Relatos del Ébola. El misterio de los trece gorilas muertos.
Los virus zoonóticos son aquellos que saltan de animales a humanos y producen enfermedades infecciosas. David Quammen recapitula una visita a África central y la investigación de una serie de brotes entre aldeas que ocurrieron en los años noventa. Se trataba del Ébola. Este es un adelanto de Contagio. La evolución de las pandemias (Debate, 2020).
No muchos meses después de los sucesos acaecidos en los establos de Vic Rail, se produjo otro contagio, esta vez en África central. A lo largo del curso superior del río Ivindo, al nordeste de Gabón, cerca de la frontera con la República del Congo, yace una pequeña aldea llamada Mayibout 2. Se trata de una especie de asentamiento satélite ubicado a 1.6 kilómetros río arriba de su homónima: la aldea Mayibout. A principios de febrero de 1996 esta comunidad fue azotada por una cadena de eventos terribles y desconcertantes: 18 personas enfermaron repentinamente tras alimentarse de un chimpancé.
Los síntomas incluían fiebre, dolor de cabeza y garganta, ojos inyectados de sangre, vómitos, sangrado de encías, hipo, dolor muscular y diarrea sanguinolenta. Por decisión del jefe del poblado, las dieciocho personas fueron evacuadas río abajo a un hospital de la capital del distrito, un pueblo llamado Makokou. De Mayibout 2 a Makokou hay aproximadamente ochenta kilómetros en línea recta, pero en canoa, por el sinuoso río Ivindo, se trata de un viaje de siete horas. Las embarcaciones con las víctimas a cuestas oscilaban a izquierda y derecha a través de la selva a lo largo del margen del río. Cuatro de las personas evacuadas llegaron moribundas y en dos días habían fallecido. Los cuerpos regresaron a Mayibout 2 y fueron sepultados de acuerdo con los rituales tradicionales, sin tomar ninguna precaución contra lo que fuera que hubiera sido la causa de la muerte. Una quinta víctima escapó del hospital y regresó a la aldea, donde murió. Pronto brotaron nuevos casos entre familiares cercanos y amigos que habían cuidado a las primeras víctimas o manipulado los cuerpos de los fallecidos. Finalmente enfermaron 31 personas de las cuales murieron 21, por lo que la tasa de letalidad fue del 68 por ciento.
Estas cifras fueron recopiladas por un equipo médico de investigadores que llegó a Mayibout 2 durante el brote, formado por algunos gaboneses y por otros de nacionalidad francesa. Entre ellos se encontraba un vigoroso parisino llamado Eric M. Leroy, virólogo y veterinario que trabajaba en el Centro Internacional de Investigacio- nes Médicas de Franceville (CIRMF, por sus siglas en francés), al sudeste de Gabón. Leroy y sus colegas identificaron la enfermedad del virus del Ébola, y que refleja el hecho de que el sangrado no es esencialmente importante) y dedujeron que el chimpancé sacrificado estaba infectado: “El chimpancé parece ser el primer caso, debido a que infectó a 18 personas en un primer momento”1. Además, descubrieron que el animal no había sido cazado por los habitantes de la aldea, sino que lo habían encontrado muerto en la selva.
Esta era una prueba que requería mayor seguimiento: los chimpancés y los gorilas, como los humanos, eran altamente suceptibles al ébola. Además, dado que el virus les provocaba muertas rápidas y dolorosas, Leroy y los otros investigadores pensaron que no era posible que ni los chimpancés ni los gorilas fueran los huéspedes reservorio, es decir, las criaturas donde habita discretamente el virus durante un largo periodo. En realidad, el chimpancé muerto era una pista. Posiblemente, esta especie de rol ocasional en el que un chimpancé infectado pasa de ser una víctima a ser el transmisor podría ayudar a la identificación del huésped reservorio. ¿Sería un animal grande o uno pequeño con el que los chimpancés tuvieron contacto?
CONTINUAR LEYENDOCuatro años más tarde, me hallaba sentado frente a una fogata en un campamento en la densa selva que se encuentra cerca del curso alto del río Ivindo, a casi 64 kilómetros al oeste de Mayibout 2. Compartía la cena de una gran olla con una docena de nativos, miembros de un equipo de investigación que se preparaba para un viaje muy largo por tierra. Estos hombres, la mayoría de aldeas del nordeste de Gabón, habían caminado durante varias semanas antes de que yo me uniera a ellos; su trabajo consistía en cargar equipaje pesado a través de la jungla y construir todas las noches campamentos sencillos para el biólogo J. Michael Fay, quien dirigía la expedición con un obsesivo objetivo siempre en mente. Es un hombre poco común, aun para los estándares de los biólogos, inteligente, de espíritu libre y ferozmente comprometido con la conservación de la vida silvestre. Su proyecto, que llamó Megatransect, consistía en un estudio biológico de 3.200 kilómetros de selva en África central; se trataba de un largo recorrido, a pie, por áreas salvajes. A cada paso, Fay se detenía para registrar, con los trazos irregulares de su mano izquierda, lo que se encontraba por el camino en una libreta amarilla de notas a prueba de agua; recolectaba datos distintos, como las pilas de excrementos de elefantes y los rastros de leopardos, sus observaciones acerca de los chimpancés, así como algunas clasificaciones botánicas. Mientras tanto, el equipo que lo seguía en fila cargaba con dificultad ordenadores, su teléfono vía satélite, equipo técnico, baterías extra, tiendas de campaña y suministros.
Michael Fay había caminado doscientos noventa días antes de llegar a esta parte del nordeste de Gabón. Había cruzado la República del Congo acompañado de hombres curtidos en la selva, la mayoría bambendjellés (un grupo étnico de individuos de corta estatura también llamados “pigmeos”). Sin embargo, a estos se les había prohibido la entrada en la frontera gabonesa, así que Fay se vio obligado a contratar a un nuevo equipo en la región. Los reclutó principalmente de los campos mineros de oro que se encontraban a lo largo del curso superior del río Ivindo; sin duda preferían el trabajo duro y difícil que él exigía —desbrozar el camino y cargar el equipaje de un lugar a otro— que cavar el fango ecuatorial para extraer oro. Uno de los hombres hacía de cocinero y vigilante, removía cada noche en la fogata cantidades inmensas de arroz o fufu (alimento básico hecho de harina de yuca, una especie de pasta parecida a un empapelado comestible) y lo aderezaba con una salsa de consistencia indefinible y de color café. La salsa incluía una variedad de ingredientes: puré de tomate, pescado seco, sardinas enlatadas, crema de cacahuete, carne deshidratada y pili-pili (chile picante); todo mezclado y combinado a capricho absoluto del chef. Nadie se quejaba nunca, pues todos estaban siempre hambrientos. Lo único peor que recibir una ración grande de este mejunje después de un día agotador por la selva era una ración pequeña. Por encargo de National Geographic, mi tarea dentro del grupo consistía en seguir los pasos de Fay por la selva; debía tomar nota del trabajo que hacía y describir con detalle cada aspecto del viaje. Así, lo acompañaría diez días por aquí, dos semanas por allá, y luego regresaría a Estados Unidos para sanar mis pies después de una larga travesía (que recorrimos en sandalias) y escribir mi artículo.
Cada vez que me reunía con Fay la logística de nuestro encuentro era distinta, dependiendo de lo remoto de su ubicación y de la urgencia que tuviera de suministros. Él nunca se desviaba de su zigzagueante ruta, y era cosa mía llegar a donde él estuviera. Algunas veces cogía un avión ligero y el resto del camino lo recorría a bordo de un cayuco motorizado, acompañado del oficial de intendencia, especialista en logística y hombre de confianza de Fay, un ecólogo japonés llamado Tomo Nishihara. Ambos nos acomodábamos como podíamos en la canoa, junto con el equipaje necesario para el siguiente tramo del viaje de Fay: bolsas de fufu fresco, arroz, pescado seco, cajas de sardinas, aceite, mantequilla de cacahuete, pili-pili y baterías AA. Sin embargo, incluso esas canoas no siempre podían alcanzar el lugar donde Fay y su equipo de famélicos y mugrientos hombres nos esperaban. En esta ocasión, como los viajeros cruzaban por una zona de selva densa llamada Minkébé, Tomo y yo surcamos el cielo en un helicóptero Bell 412 que bramaba con estruendo sobre la selva, una nave inmensa de trece asientos, fletado no por un módico precio al Ejército gabonés. Las copas de los árboles se extendían ininterrumpidamente por la selva tupida, hasta que nos encontramos con unos grandes y originales sombreros de granito, formaciones rocosas que se alzaban a cientos de metros de altura sobre los árboles y que destacaban sobre la niebla verdosa como si se tratara de El Capitán. Encima de uno de estos inselbergs se encontraba la zona de aterrizaje hacia donde Fay nos había dirigido; era el único lugar en kilómetros donde un helicóptero podía aterrizar.
Aquel día había sido una jornada relativamente tranquila para el equipo; no hubo necesidad de cruzar pantanos, ni de pasar por matorrales afilados, ni de hostigar a elefantes por el deseo de Fay de grabar un vídeo a una distancia corta. Todos dormían a la intemperie mientras esperaban el helicóptero; por fin habían llegado los suministros, ¡y también algunas cervezas! Esto permitió que se disfrutara de una atmósfera relajada y agradable alrededor de la fogata. Pronto me enteré de que dos de los miembros del equipo provenían de Mayibout 2, la aldea sobre cuya infortunada fama había leído; sus nombres eran Thony M’Both y Sophiano Etouck, y habían presenciado el brote del Ébola.
Thony, un hombre extrovertido, de constitución delgada y mucho más expresivo que su compañero, estaba dispuesto a contarme lo sucedido. Hablaba en francés, mientras Sophiano, más tímido, con un físico portentoso, ceñudo, barbas de chivo y tartamudeo nervioso, escuchaba en silencio. Este, según contaba Thony, había visto morir a su hermano y a la mayoría de su familia. Acababa de conocer a esos hombres, por lo que no me pareció decente presionarlos para obtener más información aquella tarde.
Dos días después partimos hacia la siguiente expedición por la selva de Minkébé. Con dirección hacia al sur nos alejamos de los inselbergs adentrándonos en la impenetrable jungla. Al anochecer ya estábamos exhaustos (especialmente ellos que trabajaban más duro que yo), aunque durante el día nos manteníamos demasiado ocupados con el desafío físico de cruzar a pie la jungla. A la mitad del recorrido, después de una semana de caminata, de dificultades, de sufrimiento y de compartir los alimentos, Thony se había relajado lo suficiente para explicarme más. Sus recuerdos coincidían con lo que había contado el equipo del CIRMF, con pequeñas diferencias en cuanto a cifras y algún otro detalle. Sin embargo, su punto de vista era más personal.
Thony la llamaba l’épidémie (la epidemia). Ocurrió en 1996, dijo, sí, alrededor de la misma época en que algunos soldados franceses llegaron a Mayibout 2 en una Zodiac y acamparon cerca de la aldea. No estaba seguro de si los soldados estaban ahí con un propósito formal. ¿Quizá para reconstruir una pequeña pista de aterrizaje o simplemente para divertirse? De vez en cuando se oían disparos de rifles. Thony pensaba que tal vez los franceses tenían algún tipo de armamento químico; para él eran importantes estos detalles, pues creía que podían tener alguna relación con la epidemia. Un día, unos muchachos de la aldea salieron de cacería con sus perros. Pretendían cazar puercoespines; en su lugar llegaron con un chimpancé: uno que no habían matado los perros, no. Un chimpancé que habían encontrado ya muerto. El chimpancé estaba en descomposición, dijo Thony; el estómago, podrido e hinchado, pero esto no importaba: la gente estaba contenta e impaciente por su carne. Lo desmembraron y se lo comieron. Entonces, rápidamente, en un lapso de dos días, todo aquel que había tenido contacto con la carne empezó a encontrarse mal.
Los enfermos presentaron síntomas como vómito y diarrea. Algunos lograron ser trasladados río abajo en lanchas al hospital de Makokou, pero no había combustible suficiente para transportarlos a todos; eran demasiadas víctimas y no había tantos botes. Once personas murieron en Makokou y otras dieciocho en la aldea. Los especialistas llegaron rápidamente desde Franceville, sí, dijo Thony; usaban trajes blancos y cascos, pero no salvaron a nadie. Sophiano perdió a seis miembros de su familia, entre ellos a su sobrina, cuya mano sostenía cuando ella murió. Aun así, él no enfermó. “No, ni yo tampoco”, dijo Thony. La causa de la enfermedad era motivo de incertidumbre y de rumores oscuros. Thony sospechaba de los soldados franceses; creía que con sus armas químicas habían matado al chimpancé, y que luego lo habían dejado despreocupadamente para que su carne envenenara a los aldeanos. De cualquier forma, sus compañeros sobrevivientes habían aprendido la lección, según Thony, pues hasta la fecha nadie en Mayibout 2 ha vuelto a comer carne de chimpancé.
Después le pregunté por los muchachos que habían ido a cazar. Todos murieron, dijo Thony, pero los perros no. ¿Que si alguna vez había presenciado una enfermedad parecida, una epidemia así? “Non —respondió Thony—, c’etait le premier fois”. (Era la primera vez.) ¿Cómo cocinaron el chimpancé?, pregunté con curiosidad. En una salsa tradicional africana, respondió, como si le hubiera hecho una pregunta muy tonta. Me imaginé el corvejón del chimpancé en una salsa de cacahuete, con pili-pili servido generosamente sobre fufu.
“La causa de la enfermedad era motivo de incertidumbre y de rumores oscuros. Thony sospechaba de los soldados franceses; creía que con sus armas químicas habían matado al chimpancé, y que luego lo habían dejado despreocupadamente para que su carne envenenara a los aldeanos”.
Además del estofado de chimpancé, otro detalle espantoso permanecía en mi mente, algo que había comentado Thony durante una conversación anterior. En medio del caos que reinaba en la aldea, me dijo esa vez, algo extraño había sucedido: Sophiano y él vieron a tre- ce gorilas muertos que yacían apilados cerca de la selva.
“¿Trece gorilas?”, yo no había pedido información sobre animales muertos; me llegó espontáneamente. Por supuesto, suele ocurrir que la información de carácter anecdótico tiende a ser poco segura, inexacta y en algunas ocasiones falsa, aun cuando provenga de testigos oculares. Cuando se dice que había “trece gorilas muertos”, en realidad podría tratarse de doce, quince o simplemente muchos, demasiados para ser contados por una mente angustiada. En una situación como esta, los recuerdos se vuelven borrosos. Al decir “Los vi” podría querer decir eso exactamente o posiblemente menos. “Mi amigo los vio, es un amigo cercano, confío en él tanto como en mis propios ojos.” o quizá, “Lo escuché de una buena fuente”. El testimonio de Thony pertenecía, según me pareció, a la primera categoría epistemológica: confiable, aunque no necesariamente preciso. Creo que sí vio esos gorilas muertos, trece más o menos, en grupo, si no en una pila; quizá incluso los había contado. La imagen de trece cadáveres de gorilas esparcidos en la hojarasca era escabrosa pero verosímil; pruebas posteriores demostraron que estos animales son altamente susceptibles al ébola.
Los datos científicos son otro asunto, muy diferente a los testimonios anecdóticos, pues no brillan con ambivalencia ni con hipérbole poética. Los datos científicos son significativos, cuantificables y firmes. Si se reúnen y se ordenan meticulosa y rigurosamente, de ellos pueden emerger respuestas. Por eso Mike Fay cruzaba África central con sus libretas de tapas amarillas: buscaba los grandes patrones que pudieran surgir de cantidades inmensas de pequeños grupos de datos.
Al día siguiente continuamos nuestro viaje a través de la selva. Aún nos faltaba más de una semana para llegar al camino más cercano. Este era un excelente hábitat para los gorilas: bien dispuesto y con una vegetación abundante, entre la que se encontraban sus plantas favoritas, además de ser casi virgen, pues no había caminos, campamentos ni rastros de cazadores. Debía de estar atestado de gorilas. Y alguna vez, en el pasado reciente, así había sido: un censo realizado por científicos del CIRMF dos décadas antes reveló una población estimada de 4.171 gorilas en la selva de Minkébé. Sin embargo, durante las semanas que pasamos abriéndonos paso por la selva no vimos ninguno. Había una extraña ausencia de gorilas y de rastros de ellos, tan rara que para Fay resultaba dramática. Se suponía que este era exactamente el tipo de patrón positivo o negativo que debía esclarecer su metodología. En el curso entero del proyecto Megatransect, Fay había registrado en su libreta cada nido de gorila, cada montículo de estiércol y cada tallo marcado con dientes de gorila, como lo había hecho con el estiércol de elefante, los rastros de leopardo y otras huellas similares de otros animales. Al final de nuestra etapa en Minkébé, hizo un balance de la información, lo cual le llevó horas; se escondió en su tienda y cotejó sus últimas observaciones en su ordenador. Finalmente salió.
“Durante los últimos catorce días —me informó Fay—, nos hemos cruzado con 997 montones de estiércol de elefante y ni una pizca de excremento de gorila. Hemos pasado entre millones de tallos de grandes plantas herbáceas, incluso de algunas variedades (pertenecientes a la familia de las Marantaceae) que tienen una médula muy nutritiva para los gorilas, que devoran como si se tratara de apio; pero ninguno de estos tallos tenía huellas de dientes de gorila”, según había notado.
No había escuchado tampoco el golpeteo del pecho característico de los gorilas para demostrar su poder, ni tampoco había visto sus nidos. Se parecía al Curioso incidente del perro a medianoche, un perro silencioso, aunque elocuente, pues le decía a Sherlock Holmes con evidencia negativa que algo no andaba bien. La población de gorilas de Minkébé, una vez abundante, había desaparecido. La conclusión ineludible era que algo los había exterminado.
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El contagio entre especies de Mayibout 2 no fue un acontecimiento aislado; forma parte de una serie de brotes del virus del Ébola que tuvieron lugar a lo largo de África central, cuyo comportamiento sigue siendo materia de desconcierto y debate. Los brotes abarcan el periodo de 1976 (año de la primera aparición datada del ébola) a 2014; en estos años el virus se ha esparcido desde un extremo del continente (Guinea, Liberia y Sierra Leona) hasta el otro (Sudán y Uganda). Los cuatro grandes linajes del virus que se han manifestado durante estos episodios son conocidos como “ebolavirus”. En una escala menor, tan solo en Gabón se han sucedido un cúmulo de tres incidentes relacionados con el virus en menos de dos años y en un espacio reducido, el segundo de ellos en Mayibout 2.
Un primer brote ocurrió en el mes de diciembre de 1994, en los campos destinados a la explotación de las minas de oro ubicadas en el curso superior del río Ivindo, en la misma área donde Mike Fay reclutaría después su equipo gabonés. Estos campos se extienden aproximadamente cuarenta kilómetros río arriba desde Mayibout 2. Al menos 32 personas enfermaron, mostrando los síntomas usuales del ébola: fiebre, dolor de cabeza, vómitos, diarrea y sangrados. La fuente fue difícil de precisar, aunque un paciente dijo haber matado un chimpancé que vagabundeaba en los campos y actuaba de forma extraña.Tal vez ese animal ya traía consigo el virus que infectó a los humanos. De acuerdo con otro relato, el primer caso fue el de un hombre que se encontró con un gorila muerto y trajo todas sus partes para compartirlas con los demás. El hombre murió y así ocurrió con todos aquellos que tocaron aquella carne. Al mismo tiempo, llegaron noticias de chimpancés, así como de gorilas, encontrados muertos en la selva. Por otro lado, los mineros (y sus familias, pues los campos eran esencialmente sus aldeas) con su sola presencia, y sus necesidades de comida, refugio y combustible, causaron un gran al- boroto entre la fauna que vivía en la selva de canopias.
Las víctimas del brote de 1994 fueron transferidas río abajo, de los campos mineros al Hospital general de Makokou (como también se haría posteriormente con motivo del brote de Mayibout 2). Después surgió una oleada de casos secundarios, focalizados en los alrededores del hospital y en las aldeas cercanas. En una de esas aldeas había un nganga, un curandero tradicional, cuya casa podría haber sido el punto de transmisión de la enfermedad entre alguna víctima del brote en los campos mineros que buscaba una cura tradicional y una desafortunada persona de la localidad que visitaba al mismo curandero, aunque por algo menos temible que el ébola. Posiblemente el virus pasó a través de las mismas manos del curandero. En cualquier caso, con el tiempo esa secuencia terminó: se diagnosticaron 49 personas infectadas, y 29 murieron a causa de él, una tasa de letalidad del 60 por ciento.
Un año después ocurrió el brote de Mayibout 2, segundo en esta serie. Ocho meses más tarde, científicos del CIRMF y de otros centros respondieron a un tercer brote, esta vez cercano a la ciudad de Booué, en el centro de gabón.
Lo ocurrido en Booué probablemente comenzó tres meses atrás, en julio de 1996, con la muerte de un cazador en un campo destinado a la industria maderera conocido como SHM, aproximadamente a 64 kilómetros al norte de la ciudad. En retrospectiva, los síntomas fatales del cazador fueron reconocidos en su conjunto como los del ébola, aunque en este caso no se dio la alarma a tiempo. Otro cazador murió misteriosamente en el mismo campo seis semanas después. Luego, un tercero.
“El contagio entre especies de Mayibout 2 no fue un acontecimiento aislado; forma parte de una serie de brotes del virus del Ébola que tuvieron lugar a lo largo de África central, cuyo comportamiento sigue siendo materia de desconcierto y debate”.
¿Con qué tipo de carne suministraban a este campamento? Probablemente un amplio menú de criaturas salvajes: monos, duiqueros, potamoqueros, puercoespines e incluso (a pesar de las restricciones) simios. Y de nuevo hubo noticias de cadáveres de chimpancés hallados en la selva; caídos muertos, es decir, no cazados. Los tres primeros casos de la enfermedad en humanos parecían ser independientes uno del otro, como si cada cazador hubiera contraído el virus de la naturaleza. Después, el tercero de ellos expandiría el problema, convirtiéndose en transmisor además de víctima.
El tercer cazador fue ingresado durante un breve periodo de tiempo en Booué, pero dejó las instalaciones del hospital, eludió a las autoridades sanitarias, se dirigió a una aldea cercana y ahí buscó la ayuda de otro nganga. A pesar de los cuidados del curandero, el cazador murió, de la misma forma que lo hicieron el nganga y su sobrino. Una reacción en cadena comenzó. Durante octubre y los meses sucesivos hubo una mayor incidencia de casos en Booué y sus alrededores, que sugería una mayor transmisión de persona a persona. Se transfirieron varios pacientes a los hospitales de Libreville, capital de Gabón, donde murieron. Un doctor gabonés, que había atendido a uno de esos pacientes, enfermó y, mostrando su confianza en la asistencia médica de su país, voló hacia Johannesburgo para tratarse. Sobrevivió, pero la enfermera sudafricana que lo atendió enfermó después y falleció. De ese modo, el virus del ébola salió de África central y se propagó por todo el continente. El cómputo final de este tercer prote, que abarcó Booué, Libreville y Johannesburgo, fue de 6’ casos, de los cuales 45 fueron mortales. ¿Cuál fue, entonces, la tasa de letalidad? Ahora le toca a usted hacer el cálculo en su cabeza.
En medio de este lío de casos y detalles, algunos factores en común sobresalen: la perturbación de la selva donde comenzó el brote, cadáveres de simios y de humanos, casos secundarios por la exposición en los hospitales y los curanderos tradicionales, y una alta tasa de letalidad que oscila entre el 60 y 75 por ciento. El 60 por ciento es una proporción extremadamente alta para cualquier enfermedad infecciosa (excepto la rabia); quizá más alta que, por ejemplo, la cantidad de muertos por fiebre bubónica en la Francia medieval o de los peores momentos de la peste negra.
Desde 1996 otros brotes del virus del ébola han azotado tanto a la gente como a los gorilas de los alrededores de Mayibout 2, particularmente en un área que se extiende a lo largo del río Mambili, justo en la frontera que separa Gabón del noroeste del Congo, una zona con una selva densa que rodea varias aldeas, un parque nacional y una reserva recientemente inaugurada, conocida como Santuario del Gorila de Lossi. En marzo de 2000, Mike Fay y yo cruzamos esa área, justo cuatro meses antes de nuestro encuentro en los inselbergs de Minkébé. En un crudo contraste con el vacío de Minkébé, los gorilas eran abundantes en la desembocadura del Mambili cuando lo visitamos. Pero dos años después, en 2002, un equipo de investigadores de Lossi comenzó a encontrar cadáveres de gorilas, algunos de los cuales dieron positivo en una prueba de anticuerpos del virus del Ébola (lo cual es una evidencia menos convincente que encontrar vivo el virus, pero sigue siendo sugestiva). En un lapso de pocos meses, el 90 por ciento de los gorilas estudiados (130 de 143) desaparecieron. ¿Cuántos simplemente huyeron? ¿Cuántos murieron? Extrapolando bastante libremente el número total de muertos y desaparecidos durante su estudio de la zona, los investigadores publicaron un artículo en la revista Science con el contundente (aunque temerario) título: «El brote del ébola deja 5.000 gorilas muertos».
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En el año 2006 regresé al río Mambili, en esa ocasión acompañado por un equipo dirigido por William B. (Billy) Karesh, entonces director del programa veterinario de campo de la Wildlife Conservation Society (WCS), que ahora ocupa un cargo similar en EcoHealth Alliance, una organización dedicada al estudio y la prevención de epidemias zoonóticas en todo el mundo. Billy Karesh es veterinario y una autoridad en materia de zoonosis, además de un hombre acostumbrado al trabajo de campo; se le solía ver con su camiseta azul, su gorra con el logotipo de la organización estampado y su barba. Billy fue criado en Charleston, Carolina del Sur; su vocación por la vida salvaje fue alimentada por el zoólogo Marlin Perkins. Empírico por disposición, habla bajito, sin apenas mover los labios, y evita pronunciamientos categóricos como si temiera que estos pudieran lastimarle los dientes. Con frecuencia se le ve con una sonrisa astuta, como si las maravillas del mundo y el espectáculo de la locura humana lo divirtieran. Pero su misión en el Mambili no tenía nada de divertida. Billy había venido por los gorilas; venía a dispararles, no con balas, sino con dardos tranquilizantes. Quería extraer muestras de sangre y analizarlas para buscar anticuerpos del virus del ébola.
Nuestro destino era un lugar conocido como el complejo de Moba Bai, un grupo de claros naturales cercanos al margen este del Mambili, no muy lejos del Santuario de Lossi. En la lengua francófona de África un bai es una pradera pantanosa, soleada y rodeada de selva, como si se tratara de un jardín secreto, y que a menudo esconde un depósito mineral. Además del de Moba Bai, que le dio el nombre al complejo, había otros tres o cuatro claros en los alrededores. Los gorilas (y otro tipo de vida salvaje) frecuentaban estos bais, debido a las juncias ricas en sodio y a los asteres que crecen a cielo abierto. Llegamos a Moba apretujados en un cayuco impulsado por un motor fueraborda de cuarenta caballos que nos llevó río arriba por el Mambili.
El bote trasladaba a nueve tripulantes y una pila formidable de equipo: un refrigerador que trabajaba con gas, dos tanques de congelación de nitrógeno líquido (para conservar las muestras); jeringas, agujas, ampollas y otros instrumentos, todo cuidadosamente empaquetado; guantes y trajes para materiales peligrosos; tiendas y lonas; provisiones de arroz, fufu, atún, legumbres enlatadas y varias cajas de vino de mala calidad, así como numerosas botellas de agua, un par de mesas plegables y siete sillas de plástico apilables. Con estas herramientas y provisiones de lujo acampamos al otro lado del río junto a Moba. Nuestro equipo estaba compuesto por un rastreador experto llamado Prosper Balo, además de veterinarios especialistas en vida salvaje, guías y un cocinero. Prosper había trabajado en Lossi antes y después del brote. Con su guía podríamos rondar por los bais, pletóricos de vegetación suculenta y conocidos en otro tiempo por las docenas de gorilas que llegaban diariamente a comer y a relajarse.
Billy Karesh había visitado en dos ocasiones la misma área antes de que el ébola la alcanzara; buscaba datos de referencia sobre la salud de los gorilas. En un viaje realizado en 1999, había visto sesenta y dos ejemplares en un solo día. En 2000 regresó con la intensión de poder sedar a unos cuantos con sus dardos. “A diario—dijo Billy—había por lo menos una familia en cada bai”. Sin querer molestarlos demasiado, sedó solo a cuatro animales; los pesó, los examinó en busca de enfermedades obvias (como la pian también llamada frambesia tópica, una infección bacteriana de la piel) y les tomó muestras de sangre. Los cuatro gorilas dieron negativo a la prueba de anticuerpos del ébola. Sin embargo, en esta ocasión las cosas eran diferentes: Billy quería suero sanguíneo de los sobrevivientes de la epidemia del 2002. Así, iniciamos nuestro trabajo con grandes expectativas; los días pasaron y hasta donde podíamos ver no había sobrevivientes.
“Desde 1996 otros brotes del virus del ébola han azotado tanto a la gente como a los gorilas de los alrededores de Mayibout 2, particularmente en un área que se extiende a lo largo del río Mambili”.
De todas formas quedaban muy pocos, no había suficientes gorilas para poder sedar a alguno (empresa siempre venturosa, con riesgo tanto para el que dispara el dardo como para el que lo recibe); y sin gorilas no era posible obtener información útil. Nuestra vigilancia en Moba duró más de una semana. Cada mañana cruzábamos el río, caminábamos en silencio de un bai a otro, nos ocultábamos en la densa vegetación, a lo largo del margen del río, y esperábamos pacientemente a que se presentaran los gorilas. Nada. A menudo nos sentába- mos en cuclillas bajo la lluvia, y cuando estaba soleado, leía un libro o dormía una siesta en el suelo. Karesh se mantenía con el rifle listo, los dardos llenos de tiletamina y zolazepam, sus drogas preferidas para sedar gorilas. o bien caminábamos por la selva siguiendo muy de cerca a Prosper Balo, que intentaba sin éxito encontrar algún rastro de los primates.
En la mañana del segundo día, en un sendero pantanoso que conducía al bai, vimos pisadas de leopardos, elefantes, búfalos y rastros de chimpancés, pero ningún indicio de gorilas. El tercer día, sin señales de gorilas aún, Karesh dijo: “Creo que están muertos. El ébola pasó por aquí”. Se imaginaba que solo quedaban algunos cuantos afortunados, que no habían sido infectados por la enfermedad o se habían hecho resistentes a ella. “Esos son los que nos interesan”, afirmó, pues alguno podría tener anticuerpos. El cuarto día, separándose de nosotros, Karesh y Balo lograron localizar a un solo gorila macho, muy alterado a juzgar por la manera como se golpeaba el pecho y sus fuertes gruñidos; en cualquier caso, se arrastraron por la densa maleza hasta casi nueve metros de él. De pronto, el animal se irguió frente a ellos, aunque solo su cabeza era visible. “Pude haberlo matado —me contó Karesh más tarde—. Enfrentarlo”. Pudo haberle dado justo entre los ojos, pero no dispararle en un costado para inmovilizarlo. Karesh se contuvo… el gorila lanzó otro gruñido y huyó.
Mis anotaciones del sexto día incluían la entrada: “Nada, nada, ningún gorila, nada”. En nuestra última oportunidad, el séptimo día, Balo y Karesh rastrearon durante horas a otra pareja de animales en la selva pantanosa, pero no alcanzaron a verlos más que fugazmente. Los gorilas cerca de Moba Bai se habían vuelto desesperadamente escasos, y los que aún se encontraban por ahí eran muy asustadizos. Mientras tanto, la lluvia seguía, el campamento estaba cada vez más embarrado y el río crecía.
Cuando no nos encontrábamos en la selva, pasaba el tiempo conversando con Karesh y los tres veterinarios de su equipo, que provenían de la WCS con sede en África. Uno de ellos era Alain Ondzie, un congoleño larguirucho y tímido que se había formado en Cuba y hablaba un español bastante fluido, además de francés y varios idiomas de África central; tenía la simpática costumbre de ladear la cabeza y de reírse jocosamente cada vez que alguien bromeaba con él o lo divertía. El trabajo de Ondzie era responder a los avistamientos de chimpancés o gorilas muertos en cualquier parte del país, llegar al lugar en cuestión tan pronto como fuera posible y tomar muestras de tejido con el propósito de analizarlas para buscar virus del ébola. Me describió las herramientas y los pasos para realizar dicha tarea con el cadáver invariablemente putrefacto en el momento en que él llegaba y con la presunción (hasta que no se demostrara lo contrario) de que podría estar plagado de ébola. Su indumentaria para trabajar consistía en un traje de protección desechable para materiales peligrosos, compuesto de una capucha con ventilación, botas de hule, un delantal para posibles salpicaduras y tres pares de guantes, los cuales se sujetaban a las muñecas con cinta americana. Tomar la primera muestra era lo más arriesgado, porque el cadáver podía estar hinchado por el gas y explotar a la primera incisión. En cualquier caso, el simio muerto por lo general estaba cubierto de insectos carroñeros como hormigas, moscas minúsculas e incluso abejas. Ondzie me contó que en una ocasión tres abejas se le subieron por el brazo, pasaron por debajo de la tapa de su capucha, bajaron por su cuerpo desnudo y le picaron mientras él realizaba su trabajo. ¿Es posible que el virus del ébola viaje en el aguijón de una abeja? Quizá durante un corto periodo de tiempo, si no tienes suerte. Ondzie fue afortunado.
—¿Te da miedo este trabajo? —le pregunté.
—Ya no —contestó.
—¿Por qué lo haces? ¿Por qué te gusta? —No había duda de ello. —Ça, c’est une bonne question — (Esa es una buen pregunta), dijo mientras ladeaba la cabeza y soltaba su característica risita. Y añadió con más seriedad—: Porque me permite aplicar lo que he aprendido y continuar haciéndolo, y quizá salvar algunas vidas.
Otro miembro del equipo era Patricia (Trish) Reed, que había llegado a África como bióloga quince años antes y realizado estudios sobre la fiebre de Lassa y del sida más tarde. Trish fue contratada por el CIRMF, había adquirido experiencia en Etiopía, y luego obtuvo su título de doctora en Medicina veterinaria por la Escuela de Veterinaria de la Universidad de Tufts, en Boston. Regresó al CIRMF para investigar sobre un virus que afectaba a los monos cuando Karesh la llamó para remplazar a su veterinaria de campo, quien había muerto al estrellarse su avión intentando aterrizar en una pista rural gabonesa.
Reed me comentó que su ámbito de trabajo abarcaba una amplia variedad de enfermedades infecciosas que amenazan al gorila, de las cuales el ébola es la más exótica. Las otras son en gran medida enfermedades humanas de un matiz más convencional, a las que el gorila es vulnerable por su cercana similitud genética con los seres humanos: tuberculosis, poliomielitis, sarampión, neumonía y varicela, entre otras. Los gorilas pueden estar expuestos a tales infecciones dondequiera que haya gente enferma caminando por la selva, tosiendo, estornudando o haciendo sus necesidades. Cuando el contagio de enfermedades se da en el sentido inverso —de seres humanos a animales— se conoce como antroponosis. Por ejemplo, los famosos gorilas de la montaña se han visto amenazados por infecciones antroponóticas, como el sarampión, traídas por los ecoturistas que vienen a admirarlos. (Los gorilas de la montaña constituyen una subespecie del gorila oriental, que se encuentra en grave peligro y está confinada en las empinadas pendientes del volcán Virunga en Ruanda y sus alrededores; en cambio, el gorila occidental de los bosques de África central, una especie que habita en tierras bajas, es con diferencia la más numerosa, aunque está lejos de estar protegida.) Estas enfermedades infecciosas, combinadas con la destrucción de su hábitat por la tala de árboles y el hecho de que son cazados por su carne, consumida localmente o vendida en los mercados, podrían reducir la cantidad de gorilas occidentales actual, que es relativamente abundante (quizá cien mil en total), a solo unos cuantos que apenas sobrevivan en poblaciones aisladas, como el gorila de la montaña, o quizá lleguen a extinguirse localmente.
Pero los bosques de África central todavía son relativamente vastos si los comparamos con las laderas de Virunga que albergan a los gorilas de la montaña; además, los gorilas occidentales no se encuentran con demasiados ecoturistas, pues su hogar resulta incómodo y casi impenetrable, por lo que la tuberculosis y el sarampión no son el mayor de sus problemas. “Yo diría que, sin lugar a dudas, el ébola es su mayor amenaza”, me dijo una vez Reed.
Me explicó que la razón por la cual el virus del Ébola resulta tan impenetrable entre los gorilas no es solo por su ferocidad, sino por la falta de información. “No sabemos si ya estuvo aquí antes. No sabemos si los gorilas pueden sobrevivir al virus, pero necesitamos saber cómo pasa de grupo a grupo. Tenemos que saber dónde está”. Esta pregunta tiene dos dimensiones: cuánto se ha diseminado el virus del ébola a lo largo de Africa central y en qué huésped reservorio se esconde.
Al octavo día recogimos, cargamos los botes y partimos de nuevo río abajo, sin muestras de sangre que añadir a los datos que ya teníamos. Nuestra misión resultó frustrada por el mismo factor que la había hecho relevante: la notable ausencia de gorilas. Nos encontrábamos, otra vez, en una situación parecida a la de El curioso incidente del perro a medianoche. Billy Karesh había logrado acercarse a un gorila, pero no le fue posible sedarlo, y había visto otros dos gracias al buen ojo de Balo para seguir pistas, y nada más. El resto de gorilas, las docenas de ellos que frecuentaban estos bais, se había dispersado a otros lugares desconocidos o estaban… ¿muertos? De cualquier manera, los gorilas, antes abundantes por aquí, se habían ido.
Parecía que el virus también se había marchado, pero nosotros sabíamos que solo estaba escondido.
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