En la cima del mundo
Fernando Pichardo
Fotografía de Javier Azuara
Entrevista con Benjamín Romano, el artifice detrás de Torre Reforma
Torre Reforma no sólo se convirtió en el edificio más alto de la Ciudad de México, con 246 metros de altura, sino también en un reflejo del alcance de la arquitectura, la ingeniería y el diseño mexicanos. Este rascacielos —que deja perplejos a quienes lo miran por primera vez entre la mole de casas, complejos y avenidas que se ven desde la ventana de un avión— llegó en un tiempo donde el país recurre cada vez más a su propia cotidianeidad para generar propuestas globales. En noviembre de 2018, Benjamín Romano, director de la obra y fundador del despacho LBR&A Arquitectos, fue reconocido con el International Highrise Award. Su rascacielos fue elegido como el mejor del mundo, de entre más de 1000 proyectos, por apegarse a los principios que han caracterizado su perfil: “Arquitectura sustentable, estructuración arquitectónica, alta tecnología e integración artística”.
Romano recibió a Gatopardo en la sede de LBR&A, al interior de un edificio que diseñó en los ochenta, de estructura de vidrio y acero cuya fachada contiene un mural de José Chávez Morado. Cuenta que durante la planeación de Torre Reforma, su equipo debía concebir una estructura capaz no sólo de sostenerse sobre suelo lodoso, sino también lo suficientemente fuerte para resistir un sismo y que además cumpliera con extraños códigos de planeación urbana, como la integración de 1100 plazas de estacionamiento. El producto final fue un obelisco de 57 pisos, con una estructural diagonal contenida por tres muros de concreto expuesto, y fachada con aspecto veteado, capaz de generar un ahorro de 25.4% en el consumo de energía eléctrica y aire acondicionado, una proeza en la arquitectura sustentable.
Entre las aportaciones que la torre legó, Romano considera que la del concreto es su preferida. Por tratarse de un material rígido, fue necesaria la introducción de aberturas cada cuatro pisos que disiparan la tensión en caso de sismo: “Entonces Arup, la empresa que comisionó el edificio, me pidió que dejara estas aberturas de 4×12 metros. Me parecían muy tristes esos orificios, lucían muy burdos. Un día le pregunté a todos los miembros del despacho por qué no comunicábamos la función de estas aberturas a través de su forma. Y entonces se nos ocurrió generar una grieta sísmica: la gráfica de un sismógrafo”, dice. Romano otorgó a la torre un componente que se insertó en el inconsciente colectivo de la ciudad: las ventanas en forma de Tetris.
Parte de su reputación radica en la forma de libro abierto que tiene y el voladizo de 14 metros que el espacio adquiere conforme se despega del suelo. El edificio se expandió por encima de la calle para proteger a la casa O’Hea / Austin, de 1929, con estilo neogótico y catalogada como un inmueble con valor artístico por el INBA. El método que utilizó para integrar la mansión al proyecto se ha convertido en parte de su mito fundacional: el inmueble fue desplazado 18 metros de su emplazamiento original para aprovechar el subsuelo. Y permaneció ahí durante seis semanas, para posteriormente ser devuelta al sitio que ocupa hoy. La obra sentó un precedente al apostar por el espacio histórico. “Cuando hablo del tema con mis amigos, que se oponían a preservarla, les digo: ‘Lo que me están proponiendo es agarrar a la Historia y borrarla’, y yo creo que la humanidad no es nada sin ella. No podemos crear nada más lo de este momento y asumir que lo demás no sirve”.
A pesar de la inquietud que causa que el nuevo hito de la ciudad sea un espacio privatizado, Torre Reforma cuenta con una función social cuya arquitectura se propuso crear nuevas dinámicas de convivencia. Como público general, brinda la posibilidad de ingresar a ambientes semipúblicos como la casa O’Hea y la recepción con paneles dorados —una clara alusión a la arquitectura emocional de Mathias Goeritz—. Si bien el acceso es controlado, el tránsito de personas a través de la planta baja es novedoso. En vez de ver a los transeúntes como una amenaza, los entiende como detonante de dinámicas sociales.
Antes que arte, hay que apostar por los espacios cómodos y accesibles: ésta es la filosofía de este ícono, en un tejido urbano acostumbrado a las cajas de acero y cristal. Una obra que rinde homenaje al presente geológico de la ciudad, así como a la adaptabilidad de sus habitantes, que entre temblores, fango y humo permanecen de pie.
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