Fragmento del libro Guerrillas, de Jon Lee Anderson - Gatopardo

¿Por qué hay guerrillas y guerrilleros?

Un fragmento del libro «Guerrillas» de Jon Lee Anderson sobre el conflicto Israel-Palestina

Tiempo de lectura: 13 minutos

Jon Lee Anderson escribió Guerrillas en 1992. En él aborda con su habitual minuciosidad y claridad uno de los fenómenos cruciales para comprender la historia de la segunda mitad del siglo XX, y ahora, 26 años después, la editorial Sexto Piso ha publicado una reedición.

Para escribir este libro, Andersón viajó para conocer in situ y de primera mano las realidades de los muyahidines de Afganistán, el FMLN de El Salvador, el Ejército de Liberación Nacional Karen de Birmania, el Frente Polisario del Sáhara Occidental y células palestinas que luchaban contra Israel en la Franja de Gaza. Su motivación fue «entender qué es lo que motiva a la gente común para ir a la guerra, para tomar la decisión consciente de matar y morir por un ideal que existe, al menos al comienzo, tan solo en sus cabezas».

Este es un fragmento del cuarto capítulo:

GANÁNDOSE LA VIDA

Los shabab de Gaza expresan su deseo de elevar el nivel de violencia de la intifada para incluir el uso de pistolas. Presumen de que siempre que las necesiten, podrán obtener armas sin problemas. Conocen muchas formas de conseguirlas.

–Muy cerca, está la frontera con Egipto –dice Mahmud y explica que las armas podrían ser arrojadas por encima de la verja de seguridad por los aliados del lado egipcio.

–Podemos comprar las pistolas a los propios israelíes –interrumpe Ahmed– vendiéndoles droga. –Y habla de cuando vendió hachís a un soldado israelí a cambio de una metralleta Uzi. Se niega a decir qué hizo con el arma, o si la sigue teniendo; se limita a mostrar una sonrisa misteriosa–. No, amigo, las armas no son un problema para nosotros. Si las queremos, podemos conseguirlas…

Pese a todas sus pretensiones, los shabab tienen pocas posibilidades de llegar a ser alguna vez una fuerza guerrillera plenamente armada. Aparte de la dificultad de adquirir armas en el territorio bien vigilado por la Policía de Israel, tienen pocas posibilidades de financiación externa, salvo los fondos limitados que llegan con cuentagotas desde la Organización para la Liberación Palestina (OLP) y las organizaciones islámicas fundamentalistas del exterior.

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Al final, todas las guerras son económicas, en lo que se refiere a por qué se libran y cómo se hacen. Tener el apoyo material adecuado es la clave de la supervivencia de la mayor parte de las insurgencias, así como de su éxito o su fracaso político. Hay una verdad real en la vieja máxima maoísta de que para sobrevivir, los guerrilleros deben ser como los peces y nadar en el mar del pueblo. Pero, aunque el pueblo pueda proporcionar a los guerrilleros comida, refugio, información y reclutas, habitualmente no les puede proveer de armas y munición, ni de todo el equipamiento militar necesario para continuar la lucha. Y por eso la mayor parte de los guerrilleros tienen también patrocinadores extranjeros, benefactores poderosos que por su propio interés desean ver un cambio en el sistema al que se oponen las guerrillas. El reto para los guerrilleros es mantener la integridad de su lucha a pesar del patrocinio extranjero.

Las décadas de 1960, 1970 y 1980 fueron años de auge para las guerrillas del Tercer Mundo. El derrumbe de los imperios coloniales europeos tras la Segunda Guerra Mundial puso al alcance de todos muchas cosas que antes habían pertenecido sólo al mundo desarrollado, y fue allí donde las nuevas superpotencias buscaron representantes para luchar entre ellas. Durante la Guerra Fría, los grupos guerrilleros podían obtener ayuda de Washington, Moscú o Pekín cuando los rivales descubrían nuevos intereses estratégicos que explotar en el patio trasero de otro país. Sólo en áreas consideradas no estratégicas se ignoraron las causas de los guerrilleros.

Entre las insurgencias, la intifada palestina es única porque no requiere el apoyo logístico esencial que exige la mayoría de ellas. Y, sin embargo, aunque sus «combatientes» usen generalmente piedras y navajas en lugar de fusiles y bombas, la intifada no deja de ser por ello una insurgencia. Representa la génesis última de la resistencia palestina cuando todas las demás formas de lucha violenta se han intentado y han fracasado. Pero lo que buscan los shabab no es diferente de lo que buscaban los comandos fedayines y los secuestradores aéreos antes que ellos: una patria palestina.

El fin se ha mantenido idéntico; sólo han cambiado los medios. Mientras que antes se necesitaba un suministro regular de dinero, armas y municiones, la lucha palestina actual depende de su capacidad continuada para moldear la opinión pública internacional de forma favorable a su causa. En este sentido, la misma pobreza de la intifada ha sido un arma en la campaña para preservar su imagen: la rebelión de David contra Goliat, unos jóvenes desarmados contra los soldados israelíes fuertemente pertrechados. La realidad es que los palestinos tienen pocas posibilidades de elegir.

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Fuerza aérea de Estados Unidos. Fotografía por Tech. Sgt. Matthew

Uno de los hechos más humillantes de la vida de los palestinos que viven bajo la ocupación israelí es que muchos de ellos deben trabajar para sus enemigos para poder sobrevivir. Pero no hay ningún otro trabajo disponible, especialmente en Gaza. Por eso, cada día de la semana salvo el viernes, día santo de los musulmanes, más de setenta mil gazatíes viajan a Israel para realizar los trabajos de menor categoría. Ellos constituyen el fondo del llamado «trabajo negro de Israel», el equivalente de los colectivos de obreros migrantes de la población negra de Sudáfrica, o de los «espaldas mojadas» mexicanos en los Estados Unidos.

Por la mañana, una caravana de atestados taxis Peugeot color azul claro y viejos Mercedes repletos de adultos y chicos palestinos sube hacia el norte, hacia Tel Aviv, pasando los controles del Ejército israelí en la frontera norte del territorio. Cada noche, dado que está prohibido pernoctar en Israel, vuelven a Gaza.

Los días son agotadoramente largos y el trabajo a menudo descorazonador. Aunque, con la connivencia de sus patronos, algunos de los trabajadores pueden quedarse por la noche en Israel de manera ilegal, durmiendo en los locales de las fábricas o en los almacenes de los restaurantes, la mayoría tiene que volver a casa y levantarse al día siguiente mucho antes del amanecer para realizar de nuevo el trayecto hasta su lugar de trabajo.

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Gaza, Palestina. 25 de septiembre. Granja de Gaza. Fotografía de Luis Astudillo C.

Sean cuales sean sus títulos académicos, los palestinos, invariablemente, acaban en empleos de baja categoría, trabajando largas horas como pinches de cocina y lavaplatos mal pagados en las cocinas de los restaurantes de Israel, como obreros en las fábricas o peones en la construcción. Massud, uno de los amigos de Mahmud, se licenció en la Universidad de El Cairo con un título en Lengua árabe que nunca ha podido utilizar. Casi todas las noches de los días laborables se le puede encontrar en casa, cubierto de polvo de yeso y entumecido por el agotamiento al final de una jornada de trabajo.

El trabajo de la construcción es el más cruelmente irónico, porque los palestinos están ayudando físicamente a sus enemigos en la tierra de sus antepasados. Con cada nuevo edificio levantado para la creciente a afluencia de inmigrantes judíos europeos a Israel, o para colonos israelíes en tierra ocupada, los obreros levantan un nuevo obstáculo a su propio futuro en la tierra que ellos llaman Palestina. Pero, por ahora, con familias a las que alimentar y niños que vestir, no tienen más opción que aceptar el trabajo que encuentren.

Mahmud podría tener algún peso en la clandestinidad militante de los shabab en Breij, pero tiene que trabajar para ganarse la vida, y por eso pasa dieciocho horas diarias, seis días a la semana, como mesero en un restaurante de carretera en Rishon le Zion, una ciudad judía cercana a la costa entre Gaza y Tel Aviv. Mahmud tuvo suerte de encontrar trabajo; dice que lo contrataron sólo porque parecía judío.

–Los clientes no entrarían en un restaurante donde los meseros parecieran árabes.

Aunque ha aprendido a hablar bien el hebreo, Mahmud sigue pasando la mayor parte de los días con miedo a ser descubierto por los soldados de un cuartel cercano que regularmente van a comer allí.

–Si uno de ellos se entera de que soy palestino, puede decir al propietario que me despida, y el propietario me despedirá, pues quiere conservar a sus clientes, y siempre podrá encontrar otro mesero.

La experiencia de trabajar en tan estrecha proximidad con los israelíes no ha disminuido la tendencia de los palestinos a demonizarlos, y viceversa. Más bien, la relación ha alimentado un desprecio creciente. Tal vez esto tenga más que ver con la casi total falta de comunicación entre los dos pueblos que con ninguna idea de elaboración reciente de unos sobre otros.

Uno de los aspectos más denigrantes para los palestinos de su trabajo en Israel es la manera en que habitualmente los israelíes los ignoran. Es como si, simplemente, los palestinos no estuvieran allí. Este trato hace que los palestinos, que ya están molestos por verse reducidos a trabajos de baja categoría, se sientan aún más humillados e inseguros. Se dan cuenta de que no es que los israelíes no los vean, sino más bien de que los han reducido a la invisibilidad por ser quienes son. ¿Qué dice esto sobre la actitud de los israelíes y su pretensión de ser un pueblo distinto? Si los israelíes ni siquiera ven a los palestinos como individuos, ¿qué probabilidad existe de que los vean alguna vez como comunidad, y mucho menos de que les concedan una patria?

En ausencia de todo contacto humano, salvo el más negativo o superficial –«¡Eh, tú, tráeme un café!», «¡Alcánzame esa herramienta!», «¡Limpia el suelo!»–, la experiencia de los palestinos en Israel confirma sus peores sospechas sobre los israelíes, a la par que intensifica su sentimiento de enajenación y de rabia.

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Hisham es vecino de Mahmud en Breij y miembro de la fundamentalista Hermandad Musulmana. Mientras espera los resultados de la solicitud de una beca para estudiar Química en una universidad estadounidense, trabaja como encargado de una cuadrilla de trabajo en un complejo de apartamentos que se está construyendo al norte de Tel Aviv. Lo que ve durante el trabajo diario ha alimentado su odio a los judíos, y lo muestra con la repugnancia moral del hombre devoto. En un punto de la carretera, cerca del lugar donde él y sus hombres levantan los edificios de apartamentos, dice, mujeres rusas, emigradas políticas recién llegadas, están prostituyéndose abiertamente.

–Vienen aquí a venderse por coger –escupe Hisham–. Y oímos decir que las putas israelíes están enfadadas porque se venden muy baratas. ¡Sólo unos séqueles y a coger! Las rusas piensan que llevan una buena vida en Israel, ¡pero esto es lo que han venido a hacer! Deberían haberse quedado en Rusia. Habría sido mejor para ellas. ¡Y para todos!

El sistema de «trabajo negro» beneficia a Israel, por supuesto, al proporcionarle mano de obra barata y neutralizar de forma eficaz, a la larga, al grupo potencialmente molesto de los hombres más jóvenes de la población palestina. Al final de un día de trabajo, la mayor parte de estos hombres están demasiado agotados para hacer otra cosa que dormir, no digamos ya para pensar en actividades subversivas.

No es de extrañar que, al comienzo de la intifada, la OLP estudiara la posibilidad de reducir la dependencia económica de los palestinos respecto de Israel. Al principio, el Mando Nacional Unificado trató de conseguir que los trabajadores se quedaran en casa, que boicotearan sus trabajos, pero este llamamiento fue muy impopular y en gran medida ignorado. ¿Cómo iban a mantener a sus familias si se quedaban en casa?, preguntaban los trabajadores. ¿Les pagaría la OLP sus salarios?

No pasó mucho tiempo antes de que esta política fuera abandonada, y la autoridad clandestina transigió ordenando «días de huelga» y de cierre temprano de todos los negocios palestinos durante las jornadas laborables. Estas medidas tuvieron más éxito; enviaron a los israelíes un mensaje sobre la popularidad y la capacidad organizativa de la intifada, pero no paralizaron económicamente a los palestinos.

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La atención se dirigió también a otro síntoma más corrosivo de los largos años de ocupación: la red de colaboradores con los israelíes dentro de la comunidad palestina. Pero, al principio, fue difícil determinar qué era colaboración con el enemigo y qué mero trabajo. Un elemento de miedo se introdujo en la vida diaria cuando los ideólogos de la intifada empezaron a fijar por escrito la nueva definición.

Como el sistema del trabajo negro, la red de colaboradores revela otro aspecto paradójico de la íntima relación que se ha desarrollado entre los israelíes y la población palestina ocupada. Aunque la pobreza de los palestinos ha proporcionado a Israel un medio de penetrar en su comunidad mediante el soborno para que se conviertan en espías, los palestinos han aprendido a usar la ensalzada «ocupación benigna» de Israel en su propio provecho. Desde muy pronto, los líderes de la sublevación han utilizado su acceso a Israel para ayudar a coordinar huelgas y manifestaciones entre Gaza, Cisjordania y la volátil comunidad «árabe israelí» de Israel.

Sami es uno de los palestinos que han conseguido explotar el sistema. Estuvo en el extranjero durante muchos años, así que consiguió evitar problemas con los israelíes y descubrió que no estaba en sus registros de seguridad. Por eso, en los primeros días de la intifada pudo entrar y salir libremente de Israel sin problemas. A diferencia de su rival Mahmud, Sami no trabajaba, estaba en paro y vivía en casa con su familia. Sus hermanos trabajaban y lo mantenían mientras él dedicaba más o menos todo su tiempo a la intifada. Durante una época, Sami viajó entre Gaza y Nazaret, la gran ciudad palestina dentro de Israel, para organizar allí a los palestinos. También miraba hacia el futuro pensando en movilizarlos en Haifa y Tel Aviv, donde los trabajadores árabes forman una presencia potencialmente subversiva utilizable por agitadores como él.

Permitir a tantos palestinos trabajar entre ellos ha hecho a los israelíes vulnerables a ataques en su propio país, y ya no sólo cuando entran en los Territorios Ocupados como soldados o colonos armados. Los apuñalamientos de civiles israelíes se han hecho cada vez más corrientes y han sido apoyados abiertamente por Hamás, la organización militante musulmana apoyada por Hisham y sus amigos. Como respuesta, Israel ha intensificado sus controles del flujo de trabajadores que entran y salen de los territorios.

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Ahora, además de los toques de queda cada vez más frecuentes y de las prohibiciones de viajar que dejan a Gaza aislada durante días, se ha puesto en práctica un nuevo sistema de seguridad informatizado. Sólo a los palestinos autorizados por las fuerzas de seguridad se les ha dado una tarjeta especial que les permite entrar a trabajar en Israel. Cualquiera que haya sido detenido por delitos contra la seguridad –incluso menores– tiene ahora prohibida la entrada en Israel.

Probablemente, las nuevas medidas han proporcionado a Israel una rica cosecha de nuevos colaboradores. Temerosos de las consecuencias de que les prohíban permanentemente trabajar en Israel, muchos jóvenes –a menudo los únicos sostenedores de la familia– aceptan pasar información a cambio de una tarjeta limpia. En cuanto a aquellos que han visto denegada su solicitud, las perspectivas de futuro son sombrías. Pero, con la capacidad de los palestinos para convertir su sufrimiento en algo que ennoblece la lucha, ser una persona «rechazada» puede ser útil en la intifada.

Mohamed, el cuñado de Mahmud, tiene prohibido trabajar en Israel. Mohamed es delgado, con un aspecto sombrío de expresidiario. Recientemente fue puesto en libertad tras pasar dos años en Ansar Tres, un campamento de prisioneros israelí en el desierto del Néguev; Mohamed está ahora de nuevo en Breij, viviendo en casa de su padre. Es uno de los «ninjas» de Breij, etiqueta aplicada a los organizadores enmascarados de los shabab. Dado que no puede trabajar en Israel, el comité de la intifada de Breij le ha dado un empleo: vigilar a los colaboracionistas del campamento.

El padre de Mohamed es un hombre de aspecto seráfco, de mejillas sonrosadas, con una kufiya de cuadros blancos y rojos. Con expresión consternada, está sentado en una silla al lado de su hijo. La intifada le ha dejado hundido: de sus cinco hijos, tres están en las prisiones israelíes cumpliendo largas condenas por delitos políticos, y los otros dos –uno de los cuales es Mohamed– también acaban de cumplir períodos de cárcel. Y eso no es todo. El antiguo dormitorio de Mohamed en la casa ha sido clausurado, tapiado, por los israelíes. En los Territorios Ocupados, si detienen a tu hijo por delitos contra la seguridad, los israelíes pueden hacer saltar tu casa por los aires o, como en el caso de Mohamed, tapiar la entrada al dormitorio del miembro de la familia responsable.

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La casa está oscura en la humedad pálida de la media tarde. Qué extraño resulta que Mohamed, allí sentado en el salón de abajo de la casa de sus padres, tenga una habitación propia en la que no puede entrar. Ahora tiene que dormir en la sala. Y ya no se puede mirar a Mohamed sin imaginar su dormitorio, que lleva consigo a todas partes, como una invisible bola de hierro encadenada a su cuerpo.

Qué medieval resulta de algún modo que aquí, en Breij, en los otros campos de refugiados –todos ellos lugares atestados– y por todos los Territorios Ocupados, haya docenas, cientos de esas habitaciones cerradas, prohibidas a sus propietarios. ¿Qué historias cuenta su prohibición? ¿Qué clase de sueños abriga su aire estancado? Si se reunieran todas las habitaciones, una encima de otra, como una fantasía arquitectónica, ¿hasta dónde se elevaría el edificio prohibido?

Habiendo salido hace muy poco de ese mismo hogar castigado, la joven esposa de Mahmud se opone insistentemente a su continua implicación en la intifada. Como muchas jóvenes de Breij, se interesa poco por la política. Sólo quiere construirse una nueva vida, una vida sin la angustia y la desesperanza soportada por su propia familia. Y por eso, a causa de su esposa y su nueva familia, Mahmud está reduciendo su actividad con los shabab para conservar su tarjeta de identidad. Trabaja duro y muchas horas en su empleo en Rishon le Zion. Mientras tanto, su rechazado cuñado Mohamed, sin nada que perder, se ha convertido en un «ninja» a tiempo completo en la intifada.

Anis, un amigo íntimo de Hisham, fue detenido bajo la sospecha de pertenecer a Hamás. Lo golpearon –le rompieron la mandíbula– y después de dos meses de detención ha sido liberado y está de vuelta en Breij. Ahora ya no puede entrar en Israel. Confinado en Gaza, no ha tenido más solución que crearse un empleo por su cuenta. Es una jugada que puede hacer que los israelíes se lamenten al final por haberle ayudado a manejar su propio destino: Anis abrió una librería islámica en Breij. Ahora vende textos islámicos, Coranes y cintas de casete de violenta música «yihadista», que hace que se encienda la mirada de los jóvenes que la escuchan, dispuestos a morir. El negocio va bien, y Anis ya no se queja de las limitaciones de su vida.

Como los casos de Mohamed y Anis dejan claro, los shabab tienen muchas maneras de eludir y socavar el aparato de seguridad de Israel sin ni siquiera salir de Gaza. Y, de hecho, hay también hombres que no aparecen en ningún registro de amenazas a la seguridad pero que, sin embargo, son potencialmente peligrosos. El hecho es que, mientras continúe la ocupación, la sociedad israelí no estará nunca libre de riesgo.

Joe es enfermero en el gran hospital Hadassah de Jerusalén. Todas las noches de la semana, salvo el viernes, alquila una habitación en Ramala, ciudad cercana a Jerusalén, en Cisjordania. Todos los viernes por la mañana viaja a su hogar en Rafah, el campamento de refugiados más al sur de Gaza, y vuelve a Jerusalén el día siguiente.

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Como la mayor parte de sus conciudadanos, Joe suele estar demasiado cansado después de su larga semana de trabajo para hacer algo más que dormir cuando vuelve a su casa de Gaza. Pero regresa porque está casado, y su esposa vive en Rafah. Sólo llevan casados unos meses; el suyo fue el tradicional matrimonio arreglado, y debido a todo el tiempo que pasan separados Joe se sigue sintiendo un extraño para su es- posa.

–Sólo tengo un día a la semana para estar con ella. ¿Qué es eso para conocer a alguien? Y, cuando vuelvo a casa, quisiera salir con ella, ir a enseñarle cosas, pero no hay nada que hacer. ¿Adónde podemos ir? ¡No hay cafés ni restaurantes a los que ir en Gaza! No podemos salir. Así que nos quedamos en casa, en nuestra pequeña vivienda.

Luego, Joe empieza a preguntarse en voz alta si ha cometido un error al casarse. A medida que habla, se pone cada vez más vehemente sobre su situación y cuenta lo mucho que odia su vida. Súbitamente, dice con una extraña voz risueña:

–¿Sabes?, todas las noches mueren un par de pacientes en mi turno. Trabajo en la sala de cardíacos. Soy el enfermero de noche, y muchos de esos enfermos son ancianos y pueden morir muy fácilmente. Y cada noche muere un par de pacientes. ¡Espero que nadie piense que los estoy matando!

La insinuación en la voz de Joe es evidente. Después de ese estallido, no dice nada más, y de repente se va.

Sea mera hipérbole o una confesión de la verdad, las palabras de Joe son una señal de su capacidad para devolver el golpe a Israel. Durante la sublevación, los palestinos han aprendido que su pobreza es tanto una debilidad como una fuerza; como un arma a disposición de ambos lados, es algo que han aprendido a valorar constantemente, buscando siempre mantener el equilibrio estratégico a su favor.

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