Saliendo de Montevideo, el Río de la Plata comienza a transformarse en el Océano Atlántico, la coloración del agua advierte de cuándo esto sucede, pero es el efecto que el océano tiene en el ánimo y el cuerpo humano, lo que lo constata.
Vamos camino a dos impresionantes áreas protegidas que se encuentran sobre el océano Atlántico, en territorio uruguayo, hacia el lado de Brasil. Una es la Laguna de Rocha, un ecosistema de humedales de importancia mundial. Alberga a cientos de aves migratorias y locales. La otra es Cabo Polonio, con un gran sistema de dunas móviles que se trasladan granito a granito con la fuerza del viento, playas vírgenes y naturaleza salvaje. Aquí vive la colonia de lobos marinos más grande de América del Sur.
De camino
Salimos desde Montevideo por la ruta tranquila. Aún hace frío, la incipiente primavera se siente en el calor del sol que, a punto caramelo, templa nuestro recorrido. Es un tiempo muy placentero. Empieza la entretenida temporada de convertirnos en brasileros, la primavera nos sirve de preámbulo, es el puente entre nuestros estados enfrentados. Por este motivo es que pasamos de la nostalgia tanguera y urbana a la despreocupada música tropical. Y voy con ejemplos: en este país se creó el tango más famoso del mundo, claro, “La cumparsita”, y también un hit bailable que enseguida reconocemos, “Mayonesa”.
Estamos en un territorio tranquilo, estable, con un paisaje de llanura casi ininterrumpida. Aquí el horizonte se ve desde donde estés. Vemos cómodamente el sol entrar y salir. Las puestas de tu vida están acá. Tan es así que en nuestras infinitas playas se escuchan entusiastas aplausos cada vez que el sol se zambulle en el mar. Y es por este simpático ritual que siempre vuelve a salir.
Aprendemos en la infancia que Uruguay es una penillanura suavemente ondulada. Este panorama suave genera también nuestra forma de ser, moldea nuestra personalidad, nuestro tono al hablar. Las palabras también son concretas y sin sobresaltos. Todo un país en el que nos saludamos preguntando: “¿Está todo bien?”, y respondiendo: “Está todo bien”.
Hablamos mucho del clima porque es cambiante, casi siempre es la conversación que sigue al saludo con alguien que no conocemos. Nuestro invierno es húmedo, ventoso, introspectivo. ¡Invernamos! Y ahora volvemos a salir.
Uruguay es el país que podría ser la mezcla perfecta de sus gigantes vecinos. Me gusta pensar en los lugares que transito como territorios sin fronteras, como zonas de influencia, algo continuo que se expande desde los puntos más potentes hacia sus lados. Es así que, cuando viajo hacia el este, empiezo a visualizar el comienzo de Brasil.
Toda agua le sirve de excusa al cielo para reflejarse
La primera gran interrupción en nuestro horizonte nos sorprende. Como un murallón, aparece uno de los cerros más elevados del este de Uruguay: el Pan de Azúcar. Ahora comienza la costa oceánica y progresivamente va cambiando el paisaje para darle cierre a la costa del Río de la Plata, que se forma con los afluentes del río Paraná y del río Uruguay. Es nuestro mar de agua dulce, color chocolate, que se mezcla con agua clara y salada del Atlántico, y juntos forman el estuario del río más ancho del mundo. Ahora, en este final, comienza a mostrarse, potente, la Costa Atlántica.
De mientras, la información es sutil. Las nubes, atrapantes, invitan a reposar en búsqueda de mensajes que antecedan lo que se nos viene. Hace un par de años aprendí también a hacerlo con la silueta de los árboles. Uruguay es un buen destino para ir por la ruta buscando árboles con forma de reyes, insectos gigantes y dragones. Me refiero a los eucaliptus y los pinos, que llegaron aquí, así como las vacas, con fines productivos. Los árboles nativos de Uruguay son en su mayoría bajos. Ver el horizonte parece un acuerdo originario en este lugar en el que el cielo se expande a sus anchas.
Llegamos a La Barra, podría decir que es Punta del Este en su versión más agreste. Hicimos una parada para recuperar energía, estamos en el café El Popu. Reina el silencio aquí. Se escucha el canto insistente de un pájaro, algunos loros, una fuente de agua. Suena la voz de Omara Portuondo que canta “Tú me quieres dejar y yo no quiero sufrir”. Dos perros se nos sientan al lado. Seguimos buscando el sol. El verano aún no llega y la música parece invocarlo.
¡Seguimos! Y ahora la ruta le pone límite al gigante Atlántico, nos escoltan cactus, dunas y florcitas silvestres de suaves colores.
La inmensidad de una laguna reuniéndose con el océano
Nos adentramos hacia la gran Laguna de Rocha en su oportuno encuentro con el océano.
Escuchamos “Y porque nos conocimos”, de Vera Sienra. Su música nos introduce amablemente a este lugar que se abre enorme a medida que avanzamos.
Lago, océano y cielo son los lugares de reposo de más de 220 especies de aves, que aprovechan para avistar a los curiosos humanos que llegan a ver. Debo mencionar que Uruguay significa “río de los pájaros pintados”, en guaraní. Y aquí estamos, en una especie de pasarela de madera rumbo a un mirador de aves. Mis favoritas son los flamencos australes, full rosa, ¡muy elegantes!
Al caminar contra la laguna me encuentro un montón de cangrejos que me magnetizan con sus movimientos apresurados. Es lo más rápido y perturbado que se presenta frente a mí en todo este tiempo. Transitan en la orilla, dentro del agua, van de costado, atentos para adentrarse al agua cuando me acerco. Parecen comandados por diferentes impulsos que los hacen algo torpes, ¿verán inmensidad desde su orilla, así como yo desde la mía? Sigo.
A diferencia del mar que golpea hacia fuera, la laguna discreta parece correr suave hacia adentro. El sol brilla marcando como puntitos en las pequeñas ondas, en lo inmenso.
Paramos a comer en un pequeño restaurante que se presenta dócil sobre el comienzo de la laguna. Comemos empanadas fritas de camarón, de cangrejo sirí, que es uno de tamaño gigante, no de los locos que vi antes, y de pescado. ¡Están ricas! Claro que las familias que viven aquí, en perfecta armonía con el lugar, se dedican a la pesca artesanal y actividades asociadas al turismo. Detengo la mirada en un cormorán que vuela, gigante, contra el lago, decidido, va directo con destino a desaparecer en el horizonte de la laguna, que se abre paso, imponente, como su vecino mar.
Al despedirnos, nos dicen: “Qué anden bien”. El deseo sobre nuestro andar, también sereno. Recibimos buenos augurios cada vez, como conjuros. ¿Será una onda también? Como la del viento, la del sol..., la onda de las personas nos llega al cuerpo y la llevamos con nosotros. La frecuencia de una reserva que bien podría ser también una reserva de personas, de una forma de ser.
Polonio
Y ahora llegamos a Cabo Polonio. Aquí no es posible entrar con vehículos. Así que dejamos el auto y nos subimos a un simpático camión que parece creado para hacer safaris. Durante media hora cruzamos un bosque con base de arena, el camión se sacude de un lado al otro, es una instancia casi meditativa.
Es el juego de un parque de diversiones que se mete sin aviso en un portal mágico. Luego de tanta sacudida, avistamos el océano otra vez hasta que llegamos a la playa y la tomamos como ruta. Ahora el camión corre veloz contra el viento, en lo chato de la arena. A lo lejos, en una elevación, aparecen las casitas sobre una roca y, coronando, el faro del Polonio. El pueblito de pescadores surgió como industria asociada a la comercialización de lobos marinos, y hoy funciona como uno de los atractivos turísticos más impresionantes del sur.
Llegamos al Almacén, histórico, que se conserva en el tiempo proponiendo un cambio de frecuencia en el ritmo de compra y en todo. Es nuestro primer contacto con las personas de aquí. Las miradas son atentas y profundas; la conversación, dispuesta. Observo su amabilidad, otra palabra recurrente aquí. Quienes visitan Uruguay suelen destacar eso de nosotros. Pienso en las buenas formas como un valor que reconocemos como propio, ¿tiene también que ver con la naturaleza?
Conocemos a otros dos perros del balneario, se llaman Héctor y Sombrita. Mismo panorama, se nos sientan cerca mientras comemos, no tienen una actitud pedigüeña, sino más de acompañantes. Es lindo tener perritos de a momentos, vienen con nosotros a la playa. En esta región playera, a cada turista se le asigna un perri que le acompaña por un rato.
Insistente, el sonido cíclico del mar me transporta para adentro, ¿será que aquí la reserva de mi alma asoma? Claramente, aquí es un portal que nos traslada a lo íntimo. Cada vez que vengo, paso por nuevos lugares. Mi profundidad se refleja en la excusa de la naturaleza, las representaciones son potentes y claras. Me vuelvo protagonista de simbólicos e imaginarios. La transmutación es la única opción cada vez que visitamos a nuestro querido Cabito.
Está frío, a lo lejos veo a un perro paseando a dos personas por la playa.
Mientras atardece, el dorado del sol se desparrama desde donde empieza el agua hasta acá en la orilla. La luna, enorme, blanca, se presenta como contrapunto y espera en breve su tiempo de brillo. El naranja y el turquesa se encienden en torno al sol que se despide, dando lugar a un espectacular atardecer. Dos patos vuelan bajo sobre el turquesa del cielo recién anochecido, los sigo con la mirada, me presentan a la primera estrella.
Los sentidos de quienes llegamos al mar se benefician. Se bañan los oídos con la melodía constante y omnipresente de las olas que chocan para siempre, una renovación auditiva necesaria luego de estar durante tanto tiempo escuchando estupideces. Disponerse a lo que hay, sin querer ajustar la pantalla, tampoco con opción a otra cosa. Mirar lo que se presenta en el cielo: envolvente, gigante y a máxima definición. Me acomodo a ver si ocurre el milagro de aburrirme, que siempre ha sido iluminación para creadores. Creo que no sucede.
En la noche del Cabo tenemos el cielo que parece empujar hacia abajo, está muy cerca. La luna replicando con toda su fuerza al ido sol; la tierra que nos queda, como una superficie insular, rodeada de arenas infinitas y aguas furiosas.
Nuestra pequeña y predilecta cabaña mira mediante un ventanal gigante hacia un quebrado de rocas envueltas en blanquísima espuma de mar. No tenemos luz eléctrica aquí. La leña recolectada, artesanalmente, en el bosque nativo por los lugareños nos permite la emoción del fuego.
La noche es clara, con tonos violetas. La luna me muestra claramente mi sombra, me siento en un set en el que procuro recorrer la oscuridad y al mismo tiempo verlo todo. El sonido del mar sube el espesor y endulza mis oídos, me lleva a insólitos pensamientos, los de aquí, los que me sopla el viento. Lo introspectivo se me mete desde el paisaje, sin opción a evadirlo. Finalmente vuelvo a la cabaña y me propongo dormir escuchando el fuego.
Al despertar me preparo para bajar a la playa para darme un chapuzón. El sol me calienta la espalda. La brisa suave y fresca complementa la sensación de mi mañana. La arena blanda a mis pies. Hace frío, igual encuentro necesario el ritual de zambullirme tres veces en las aguas del Cabo cada vez. Lo hago y de inmediato estoy renovado.
Los gritos de los lobos marinos serían algo muy extraño si no los reconociera. Voy hacia ellos, que se encuentran resguardados de los humanoides por un cerco, allí están todo el año, en unas rocas enormes que chocan constantemente contra las olas. También hay leones marinos, que a simple vista son más grandes.
Es un anfiteatro natural escoltado por el gigante faro. Me siento en la tribuna y los observo por horas. Algunos están muy relajados tomando sol, otros por alguna razón tienen una trifulca, hacen puro escándalo. Se mueven lento, son como una especie de gusanos gigantes con cara de foca. ¡Muy expresivos! La pelea llega al máximo y luego parecen olvidarse para seguir entregados al relax de la exquisita sal marina y nuestro sol.
En eso, siento que alguien me observa fijamente desde las rocas. Es la mirada de un gato, que me vigila como a un ratón. Parece estar dedicado a verme. Es de esperarse que en un pueblo de pescadores los gatos también reinen.
Vuelvo a la casa a prepararme para tomar el camión que me retire de este lugar. Durante media hora cruzamos un bosque con base de arena, el camión se sacude de un lado al otro, es una instancia casi meditativa. La entrada es ahora la salida ¿Qué versión de mí es la que se está yendo de aquí?
Esa estrella qué quiere.
Se ha puesto en mi ventana
casi a la altura misma de mis ojos
y se está allí latiendo
o haciendo señas
o no sé
mirando
dejando que la vea
enorme como un puño
un puñado de luz
Fragmento de “Esa estrella”, poema de Idea Vilariño