Tiempo de lectura: 4 minutosLa ficción no es el arte de la profecía. Los artistas, por lo general, no crean libros y películas sobre el futuro para predecirlo sino para enfrentar desde un mañana imaginario los problemas que nos aquejan hoy. Probablemente el Brasil de 2027 no sea idéntico al que nos presenta Gabriel Mascaro en Divino amor (2019), pero la idea de una sociedad fuertemente orientada a la derecha donde los fetos se registran, y se tiene un fuerte control biométrico de la sociedad, bien puede ser una fantasía de alguien como el ultraconservador Jair Bolsonaro. Sin embargo, ese Brasil imaginario tan devotamente cristiano resulta menos sorprendente cuando se conoce bien al país y a su historia.
En entrevista con Gatopardo, Mascaro resume Divino amor como “una película que piensa en la relación del cuerpo y el Estado en un futuro cercano en un país que se vende como liberal, tropical, hermoso, caluroso”, pero esta imagen alegre contrasta con el fundamentalismo de grupos cristianos que Mascaro conoce desde su infancia. “Yo crecí en una comunidad en la periferia de Recife y, poco a poco, mis amigos de la infancia se empezaron a convertir en evangelistas. Lo interesante del fenómeno evangelista es que es una religión que de alguna manera está asociada a un perfil de clase social. Es una religión que empezó con la periferia, que consiguió una presencia muy fuerte donde no había la del Estado. Donde no hay Estado hay religión, hay evangelismo, especialmente en Brasil”. Divino amor es sólo una exageración de algo que ya existe.
La trama sigue a una trabajadora social que, aunque parece validada en sus creencias por un aparato distópico, excede sus límites profesionales al tratar de convencer de no divorciarse a las parejas que la visitan para formalizar su separación. De hecho, Joana (Dira Paes) pertenece a una secta cristiana donde se valora inmensamente la sexualidad —el intercambio de parejas es fomentado, incluso— pero siempre y cuando la concepción se dé dentro del matrimonio. El conflicto de esta mujer llega, primero, en la forma de la infertilidad, pero más adelante, cuando se logra embarazar, descubre que el bebé no es hijo de su esposo ni del hombre con quien tiene el contacto sexual permitido. Debe ser un milagro. “[Joana] es un personaje con una fe tan grande”, explica Mascaro, “que cuestiona la fe social, la fe institucional. Incluso es sobre las consecuencias del Estado que ella intentó apoyar, construir y que se vuelve contra ella”.
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Divino Amor (2020) de Gabriel Mascaro.
Al igual que en la película que lo convirtió en un autor renombrado, Buey neón (2015), en Divino amor Mascaro enfatiza los cuerpos y la sexualidad de sus personajes como elementos temáticos importantes; sin embargo, entre ambas hay una diferencia significativa: “Buey neón tenía una idea del cuerpo en un contexto social de transformación y cambio económico. Y había un contraste entre el cuerpo y el paisaje; casi el cuerpo como un paisaje humano, pero aquí intenté hacer un espacio de confinamiento, un cuerpo confinado que además tiene otros códigos de placer y violencia, entonces hay una ambigüedad total en este espacio: momentos de placer ambiguo, especialmente del cuerpo femenino, pero también es una película sobre la violencia de Estado contra el cuerpo de la mujer, que intenta controlar el cuerpo con todos sus aparatos”.
Incluso hay diferencias en el impacto que podrían generar las imágenes de sexualidad en la audiencia. Si en Buey neón había una escena donde se masturbaba a un buey y otra donde tenían relaciones sexuales explícitas un hombre y una mujer embarazada, en Divino amor todo resulta más cotidiano, pero no por eso más tímido. Mascaro, de hecho, se inspiró en algunas corrientes de cine pornográfico. “En una película como ésta, donde estaba intentando pensar sobre Estado y cuerpo, fue muy importante investigar el cine japonés, las pink films, un momento del cine japonés que trabajó con la pornografía o soft porn y donde los temas políticos de Japón aparecían de manera muy transversal. En Brasil hay un movimiento similar en los ochenta, la pornochanchada. Eran películas que se estrenaban con un montón de gente. Eran como soft porn, y fue un momento donde el cine brasileño se mezcló bastante con la pornografía, y todo en medio de la dictadura. Fue curioso para mí pensar que la pornografía surgió en medio de momentos de opresión”. Además de estas influencias, Mascaro también señala elementos del cine político-religioso de Pier Paolo Pasolini y de la ciencia ficción, que en conjunto logran una película que parece enfrentarse al clima político actual aunque se estrenó un mes antes de la llegada de Jair Bolsonaro a la presidencia.
Divino Amor (2020) de Gabriel Mascaro.
Para Mascaro, sin embargo, el cine no puede cambiar a la humanidad sino, en todo caso, provocar cuestionamientos. “Cuando el arte no es capaz de hacer preguntas, de generar dudas”, dice el director, “ya estamos muy mal. Entonces en Brasil estamos luchando mucho por continuar haciendo preguntas”. ¿Pero se pueden seguir haciendo películas de ese tipo en el Brasil de Bolsonaro? Mascaro cree que “en Brasil se está desmontando totalmente la política pública, entonces lo que está pasando es un congelamiento total del financiamiento. Incluso la agencia reguladora de cine está congelada, no se hace nada. Hay proyectos de 2018 que están parados y no pasa nada, entonces el gobierno está intentando frenar toda la producción de cine. Y el cine, históricamente, ha sido en Brasil un espacio de resistencia, un espacio disidente y se convirtió en un arma peligrosa contra el gobierno. Y este gobierno quiere crear una idea de un arte más nacionalista sobre el heroísmo de la historia brasileña”.
Quizás uno podría pensar que algo tiene que ver la pandemia de Covid-19 pero Mascaro encuentra la responsabilidad mayor en el gobierno y cierra, contundente, diciendo que “hay un desmonte de política pública sin precedentes. Es muy serio”. El futuro que muestra Amor divino tardó muy poco en empezar a parecerse a la realidad.