Adelanto de libro: “Cinco Ciudades”
Un adelanto del libro Cinco Ciudades, en el que Ahmet Hamdi Tanpinar recopila breves ensayos de Ankara, Erzurum, Konya, Bursa y Estambul
Ahmet Hamdi Tanpinar escribió de historia, arquitectura, música y literatura de cuatro grandes ciudades de Anatolia –Ankara, Erzurum, Konya, Bursa– y Estambul. Su colección de ensayos es un emblema de la literatura turca moderna. Estas ciudades, que fueron capitales del Imperio otomano, dejaron un valioso legado que persiste en sociedades actuales donde la historia se mezcla con las leyendas y hay una tensión permanente entre la tradición y la modernidad.
Tanpinar, considerado uno de los escritores turcos más importantes del siglo XX, fue también un gran urbanista, muy adhoc con la vanguardia artística de principios de los mil novecientos. Cinco Ciudades, que originalmente se publicó en 1949 y que ahora aparece por primera vez en español, publicado por Sexto Piso, cuenta con sensibilidad minuciosa la vida de estas capitales. El autor mezcla los recuerdos personales con conocimientos eruditos; los datos duros con la poesía, para dibujar un mundo que, aunque ahora se conoce más, sigue siendo un misterio para muchos de los que vivimos en el continente americano.
Este es un adelanto de la obra, traducido por Rafael Carpintero Ortega.
PRÓLOGO
El tema fundamental de Cinco ciudades es la tristeza que sentimos en nuestra vida después de sufrir alguna pérdida y el intenso deseo que alimentamos por lo nuevo. Estos dos sentimientos, a primera vista aparentemente contradictorios, pueden resumirse en la palabra afecto. Las ciudades que este afecto ha escogido como marco han sido fruto de casualidades de mi existencia. Como tales, lo más correcto sería ver lo que hay tras ellas, nuestra gente y nuestra forma de vida, esa cultura que constituye el rostro espiritual de nuestra patria.
Tanto las generaciones anteriores como la nuestra han observado esos valores desde el brusco vuelco que nos ha traído lo que ahora llamamos «cambio cultural», esa larga y traumática experiencia a la que hemos ligado todas nuestras esperanzas de supervivencia. Desde hace ciento cincuenta años no hemos dejado de estar colgados de sus acantilados. Desde cada recodo hemos contemplado el camino que dejamos atrás y, a lo lejos, la tierra prometida riéndose de nuestros empeños.
Esta aventura, que hemos vivido a veces criticándola, aceptándola de nuevo y volviéndola a negar, en un clima de esperanzas y ensueños y, en ocasiones, de auténticos cálculos, seguirá siendo durante mucho tiempo el verdadero drama de la sociedad turca, hasta el día en que un esfuerzo fecundo en todos los sentidos dé nueva forma a nuestra vida.
Todos conocemos el sendero por el que tenemos que avanzar. Pero el mundo del que nos alejamos según el camino se va alargando ahora nos ocupa un poco más de lo habitual. Lo sentimos como un vacío en nuestra personalidad que va aumentando de tamaño; poco después, se convierte en una
pesada carga que nos impacientamos por soltar en cualquier rincón. Incluso en los momentos en que nuestra voluntad es más fuerte, nos habla desde dentro, como mínimo, en forma de dolor sordo y, a menudo, de remordimientos.
Si pensamos que eso que llamamos historicidad constituye el núcleo no sólo de naciones y comunidades, sino también del auténtico sentido e identidad de los individuos, no es de extrañar este con icto interno. El pasado siempre está presente. Para poder vivir como nosotros mismos, estamos obligados a ajustar cuentas y a llegar a acuerdos con él a cada instante.
Cinco ciudades es un diálogo nacido de esa necesidad de ajustar cuentas. Quizá este áspero coloquio habría sido más claro, e incluso más útil, si lo hubiéramos reducido a las cuestiones esenciales; más exactamente, a responder a las preguntas ¿qué éramos, qué somos y adónde vamos? Pero yo me he ido encontrando con todas estas cuestiones a lo largo de mi vida. Me las planteé mientras erraba por entre las obras selyuquíes que llenan Anatolia, sintiéndome diminuto bajo la cúpula de Süleymaniye, consolando mi soledad con los paisajes de Bursa, escuchando la nostalgia por el sonido del agua mezclándose con las voces de las caravanas que impregnan nuestros divanes, y la música de Itrî y Dede Efendi.
Nunca se me olvidará: una mañana en Uludağ, cuando vi cómo las voces de ovejas y corderos, llamándose mutuamente, envolvían la auta del pastor que yo estaba escuchando, fue como si un velo cayera de mis ojos. Sabía que la poesía y la música turcas eran la aventura de una ausencia, pero ignoraba que estuvieran tan íntimamente ligadas a este aspecto de nuestra vida. El paisaje era realmente hermoso y conmovedor, y lo contemplé durante cinco o diez minutos como si fuera una obra de arte. Si algún día se escribe la historia de la sensibilidad del hombre de Anatolia y nuestra vida se pasa por la criba de una verdadera puesta en cuestión desde ese punto de vista, se comprenderá que muchas de las cosas que creemos de moda nos llegan en realidad de la propia estructura de la vida.
En una palabra, para mí estas cuestiones eran tan importantes en sí mismas como por la forma en que me llegaron y su manera de atravesarme, adueñándose de mis estados de ánimo. En realidad, el libro nació de cosas vividas fragmentariamente.
He tratado de mantener las huellas de esa primera impresión incluso en los añadidos y cambios que he considerado necesarios para la segunda edición del libro.
Quienes cotejen ambas ediciones verán que entre estos añadidos resaltan especialmente las ampliaciones sobre la época selyuquí. Nuestros historiadores parecen insistir en exceso en su consideración de que la diferencia entre selyuquíes y otomanos consiste simplemente en un cambio de dinastía. En cambio, nosotros creemos que la diferencia se extiende a las relaciones sociales, el estilo, la gente y el gusto. Selyuquíes y otomanos son dos mundos distintos, uno de los cuales se prolonga en el otro, mejor o peor, o, mejor dicho, dos estilos distintos en un sentido amplio. El Imperio otomano, un conjunto que integra también la amplia geografía de Rumelia y la cultura mediterránea, podemos considerarlo como nuestro Renacimiento. Hoy estamos descubriendo a los selyuquíes de la misma forma que a principios del siglo pasado Europa redescubrió el arte gótico y románico. Para poder verlo era necesario que nos despojáramos de lo otomano. Probablemente, tanto como las crisis económicas, esa importantísima diferencia en el gusto, esa ruptura, tenga parte de culpa en el estado desastroso en que se encuentran hoy en día las obras selyuquíes.
El lector encontrará en Cinco ciudades otras muchas propuestas, y atrevimientos parecidos.
Como todo ser pensante, yo también estoy impaciente por que nuestra vida cambie. Como dijo un novelista extranjero que siempre he admirado: «Soy un orientalista a la antigua», y más o menos en las mismas condiciones que él. Pero he querido aproximarme a la vida palpitante, a la persona que vive y siente, no como un ingeniero que se enfrenta a la
materia inerte, sino con el corazón. En realidad, no soy capaz de hacerlo de otra manera. No obstante, las cosas que amamos cambian con nosotros y, precisamente porque cambian, viven y nos acompañan como auténticos tesoros de nuestra existencia.
Ankara, 25 de septiembre de 1960
Ahmet Hamdi Tanpinar
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ANKARA
Quizá por influencia de los años de la Guerra de Independencia, quizá porque me lo inspira directamente su alcázar, tan semejante a un guerrero de antaño que anduviera por ahí con la armadura puesta, Ankara siempre me ha parecido épica y belicosa. Algo que además favorece la ubicación de la ciudad. Lo primero que nos salta a la vista viéndola todavía de lejos es el paisaje de una fortaleza natural con un collado entre dos cerros achatados. La sensación varía sólo en pequeños detalles cuando se la contempla desde las colinas que la rodean y la dominan. Desde las laderas de Çankaya, los caminos de Çiftlik y Baraj, los huertos de Etlik y Keçiören, mires desde donde mires la fortaleza, la verás dominando con la misma serenidad el horizonte que integra el heterogéneo territorio. A veces ota ágil y poderosa en el mar del tiempo y los acontecimientos como un barco de guerra ofreciendo su amplio costado al viento; a veces es un bastión, el último refugio en el que se congregan todas las esperanzas; a veces se eleva, imposible de alcanzar, como un nido de águilas.
La historia de la ciudad no contradice su aspecto. En esas laderas que han servido de baluarte a toda Anatolia Central, siempre se han hecho y deshecho grandes nudos de la historia. Siempre ha sido así, en tiempos de los hititas, los frigios y los lidios, de romanos y bizantinos, de turcos selyuquíes y otomanos. Para volar hacia Oriente, el águila romana escogió esta fortaleza. Aquí tuvieron lugar las fases más sanguinarias del enfrentamiento entre los bizantinos y los árabes. Aquí se frustró en época selyuquí, en 1197, la última ofensiva
de Bizancio en Anatolia. Después de aquella batalla, victoria compartida de Kılıç Arslan y Melik Danis ̧mend, el águila bizantina no volvió a volar sobre Anatolia. Bayaceto el Rayo se encontró también en Ankara con Tamerlán, es decir, con el amargo rostro de la ponzoña de su fortuna. En suma, muchos de los acontecimientos que cambiaron en mayor o menor grado el destino del subcontinente anatolio tuvieron lugar en torno a ella. El más importante de estos sucesos ha sido, sin duda, el último, la Guerra de Independencia. No ha sido únicamente una guerra en la que el pueblo turco reconquistó desde cero el derecho a la existencia. En realidad, los cañones que rugían la mañana del 26 de agosto en Dumlupınar estaban anunciando el comienzo de una nueva era para todos los pueblos de Oriente que vivían sometidos a la esclavitud económica y política. Por eso, a partir de ahora se recordará el nombre de Ankara cada vez que se rompan las cadenas, y en todas las luchas por la libertad habrá una oración dedicada al alma de los que murieron en Sakarya, en I·nönü, en Afyon, en los caminos de Kütahya y Bursa.
Hay una fotografía de Atatürk que casi todo el mundo ha visto y que ha llegado incluso a los manuales escolares. El héroe de Anafarta y Dumlupınar sube una colina lento y pensativo la mañana de la última batalla, solo, con un cigarrillo en la boca. Pues, en mi imaginación, el castillo de Ankara siempre está relacionado con el gran hombre que va ascendiendo con lentitud hacia la más luminosa hora de su vida. ¿Cómo se ha producido tan sorprendente combinación? ¿Cómo se unieron en mí este castillo y un hombre que, de haber sido inevitable, tendría obligatoriamente que haber imaginado y concebido de igual manera en cada colina de nuestra patria? Nunca podré explicármelo. Este tipo de correspondencias son la faceta más oculta de la imaginación humana. Lo único que sé es que un día, mientras miraba la fotografía, se me vino ante los ojos el castillo de Ankara como por arte de birlibirloque y que nunca más fui capaz de separar aquellas dos imágenes.
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