La literatura electrónica: algunos ejemplos desde América Latina

La literatura electrónica: algunos ejemplos desde América Latina

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Tiempo de Lectura: 00 min

No cualquier texto digitalizado es literatura electrónica; para serlo, debe poner de manifiesto el soporte y el medio en el que existe. Este ensayo presenta varios ejemplos sobresalientes, creados por artistas latinoamericanos, que evidencian el código, el algoritmo y la tecnología, al tiempo que muestran sus límites y juegan con la posibilidad del error, el glitch, la alteración, la participación y lo ininteligible.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Es frecuente pensar en la literatura como algo que carece de materialidad. Con respecto a otras artes, la literatura no tiene la fuerte impronta física que poseen, por ejemplo, la pintura o la danza. Si la entendemos como un conjunto de textos que sobreviven el paso del tiempo, la literatura no puede estar atada a la materialidad del soporte. Nadie piensa en leer el Quijote tal como fue publicado en su momento; cambian los soportes, las ediciones, incluso las lenguas, pero el Quijote permanece. Es como si la obra literaria existiera libre de las condiciones tecnológicas que vuelven posible su circulación. Pero la aparente inmaterialidad de la literatura es una convención, no un hecho. Es cierto que la gran mayoría de las obras han llegado a nuestros días porque no están ancladas a su materialidad, pero también porque precisamente hubo una materialidad que permitió la supervivencia.

Ante ello, hay una larga tradición de obras literarias cuya poética se basa en hacer presentes sus bases tecnológicas. Por ejemplo, los caligramas al evidenciar la doble dimensión de la escritura: visual y verbal. En eso se basa también la poesía sonora, pues, aunque es posible leer la Ursonate (1922–1932) de Kurt Schwitters (1887–1948) como un incomprensible poema convencional, su existencia plena sucede cuando la leemos como una partitura o, todavía más, cuando escuchamos a alguien interpretarla.

El más reciente género de obras literarias en relación activa con su medio es la literatura electrónica, también llamada literatura digital o e-literatura (feo pero usual anglicismo). Aunque aventurar una definición puede conducir a la ambigüedad o la tautología, es posible decir que se trata de obras con una presencia literaria relevante que participa del potencial artístico de los medios digitales. Esto significa que no todas las obras que existen digitalmente son literatura electrónica, así como no toda la poesía escrita es poesía visual (a pesar de que la escritura lo sea). Un libro en formato EPUB que contiene el mismo texto que su contraparte impresa es una obra digitalizada; el PDF de un libro impreso, también. Las obras de literatura electrónica nos muestran el medio en el que están hechas y lo integran a su función artística.

La literatura electrónica es tal que su materialidad no puede pasar desapercibida. No es transparente. Más bien, se trata de una materia opaca, presente, estorbosa. El lenguaje posee la capacidad de volcarse hacia su forma expresiva, más que solamente al contenido (aunque la separación es meramente conceptual). Una rima o una onomatopeya hacen evidente lo que de otro modo pasa inadvertido: la materialidad sonora del medio lingüístico. La literatura es, entre otras cosas, la explotación consciente y constante de la materialidad lingüística refiriéndose a sí misma, entrelazada con lo que se dice; es forma. La literatura electrónica es la construcción de formas a partir de una materia distinta: la tecnología digital.

En un mundo como el nuestro, dominado casi hasta la paranoia por la digitalización, no hay medio que no haya sido absorbido y reelaborado por el mundo digital. La música, la producción de imágenes, el movimiento, la imaginación, la escritura, la voz. ¿Cómo reconocer las posibilidades de opacidad en el medio digital con las que puede operar la literatura electrónica?

Es muy común escuchar entre apocalípticos e integrados del mundo contemporáneo que desde hace al menos cuarenta años vivimos en una sociedad dominada por las imágenes. Durante los últimos años se han producido más imágenes que en todo el resto de la historia de la humanidad; nuestro mal de archivo pasa por la fotografía, la representación, la reproducción. Vemos el mundo a través de pantallas, decimos. Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre las fotografías que subimos a nuestro Instagram y las pinturas que guardamos en los museos: no es la calidad, sino el régimen de producción. Mientras que las pinturas son imágenes hechas a mano sobre superficies planas, las fotografías digitales son bits traducidos en código alfanumérico, a su vez interpretado por los dispositivos como imágenes. No son objetos “naturalmente” visuales, son lenguaje que vemos como imágenes o, como el pensador Vilém Flusser las llama, imágenes técnicas. La música, las películas, los videojuegos; el mundo digital es un mundo escrito que percibimos mediado por dispositivos que imitan otros medios.

La literatura electrónica existe en una encrucijada entre las artes digitales y la literatura. Esta obviedad que vive en su muy descriptivo nombre oculta que uno de sus procedimientos más interesantes es mostrar la doble arbitrariedad del mundo digital. Por un lado, que la tecnología es un medio cuya fuerza reside en la transparencia con la que oculta sus operaciones; por otro, que una de las materias fundamentales con las que está hecha es el lenguaje. El resultado es que el factor estético de muchas obras será evidenciar cuán verbal es el mundo digital, o bien, qué tan tecnológico es el lenguaje.

En el caso de las obras latinoamericanas, hay una condición que resulta adyacente a las anteriores y que de hecho las modula. Nuestra relación histórica con las tecnologías digitales rara vez ha sido plenamente contemporánea con las de los centros globales de poder. A diferencia de ellos, que trabajan desde la suficiencia o el exceso tecnológicos, en nuestro caso solemos hacerlo desde la carencia, el suplemento, la diferencia. Esto no tiene que ver solo con lo digital en la cultura, sino que es una condición material e ideológica de cómo nos relacionamos con las tecnologías culturales, desde la imprenta hasta internet. Nuestro vínculo con la tecnología es simultáneamente de anhelo y desconfianza; imaginamos en memes distopías tecnológicas en las que el mundo de Blade runner sucede en el paradero de autobuses de Pantitlán, en los límites de la Ciudad de México; al mismo tiempo, creamos paraísos de minería de criptomonedas en zonas de excepción económica en El Salvador. Hemos naturalizado a tal grado la tecnología digital y sus diferentes estados y posibilidades que olvidamos con frecuencia que su estatuto es siempre político. Esto es, que existe en la tensión entre la administración y la producción, entre el dominio y la insurgencia.

Quizá por ello, una de las maneras más elocuentes con las que podemos percibir la naturaleza codificante del mundo digital y sus extremos es el error, el glitch. Hay una escena común entre quienes vivimos en ciudades: un anuncio digital público, generalmente en gran formato, que falla. En lugar del anuncio vemos una pantalla con el característico azul de las computadoras de escritorio al encenderse; sobre el azul, las instrucciones de inicio del display en amarillo o blanco. Por un momento no vemos la imagen, sino su lenguaje. No la realidad digital, sino su infraestructura. Más que un error en la matrix que muestra su arbitrariedad, vemos el revés del bordado: las relaciones ocultas que lo sostienen. Un glitch tiene un doble efecto, aunque sea breve y menor: primero, muestra la representación como tal, no como realidad; segundo, nos hace conscientes de que alterar el medio confiere alternativas a la manera en la que vivimos lo real. La administración de la sociedad pasa por el medio y el glitch nos hace un poco más sus dueños.

A continuación presento un conjunto de obras de literatura electrónica hechas desde América Latina que tienen un punto en común: su desconfianza ante la primacía de lo tecnológico. En esta desconfianza se verá que aparecen los encuentros que he señalado con respecto a la tecnología. Sus usos políticos y lúdicos, sus formas a veces caprichosas, sus limitaciones, sus mixturas.

Gustavo Romano (1958) es un artista y teórico con un grueso corpus de obras digitales, acciones participativas y performances en los que cuestiona las relaciones entre los discursos, los medios y las personas. Su trabajo proviene de la tradición artística de obras críticas que intentan develar los mecanismos del poder y las mediaciones del arte. Una de las piezas que más claramente se insertan en ella es Becoming code.1 Esta consiste en una selección de imágenes digitales cuyos códigos han sido intervenidos. Como expliqué antes, las imágenes digitales no son tales, sino interpretaciones que la máquina hace de los códigos. Cualquiera puede abrir una imagen digital con un editor de texto, verá que no se muestran los elementos visuales, sino series de letras y números que forman su esqueleto. Si después de abrirla selecciona un fragmento del código y lo modifica al borrarlo o duplicarlo, podrá guardarla, abrirla con el visor de imágenes y notar cómo la imagen se altera. Ahora incluye un glitch. La pieza de Romano hace esto, pero como procedimiento conceptual. Por ejemplo, toma la famosa fotografía de Eddie Adams conocida como La ejecución de Saigón (1968) y altera su código mediante fragmentos del libro Gramophone, Film, Typewriter (1999), del teórico de medios Friedrich Kittler (1943-2011). La imagen se muestra “erróneamente”, alejada de toda mimesis: el cuerpo del verdugo y el ejecutado se han desplazado a la derecha, del segundo queda una cabeza sola flotando en medio de la imagen. El fragmento del libro dice (en mi traducción): “Lo que queda de la gente es lo que el medio puede almacenar y comunicar”. En el encuentro literal entre el texto y la imagen aparece el error; en el encuentro simbólico de ambas, una reflexión sobre los procesos de mediación del archivo y los sujetos en el mundo contemporáneo.

Se podría argumentar sin dificultad que no es literatura porque la pieza no está centrada en el uso exclusivo del lenguaje, a diferencia de otra de Romano —IP poetry, 2 que se basa en composiciones de poemas mediante resultados aleatorios de internet—; sin embargo, ¿no hay una dimensión lingüística en mostrar el código de los objetos digitales?, ¿no hay una forma de la cita literaria en la intervención mediante fragmentos de obras escritas? Uno de los elementos clave de la literatura electrónica es que se ha movido entre definiciones y disciplinas. Que una obra pueda o no ser pensada como literatura electrónica no depende solo de su propuesta, sino también de las herramientas críticas de quien la observe y la lea.

Con el tiempo hemos aprendido que la literatura no solamente son textos escritos para ser leídos, sino también obras que cuestionan la posibilidad de la lectura. La poesía visual cuestiona las posibilidades de leer mediante su aparente unidireccionalidad, pues un poema visual se lee mediante un vistazo rápido; en cambio, un poema que usa el espacio en blanco de la página nos obliga a considerarlo como parte del poema y preguntarnos: ¿cómo se lee el espacio, lo no escrito, pero determinado por la escritura?

La obra de Milton Läufer (1979) se basa en programación de software para crear piezas que se centran en dimensiones de la escritura que suelen pasarse por alto. La escritura es primordialmente una herramienta comunicativa, pero posee una cara política, una material, una tecnológica, una económica, entre otras. En El Aleph a dieta, 3 escrito como respuesta a la demanda legal de María Kodama contra Pablo Katchadjian por la reproducción no autorizada del cuento de Borges, el texto es lentamente borrado hasta su disolución total; la reproducción se vuelve una afrenta y un gesto que reconviene los derechos literarios por encima de los de propiedad, así sea mediante la contradicción del silencio. La borradura evita el plagio definitivo, pero mantiene la audacia. En Cacofónicas4 crea versos mediante asociaciones sonoras entre palabras para escribir automáticamente un largo poema de repeticiones. La biblioteca de la pieza está disponible, por lo que quien lee puede además participar como colaborador o incluso coautor de una versión. Su pieza El ojo y la mano5 es de una sencillez angustiante: en la pantalla vemos una imagen borrosa, parecen letras superpuestas, difuminadas. Damos clic con el cursor sobre la imagen y aparece un poema, pero este se vuelve a difuminar apenas pasa un segundo. No importa cuánto tiempo presionemos el botón, el poema solo se mostrará un segundo. Sabemos que detrás de la imagen hay un poema, pero no podemos leerlo; la escritura es dominada por su dimensión visual y, en lugar de servir para fijar, como se cree, contribuye a su silencio. La ansiedad de la lectura es el sentido del poema, pues no sabremos lo que dice. La tecnología digital no nos da, en este caso, más herramientas o más profundidad, al contrario. La opacidad del medio evita su comunicación, pero muestra la disputa por el sentido.

Una manera de ponderar la función tecnológica es haciéndola funcionar como bisagra entre mundos aparentemente inconexos. Frente a obras que celebran la preeminencia de la tecnología, otras la usan para cuestionar la ideología de su dominio. Es el caso de Lengua parásita, 6 del Colectivo Holobionte, bajo la guía de Mónica Nepote (1970) como escritora, programada por Canek Zapata (1985) y con piezas sonoras del colectivo Interspecifics. Se trata de una obra que combina diferentes medios que convergen en la página web. Sobre un video que reproduce un conjunto de bacterias moviéndose en un fondo verde, se despliegan frases en español e inglés que se van mezclando hasta formar oraciones superpuestas, y se escucha la música hecha por Interspecifics a partir de la interacción entre bacterias y software de producción sonora. Contrario a la idea negativa de “parásito”, la pieza se enfoca en la condición colaborativa que este supone. Un organismo que vive dentro de otro hasta integrarse en su sistema. Parasitismo entre lenguas, entre seres no humanos y tecnologías, entre organismos. Escrita en el contexto de la crisis ambiental, Lengua parásita aparece como una manifestación de un pensamiento, otro que nos permite pensar maneras distintas de relacionarnos con el amplio mundo no humano.

En su relación ambigua con sus componentes fundamentales, la literatura electrónica puede tener obras en las que lo principal sea poner la técnica algorítmica —la base de la existencia de la computación— al servicio del lenguaje y sus posibilidades primigenias. “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, escribió en su Tractatus Ludwig Wittgenstein. Pero el lenguaje no contiene la inmensidad del mundo, sino que nos permite pensarlo mediante combinaciones. Bastan unos cuantos sonidos, unas cuantas formas verbales y posiciones sintácticas para crear infinitas combinaciones de estructuras y formas que comunican y crean mundos e ideas. La combinatoria es un procedimiento muy frecuente, pues permite explorar las posibilidades de la lengua mediante algunas restricciones que despliegan su flexibilidad.

Un ejemplo es El drama del lavaplatos, 7 de Eugenio Tisselli (1972). A partir de un verso introducido por el “poeta humano”, la máquina algorítmica lo traduce y combina mediante una serie de procedimientos hasta crear versos que, al mezclarse, forman poemas. La interacción entre humanidad y máquina sucede gracias a la tecnología, pero no es en ella donde sucede lo poético, sino en la selección y en la mezcla. Habrá quien sostenga que una obra creada por la computadora no puede ser poética, pues no expresa emociones humanas. Pero las palabras que usa la máquina para crear son las mismas que usamos de manera cotidiana. La poesía no reside exclusivamente en quien la escribe, sino sobre todo en quien la lee. Podríamos decir que la principal tecnología poética es la atención de quien lee.

Más que comunicar emociones, las y los poetas crean estructuras. Esto lo vio claramente el escritor y artista Ulises Carrión (1941–1989). Su ensayo/manifiesto conocido como El arte nuevo de hacer libros es una de las reflexiones más brillantes sobre las estructuras y formas como elementos fundamentales de la obra libresca y literaria. No resulta extraño que, a pesar de haber sido publicado en los setenta, haya tomado nuevos bríos en la primera década de los 2000 entre quienes se interesan por los márgenes de la literatura tradicional. Uno de los homenajes más interesantes es el bot de Twitter que Élika Ortega (1982) programó a partir de este manifiesto. El Bot Carrión8 toma las frases del manifiesto y las combina en un tuit cada vez, mezclando sentidos e ideas. Cada post es una definición de los alcances del arte nuevo o del arte viejo (como llamaba Carrión a las diferencias entre su idea de libro y la idea tradicional). A veces contradictorias, a veces oscuras, pero siempre sugerentes sobre su contenido y sobre la amplitud de creación de la escritura automatizada. Que la tecnología sirva para pensar sus límites y posibilidades es sin duda una oportunidad fascinante. Pero una que existe porque la tecnología fundamental sigue siendo el lenguaje humano. El mismo con el que hemos podido crear códigos nuevos para máquinas nuevas.

Esta historia se publicó en la edición dedicada a “La revolución tecnológica”.

  1. Gustavo Romano, Becoming code/Devenir código, 2018. https://4rt.eu/dc/gallery.html.
  2. Gustavo Romano, IP poetry, en proceso desde 2004, http:// ip-poetry.findelmundo.net.ar.
  3. Milton Läufer, El Aleph a dieta, 2015. https://www. miltonlaufer.com.ar/Aleph.
  4. Milton Läufer, Cacofónicas, 2020. https://www.miltonlaufer. com.ar/cacofonicas.
  5. Milton Läufer, El ojo y la mano, 2003.https://www.miltonlaufer.com.ar/milton/elojo.php.
  6. Colectivo Holobionte, Lengua parásita, 2021. http:// lenguaparasita.brokenenglish.lol.
  7. Eugenio Tisselli, El drama del lavaplatos, 2010. http://www. motorhueso.net/wuwei/el-drama-del-lavaplatos.
  8. Élika Ortega, Bot Carrión, desde 2015. https://twitter.com/BotCarrion
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No cualquier texto digitalizado es literatura electrónica; para serlo, debe poner de manifiesto el soporte y el medio en el que existe. Este ensayo presenta varios ejemplos sobresalientes, creados por artistas latinoamericanos, que evidencian el código, el algoritmo y la tecnología, al tiempo que muestran sus límites y juegan con la posibilidad del error, el glitch, la alteración, la participación y lo ininteligible.

Es frecuente pensar en la literatura como algo que carece de materialidad. Con respecto a otras artes, la literatura no tiene la fuerte impronta física que poseen, por ejemplo, la pintura o la danza. Si la entendemos como un conjunto de textos que sobreviven el paso del tiempo, la literatura no puede estar atada a la materialidad del soporte. Nadie piensa en leer el Quijote tal como fue publicado en su momento; cambian los soportes, las ediciones, incluso las lenguas, pero el Quijote permanece. Es como si la obra literaria existiera libre de las condiciones tecnológicas que vuelven posible su circulación. Pero la aparente inmaterialidad de la literatura es una convención, no un hecho. Es cierto que la gran mayoría de las obras han llegado a nuestros días porque no están ancladas a su materialidad, pero también porque precisamente hubo una materialidad que permitió la supervivencia.

Ante ello, hay una larga tradición de obras literarias cuya poética se basa en hacer presentes sus bases tecnológicas. Por ejemplo, los caligramas al evidenciar la doble dimensión de la escritura: visual y verbal. En eso se basa también la poesía sonora, pues, aunque es posible leer la Ursonate (1922–1932) de Kurt Schwitters (1887–1948) como un incomprensible poema convencional, su existencia plena sucede cuando la leemos como una partitura o, todavía más, cuando escuchamos a alguien interpretarla.

El más reciente género de obras literarias en relación activa con su medio es la literatura electrónica, también llamada literatura digital o e-literatura (feo pero usual anglicismo). Aunque aventurar una definición puede conducir a la ambigüedad o la tautología, es posible decir que se trata de obras con una presencia literaria relevante que participa del potencial artístico de los medios digitales. Esto significa que no todas las obras que existen digitalmente son literatura electrónica, así como no toda la poesía escrita es poesía visual (a pesar de que la escritura lo sea). Un libro en formato EPUB que contiene el mismo texto que su contraparte impresa es una obra digitalizada; el PDF de un libro impreso, también. Las obras de literatura electrónica nos muestran el medio en el que están hechas y lo integran a su función artística.

La literatura electrónica es tal que su materialidad no puede pasar desapercibida. No es transparente. Más bien, se trata de una materia opaca, presente, estorbosa. El lenguaje posee la capacidad de volcarse hacia su forma expresiva, más que solamente al contenido (aunque la separación es meramente conceptual). Una rima o una onomatopeya hacen evidente lo que de otro modo pasa inadvertido: la materialidad sonora del medio lingüístico. La literatura es, entre otras cosas, la explotación consciente y constante de la materialidad lingüística refiriéndose a sí misma, entrelazada con lo que se dice; es forma. La literatura electrónica es la construcción de formas a partir de una materia distinta: la tecnología digital.

En un mundo como el nuestro, dominado casi hasta la paranoia por la digitalización, no hay medio que no haya sido absorbido y reelaborado por el mundo digital. La música, la producción de imágenes, el movimiento, la imaginación, la escritura, la voz. ¿Cómo reconocer las posibilidades de opacidad en el medio digital con las que puede operar la literatura electrónica?

Es muy común escuchar entre apocalípticos e integrados del mundo contemporáneo que desde hace al menos cuarenta años vivimos en una sociedad dominada por las imágenes. Durante los últimos años se han producido más imágenes que en todo el resto de la historia de la humanidad; nuestro mal de archivo pasa por la fotografía, la representación, la reproducción. Vemos el mundo a través de pantallas, decimos. Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre las fotografías que subimos a nuestro Instagram y las pinturas que guardamos en los museos: no es la calidad, sino el régimen de producción. Mientras que las pinturas son imágenes hechas a mano sobre superficies planas, las fotografías digitales son bits traducidos en código alfanumérico, a su vez interpretado por los dispositivos como imágenes. No son objetos “naturalmente” visuales, son lenguaje que vemos como imágenes o, como el pensador Vilém Flusser las llama, imágenes técnicas. La música, las películas, los videojuegos; el mundo digital es un mundo escrito que percibimos mediado por dispositivos que imitan otros medios.

La literatura electrónica existe en una encrucijada entre las artes digitales y la literatura. Esta obviedad que vive en su muy descriptivo nombre oculta que uno de sus procedimientos más interesantes es mostrar la doble arbitrariedad del mundo digital. Por un lado, que la tecnología es un medio cuya fuerza reside en la transparencia con la que oculta sus operaciones; por otro, que una de las materias fundamentales con las que está hecha es el lenguaje. El resultado es que el factor estético de muchas obras será evidenciar cuán verbal es el mundo digital, o bien, qué tan tecnológico es el lenguaje.

En el caso de las obras latinoamericanas, hay una condición que resulta adyacente a las anteriores y que de hecho las modula. Nuestra relación histórica con las tecnologías digitales rara vez ha sido plenamente contemporánea con las de los centros globales de poder. A diferencia de ellos, que trabajan desde la suficiencia o el exceso tecnológicos, en nuestro caso solemos hacerlo desde la carencia, el suplemento, la diferencia. Esto no tiene que ver solo con lo digital en la cultura, sino que es una condición material e ideológica de cómo nos relacionamos con las tecnologías culturales, desde la imprenta hasta internet. Nuestro vínculo con la tecnología es simultáneamente de anhelo y desconfianza; imaginamos en memes distopías tecnológicas en las que el mundo de Blade runner sucede en el paradero de autobuses de Pantitlán, en los límites de la Ciudad de México; al mismo tiempo, creamos paraísos de minería de criptomonedas en zonas de excepción económica en El Salvador. Hemos naturalizado a tal grado la tecnología digital y sus diferentes estados y posibilidades que olvidamos con frecuencia que su estatuto es siempre político. Esto es, que existe en la tensión entre la administración y la producción, entre el dominio y la insurgencia.

Quizá por ello, una de las maneras más elocuentes con las que podemos percibir la naturaleza codificante del mundo digital y sus extremos es el error, el glitch. Hay una escena común entre quienes vivimos en ciudades: un anuncio digital público, generalmente en gran formato, que falla. En lugar del anuncio vemos una pantalla con el característico azul de las computadoras de escritorio al encenderse; sobre el azul, las instrucciones de inicio del display en amarillo o blanco. Por un momento no vemos la imagen, sino su lenguaje. No la realidad digital, sino su infraestructura. Más que un error en la matrix que muestra su arbitrariedad, vemos el revés del bordado: las relaciones ocultas que lo sostienen. Un glitch tiene un doble efecto, aunque sea breve y menor: primero, muestra la representación como tal, no como realidad; segundo, nos hace conscientes de que alterar el medio confiere alternativas a la manera en la que vivimos lo real. La administración de la sociedad pasa por el medio y el glitch nos hace un poco más sus dueños.

A continuación presento un conjunto de obras de literatura electrónica hechas desde América Latina que tienen un punto en común: su desconfianza ante la primacía de lo tecnológico. En esta desconfianza se verá que aparecen los encuentros que he señalado con respecto a la tecnología. Sus usos políticos y lúdicos, sus formas a veces caprichosas, sus limitaciones, sus mixturas.

Gustavo Romano (1958) es un artista y teórico con un grueso corpus de obras digitales, acciones participativas y performances en los que cuestiona las relaciones entre los discursos, los medios y las personas. Su trabajo proviene de la tradición artística de obras críticas que intentan develar los mecanismos del poder y las mediaciones del arte. Una de las piezas que más claramente se insertan en ella es Becoming code.1 Esta consiste en una selección de imágenes digitales cuyos códigos han sido intervenidos. Como expliqué antes, las imágenes digitales no son tales, sino interpretaciones que la máquina hace de los códigos. Cualquiera puede abrir una imagen digital con un editor de texto, verá que no se muestran los elementos visuales, sino series de letras y números que forman su esqueleto. Si después de abrirla selecciona un fragmento del código y lo modifica al borrarlo o duplicarlo, podrá guardarla, abrirla con el visor de imágenes y notar cómo la imagen se altera. Ahora incluye un glitch. La pieza de Romano hace esto, pero como procedimiento conceptual. Por ejemplo, toma la famosa fotografía de Eddie Adams conocida como La ejecución de Saigón (1968) y altera su código mediante fragmentos del libro Gramophone, Film, Typewriter (1999), del teórico de medios Friedrich Kittler (1943-2011). La imagen se muestra “erróneamente”, alejada de toda mimesis: el cuerpo del verdugo y el ejecutado se han desplazado a la derecha, del segundo queda una cabeza sola flotando en medio de la imagen. El fragmento del libro dice (en mi traducción): “Lo que queda de la gente es lo que el medio puede almacenar y comunicar”. En el encuentro literal entre el texto y la imagen aparece el error; en el encuentro simbólico de ambas, una reflexión sobre los procesos de mediación del archivo y los sujetos en el mundo contemporáneo.

Se podría argumentar sin dificultad que no es literatura porque la pieza no está centrada en el uso exclusivo del lenguaje, a diferencia de otra de Romano —IP poetry, 2 que se basa en composiciones de poemas mediante resultados aleatorios de internet—; sin embargo, ¿no hay una dimensión lingüística en mostrar el código de los objetos digitales?, ¿no hay una forma de la cita literaria en la intervención mediante fragmentos de obras escritas? Uno de los elementos clave de la literatura electrónica es que se ha movido entre definiciones y disciplinas. Que una obra pueda o no ser pensada como literatura electrónica no depende solo de su propuesta, sino también de las herramientas críticas de quien la observe y la lea.

Con el tiempo hemos aprendido que la literatura no solamente son textos escritos para ser leídos, sino también obras que cuestionan la posibilidad de la lectura. La poesía visual cuestiona las posibilidades de leer mediante su aparente unidireccionalidad, pues un poema visual se lee mediante un vistazo rápido; en cambio, un poema que usa el espacio en blanco de la página nos obliga a considerarlo como parte del poema y preguntarnos: ¿cómo se lee el espacio, lo no escrito, pero determinado por la escritura?

La obra de Milton Läufer (1979) se basa en programación de software para crear piezas que se centran en dimensiones de la escritura que suelen pasarse por alto. La escritura es primordialmente una herramienta comunicativa, pero posee una cara política, una material, una tecnológica, una económica, entre otras. En El Aleph a dieta, 3 escrito como respuesta a la demanda legal de María Kodama contra Pablo Katchadjian por la reproducción no autorizada del cuento de Borges, el texto es lentamente borrado hasta su disolución total; la reproducción se vuelve una afrenta y un gesto que reconviene los derechos literarios por encima de los de propiedad, así sea mediante la contradicción del silencio. La borradura evita el plagio definitivo, pero mantiene la audacia. En Cacofónicas4 crea versos mediante asociaciones sonoras entre palabras para escribir automáticamente un largo poema de repeticiones. La biblioteca de la pieza está disponible, por lo que quien lee puede además participar como colaborador o incluso coautor de una versión. Su pieza El ojo y la mano5 es de una sencillez angustiante: en la pantalla vemos una imagen borrosa, parecen letras superpuestas, difuminadas. Damos clic con el cursor sobre la imagen y aparece un poema, pero este se vuelve a difuminar apenas pasa un segundo. No importa cuánto tiempo presionemos el botón, el poema solo se mostrará un segundo. Sabemos que detrás de la imagen hay un poema, pero no podemos leerlo; la escritura es dominada por su dimensión visual y, en lugar de servir para fijar, como se cree, contribuye a su silencio. La ansiedad de la lectura es el sentido del poema, pues no sabremos lo que dice. La tecnología digital no nos da, en este caso, más herramientas o más profundidad, al contrario. La opacidad del medio evita su comunicación, pero muestra la disputa por el sentido.

Una manera de ponderar la función tecnológica es haciéndola funcionar como bisagra entre mundos aparentemente inconexos. Frente a obras que celebran la preeminencia de la tecnología, otras la usan para cuestionar la ideología de su dominio. Es el caso de Lengua parásita, 6 del Colectivo Holobionte, bajo la guía de Mónica Nepote (1970) como escritora, programada por Canek Zapata (1985) y con piezas sonoras del colectivo Interspecifics. Se trata de una obra que combina diferentes medios que convergen en la página web. Sobre un video que reproduce un conjunto de bacterias moviéndose en un fondo verde, se despliegan frases en español e inglés que se van mezclando hasta formar oraciones superpuestas, y se escucha la música hecha por Interspecifics a partir de la interacción entre bacterias y software de producción sonora. Contrario a la idea negativa de “parásito”, la pieza se enfoca en la condición colaborativa que este supone. Un organismo que vive dentro de otro hasta integrarse en su sistema. Parasitismo entre lenguas, entre seres no humanos y tecnologías, entre organismos. Escrita en el contexto de la crisis ambiental, Lengua parásita aparece como una manifestación de un pensamiento, otro que nos permite pensar maneras distintas de relacionarnos con el amplio mundo no humano.

En su relación ambigua con sus componentes fundamentales, la literatura electrónica puede tener obras en las que lo principal sea poner la técnica algorítmica —la base de la existencia de la computación— al servicio del lenguaje y sus posibilidades primigenias. “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, escribió en su Tractatus Ludwig Wittgenstein. Pero el lenguaje no contiene la inmensidad del mundo, sino que nos permite pensarlo mediante combinaciones. Bastan unos cuantos sonidos, unas cuantas formas verbales y posiciones sintácticas para crear infinitas combinaciones de estructuras y formas que comunican y crean mundos e ideas. La combinatoria es un procedimiento muy frecuente, pues permite explorar las posibilidades de la lengua mediante algunas restricciones que despliegan su flexibilidad.

Un ejemplo es El drama del lavaplatos, 7 de Eugenio Tisselli (1972). A partir de un verso introducido por el “poeta humano”, la máquina algorítmica lo traduce y combina mediante una serie de procedimientos hasta crear versos que, al mezclarse, forman poemas. La interacción entre humanidad y máquina sucede gracias a la tecnología, pero no es en ella donde sucede lo poético, sino en la selección y en la mezcla. Habrá quien sostenga que una obra creada por la computadora no puede ser poética, pues no expresa emociones humanas. Pero las palabras que usa la máquina para crear son las mismas que usamos de manera cotidiana. La poesía no reside exclusivamente en quien la escribe, sino sobre todo en quien la lee. Podríamos decir que la principal tecnología poética es la atención de quien lee.

Más que comunicar emociones, las y los poetas crean estructuras. Esto lo vio claramente el escritor y artista Ulises Carrión (1941–1989). Su ensayo/manifiesto conocido como El arte nuevo de hacer libros es una de las reflexiones más brillantes sobre las estructuras y formas como elementos fundamentales de la obra libresca y literaria. No resulta extraño que, a pesar de haber sido publicado en los setenta, haya tomado nuevos bríos en la primera década de los 2000 entre quienes se interesan por los márgenes de la literatura tradicional. Uno de los homenajes más interesantes es el bot de Twitter que Élika Ortega (1982) programó a partir de este manifiesto. El Bot Carrión8 toma las frases del manifiesto y las combina en un tuit cada vez, mezclando sentidos e ideas. Cada post es una definición de los alcances del arte nuevo o del arte viejo (como llamaba Carrión a las diferencias entre su idea de libro y la idea tradicional). A veces contradictorias, a veces oscuras, pero siempre sugerentes sobre su contenido y sobre la amplitud de creación de la escritura automatizada. Que la tecnología sirva para pensar sus límites y posibilidades es sin duda una oportunidad fascinante. Pero una que existe porque la tecnología fundamental sigue siendo el lenguaje humano. El mismo con el que hemos podido crear códigos nuevos para máquinas nuevas.

Esta historia se publicó en la edición dedicada a “La revolución tecnológica”.

  1. Gustavo Romano, Becoming code/Devenir código, 2018. https://4rt.eu/dc/gallery.html.
  2. Gustavo Romano, IP poetry, en proceso desde 2004, http:// ip-poetry.findelmundo.net.ar.
  3. Milton Läufer, El Aleph a dieta, 2015. https://www. miltonlaufer.com.ar/Aleph.
  4. Milton Läufer, Cacofónicas, 2020. https://www.miltonlaufer. com.ar/cacofonicas.
  5. Milton Läufer, El ojo y la mano, 2003.https://www.miltonlaufer.com.ar/milton/elojo.php.
  6. Colectivo Holobionte, Lengua parásita, 2021. http:// lenguaparasita.brokenenglish.lol.
  7. Eugenio Tisselli, El drama del lavaplatos, 2010. http://www. motorhueso.net/wuwei/el-drama-del-lavaplatos.
  8. Élika Ortega, Bot Carrión, desde 2015. https://twitter.com/BotCarrion
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No cualquier texto digitalizado es literatura electrónica; para serlo, debe poner de manifiesto el soporte y el medio en el que existe. Este ensayo presenta varios ejemplos sobresalientes, creados por artistas latinoamericanos, que evidencian el código, el algoritmo y la tecnología, al tiempo que muestran sus límites y juegan con la posibilidad del error, el glitch, la alteración, la participación y lo ininteligible.

Es frecuente pensar en la literatura como algo que carece de materialidad. Con respecto a otras artes, la literatura no tiene la fuerte impronta física que poseen, por ejemplo, la pintura o la danza. Si la entendemos como un conjunto de textos que sobreviven el paso del tiempo, la literatura no puede estar atada a la materialidad del soporte. Nadie piensa en leer el Quijote tal como fue publicado en su momento; cambian los soportes, las ediciones, incluso las lenguas, pero el Quijote permanece. Es como si la obra literaria existiera libre de las condiciones tecnológicas que vuelven posible su circulación. Pero la aparente inmaterialidad de la literatura es una convención, no un hecho. Es cierto que la gran mayoría de las obras han llegado a nuestros días porque no están ancladas a su materialidad, pero también porque precisamente hubo una materialidad que permitió la supervivencia.

Ante ello, hay una larga tradición de obras literarias cuya poética se basa en hacer presentes sus bases tecnológicas. Por ejemplo, los caligramas al evidenciar la doble dimensión de la escritura: visual y verbal. En eso se basa también la poesía sonora, pues, aunque es posible leer la Ursonate (1922–1932) de Kurt Schwitters (1887–1948) como un incomprensible poema convencional, su existencia plena sucede cuando la leemos como una partitura o, todavía más, cuando escuchamos a alguien interpretarla.

El más reciente género de obras literarias en relación activa con su medio es la literatura electrónica, también llamada literatura digital o e-literatura (feo pero usual anglicismo). Aunque aventurar una definición puede conducir a la ambigüedad o la tautología, es posible decir que se trata de obras con una presencia literaria relevante que participa del potencial artístico de los medios digitales. Esto significa que no todas las obras que existen digitalmente son literatura electrónica, así como no toda la poesía escrita es poesía visual (a pesar de que la escritura lo sea). Un libro en formato EPUB que contiene el mismo texto que su contraparte impresa es una obra digitalizada; el PDF de un libro impreso, también. Las obras de literatura electrónica nos muestran el medio en el que están hechas y lo integran a su función artística.

La literatura electrónica es tal que su materialidad no puede pasar desapercibida. No es transparente. Más bien, se trata de una materia opaca, presente, estorbosa. El lenguaje posee la capacidad de volcarse hacia su forma expresiva, más que solamente al contenido (aunque la separación es meramente conceptual). Una rima o una onomatopeya hacen evidente lo que de otro modo pasa inadvertido: la materialidad sonora del medio lingüístico. La literatura es, entre otras cosas, la explotación consciente y constante de la materialidad lingüística refiriéndose a sí misma, entrelazada con lo que se dice; es forma. La literatura electrónica es la construcción de formas a partir de una materia distinta: la tecnología digital.

En un mundo como el nuestro, dominado casi hasta la paranoia por la digitalización, no hay medio que no haya sido absorbido y reelaborado por el mundo digital. La música, la producción de imágenes, el movimiento, la imaginación, la escritura, la voz. ¿Cómo reconocer las posibilidades de opacidad en el medio digital con las que puede operar la literatura electrónica?

Es muy común escuchar entre apocalípticos e integrados del mundo contemporáneo que desde hace al menos cuarenta años vivimos en una sociedad dominada por las imágenes. Durante los últimos años se han producido más imágenes que en todo el resto de la historia de la humanidad; nuestro mal de archivo pasa por la fotografía, la representación, la reproducción. Vemos el mundo a través de pantallas, decimos. Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre las fotografías que subimos a nuestro Instagram y las pinturas que guardamos en los museos: no es la calidad, sino el régimen de producción. Mientras que las pinturas son imágenes hechas a mano sobre superficies planas, las fotografías digitales son bits traducidos en código alfanumérico, a su vez interpretado por los dispositivos como imágenes. No son objetos “naturalmente” visuales, son lenguaje que vemos como imágenes o, como el pensador Vilém Flusser las llama, imágenes técnicas. La música, las películas, los videojuegos; el mundo digital es un mundo escrito que percibimos mediado por dispositivos que imitan otros medios.

La literatura electrónica existe en una encrucijada entre las artes digitales y la literatura. Esta obviedad que vive en su muy descriptivo nombre oculta que uno de sus procedimientos más interesantes es mostrar la doble arbitrariedad del mundo digital. Por un lado, que la tecnología es un medio cuya fuerza reside en la transparencia con la que oculta sus operaciones; por otro, que una de las materias fundamentales con las que está hecha es el lenguaje. El resultado es que el factor estético de muchas obras será evidenciar cuán verbal es el mundo digital, o bien, qué tan tecnológico es el lenguaje.

En el caso de las obras latinoamericanas, hay una condición que resulta adyacente a las anteriores y que de hecho las modula. Nuestra relación histórica con las tecnologías digitales rara vez ha sido plenamente contemporánea con las de los centros globales de poder. A diferencia de ellos, que trabajan desde la suficiencia o el exceso tecnológicos, en nuestro caso solemos hacerlo desde la carencia, el suplemento, la diferencia. Esto no tiene que ver solo con lo digital en la cultura, sino que es una condición material e ideológica de cómo nos relacionamos con las tecnologías culturales, desde la imprenta hasta internet. Nuestro vínculo con la tecnología es simultáneamente de anhelo y desconfianza; imaginamos en memes distopías tecnológicas en las que el mundo de Blade runner sucede en el paradero de autobuses de Pantitlán, en los límites de la Ciudad de México; al mismo tiempo, creamos paraísos de minería de criptomonedas en zonas de excepción económica en El Salvador. Hemos naturalizado a tal grado la tecnología digital y sus diferentes estados y posibilidades que olvidamos con frecuencia que su estatuto es siempre político. Esto es, que existe en la tensión entre la administración y la producción, entre el dominio y la insurgencia.

Quizá por ello, una de las maneras más elocuentes con las que podemos percibir la naturaleza codificante del mundo digital y sus extremos es el error, el glitch. Hay una escena común entre quienes vivimos en ciudades: un anuncio digital público, generalmente en gran formato, que falla. En lugar del anuncio vemos una pantalla con el característico azul de las computadoras de escritorio al encenderse; sobre el azul, las instrucciones de inicio del display en amarillo o blanco. Por un momento no vemos la imagen, sino su lenguaje. No la realidad digital, sino su infraestructura. Más que un error en la matrix que muestra su arbitrariedad, vemos el revés del bordado: las relaciones ocultas que lo sostienen. Un glitch tiene un doble efecto, aunque sea breve y menor: primero, muestra la representación como tal, no como realidad; segundo, nos hace conscientes de que alterar el medio confiere alternativas a la manera en la que vivimos lo real. La administración de la sociedad pasa por el medio y el glitch nos hace un poco más sus dueños.

A continuación presento un conjunto de obras de literatura electrónica hechas desde América Latina que tienen un punto en común: su desconfianza ante la primacía de lo tecnológico. En esta desconfianza se verá que aparecen los encuentros que he señalado con respecto a la tecnología. Sus usos políticos y lúdicos, sus formas a veces caprichosas, sus limitaciones, sus mixturas.

Gustavo Romano (1958) es un artista y teórico con un grueso corpus de obras digitales, acciones participativas y performances en los que cuestiona las relaciones entre los discursos, los medios y las personas. Su trabajo proviene de la tradición artística de obras críticas que intentan develar los mecanismos del poder y las mediaciones del arte. Una de las piezas que más claramente se insertan en ella es Becoming code.1 Esta consiste en una selección de imágenes digitales cuyos códigos han sido intervenidos. Como expliqué antes, las imágenes digitales no son tales, sino interpretaciones que la máquina hace de los códigos. Cualquiera puede abrir una imagen digital con un editor de texto, verá que no se muestran los elementos visuales, sino series de letras y números que forman su esqueleto. Si después de abrirla selecciona un fragmento del código y lo modifica al borrarlo o duplicarlo, podrá guardarla, abrirla con el visor de imágenes y notar cómo la imagen se altera. Ahora incluye un glitch. La pieza de Romano hace esto, pero como procedimiento conceptual. Por ejemplo, toma la famosa fotografía de Eddie Adams conocida como La ejecución de Saigón (1968) y altera su código mediante fragmentos del libro Gramophone, Film, Typewriter (1999), del teórico de medios Friedrich Kittler (1943-2011). La imagen se muestra “erróneamente”, alejada de toda mimesis: el cuerpo del verdugo y el ejecutado se han desplazado a la derecha, del segundo queda una cabeza sola flotando en medio de la imagen. El fragmento del libro dice (en mi traducción): “Lo que queda de la gente es lo que el medio puede almacenar y comunicar”. En el encuentro literal entre el texto y la imagen aparece el error; en el encuentro simbólico de ambas, una reflexión sobre los procesos de mediación del archivo y los sujetos en el mundo contemporáneo.

Se podría argumentar sin dificultad que no es literatura porque la pieza no está centrada en el uso exclusivo del lenguaje, a diferencia de otra de Romano —IP poetry, 2 que se basa en composiciones de poemas mediante resultados aleatorios de internet—; sin embargo, ¿no hay una dimensión lingüística en mostrar el código de los objetos digitales?, ¿no hay una forma de la cita literaria en la intervención mediante fragmentos de obras escritas? Uno de los elementos clave de la literatura electrónica es que se ha movido entre definiciones y disciplinas. Que una obra pueda o no ser pensada como literatura electrónica no depende solo de su propuesta, sino también de las herramientas críticas de quien la observe y la lea.

Con el tiempo hemos aprendido que la literatura no solamente son textos escritos para ser leídos, sino también obras que cuestionan la posibilidad de la lectura. La poesía visual cuestiona las posibilidades de leer mediante su aparente unidireccionalidad, pues un poema visual se lee mediante un vistazo rápido; en cambio, un poema que usa el espacio en blanco de la página nos obliga a considerarlo como parte del poema y preguntarnos: ¿cómo se lee el espacio, lo no escrito, pero determinado por la escritura?

La obra de Milton Läufer (1979) se basa en programación de software para crear piezas que se centran en dimensiones de la escritura que suelen pasarse por alto. La escritura es primordialmente una herramienta comunicativa, pero posee una cara política, una material, una tecnológica, una económica, entre otras. En El Aleph a dieta, 3 escrito como respuesta a la demanda legal de María Kodama contra Pablo Katchadjian por la reproducción no autorizada del cuento de Borges, el texto es lentamente borrado hasta su disolución total; la reproducción se vuelve una afrenta y un gesto que reconviene los derechos literarios por encima de los de propiedad, así sea mediante la contradicción del silencio. La borradura evita el plagio definitivo, pero mantiene la audacia. En Cacofónicas4 crea versos mediante asociaciones sonoras entre palabras para escribir automáticamente un largo poema de repeticiones. La biblioteca de la pieza está disponible, por lo que quien lee puede además participar como colaborador o incluso coautor de una versión. Su pieza El ojo y la mano5 es de una sencillez angustiante: en la pantalla vemos una imagen borrosa, parecen letras superpuestas, difuminadas. Damos clic con el cursor sobre la imagen y aparece un poema, pero este se vuelve a difuminar apenas pasa un segundo. No importa cuánto tiempo presionemos el botón, el poema solo se mostrará un segundo. Sabemos que detrás de la imagen hay un poema, pero no podemos leerlo; la escritura es dominada por su dimensión visual y, en lugar de servir para fijar, como se cree, contribuye a su silencio. La ansiedad de la lectura es el sentido del poema, pues no sabremos lo que dice. La tecnología digital no nos da, en este caso, más herramientas o más profundidad, al contrario. La opacidad del medio evita su comunicación, pero muestra la disputa por el sentido.

Una manera de ponderar la función tecnológica es haciéndola funcionar como bisagra entre mundos aparentemente inconexos. Frente a obras que celebran la preeminencia de la tecnología, otras la usan para cuestionar la ideología de su dominio. Es el caso de Lengua parásita, 6 del Colectivo Holobionte, bajo la guía de Mónica Nepote (1970) como escritora, programada por Canek Zapata (1985) y con piezas sonoras del colectivo Interspecifics. Se trata de una obra que combina diferentes medios que convergen en la página web. Sobre un video que reproduce un conjunto de bacterias moviéndose en un fondo verde, se despliegan frases en español e inglés que se van mezclando hasta formar oraciones superpuestas, y se escucha la música hecha por Interspecifics a partir de la interacción entre bacterias y software de producción sonora. Contrario a la idea negativa de “parásito”, la pieza se enfoca en la condición colaborativa que este supone. Un organismo que vive dentro de otro hasta integrarse en su sistema. Parasitismo entre lenguas, entre seres no humanos y tecnologías, entre organismos. Escrita en el contexto de la crisis ambiental, Lengua parásita aparece como una manifestación de un pensamiento, otro que nos permite pensar maneras distintas de relacionarnos con el amplio mundo no humano.

En su relación ambigua con sus componentes fundamentales, la literatura electrónica puede tener obras en las que lo principal sea poner la técnica algorítmica —la base de la existencia de la computación— al servicio del lenguaje y sus posibilidades primigenias. “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, escribió en su Tractatus Ludwig Wittgenstein. Pero el lenguaje no contiene la inmensidad del mundo, sino que nos permite pensarlo mediante combinaciones. Bastan unos cuantos sonidos, unas cuantas formas verbales y posiciones sintácticas para crear infinitas combinaciones de estructuras y formas que comunican y crean mundos e ideas. La combinatoria es un procedimiento muy frecuente, pues permite explorar las posibilidades de la lengua mediante algunas restricciones que despliegan su flexibilidad.

Un ejemplo es El drama del lavaplatos, 7 de Eugenio Tisselli (1972). A partir de un verso introducido por el “poeta humano”, la máquina algorítmica lo traduce y combina mediante una serie de procedimientos hasta crear versos que, al mezclarse, forman poemas. La interacción entre humanidad y máquina sucede gracias a la tecnología, pero no es en ella donde sucede lo poético, sino en la selección y en la mezcla. Habrá quien sostenga que una obra creada por la computadora no puede ser poética, pues no expresa emociones humanas. Pero las palabras que usa la máquina para crear son las mismas que usamos de manera cotidiana. La poesía no reside exclusivamente en quien la escribe, sino sobre todo en quien la lee. Podríamos decir que la principal tecnología poética es la atención de quien lee.

Más que comunicar emociones, las y los poetas crean estructuras. Esto lo vio claramente el escritor y artista Ulises Carrión (1941–1989). Su ensayo/manifiesto conocido como El arte nuevo de hacer libros es una de las reflexiones más brillantes sobre las estructuras y formas como elementos fundamentales de la obra libresca y literaria. No resulta extraño que, a pesar de haber sido publicado en los setenta, haya tomado nuevos bríos en la primera década de los 2000 entre quienes se interesan por los márgenes de la literatura tradicional. Uno de los homenajes más interesantes es el bot de Twitter que Élika Ortega (1982) programó a partir de este manifiesto. El Bot Carrión8 toma las frases del manifiesto y las combina en un tuit cada vez, mezclando sentidos e ideas. Cada post es una definición de los alcances del arte nuevo o del arte viejo (como llamaba Carrión a las diferencias entre su idea de libro y la idea tradicional). A veces contradictorias, a veces oscuras, pero siempre sugerentes sobre su contenido y sobre la amplitud de creación de la escritura automatizada. Que la tecnología sirva para pensar sus límites y posibilidades es sin duda una oportunidad fascinante. Pero una que existe porque la tecnología fundamental sigue siendo el lenguaje humano. El mismo con el que hemos podido crear códigos nuevos para máquinas nuevas.

Esta historia se publicó en la edición dedicada a “La revolución tecnológica”.

  1. Gustavo Romano, Becoming code/Devenir código, 2018. https://4rt.eu/dc/gallery.html.
  2. Gustavo Romano, IP poetry, en proceso desde 2004, http:// ip-poetry.findelmundo.net.ar.
  3. Milton Läufer, El Aleph a dieta, 2015. https://www. miltonlaufer.com.ar/Aleph.
  4. Milton Läufer, Cacofónicas, 2020. https://www.miltonlaufer. com.ar/cacofonicas.
  5. Milton Läufer, El ojo y la mano, 2003.https://www.miltonlaufer.com.ar/milton/elojo.php.
  6. Colectivo Holobionte, Lengua parásita, 2021. http:// lenguaparasita.brokenenglish.lol.
  7. Eugenio Tisselli, El drama del lavaplatos, 2010. http://www. motorhueso.net/wuwei/el-drama-del-lavaplatos.
  8. Élika Ortega, Bot Carrión, desde 2015. https://twitter.com/BotCarrion
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La literatura electrónica: algunos ejemplos desde América Latina

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No cualquier texto digitalizado es literatura electrónica; para serlo, debe poner de manifiesto el soporte y el medio en el que existe. Este ensayo presenta varios ejemplos sobresalientes, creados por artistas latinoamericanos, que evidencian el código, el algoritmo y la tecnología, al tiempo que muestran sus límites y juegan con la posibilidad del error, el glitch, la alteración, la participación y lo ininteligible.

Es frecuente pensar en la literatura como algo que carece de materialidad. Con respecto a otras artes, la literatura no tiene la fuerte impronta física que poseen, por ejemplo, la pintura o la danza. Si la entendemos como un conjunto de textos que sobreviven el paso del tiempo, la literatura no puede estar atada a la materialidad del soporte. Nadie piensa en leer el Quijote tal como fue publicado en su momento; cambian los soportes, las ediciones, incluso las lenguas, pero el Quijote permanece. Es como si la obra literaria existiera libre de las condiciones tecnológicas que vuelven posible su circulación. Pero la aparente inmaterialidad de la literatura es una convención, no un hecho. Es cierto que la gran mayoría de las obras han llegado a nuestros días porque no están ancladas a su materialidad, pero también porque precisamente hubo una materialidad que permitió la supervivencia.

Ante ello, hay una larga tradición de obras literarias cuya poética se basa en hacer presentes sus bases tecnológicas. Por ejemplo, los caligramas al evidenciar la doble dimensión de la escritura: visual y verbal. En eso se basa también la poesía sonora, pues, aunque es posible leer la Ursonate (1922–1932) de Kurt Schwitters (1887–1948) como un incomprensible poema convencional, su existencia plena sucede cuando la leemos como una partitura o, todavía más, cuando escuchamos a alguien interpretarla.

El más reciente género de obras literarias en relación activa con su medio es la literatura electrónica, también llamada literatura digital o e-literatura (feo pero usual anglicismo). Aunque aventurar una definición puede conducir a la ambigüedad o la tautología, es posible decir que se trata de obras con una presencia literaria relevante que participa del potencial artístico de los medios digitales. Esto significa que no todas las obras que existen digitalmente son literatura electrónica, así como no toda la poesía escrita es poesía visual (a pesar de que la escritura lo sea). Un libro en formato EPUB que contiene el mismo texto que su contraparte impresa es una obra digitalizada; el PDF de un libro impreso, también. Las obras de literatura electrónica nos muestran el medio en el que están hechas y lo integran a su función artística.

La literatura electrónica es tal que su materialidad no puede pasar desapercibida. No es transparente. Más bien, se trata de una materia opaca, presente, estorbosa. El lenguaje posee la capacidad de volcarse hacia su forma expresiva, más que solamente al contenido (aunque la separación es meramente conceptual). Una rima o una onomatopeya hacen evidente lo que de otro modo pasa inadvertido: la materialidad sonora del medio lingüístico. La literatura es, entre otras cosas, la explotación consciente y constante de la materialidad lingüística refiriéndose a sí misma, entrelazada con lo que se dice; es forma. La literatura electrónica es la construcción de formas a partir de una materia distinta: la tecnología digital.

En un mundo como el nuestro, dominado casi hasta la paranoia por la digitalización, no hay medio que no haya sido absorbido y reelaborado por el mundo digital. La música, la producción de imágenes, el movimiento, la imaginación, la escritura, la voz. ¿Cómo reconocer las posibilidades de opacidad en el medio digital con las que puede operar la literatura electrónica?

Es muy común escuchar entre apocalípticos e integrados del mundo contemporáneo que desde hace al menos cuarenta años vivimos en una sociedad dominada por las imágenes. Durante los últimos años se han producido más imágenes que en todo el resto de la historia de la humanidad; nuestro mal de archivo pasa por la fotografía, la representación, la reproducción. Vemos el mundo a través de pantallas, decimos. Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre las fotografías que subimos a nuestro Instagram y las pinturas que guardamos en los museos: no es la calidad, sino el régimen de producción. Mientras que las pinturas son imágenes hechas a mano sobre superficies planas, las fotografías digitales son bits traducidos en código alfanumérico, a su vez interpretado por los dispositivos como imágenes. No son objetos “naturalmente” visuales, son lenguaje que vemos como imágenes o, como el pensador Vilém Flusser las llama, imágenes técnicas. La música, las películas, los videojuegos; el mundo digital es un mundo escrito que percibimos mediado por dispositivos que imitan otros medios.

La literatura electrónica existe en una encrucijada entre las artes digitales y la literatura. Esta obviedad que vive en su muy descriptivo nombre oculta que uno de sus procedimientos más interesantes es mostrar la doble arbitrariedad del mundo digital. Por un lado, que la tecnología es un medio cuya fuerza reside en la transparencia con la que oculta sus operaciones; por otro, que una de las materias fundamentales con las que está hecha es el lenguaje. El resultado es que el factor estético de muchas obras será evidenciar cuán verbal es el mundo digital, o bien, qué tan tecnológico es el lenguaje.

En el caso de las obras latinoamericanas, hay una condición que resulta adyacente a las anteriores y que de hecho las modula. Nuestra relación histórica con las tecnologías digitales rara vez ha sido plenamente contemporánea con las de los centros globales de poder. A diferencia de ellos, que trabajan desde la suficiencia o el exceso tecnológicos, en nuestro caso solemos hacerlo desde la carencia, el suplemento, la diferencia. Esto no tiene que ver solo con lo digital en la cultura, sino que es una condición material e ideológica de cómo nos relacionamos con las tecnologías culturales, desde la imprenta hasta internet. Nuestro vínculo con la tecnología es simultáneamente de anhelo y desconfianza; imaginamos en memes distopías tecnológicas en las que el mundo de Blade runner sucede en el paradero de autobuses de Pantitlán, en los límites de la Ciudad de México; al mismo tiempo, creamos paraísos de minería de criptomonedas en zonas de excepción económica en El Salvador. Hemos naturalizado a tal grado la tecnología digital y sus diferentes estados y posibilidades que olvidamos con frecuencia que su estatuto es siempre político. Esto es, que existe en la tensión entre la administración y la producción, entre el dominio y la insurgencia.

Quizá por ello, una de las maneras más elocuentes con las que podemos percibir la naturaleza codificante del mundo digital y sus extremos es el error, el glitch. Hay una escena común entre quienes vivimos en ciudades: un anuncio digital público, generalmente en gran formato, que falla. En lugar del anuncio vemos una pantalla con el característico azul de las computadoras de escritorio al encenderse; sobre el azul, las instrucciones de inicio del display en amarillo o blanco. Por un momento no vemos la imagen, sino su lenguaje. No la realidad digital, sino su infraestructura. Más que un error en la matrix que muestra su arbitrariedad, vemos el revés del bordado: las relaciones ocultas que lo sostienen. Un glitch tiene un doble efecto, aunque sea breve y menor: primero, muestra la representación como tal, no como realidad; segundo, nos hace conscientes de que alterar el medio confiere alternativas a la manera en la que vivimos lo real. La administración de la sociedad pasa por el medio y el glitch nos hace un poco más sus dueños.

A continuación presento un conjunto de obras de literatura electrónica hechas desde América Latina que tienen un punto en común: su desconfianza ante la primacía de lo tecnológico. En esta desconfianza se verá que aparecen los encuentros que he señalado con respecto a la tecnología. Sus usos políticos y lúdicos, sus formas a veces caprichosas, sus limitaciones, sus mixturas.

Gustavo Romano (1958) es un artista y teórico con un grueso corpus de obras digitales, acciones participativas y performances en los que cuestiona las relaciones entre los discursos, los medios y las personas. Su trabajo proviene de la tradición artística de obras críticas que intentan develar los mecanismos del poder y las mediaciones del arte. Una de las piezas que más claramente se insertan en ella es Becoming code.1 Esta consiste en una selección de imágenes digitales cuyos códigos han sido intervenidos. Como expliqué antes, las imágenes digitales no son tales, sino interpretaciones que la máquina hace de los códigos. Cualquiera puede abrir una imagen digital con un editor de texto, verá que no se muestran los elementos visuales, sino series de letras y números que forman su esqueleto. Si después de abrirla selecciona un fragmento del código y lo modifica al borrarlo o duplicarlo, podrá guardarla, abrirla con el visor de imágenes y notar cómo la imagen se altera. Ahora incluye un glitch. La pieza de Romano hace esto, pero como procedimiento conceptual. Por ejemplo, toma la famosa fotografía de Eddie Adams conocida como La ejecución de Saigón (1968) y altera su código mediante fragmentos del libro Gramophone, Film, Typewriter (1999), del teórico de medios Friedrich Kittler (1943-2011). La imagen se muestra “erróneamente”, alejada de toda mimesis: el cuerpo del verdugo y el ejecutado se han desplazado a la derecha, del segundo queda una cabeza sola flotando en medio de la imagen. El fragmento del libro dice (en mi traducción): “Lo que queda de la gente es lo que el medio puede almacenar y comunicar”. En el encuentro literal entre el texto y la imagen aparece el error; en el encuentro simbólico de ambas, una reflexión sobre los procesos de mediación del archivo y los sujetos en el mundo contemporáneo.

Se podría argumentar sin dificultad que no es literatura porque la pieza no está centrada en el uso exclusivo del lenguaje, a diferencia de otra de Romano —IP poetry, 2 que se basa en composiciones de poemas mediante resultados aleatorios de internet—; sin embargo, ¿no hay una dimensión lingüística en mostrar el código de los objetos digitales?, ¿no hay una forma de la cita literaria en la intervención mediante fragmentos de obras escritas? Uno de los elementos clave de la literatura electrónica es que se ha movido entre definiciones y disciplinas. Que una obra pueda o no ser pensada como literatura electrónica no depende solo de su propuesta, sino también de las herramientas críticas de quien la observe y la lea.

Con el tiempo hemos aprendido que la literatura no solamente son textos escritos para ser leídos, sino también obras que cuestionan la posibilidad de la lectura. La poesía visual cuestiona las posibilidades de leer mediante su aparente unidireccionalidad, pues un poema visual se lee mediante un vistazo rápido; en cambio, un poema que usa el espacio en blanco de la página nos obliga a considerarlo como parte del poema y preguntarnos: ¿cómo se lee el espacio, lo no escrito, pero determinado por la escritura?

La obra de Milton Läufer (1979) se basa en programación de software para crear piezas que se centran en dimensiones de la escritura que suelen pasarse por alto. La escritura es primordialmente una herramienta comunicativa, pero posee una cara política, una material, una tecnológica, una económica, entre otras. En El Aleph a dieta, 3 escrito como respuesta a la demanda legal de María Kodama contra Pablo Katchadjian por la reproducción no autorizada del cuento de Borges, el texto es lentamente borrado hasta su disolución total; la reproducción se vuelve una afrenta y un gesto que reconviene los derechos literarios por encima de los de propiedad, así sea mediante la contradicción del silencio. La borradura evita el plagio definitivo, pero mantiene la audacia. En Cacofónicas4 crea versos mediante asociaciones sonoras entre palabras para escribir automáticamente un largo poema de repeticiones. La biblioteca de la pieza está disponible, por lo que quien lee puede además participar como colaborador o incluso coautor de una versión. Su pieza El ojo y la mano5 es de una sencillez angustiante: en la pantalla vemos una imagen borrosa, parecen letras superpuestas, difuminadas. Damos clic con el cursor sobre la imagen y aparece un poema, pero este se vuelve a difuminar apenas pasa un segundo. No importa cuánto tiempo presionemos el botón, el poema solo se mostrará un segundo. Sabemos que detrás de la imagen hay un poema, pero no podemos leerlo; la escritura es dominada por su dimensión visual y, en lugar de servir para fijar, como se cree, contribuye a su silencio. La ansiedad de la lectura es el sentido del poema, pues no sabremos lo que dice. La tecnología digital no nos da, en este caso, más herramientas o más profundidad, al contrario. La opacidad del medio evita su comunicación, pero muestra la disputa por el sentido.

Una manera de ponderar la función tecnológica es haciéndola funcionar como bisagra entre mundos aparentemente inconexos. Frente a obras que celebran la preeminencia de la tecnología, otras la usan para cuestionar la ideología de su dominio. Es el caso de Lengua parásita, 6 del Colectivo Holobionte, bajo la guía de Mónica Nepote (1970) como escritora, programada por Canek Zapata (1985) y con piezas sonoras del colectivo Interspecifics. Se trata de una obra que combina diferentes medios que convergen en la página web. Sobre un video que reproduce un conjunto de bacterias moviéndose en un fondo verde, se despliegan frases en español e inglés que se van mezclando hasta formar oraciones superpuestas, y se escucha la música hecha por Interspecifics a partir de la interacción entre bacterias y software de producción sonora. Contrario a la idea negativa de “parásito”, la pieza se enfoca en la condición colaborativa que este supone. Un organismo que vive dentro de otro hasta integrarse en su sistema. Parasitismo entre lenguas, entre seres no humanos y tecnologías, entre organismos. Escrita en el contexto de la crisis ambiental, Lengua parásita aparece como una manifestación de un pensamiento, otro que nos permite pensar maneras distintas de relacionarnos con el amplio mundo no humano.

En su relación ambigua con sus componentes fundamentales, la literatura electrónica puede tener obras en las que lo principal sea poner la técnica algorítmica —la base de la existencia de la computación— al servicio del lenguaje y sus posibilidades primigenias. “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, escribió en su Tractatus Ludwig Wittgenstein. Pero el lenguaje no contiene la inmensidad del mundo, sino que nos permite pensarlo mediante combinaciones. Bastan unos cuantos sonidos, unas cuantas formas verbales y posiciones sintácticas para crear infinitas combinaciones de estructuras y formas que comunican y crean mundos e ideas. La combinatoria es un procedimiento muy frecuente, pues permite explorar las posibilidades de la lengua mediante algunas restricciones que despliegan su flexibilidad.

Un ejemplo es El drama del lavaplatos, 7 de Eugenio Tisselli (1972). A partir de un verso introducido por el “poeta humano”, la máquina algorítmica lo traduce y combina mediante una serie de procedimientos hasta crear versos que, al mezclarse, forman poemas. La interacción entre humanidad y máquina sucede gracias a la tecnología, pero no es en ella donde sucede lo poético, sino en la selección y en la mezcla. Habrá quien sostenga que una obra creada por la computadora no puede ser poética, pues no expresa emociones humanas. Pero las palabras que usa la máquina para crear son las mismas que usamos de manera cotidiana. La poesía no reside exclusivamente en quien la escribe, sino sobre todo en quien la lee. Podríamos decir que la principal tecnología poética es la atención de quien lee.

Más que comunicar emociones, las y los poetas crean estructuras. Esto lo vio claramente el escritor y artista Ulises Carrión (1941–1989). Su ensayo/manifiesto conocido como El arte nuevo de hacer libros es una de las reflexiones más brillantes sobre las estructuras y formas como elementos fundamentales de la obra libresca y literaria. No resulta extraño que, a pesar de haber sido publicado en los setenta, haya tomado nuevos bríos en la primera década de los 2000 entre quienes se interesan por los márgenes de la literatura tradicional. Uno de los homenajes más interesantes es el bot de Twitter que Élika Ortega (1982) programó a partir de este manifiesto. El Bot Carrión8 toma las frases del manifiesto y las combina en un tuit cada vez, mezclando sentidos e ideas. Cada post es una definición de los alcances del arte nuevo o del arte viejo (como llamaba Carrión a las diferencias entre su idea de libro y la idea tradicional). A veces contradictorias, a veces oscuras, pero siempre sugerentes sobre su contenido y sobre la amplitud de creación de la escritura automatizada. Que la tecnología sirva para pensar sus límites y posibilidades es sin duda una oportunidad fascinante. Pero una que existe porque la tecnología fundamental sigue siendo el lenguaje humano. El mismo con el que hemos podido crear códigos nuevos para máquinas nuevas.

Esta historia se publicó en la edición dedicada a “La revolución tecnológica”.

  1. Gustavo Romano, Becoming code/Devenir código, 2018. https://4rt.eu/dc/gallery.html.
  2. Gustavo Romano, IP poetry, en proceso desde 2004, http:// ip-poetry.findelmundo.net.ar.
  3. Milton Läufer, El Aleph a dieta, 2015. https://www. miltonlaufer.com.ar/Aleph.
  4. Milton Läufer, Cacofónicas, 2020. https://www.miltonlaufer. com.ar/cacofonicas.
  5. Milton Läufer, El ojo y la mano, 2003.https://www.miltonlaufer.com.ar/milton/elojo.php.
  6. Colectivo Holobionte, Lengua parásita, 2021. http:// lenguaparasita.brokenenglish.lol.
  7. Eugenio Tisselli, El drama del lavaplatos, 2010. http://www. motorhueso.net/wuwei/el-drama-del-lavaplatos.
  8. Élika Ortega, Bot Carrión, desde 2015. https://twitter.com/BotCarrion
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No cualquier texto digitalizado es literatura electrónica; para serlo, debe poner de manifiesto el soporte y el medio en el que existe. Este ensayo presenta varios ejemplos sobresalientes, creados por artistas latinoamericanos, que evidencian el código, el algoritmo y la tecnología, al tiempo que muestran sus límites y juegan con la posibilidad del error, el glitch, la alteración, la participación y lo ininteligible.

Es frecuente pensar en la literatura como algo que carece de materialidad. Con respecto a otras artes, la literatura no tiene la fuerte impronta física que poseen, por ejemplo, la pintura o la danza. Si la entendemos como un conjunto de textos que sobreviven el paso del tiempo, la literatura no puede estar atada a la materialidad del soporte. Nadie piensa en leer el Quijote tal como fue publicado en su momento; cambian los soportes, las ediciones, incluso las lenguas, pero el Quijote permanece. Es como si la obra literaria existiera libre de las condiciones tecnológicas que vuelven posible su circulación. Pero la aparente inmaterialidad de la literatura es una convención, no un hecho. Es cierto que la gran mayoría de las obras han llegado a nuestros días porque no están ancladas a su materialidad, pero también porque precisamente hubo una materialidad que permitió la supervivencia.

Ante ello, hay una larga tradición de obras literarias cuya poética se basa en hacer presentes sus bases tecnológicas. Por ejemplo, los caligramas al evidenciar la doble dimensión de la escritura: visual y verbal. En eso se basa también la poesía sonora, pues, aunque es posible leer la Ursonate (1922–1932) de Kurt Schwitters (1887–1948) como un incomprensible poema convencional, su existencia plena sucede cuando la leemos como una partitura o, todavía más, cuando escuchamos a alguien interpretarla.

El más reciente género de obras literarias en relación activa con su medio es la literatura electrónica, también llamada literatura digital o e-literatura (feo pero usual anglicismo). Aunque aventurar una definición puede conducir a la ambigüedad o la tautología, es posible decir que se trata de obras con una presencia literaria relevante que participa del potencial artístico de los medios digitales. Esto significa que no todas las obras que existen digitalmente son literatura electrónica, así como no toda la poesía escrita es poesía visual (a pesar de que la escritura lo sea). Un libro en formato EPUB que contiene el mismo texto que su contraparte impresa es una obra digitalizada; el PDF de un libro impreso, también. Las obras de literatura electrónica nos muestran el medio en el que están hechas y lo integran a su función artística.

La literatura electrónica es tal que su materialidad no puede pasar desapercibida. No es transparente. Más bien, se trata de una materia opaca, presente, estorbosa. El lenguaje posee la capacidad de volcarse hacia su forma expresiva, más que solamente al contenido (aunque la separación es meramente conceptual). Una rima o una onomatopeya hacen evidente lo que de otro modo pasa inadvertido: la materialidad sonora del medio lingüístico. La literatura es, entre otras cosas, la explotación consciente y constante de la materialidad lingüística refiriéndose a sí misma, entrelazada con lo que se dice; es forma. La literatura electrónica es la construcción de formas a partir de una materia distinta: la tecnología digital.

En un mundo como el nuestro, dominado casi hasta la paranoia por la digitalización, no hay medio que no haya sido absorbido y reelaborado por el mundo digital. La música, la producción de imágenes, el movimiento, la imaginación, la escritura, la voz. ¿Cómo reconocer las posibilidades de opacidad en el medio digital con las que puede operar la literatura electrónica?

Es muy común escuchar entre apocalípticos e integrados del mundo contemporáneo que desde hace al menos cuarenta años vivimos en una sociedad dominada por las imágenes. Durante los últimos años se han producido más imágenes que en todo el resto de la historia de la humanidad; nuestro mal de archivo pasa por la fotografía, la representación, la reproducción. Vemos el mundo a través de pantallas, decimos. Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre las fotografías que subimos a nuestro Instagram y las pinturas que guardamos en los museos: no es la calidad, sino el régimen de producción. Mientras que las pinturas son imágenes hechas a mano sobre superficies planas, las fotografías digitales son bits traducidos en código alfanumérico, a su vez interpretado por los dispositivos como imágenes. No son objetos “naturalmente” visuales, son lenguaje que vemos como imágenes o, como el pensador Vilém Flusser las llama, imágenes técnicas. La música, las películas, los videojuegos; el mundo digital es un mundo escrito que percibimos mediado por dispositivos que imitan otros medios.

La literatura electrónica existe en una encrucijada entre las artes digitales y la literatura. Esta obviedad que vive en su muy descriptivo nombre oculta que uno de sus procedimientos más interesantes es mostrar la doble arbitrariedad del mundo digital. Por un lado, que la tecnología es un medio cuya fuerza reside en la transparencia con la que oculta sus operaciones; por otro, que una de las materias fundamentales con las que está hecha es el lenguaje. El resultado es que el factor estético de muchas obras será evidenciar cuán verbal es el mundo digital, o bien, qué tan tecnológico es el lenguaje.

En el caso de las obras latinoamericanas, hay una condición que resulta adyacente a las anteriores y que de hecho las modula. Nuestra relación histórica con las tecnologías digitales rara vez ha sido plenamente contemporánea con las de los centros globales de poder. A diferencia de ellos, que trabajan desde la suficiencia o el exceso tecnológicos, en nuestro caso solemos hacerlo desde la carencia, el suplemento, la diferencia. Esto no tiene que ver solo con lo digital en la cultura, sino que es una condición material e ideológica de cómo nos relacionamos con las tecnologías culturales, desde la imprenta hasta internet. Nuestro vínculo con la tecnología es simultáneamente de anhelo y desconfianza; imaginamos en memes distopías tecnológicas en las que el mundo de Blade runner sucede en el paradero de autobuses de Pantitlán, en los límites de la Ciudad de México; al mismo tiempo, creamos paraísos de minería de criptomonedas en zonas de excepción económica en El Salvador. Hemos naturalizado a tal grado la tecnología digital y sus diferentes estados y posibilidades que olvidamos con frecuencia que su estatuto es siempre político. Esto es, que existe en la tensión entre la administración y la producción, entre el dominio y la insurgencia.

Quizá por ello, una de las maneras más elocuentes con las que podemos percibir la naturaleza codificante del mundo digital y sus extremos es el error, el glitch. Hay una escena común entre quienes vivimos en ciudades: un anuncio digital público, generalmente en gran formato, que falla. En lugar del anuncio vemos una pantalla con el característico azul de las computadoras de escritorio al encenderse; sobre el azul, las instrucciones de inicio del display en amarillo o blanco. Por un momento no vemos la imagen, sino su lenguaje. No la realidad digital, sino su infraestructura. Más que un error en la matrix que muestra su arbitrariedad, vemos el revés del bordado: las relaciones ocultas que lo sostienen. Un glitch tiene un doble efecto, aunque sea breve y menor: primero, muestra la representación como tal, no como realidad; segundo, nos hace conscientes de que alterar el medio confiere alternativas a la manera en la que vivimos lo real. La administración de la sociedad pasa por el medio y el glitch nos hace un poco más sus dueños.

A continuación presento un conjunto de obras de literatura electrónica hechas desde América Latina que tienen un punto en común: su desconfianza ante la primacía de lo tecnológico. En esta desconfianza se verá que aparecen los encuentros que he señalado con respecto a la tecnología. Sus usos políticos y lúdicos, sus formas a veces caprichosas, sus limitaciones, sus mixturas.

Gustavo Romano (1958) es un artista y teórico con un grueso corpus de obras digitales, acciones participativas y performances en los que cuestiona las relaciones entre los discursos, los medios y las personas. Su trabajo proviene de la tradición artística de obras críticas que intentan develar los mecanismos del poder y las mediaciones del arte. Una de las piezas que más claramente se insertan en ella es Becoming code.1 Esta consiste en una selección de imágenes digitales cuyos códigos han sido intervenidos. Como expliqué antes, las imágenes digitales no son tales, sino interpretaciones que la máquina hace de los códigos. Cualquiera puede abrir una imagen digital con un editor de texto, verá que no se muestran los elementos visuales, sino series de letras y números que forman su esqueleto. Si después de abrirla selecciona un fragmento del código y lo modifica al borrarlo o duplicarlo, podrá guardarla, abrirla con el visor de imágenes y notar cómo la imagen se altera. Ahora incluye un glitch. La pieza de Romano hace esto, pero como procedimiento conceptual. Por ejemplo, toma la famosa fotografía de Eddie Adams conocida como La ejecución de Saigón (1968) y altera su código mediante fragmentos del libro Gramophone, Film, Typewriter (1999), del teórico de medios Friedrich Kittler (1943-2011). La imagen se muestra “erróneamente”, alejada de toda mimesis: el cuerpo del verdugo y el ejecutado se han desplazado a la derecha, del segundo queda una cabeza sola flotando en medio de la imagen. El fragmento del libro dice (en mi traducción): “Lo que queda de la gente es lo que el medio puede almacenar y comunicar”. En el encuentro literal entre el texto y la imagen aparece el error; en el encuentro simbólico de ambas, una reflexión sobre los procesos de mediación del archivo y los sujetos en el mundo contemporáneo.

Se podría argumentar sin dificultad que no es literatura porque la pieza no está centrada en el uso exclusivo del lenguaje, a diferencia de otra de Romano —IP poetry, 2 que se basa en composiciones de poemas mediante resultados aleatorios de internet—; sin embargo, ¿no hay una dimensión lingüística en mostrar el código de los objetos digitales?, ¿no hay una forma de la cita literaria en la intervención mediante fragmentos de obras escritas? Uno de los elementos clave de la literatura electrónica es que se ha movido entre definiciones y disciplinas. Que una obra pueda o no ser pensada como literatura electrónica no depende solo de su propuesta, sino también de las herramientas críticas de quien la observe y la lea.

Con el tiempo hemos aprendido que la literatura no solamente son textos escritos para ser leídos, sino también obras que cuestionan la posibilidad de la lectura. La poesía visual cuestiona las posibilidades de leer mediante su aparente unidireccionalidad, pues un poema visual se lee mediante un vistazo rápido; en cambio, un poema que usa el espacio en blanco de la página nos obliga a considerarlo como parte del poema y preguntarnos: ¿cómo se lee el espacio, lo no escrito, pero determinado por la escritura?

La obra de Milton Läufer (1979) se basa en programación de software para crear piezas que se centran en dimensiones de la escritura que suelen pasarse por alto. La escritura es primordialmente una herramienta comunicativa, pero posee una cara política, una material, una tecnológica, una económica, entre otras. En El Aleph a dieta, 3 escrito como respuesta a la demanda legal de María Kodama contra Pablo Katchadjian por la reproducción no autorizada del cuento de Borges, el texto es lentamente borrado hasta su disolución total; la reproducción se vuelve una afrenta y un gesto que reconviene los derechos literarios por encima de los de propiedad, así sea mediante la contradicción del silencio. La borradura evita el plagio definitivo, pero mantiene la audacia. En Cacofónicas4 crea versos mediante asociaciones sonoras entre palabras para escribir automáticamente un largo poema de repeticiones. La biblioteca de la pieza está disponible, por lo que quien lee puede además participar como colaborador o incluso coautor de una versión. Su pieza El ojo y la mano5 es de una sencillez angustiante: en la pantalla vemos una imagen borrosa, parecen letras superpuestas, difuminadas. Damos clic con el cursor sobre la imagen y aparece un poema, pero este se vuelve a difuminar apenas pasa un segundo. No importa cuánto tiempo presionemos el botón, el poema solo se mostrará un segundo. Sabemos que detrás de la imagen hay un poema, pero no podemos leerlo; la escritura es dominada por su dimensión visual y, en lugar de servir para fijar, como se cree, contribuye a su silencio. La ansiedad de la lectura es el sentido del poema, pues no sabremos lo que dice. La tecnología digital no nos da, en este caso, más herramientas o más profundidad, al contrario. La opacidad del medio evita su comunicación, pero muestra la disputa por el sentido.

Una manera de ponderar la función tecnológica es haciéndola funcionar como bisagra entre mundos aparentemente inconexos. Frente a obras que celebran la preeminencia de la tecnología, otras la usan para cuestionar la ideología de su dominio. Es el caso de Lengua parásita, 6 del Colectivo Holobionte, bajo la guía de Mónica Nepote (1970) como escritora, programada por Canek Zapata (1985) y con piezas sonoras del colectivo Interspecifics. Se trata de una obra que combina diferentes medios que convergen en la página web. Sobre un video que reproduce un conjunto de bacterias moviéndose en un fondo verde, se despliegan frases en español e inglés que se van mezclando hasta formar oraciones superpuestas, y se escucha la música hecha por Interspecifics a partir de la interacción entre bacterias y software de producción sonora. Contrario a la idea negativa de “parásito”, la pieza se enfoca en la condición colaborativa que este supone. Un organismo que vive dentro de otro hasta integrarse en su sistema. Parasitismo entre lenguas, entre seres no humanos y tecnologías, entre organismos. Escrita en el contexto de la crisis ambiental, Lengua parásita aparece como una manifestación de un pensamiento, otro que nos permite pensar maneras distintas de relacionarnos con el amplio mundo no humano.

En su relación ambigua con sus componentes fundamentales, la literatura electrónica puede tener obras en las que lo principal sea poner la técnica algorítmica —la base de la existencia de la computación— al servicio del lenguaje y sus posibilidades primigenias. “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, escribió en su Tractatus Ludwig Wittgenstein. Pero el lenguaje no contiene la inmensidad del mundo, sino que nos permite pensarlo mediante combinaciones. Bastan unos cuantos sonidos, unas cuantas formas verbales y posiciones sintácticas para crear infinitas combinaciones de estructuras y formas que comunican y crean mundos e ideas. La combinatoria es un procedimiento muy frecuente, pues permite explorar las posibilidades de la lengua mediante algunas restricciones que despliegan su flexibilidad.

Un ejemplo es El drama del lavaplatos, 7 de Eugenio Tisselli (1972). A partir de un verso introducido por el “poeta humano”, la máquina algorítmica lo traduce y combina mediante una serie de procedimientos hasta crear versos que, al mezclarse, forman poemas. La interacción entre humanidad y máquina sucede gracias a la tecnología, pero no es en ella donde sucede lo poético, sino en la selección y en la mezcla. Habrá quien sostenga que una obra creada por la computadora no puede ser poética, pues no expresa emociones humanas. Pero las palabras que usa la máquina para crear son las mismas que usamos de manera cotidiana. La poesía no reside exclusivamente en quien la escribe, sino sobre todo en quien la lee. Podríamos decir que la principal tecnología poética es la atención de quien lee.

Más que comunicar emociones, las y los poetas crean estructuras. Esto lo vio claramente el escritor y artista Ulises Carrión (1941–1989). Su ensayo/manifiesto conocido como El arte nuevo de hacer libros es una de las reflexiones más brillantes sobre las estructuras y formas como elementos fundamentales de la obra libresca y literaria. No resulta extraño que, a pesar de haber sido publicado en los setenta, haya tomado nuevos bríos en la primera década de los 2000 entre quienes se interesan por los márgenes de la literatura tradicional. Uno de los homenajes más interesantes es el bot de Twitter que Élika Ortega (1982) programó a partir de este manifiesto. El Bot Carrión8 toma las frases del manifiesto y las combina en un tuit cada vez, mezclando sentidos e ideas. Cada post es una definición de los alcances del arte nuevo o del arte viejo (como llamaba Carrión a las diferencias entre su idea de libro y la idea tradicional). A veces contradictorias, a veces oscuras, pero siempre sugerentes sobre su contenido y sobre la amplitud de creación de la escritura automatizada. Que la tecnología sirva para pensar sus límites y posibilidades es sin duda una oportunidad fascinante. Pero una que existe porque la tecnología fundamental sigue siendo el lenguaje humano. El mismo con el que hemos podido crear códigos nuevos para máquinas nuevas.

Esta historia se publicó en la edición dedicada a “La revolución tecnológica”.

  1. Gustavo Romano, Becoming code/Devenir código, 2018. https://4rt.eu/dc/gallery.html.
  2. Gustavo Romano, IP poetry, en proceso desde 2004, http:// ip-poetry.findelmundo.net.ar.
  3. Milton Läufer, El Aleph a dieta, 2015. https://www. miltonlaufer.com.ar/Aleph.
  4. Milton Läufer, Cacofónicas, 2020. https://www.miltonlaufer. com.ar/cacofonicas.
  5. Milton Läufer, El ojo y la mano, 2003.https://www.miltonlaufer.com.ar/milton/elojo.php.
  6. Colectivo Holobionte, Lengua parásita, 2021. http:// lenguaparasita.brokenenglish.lol.
  7. Eugenio Tisselli, El drama del lavaplatos, 2010. http://www. motorhueso.net/wuwei/el-drama-del-lavaplatos.
  8. Élika Ortega, Bot Carrión, desde 2015. https://twitter.com/BotCarrion
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La literatura electrónica: algunos ejemplos desde América Latina

La literatura electrónica: algunos ejemplos desde América Latina

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No cualquier texto digitalizado es literatura electrónica; para serlo, debe poner de manifiesto el soporte y el medio en el que existe. Este ensayo presenta varios ejemplos sobresalientes, creados por artistas latinoamericanos, que evidencian el código, el algoritmo y la tecnología, al tiempo que muestran sus límites y juegan con la posibilidad del error, el glitch, la alteración, la participación y lo ininteligible.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Es frecuente pensar en la literatura como algo que carece de materialidad. Con respecto a otras artes, la literatura no tiene la fuerte impronta física que poseen, por ejemplo, la pintura o la danza. Si la entendemos como un conjunto de textos que sobreviven el paso del tiempo, la literatura no puede estar atada a la materialidad del soporte. Nadie piensa en leer el Quijote tal como fue publicado en su momento; cambian los soportes, las ediciones, incluso las lenguas, pero el Quijote permanece. Es como si la obra literaria existiera libre de las condiciones tecnológicas que vuelven posible su circulación. Pero la aparente inmaterialidad de la literatura es una convención, no un hecho. Es cierto que la gran mayoría de las obras han llegado a nuestros días porque no están ancladas a su materialidad, pero también porque precisamente hubo una materialidad que permitió la supervivencia.

Ante ello, hay una larga tradición de obras literarias cuya poética se basa en hacer presentes sus bases tecnológicas. Por ejemplo, los caligramas al evidenciar la doble dimensión de la escritura: visual y verbal. En eso se basa también la poesía sonora, pues, aunque es posible leer la Ursonate (1922–1932) de Kurt Schwitters (1887–1948) como un incomprensible poema convencional, su existencia plena sucede cuando la leemos como una partitura o, todavía más, cuando escuchamos a alguien interpretarla.

El más reciente género de obras literarias en relación activa con su medio es la literatura electrónica, también llamada literatura digital o e-literatura (feo pero usual anglicismo). Aunque aventurar una definición puede conducir a la ambigüedad o la tautología, es posible decir que se trata de obras con una presencia literaria relevante que participa del potencial artístico de los medios digitales. Esto significa que no todas las obras que existen digitalmente son literatura electrónica, así como no toda la poesía escrita es poesía visual (a pesar de que la escritura lo sea). Un libro en formato EPUB que contiene el mismo texto que su contraparte impresa es una obra digitalizada; el PDF de un libro impreso, también. Las obras de literatura electrónica nos muestran el medio en el que están hechas y lo integran a su función artística.

La literatura electrónica es tal que su materialidad no puede pasar desapercibida. No es transparente. Más bien, se trata de una materia opaca, presente, estorbosa. El lenguaje posee la capacidad de volcarse hacia su forma expresiva, más que solamente al contenido (aunque la separación es meramente conceptual). Una rima o una onomatopeya hacen evidente lo que de otro modo pasa inadvertido: la materialidad sonora del medio lingüístico. La literatura es, entre otras cosas, la explotación consciente y constante de la materialidad lingüística refiriéndose a sí misma, entrelazada con lo que se dice; es forma. La literatura electrónica es la construcción de formas a partir de una materia distinta: la tecnología digital.

En un mundo como el nuestro, dominado casi hasta la paranoia por la digitalización, no hay medio que no haya sido absorbido y reelaborado por el mundo digital. La música, la producción de imágenes, el movimiento, la imaginación, la escritura, la voz. ¿Cómo reconocer las posibilidades de opacidad en el medio digital con las que puede operar la literatura electrónica?

Es muy común escuchar entre apocalípticos e integrados del mundo contemporáneo que desde hace al menos cuarenta años vivimos en una sociedad dominada por las imágenes. Durante los últimos años se han producido más imágenes que en todo el resto de la historia de la humanidad; nuestro mal de archivo pasa por la fotografía, la representación, la reproducción. Vemos el mundo a través de pantallas, decimos. Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre las fotografías que subimos a nuestro Instagram y las pinturas que guardamos en los museos: no es la calidad, sino el régimen de producción. Mientras que las pinturas son imágenes hechas a mano sobre superficies planas, las fotografías digitales son bits traducidos en código alfanumérico, a su vez interpretado por los dispositivos como imágenes. No son objetos “naturalmente” visuales, son lenguaje que vemos como imágenes o, como el pensador Vilém Flusser las llama, imágenes técnicas. La música, las películas, los videojuegos; el mundo digital es un mundo escrito que percibimos mediado por dispositivos que imitan otros medios.

La literatura electrónica existe en una encrucijada entre las artes digitales y la literatura. Esta obviedad que vive en su muy descriptivo nombre oculta que uno de sus procedimientos más interesantes es mostrar la doble arbitrariedad del mundo digital. Por un lado, que la tecnología es un medio cuya fuerza reside en la transparencia con la que oculta sus operaciones; por otro, que una de las materias fundamentales con las que está hecha es el lenguaje. El resultado es que el factor estético de muchas obras será evidenciar cuán verbal es el mundo digital, o bien, qué tan tecnológico es el lenguaje.

En el caso de las obras latinoamericanas, hay una condición que resulta adyacente a las anteriores y que de hecho las modula. Nuestra relación histórica con las tecnologías digitales rara vez ha sido plenamente contemporánea con las de los centros globales de poder. A diferencia de ellos, que trabajan desde la suficiencia o el exceso tecnológicos, en nuestro caso solemos hacerlo desde la carencia, el suplemento, la diferencia. Esto no tiene que ver solo con lo digital en la cultura, sino que es una condición material e ideológica de cómo nos relacionamos con las tecnologías culturales, desde la imprenta hasta internet. Nuestro vínculo con la tecnología es simultáneamente de anhelo y desconfianza; imaginamos en memes distopías tecnológicas en las que el mundo de Blade runner sucede en el paradero de autobuses de Pantitlán, en los límites de la Ciudad de México; al mismo tiempo, creamos paraísos de minería de criptomonedas en zonas de excepción económica en El Salvador. Hemos naturalizado a tal grado la tecnología digital y sus diferentes estados y posibilidades que olvidamos con frecuencia que su estatuto es siempre político. Esto es, que existe en la tensión entre la administración y la producción, entre el dominio y la insurgencia.

Quizá por ello, una de las maneras más elocuentes con las que podemos percibir la naturaleza codificante del mundo digital y sus extremos es el error, el glitch. Hay una escena común entre quienes vivimos en ciudades: un anuncio digital público, generalmente en gran formato, que falla. En lugar del anuncio vemos una pantalla con el característico azul de las computadoras de escritorio al encenderse; sobre el azul, las instrucciones de inicio del display en amarillo o blanco. Por un momento no vemos la imagen, sino su lenguaje. No la realidad digital, sino su infraestructura. Más que un error en la matrix que muestra su arbitrariedad, vemos el revés del bordado: las relaciones ocultas que lo sostienen. Un glitch tiene un doble efecto, aunque sea breve y menor: primero, muestra la representación como tal, no como realidad; segundo, nos hace conscientes de que alterar el medio confiere alternativas a la manera en la que vivimos lo real. La administración de la sociedad pasa por el medio y el glitch nos hace un poco más sus dueños.

A continuación presento un conjunto de obras de literatura electrónica hechas desde América Latina que tienen un punto en común: su desconfianza ante la primacía de lo tecnológico. En esta desconfianza se verá que aparecen los encuentros que he señalado con respecto a la tecnología. Sus usos políticos y lúdicos, sus formas a veces caprichosas, sus limitaciones, sus mixturas.

Gustavo Romano (1958) es un artista y teórico con un grueso corpus de obras digitales, acciones participativas y performances en los que cuestiona las relaciones entre los discursos, los medios y las personas. Su trabajo proviene de la tradición artística de obras críticas que intentan develar los mecanismos del poder y las mediaciones del arte. Una de las piezas que más claramente se insertan en ella es Becoming code.1 Esta consiste en una selección de imágenes digitales cuyos códigos han sido intervenidos. Como expliqué antes, las imágenes digitales no son tales, sino interpretaciones que la máquina hace de los códigos. Cualquiera puede abrir una imagen digital con un editor de texto, verá que no se muestran los elementos visuales, sino series de letras y números que forman su esqueleto. Si después de abrirla selecciona un fragmento del código y lo modifica al borrarlo o duplicarlo, podrá guardarla, abrirla con el visor de imágenes y notar cómo la imagen se altera. Ahora incluye un glitch. La pieza de Romano hace esto, pero como procedimiento conceptual. Por ejemplo, toma la famosa fotografía de Eddie Adams conocida como La ejecución de Saigón (1968) y altera su código mediante fragmentos del libro Gramophone, Film, Typewriter (1999), del teórico de medios Friedrich Kittler (1943-2011). La imagen se muestra “erróneamente”, alejada de toda mimesis: el cuerpo del verdugo y el ejecutado se han desplazado a la derecha, del segundo queda una cabeza sola flotando en medio de la imagen. El fragmento del libro dice (en mi traducción): “Lo que queda de la gente es lo que el medio puede almacenar y comunicar”. En el encuentro literal entre el texto y la imagen aparece el error; en el encuentro simbólico de ambas, una reflexión sobre los procesos de mediación del archivo y los sujetos en el mundo contemporáneo.

Se podría argumentar sin dificultad que no es literatura porque la pieza no está centrada en el uso exclusivo del lenguaje, a diferencia de otra de Romano —IP poetry, 2 que se basa en composiciones de poemas mediante resultados aleatorios de internet—; sin embargo, ¿no hay una dimensión lingüística en mostrar el código de los objetos digitales?, ¿no hay una forma de la cita literaria en la intervención mediante fragmentos de obras escritas? Uno de los elementos clave de la literatura electrónica es que se ha movido entre definiciones y disciplinas. Que una obra pueda o no ser pensada como literatura electrónica no depende solo de su propuesta, sino también de las herramientas críticas de quien la observe y la lea.

Con el tiempo hemos aprendido que la literatura no solamente son textos escritos para ser leídos, sino también obras que cuestionan la posibilidad de la lectura. La poesía visual cuestiona las posibilidades de leer mediante su aparente unidireccionalidad, pues un poema visual se lee mediante un vistazo rápido; en cambio, un poema que usa el espacio en blanco de la página nos obliga a considerarlo como parte del poema y preguntarnos: ¿cómo se lee el espacio, lo no escrito, pero determinado por la escritura?

La obra de Milton Läufer (1979) se basa en programación de software para crear piezas que se centran en dimensiones de la escritura que suelen pasarse por alto. La escritura es primordialmente una herramienta comunicativa, pero posee una cara política, una material, una tecnológica, una económica, entre otras. En El Aleph a dieta, 3 escrito como respuesta a la demanda legal de María Kodama contra Pablo Katchadjian por la reproducción no autorizada del cuento de Borges, el texto es lentamente borrado hasta su disolución total; la reproducción se vuelve una afrenta y un gesto que reconviene los derechos literarios por encima de los de propiedad, así sea mediante la contradicción del silencio. La borradura evita el plagio definitivo, pero mantiene la audacia. En Cacofónicas4 crea versos mediante asociaciones sonoras entre palabras para escribir automáticamente un largo poema de repeticiones. La biblioteca de la pieza está disponible, por lo que quien lee puede además participar como colaborador o incluso coautor de una versión. Su pieza El ojo y la mano5 es de una sencillez angustiante: en la pantalla vemos una imagen borrosa, parecen letras superpuestas, difuminadas. Damos clic con el cursor sobre la imagen y aparece un poema, pero este se vuelve a difuminar apenas pasa un segundo. No importa cuánto tiempo presionemos el botón, el poema solo se mostrará un segundo. Sabemos que detrás de la imagen hay un poema, pero no podemos leerlo; la escritura es dominada por su dimensión visual y, en lugar de servir para fijar, como se cree, contribuye a su silencio. La ansiedad de la lectura es el sentido del poema, pues no sabremos lo que dice. La tecnología digital no nos da, en este caso, más herramientas o más profundidad, al contrario. La opacidad del medio evita su comunicación, pero muestra la disputa por el sentido.

Una manera de ponderar la función tecnológica es haciéndola funcionar como bisagra entre mundos aparentemente inconexos. Frente a obras que celebran la preeminencia de la tecnología, otras la usan para cuestionar la ideología de su dominio. Es el caso de Lengua parásita, 6 del Colectivo Holobionte, bajo la guía de Mónica Nepote (1970) como escritora, programada por Canek Zapata (1985) y con piezas sonoras del colectivo Interspecifics. Se trata de una obra que combina diferentes medios que convergen en la página web. Sobre un video que reproduce un conjunto de bacterias moviéndose en un fondo verde, se despliegan frases en español e inglés que se van mezclando hasta formar oraciones superpuestas, y se escucha la música hecha por Interspecifics a partir de la interacción entre bacterias y software de producción sonora. Contrario a la idea negativa de “parásito”, la pieza se enfoca en la condición colaborativa que este supone. Un organismo que vive dentro de otro hasta integrarse en su sistema. Parasitismo entre lenguas, entre seres no humanos y tecnologías, entre organismos. Escrita en el contexto de la crisis ambiental, Lengua parásita aparece como una manifestación de un pensamiento, otro que nos permite pensar maneras distintas de relacionarnos con el amplio mundo no humano.

En su relación ambigua con sus componentes fundamentales, la literatura electrónica puede tener obras en las que lo principal sea poner la técnica algorítmica —la base de la existencia de la computación— al servicio del lenguaje y sus posibilidades primigenias. “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, escribió en su Tractatus Ludwig Wittgenstein. Pero el lenguaje no contiene la inmensidad del mundo, sino que nos permite pensarlo mediante combinaciones. Bastan unos cuantos sonidos, unas cuantas formas verbales y posiciones sintácticas para crear infinitas combinaciones de estructuras y formas que comunican y crean mundos e ideas. La combinatoria es un procedimiento muy frecuente, pues permite explorar las posibilidades de la lengua mediante algunas restricciones que despliegan su flexibilidad.

Un ejemplo es El drama del lavaplatos, 7 de Eugenio Tisselli (1972). A partir de un verso introducido por el “poeta humano”, la máquina algorítmica lo traduce y combina mediante una serie de procedimientos hasta crear versos que, al mezclarse, forman poemas. La interacción entre humanidad y máquina sucede gracias a la tecnología, pero no es en ella donde sucede lo poético, sino en la selección y en la mezcla. Habrá quien sostenga que una obra creada por la computadora no puede ser poética, pues no expresa emociones humanas. Pero las palabras que usa la máquina para crear son las mismas que usamos de manera cotidiana. La poesía no reside exclusivamente en quien la escribe, sino sobre todo en quien la lee. Podríamos decir que la principal tecnología poética es la atención de quien lee.

Más que comunicar emociones, las y los poetas crean estructuras. Esto lo vio claramente el escritor y artista Ulises Carrión (1941–1989). Su ensayo/manifiesto conocido como El arte nuevo de hacer libros es una de las reflexiones más brillantes sobre las estructuras y formas como elementos fundamentales de la obra libresca y literaria. No resulta extraño que, a pesar de haber sido publicado en los setenta, haya tomado nuevos bríos en la primera década de los 2000 entre quienes se interesan por los márgenes de la literatura tradicional. Uno de los homenajes más interesantes es el bot de Twitter que Élika Ortega (1982) programó a partir de este manifiesto. El Bot Carrión8 toma las frases del manifiesto y las combina en un tuit cada vez, mezclando sentidos e ideas. Cada post es una definición de los alcances del arte nuevo o del arte viejo (como llamaba Carrión a las diferencias entre su idea de libro y la idea tradicional). A veces contradictorias, a veces oscuras, pero siempre sugerentes sobre su contenido y sobre la amplitud de creación de la escritura automatizada. Que la tecnología sirva para pensar sus límites y posibilidades es sin duda una oportunidad fascinante. Pero una que existe porque la tecnología fundamental sigue siendo el lenguaje humano. El mismo con el que hemos podido crear códigos nuevos para máquinas nuevas.

Esta historia se publicó en la edición dedicada a “La revolución tecnológica”.

  1. Gustavo Romano, Becoming code/Devenir código, 2018. https://4rt.eu/dc/gallery.html.
  2. Gustavo Romano, IP poetry, en proceso desde 2004, http:// ip-poetry.findelmundo.net.ar.
  3. Milton Läufer, El Aleph a dieta, 2015. https://www. miltonlaufer.com.ar/Aleph.
  4. Milton Läufer, Cacofónicas, 2020. https://www.miltonlaufer. com.ar/cacofonicas.
  5. Milton Läufer, El ojo y la mano, 2003.https://www.miltonlaufer.com.ar/milton/elojo.php.
  6. Colectivo Holobionte, Lengua parásita, 2021. http:// lenguaparasita.brokenenglish.lol.
  7. Eugenio Tisselli, El drama del lavaplatos, 2010. http://www. motorhueso.net/wuwei/el-drama-del-lavaplatos.
  8. Élika Ortega, Bot Carrión, desde 2015. https://twitter.com/BotCarrion
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