Romántico en la batalla, Harold Bloom hablaba de canon y genio en un mundo cínicamente postmoderno.
Harold Bloom falleció este lunes por la mañana a los 89 años de edad en New Haven, Connecticut, ciudad donde vivió más de cincuenta años e impartió clases diarias como profesor del departamento de Letras Inglesas de la Universidad de Yale. Su pluma –prolífica, controvertida y contundente– contribuyó a la construcción del mausoleo de cantera y piedra que hoy reconocemos como el «canon occidental» y su crítica literaria será recordada seguramente como uno de los últimos grandes intentos formulados por un hombre de proveer de un mito fundacional a la literatura.
Hijo de una familia de judíos ortodoxos, Bloom nació el 11 de julio de 1930 en Nueva York. Su primera casa, un departamento de ladrillos rojos en 1410 Grand Concourse, al sur del Bronx, estaba plagada de conversaciones en Yiddish y lecturas en Hebreo. Sus padres eran migrantes, su madre de Bielorrusia y su padre de Odessa. Por lo tanto, el ingles de Bloom apareció tarde, a sus seis años, como una extranjería y de mano de la literatura.
De joven, Bloom leía de manera fervorosa los versos de The Bridge, de Hart Crane, y los recitaba de memoria, como lo haría con los de Shakespeare, Blake y Wallace Stevens, o con las prosas de Joyce, Faulkner y Proust. Aún entrado en la vejez, Bloom, de memoria fotográfica, recordaba estas palabras con prodigio y las enunciaba en tono de odas, una y otra vez, en entrevistas, conferencias y clases, a través de su voz seca, contundente e inflamada de seguridad.
Educado en Bronx High School of Science, una de las escuelas más competidas en Estados Unidos, desde el inicio de su carrera formó su pensamiento y visión de mundo al interior de las aulas y los círculos académicos. Entre el critico literario M.H. Abrams y sus estudios en las universidades de Cornell, Cambridge y Yale, Harold Bloom pulió lecturas tempranas, aprendió a leer los clásicos y se instruyó en la profesión que lo llevó a producir más de cuarenta libros a lo largo de toda su vida, de los cuales algunos presidieron listas y conteos internacionales de Best-Sellers, y otros le dieron fama como pensador erudito, prolífico y provocativo.
«Él es, según cualquier cálculo, una de las presencias literarias más estimulantes del último medio siglo, y la más proteica», escribió Sam Tanenhaus en 2011 para The New York Times Book Review, tras un encuentro que tuvo con Bloom en su departamento en Manhattan. «Una raza singular de erudito-maestro-crítico-prosista-panfletario».
Uno de sus primeros libros, o al menos uno de los primeros en popularizase, fue Anxiety of Influence: Theory of Poetry (1973), traducido a 45 idiomas y con 17,000 copias venidas. A través de él, Bloom, quien tomó conceptos prestados de la teoría freudiana, instauró la visión de la creación literaria como una lucha edípica en la que un joven escritor se rebela contra las tradiciones anteriores en su búsqueda por encontrar el estallido de originalidad que distingue a la grandeza.
Para Bloom la poesía se presenta como un campo oscuro de batalla donde el poema es tanto una respuesta a otro poema como una defensa contra él, y donde los poetas contemporáneos, quienes «interpretan mal» a quienes les precedieron, reprimen su deuda en vía de resguardar su propia originalidad. «La historia de la influencia poética es una historia de ansiedades y caricaturas, de distorsión y revisionismo perverso sin el cual la poesía moderna no podría existir como tal», escribiría Bloom en Anxiety of Influence.
Sin embargo, veinte años después y en el punto más álgido de su carrera como crítico literario, Bloom en el Canon occidental (1994), su libro más citado y por el cual se inflamaron en indignación muchos pechos de críticos y estudiosos, emprendió una empresa aún más ambiciosa y vertiginosa. En ella definió, a través de un juicio en retrospectiva, aquellas obras que, entre lo correcto o incorrecto en el hacer literario, valen la pena ser recordadas por la maestría en su factura y su capacidad de sublimar, muy en ánimo romántico, a su lector.
En el Canon Bloom, principalmente abogó por la superioridad literaria de los gigantes occidentales como Shakespeare, Chaucer y Kafka, –muchos de ellos hombres, blancos y occidentales–, y soslayó las mención de escritores que pasaron a formar parte de lo que él llamó «la escuela del resentimiento», término con el que Bloom se refería a multiculturalistas, feministas, marxistas, neoconservadores y otros, a quienes veía traicionando el propósito esencial de la literatura, y que ante posturas personales –políticas o sociales– descuidaban su ánimo sublime.
Opositor de las academias de Estudios Culturales y en un momento de pluralidad de identidades y diversidad de discursos y lecturas, el pensamiento de Bloom detrás del Canon se ha vuelto insostenible a juzgar por sus limitaciones. El Canon, un mito armado por un elenco de lecturas fascinantes y una vastísima experiencia lectora por parte de su instaurador, abraza con romanticismo y premia la experiencia estética, por encima de contextos y políticas.
«Siempre será criticado por todos los que rechazaron su idea del canon literario de occidente. De haber intervenido en las «guerras culturales» de este tiempo, lo habría hecho en el bando más cercano al conservadurismo. Por otra parte, lo que Bloom escribió sobre Shakespeare, las influencias, la Biblia –que él leía como debe leerse, es decir, como literatura– sigue siendo original y fascinante. Aún podremos aprender mucho de él, como de otros grandes lectores con quienes diferimos», escribió Alberto Chimal, escritor mexicano, en un par de tweets horas después de su muerte.
No obstante, el mito de Harold Bloom, inspirando a millones de lectores y academias alrededor del mundo, construyó un espacio fundamental para hablar de aquello que hoy entendemos como pensamiento occidental, pero también quizás, y más importante, un primer lugar desde donde repensar esa tradición y ponerla en cuestionamiento.
«En efecto, Bloom recanonizó dos figuras complementarias a las cuales el siglo XX puso en predicamento, la del individuo creador, el genio, como el creador del sentido, y la universalidad de los valores literarios», escribe el crítico Christopher Domínguez Michael para Letras Libres.
Bloom era un romántico en batalla, que hablaba de genio, inspiración e imaginación creativa en un mundo cínicamente posmoderno. «Guerreros poéticos como Harold Bloom, encerrados en su combate viril, son como viejos empresarios estadounidenses con vestimenta literaria, Davy Crocketts y Donald Trumps, del espíritu que moldeó el mundo según su imperiosa voluntad», escribió para The Observer el crítico ingles Terry Eagleton, quien activamente ha argumentando que toda teoría literaria es necesariamente política e histórica. «Bloom habló del valor universal en las humanidades con acento neoyorkino y confundió su ira, tan americana como la tarta de cerezas, con una supuesta verdad universal».
«Lo que llama la atención de Harold Bloom es la manera en que sus propuestas, teóricas o emotivas, han provocado tantas respuestas tan viscerales, por un lado, pero al mismo tiempo tan bien estructuradas y tan coherentes por el otro. ¿Quién hubiese podido imaginar que un literato tan conservador, en el estricto sentido del adjetivo, pudiese ser tan provocador al mismo tiempo?», dice para Gatopardo Mario Murgia, académico de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.
Un par de meses antes de su muerte, Bloom, uno de los críticos literarios más prolíficos de nuestra era, puso punto final a su último libro, Possessed by Memory: The Inward Light of Criticism (2019), un resumen personal e íntimo de su visión sobre la invención literaria. El libro, distinto en carácter al resto de su obra crítica, es una especie de memoria y viaje hacia la infancia en el que Bloom negocia y discute elegíacamente consigo mismo y con los textos y autores que lo construyeron: Shakespeare, Spenser, Wordsworth, Whitman, Proust, Blake, Wallace Stevens.
Esta última exégesis, informada de forma conmovedora por «la frescura de las últimas cosas» y coronada por la imagen de un Bloom de escaso pelo blanco, pecho reducido y temblorosas manos pálidas, es la despedida en prosa de una voz que dedicó su último aliento, aún aquejado por la enfermedad, a la defensa del canon literario, ese monolito de piedra que provisto de las limitaciones de su época, institucionaliza las fauces del pensamiento occidental y las fija como un entomólogo cristaliza, cataloga y exhibe la anatomía de sus descubrimientos.
Recomendaciones Gatopardo
Más historias que podrían interesarte.