Velasco hace una lista de las más memorables —cuando le tocó recorrer con su hermana mayor la ciudadela entre cadáveres después de la Decena Trágica, las veces en que vio al presidente Victoriano Huerta beber en su coche mientras esperaba a que el chofer le llevara el pescado en sus visitas al mercado, o cuando trabajó junto a Lázaro Cárdenas— y dice que él escuchaba todas estas historias con mucha fascinación, pero después descuida el tono, delatando que los recuerdos están cerca de manifestarse en lágrimas.
“El momento en que ella se fue, fue como si la persona que me enseñó todo, me dijera ‘ahí te dejo la estafeta, ya te metí yo en esto, ahora tú síguete‘”.
Desde aquel desafío la historia de Velasco ha transcurrido en un tributo permanente. “Ella se me instaló en el sistema operativo hace muchos años, yo ya no tengo que ir a traerla porque por aquí anda… de repente le digo ¡A ver Celia, a chambear!”.
En su oficio, el eterno amante de los hongos alucinógenos, no solo encontró la vida, incendiada por un Diablo Guardián que lo fundó todo, esa historia en la que la insatisfecha Violeta se roba la colecta de la Cruz Roja que sus padres organizaban y se entrega al glamour de diva hasta terminar como paria disminuida. Ahora, el escritor vuelve a sus dominios de la mano de ese diablo que le mereció el Premio Alfaguara de novela en 2003.
El último en morir es también el último en desistir porque si no, ¿quién hubiera contado las adversidades en las que se formó este novelista? Librarse de ellas habría representado para Velasco una traición irrevocable. Alcanzar las expectativas de sus padres, esas mismas que sus compañeros de política reproducían en clase, hubiera sido un macabro autoengaño.
“No es algo que decides, es algo que aceptas, vaya, es algo muy de fondo, aceptas que no puedes caminar y te compras una silla de ruedas, aceptas que tus preferencias sexuales no son las comunes y te afilias a otras, aceptas que no puedes vivir una vida normal como tanto te vendieron en tu casa y te alejas del librito. Intenté cuantas veces pude dejar esto, pero no pude, no me lo permití”.
Previamente había escrito dos novelas autobiográficas, una infantil Éste que ves (2007), y otra juvenil La edad de la punzada (2012), pero en esta ocasión Velasco asistió a un encuentro con el espejo y halló un pasado descarnado, pero más libre aún.
“Mira, te voy a enseñar algo que no le he enseñado a nadie”, dice mientras enfoca un librero nutrido de biografías de tenistas: Serena Williams, Boris Becker, Arthur Ashe, el entrenador Patrick Mouratoglu. Han sido sus lecturas de los últimos meses, porque está escribiendo una novela que tiene la lógica de un partido de tenis.
“Leer estas biografías hizo que me dieran ganas de escribir sobre mi profesión y aquí el pudor no tiene boleto. Estás escribiendo un capítulo y dices, ‘esto no levanta’, ¿qué haces? sacas las intimidades, lo que sea hasta que el capítulo funcione. Luego se acomoda la historia, y ya no se trata de contar mi vida, sino de usar todos los elementos de mi vida para contarles la historia de cómo se hace un escritor”.
Reconoce que todo lo confesado sucedió, aunque no necesariamente guarda fidelidad al orden temporal, pues pretendía hacer literatura y no historia. Un recuento de sus trece libros aviva el relato, aunque él mismo se tome la licencia de decir que son solo nueve, porque los otros le parecen de poca monta.
El de Una banda nombrada Caifanes, de 1990, le parece muy malo. No reconoce ningún mérito en haber hablado con los integrantes, escuchado sus vidas y haberlas escrito más o menos acomodadas. Bajo su criterio, tuvo que haber buscado a sus familias y a sus amigos, pero lo cierto es que si detesta el texto logrado en tres meses, es porque representa el amargo sabor de cuando trataba de distraer a sus aspiraciones novelísticas.
“Es que en ese tiempo yo escribía de rock porque me daba miedo hacer novela… a ese libro yo lo considero un hijo de la cobardía”, dice. “Soy muy duro con mi trabajo, nunca me oirás decir una burrada de ‘salió increíble’. Lo que me toca es el control de calidad, como que soy de la Profeco, puros defectos encuentro”.
Esa mañana de octubre Velasco suelta de gritos: “¡Ludovicoooooo, Peeeeeecas! Es que mira, te voy a enseñar, ahorita aquí hay tres muchachos”, dice al voltear nuevamente la computadora para mostrarme un jardín poblado con tres perros de los pirineos.
“Aquí está Jerónimo, que es el que escribe junto a mí, allá echados a la izquierda están Cassandra y a su lado Carolina, faltan Ludovico y Teodoro, pero no sé por dónde anden”, dice intranquilo, hasta que aparece uno. “¡Viiiiiicooooooooooo, Vicoooooo! Ah mira, ya está mejor, se ha vuelto más cariñoso, más alegre, como que aprecia más la vida”. ¿De quién lo habrá aprendido?