Tiempo de lectura: 4 minutosEstos son cinco de los cuentos más memorables de la literatura mexicana del siglo XX. Se trata de una selección de relatos que ocurren en dimensiones paralelas, imaginadas por escritoras y escritores que marcaron el panorama de las letras.
Francisco Peláez Vega nació en la ciudad de México en 1911 y murió en Madrid en 1977, pero a Francisco Tario, nadie lo ha podido aún enterrar: el alter ego literario sobrevive a través de su obra. Con humor desvergonzado, este espectro deambula por territorios de ultratumba en un constante diálogo con la muerte.
Tario, el irreverente, anima no solo a los cadáveres, sino a los objetos. El libro La noche (1943) contiene La noche del féretro, un cuento donde un ataúd se ríe de nosotros entre las páginas, mientras nos habla del momento preciado en que sus dimensiones serán por fin ocupadas por un difunto. Estas líneas, alejadas del recato o la solemnidad, flotan en un humor oscuro.
“Mientras permanecemos en el almacén somos célibes. Sin embargo, estamos fatalmente destinados al matrimonio; es decir, a lo que en el mundo común y corriente se designa con otro nombre estúpido: el entierro. Semejante acontecimiento es el más importante de nuestra vida, y de ahí que meditemos tan a menudo acerca del cónyuge que nos deparará la suerte”.
Tras la muerte de Amparo Dávila en 2020, nos queda su voz de narradora subterránea. Nació en Pinos, Zacatecas, en 1928 y siendo una niña su familia se trasladó a San Luis Potosí. Amparo se marcharía de ahí a los 26 años para llegar a la capital, en donde se convirtió en una de las cuentistas más notables de la segunda mitad del siglo XX.
Su primer libro de cuentos Tiempo destrozado (1959), lo dedicó al hombre que le dijo que fracasaría por carecer de talento. “A mi padre”, reza el primer aliento de un libro de vocecillas que persiguen el rastro de ciertas apariciones y unas cuantas bestias. En El huésped, el acecho de un vigía desconcertante aterroriza a dos mujeres y a sus hijos en una casa.
“Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer”.
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Resulta difícil elegir un aspecto para abordar la figura mítica de Alfonso Reyes. Nació en Monterrey en 1889 y murió en 1959 en la Ciudad de México. La suya fue la vida que llevaría un polifacético del culto a la palabra: diplomático, director de la Academia Mexicana de la Lengua, participe del Ateneo de la Juventud, pero sobre todos sus matices, escritor infatigable.
Su pluma, que usualmente refería al pensamiento occidental de la Grecia antigua, fue tan camaleónica como él. El plano oblicuo (1920), incluye La cena, un cuento donde las dimensiones paralelas están apenas definidas por las campanadas que inundan las calles. El relato comienza la mañana en que el personaje principal recibe una invitación con el peculiar formato de una esquela. Las anfitrionas, Doña Magadalena y su hija Amalia, lo esperarán entre destellos de luz.
“La puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito, caer sobre el suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de una mujer desconocida. Volvíme: con la luz por la espalda y sobre mis ojos deslumbrados, aquella mujer no era para mí más que una silueta, donde mi imaginación pudo pintar varios ensayos de fisonomía, sin que ninguno correspondiera al contorno, en tanto que balbuceaba yo algunos saludos y explicaciones”.
El recuerdo de Inés Arredondo se debate entre la luz de quienes la consideran una de las mejores cuentistas mexicanas y la sombra de quienes menosprecian su prosa. La escritora que nació en Sinaloa en 1928 y murió en la Ciudad de México en 1989, es poseedora de una obra que retrata las costumbres mexicanas de los años sesenta y las reglas morales que las envolvían.
Arredondo dejó tras de sí algunos de los cuentos más memorables de la literatura mexicana del siglo XX. Perteneció a la Generación Casa del Lago, en la que los nombres masculinos predominaban justo cuando ella optaba por escribir acerca del matrimonio, la maternidad, la fe y la dependencia económica de mujeres atrapadas en casas señoriales.
Con un lenguaje poético y lleno de claroscuros, Arredondo entregó sus personajes femeninos al placer del erotismo. En Río subterráneo (1979) publicó Las mariposas nocturnas, un cuento donde la protagonista conserva su castidad, incluso siendo la amante de un rico hacendado que de a poco la convierte en una mujer culta y elegante que se pasea por el mundo.
“Lía en medio de la habitación, complacientemente desnuda. Su cuerpo, blanco, resplandecía de una belleza perfecta y misteriosa. Don Hernán sacó el gran cofre que estaba en la caja fuerte y comenzó a ponerle una gargantilla de rubíes, luego fue combinando, lentamente, perlas, zafiros, esmeraldas. A veces algo no le gustaba y cambiaba por otro collar, hasta cubrirle el pecho, y luego la cintura, hasta el sexo”.
“El último de los juglares”, Juan José Arreola, podía hilvanar en su obra el misterio de lo fantástico y la simplicidad de lo cotidiano. Nació en Jalisco en 1918 y falleció en su mismo estado natal en 2001. Fue prosista, ensayista, editor, conferencista, promotor de la cultura, y dicen sus amigos, un gran conversador.
“Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han transformado el espíritu”, llegó a decir. De las sombras que protegían su sueño de escritor resultó La migala, publicado en Cuentos breves latinoamericanos (1952). El relato sucede en el departamento de un hombre que deliberadamente suelta ahí adentro a una araña gigante y mortal que ha ido a comprar para distraerse de un mal de amores.
“Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres”.