encuentro Guadalupe de Jorge Gracia en Baja California, México, y el hotel Awasi Patagonia de Felipe Assadi y Francisca Pulido. Ambos privilegian el lugar con piezas que parecieran temporales ante la eternidad del territorio, ocultando en su interior un diseño preciso y a la vez lujoso.
El reciclaje es otra de las puertas de acceso a la arquitectura radical contemporánea. En la galería Outsider, proyectada por Bloco Arquitetos (Daniel Mangabeira, Henrique Coutinho y Matheus Seco) en Brasilia, se interviene un galerón preexistente con arquitecturas mínimas, creando una nueva escala menor. Y en la Tallera de Siqueiros, obra de Frida Escobedo en Cuernavaca, el block de concreto convertido en celosía envuelve con neutralidad las naves existentes y añade cierta ambigüedad entre interior y exterior, dejando todo el protagonismo a la escenografía espectacular que recibe al visitante con el espíritu y la obra del muralista. Otra intervención en un edificio existente con el que se establece cierto diálogo entre nuevo y viejo es el Centro Cultural en São Paulo de Triptyque (Grégory Bousquet, Carolina Bueno, Olivier Raffaelli), donde no solo se recicla el edificio, sino que se colma de nuevos atributos con la pérgola a triple altura que emerge con una estructura independiente y dialogante con los muros originales. La escuela diseñada por Surco Arquitectos (Juan Paulo Alarcón) en Linares, región del Maule, es otro reciclaje de un edificio anodino que con una intervención contundente dota de significado al acceso por la esquina y se le da carácter a la escuela. El polideportivo que Alejandro Haiek injertó en la periferia informal de Caracas tiene un carácter más protagónico, con un nuevo objeto que le da identidad al lugar y se convierte en “una arquitectura de sistemas modulares ensamblados en un mundo de artefactos existentes y en proceso de obsolescencia”.[16]
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Con estas cincuenta obras construidas por arquitectos menores de cincuenta años se ilustra una nueva actitud desde arquitecturas que responden ante necesidades urgentes de la sociedad. Compromiso social, austeridad constructiva con materiales y tecnologías locales, procesos de negociación con las comunidades y de colaboración entre distintos profesionales son algunas de las coordenadas de esta edición. Aquí se privilegia el ingenio del autor que optimiza los recursos con cautela y que crea acciones previas a la construcción de formas, desde el pragmatismo enfocado a obtener el mejor resultado con el mínimo dispendio. Y se destacan los proyectos de carácter público y comunitario, que van de lo provisional a lo atemporal, despojados de lo que no es estrictamente necesario, destilando los signos de sus tiempos en clave local. A su vez, se subrayan aquellos que exploran la esencialidad espacial, la responsabilidad constructiva y la sustentabilidad desde una sabiduría ancestral más que con nuevas tecnologías y materiales. Con las propuestas que aquí se exponen pareciera que la arquitectura ha rescatado su discurso ideológico y su función social que perdió durante décadas y, tras la austeridad de muchas de estas obras, emergen señales de una nueva arquitectura radical.
[1] Justin McGuirk, Ciudades radicales. Un viaje a la nueva arquitectura latinoamericana, Turner Noema, Madrid, 2015, p. 95.
[2] Alejandro Hernández Gálvez apunta que estos “temas transversales” llevan presentes en la arquitectura al menos desde la segunda mitad del siglo XIX, con los socialistas utópicos, ganando o perdiendo protagonismo por distintas razones. Su más reciente revival, después de la crisis del año 2008, tiene mucho que ver con el interés en la desigualdad económica hecha patente con cifras y estadísticas, pero que no necesariamente se usan en la producción de arquitectura “comprometida”.
[3] Miquel Adrià, “Premio Pritzker 2016 para Alejandro Aravena”, Arquine 76, p. 32, y “Reportando desde el centro”, arquine.com, 1 de junio de 2016.
[4] Justin McGuirk, op. cit., p. 43.
[5] Peter Eisenman afirmaba que, en esta profesión de corredores de fondo, un arquitecto de menos de cincuenta años todavía es joven.
[6] Iñaki Ábalos, “Latinoamérica hoy”, Harvard Design Magazine, 2011.
[7] Florencia Rodríguez, “Originales malos entendidos”, The Architect, China, 2015.
[8] Miquel Adrià, “Cile secolo 21”, Area 133, Milán, octubre de 2014.
[9] Miquel Adrià, Mathias Klotz: architetture e progetti, Electa Editrice, Milán, 2005, p. 18.
[10] Alberto Sato, “Al margen”, en Smiljan Radic, monografía de 2G núm. 44, Barcelona, 2007, p. 5.
[11] Mauricio Pezo y Sofía von Ellrichshausen, Procesos líquidos y formas blandas, Pezo von Ellrichshausen, ARQ, serie Obras, Santiago de Chile, 2007, p. 4.
[12] Miguel Mesa, “Archipiélago de arquitectura”, The Architect, China, 2015.
[13] Iñaki Ábalos, op. cit.
[14] Miquel Adrià, “Arquitecturas mexicanas”, The Architect, China 2015.
[15] Florencia Rodríguez, op. cit
[16] Josep María Montaner, La condición contemporánea de la arquitectura, Editorial GG, Barcelona, 2015, p. 102
Este es un fragmento de Radical. 50 arquitecturas latinoamericanas, de Miquel Adrià y Andrea Griborio. México: Arquine, 2016.
Cortesía de Arquine
www.arquine.com
Miquel Adrià
(Barcelona, España, 1956)
Arquitecto por la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona y doctor en Arquitectura por la Universidad Europea de Madrid. En 1994 se trasladó a México, y desde entonces compagina práctica, docencia y crítica. Autor de más de treinta libros sobre arquitectura mexicana y latinoamericana, su trabajo ocupa un lugar importante en la construcción del discurso arquitectónico actual. Es director de Arquine y del Festival de Arquitectura y Ciudad Mextrópoli. Asimismo, es director de la Escuela de Arquitectura en Centro.