Orlando Pérez y Arquímedes Fernández eran constructores, no pescadores, y tuvieron que lanzarse al mar sin conocerlo. Eso tiene la necesidad: te nubla la vista y te empuja con desespero a lo desconocido.
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Es en extremo difícil vivir en Cuba, pero en 1994 lo era más. Unos años antes la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) había colapsado y eso provocó que la isla se hundiera económicamente, pues de Europa del Este llegaban todos los insumos básicos que se consumían en el país. Con el derrumbe de la URSS, Cuba se quedó a oscuras. Podían pasar 16 o 18 horas al día sin electricidad, incluso más. Pasó a ser una nación donde sus habitantes no tenían cómo transportarse de un lugar a otro, y ante la falta de alimentos, a la mayoría de los cubanos no les quedó más remedio que criar animales dentro de sus apartamentos para consumirlos luego: chivos, cerdos, pollos. Otra opción era salir de noche a las calles a cazar gatos bajo la luz de la luna.
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“La chaucha estaba mala”, así define Orlando, 26 años después —a sus 67 —lo que se estaba viviendo en Cuba en 1994. Ese año, Arquímedes y él trabajaban en una empresa restauradora de inmuebles en la Marina Hemingway, en La Habana. Unos días antes de la semana santa, mientras almorzaban, Arquímedes le propuso a Orlando armar un bote rústico para salir a la costa a pescar, pues sus familias llevaban días comiendo solo arroz.
Arquímedes se comprometió a conseguir cámaras de gomas de camión y Orlando tablones de madera y tornillos. Poco a poco consiguieron lo previsto. Cuando lo tuvieron todo a mano, cada día después de su jornada de trabajo, se dedicaron a construir la embarcación. La ingeniería tomó cuatro días. El artefacto consistía en dos cámaras de gomas de camión separadas por una plancha de poliespuma, y sujetas por todos sus bordes con tablas y tornillos.
El sábado 26 de marzo de 1994, Orlando llegó a su casa ya de noche y eso asombró a su esposa. “Estuve trabajando hasta ahora mismo, mañana salgo temprano a pescar”, dijo al atravesar la sala. “Ten cuidado”, respondió la mujer, acostumbrada a verlo llegar antes que se escondiera el sol. El hombre entró a su habitación, abrió la parte baja de su armario y echó en una jaba de nylon dos carretes, uno grande y otro chiquito, y un bichero. Puso el despertador para las 3:00 a.m. y se acostó a dormir.
Orlando salió de su casa en bicicleta a las tres y tanto de la madrugada. A esa hora, La Habana era una boca de lobo: calles desiertas y oscuras, un silencio sepulcral. Cuarenta minutos después estaba en el albergue donde pernoctaban Arquímedes y su familia, pues el solar donde vivían se había venido abajo meses atrás. Junto a otras miles de familias se refugiaban en una nave fuera de la ciudad, donde el gobierno había colocado centenares de literas para “los sin casa” de la capital. Arquímedes demoró en alistarse, era de sueño pesado, igual que su hijo de 17 años, Yoyi, quien quiso ayudar a su padre con la comida de casa y decidió sumarse a la travesía.
Los tres hombres llegaron en bicicletas a la marina Hemingway, eran las cinco de la mañana. Al custodio que hacía la guardia del domingo 27 de marzo le asombró verlos allí ese día y a esa hora. Se saludaron y le presentaron a Yoyi. Luego entraron directo al cuartucho donde tenían guardada la embarcación. Orlando y Arquímedes se dispusieron a acercarla al mar. Yoyi fue a llenar de agua unos garrafones plásticos para cargar con ellos, pero se topó con que los bebederos estaban vacíos a esa hora. Cuando amanecía, introdujeron sus pies en el agua fría del litoral norte habanero y comenzaron a empujar el bote. En la orilla dejaron los garrafones vacíos y una botella de cristal que les había servido de mechón para alumbrar y echar al mar el armatoste, a fin de cuentas solo pretendían estar unas pocas horas pescando cerca de la costa.
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A las 6:00 a.m., los tres hombres vieron como la línea del horizonte empezaba a aparecer. Cada uno lanzó sus carretes al agua con carnadas y, con suavidad, remaron alejándose de la costa. Los remos eran dos pedazos de tablas de pleibo.
Dos horas más tarde no habían logrado atrapar ningún pez. Notaron que sus pitas de pescar estaban sumamente estiradas: una potente corriente marina las alargaba. En ese instante, Orlando, que estaba sentado de espalda a la ciudad, se volteó. Estaban demasiado lejos para haber remado tan poco, La Habana le pareció una ciudad construida con piezas de Lego. Minutos después, olas furiosas comenzaron a subirlos a sus crestas y a dejarlos caer. Intentaron remar hacia la orilla, pero estaban contra corriente y les fue imposible avanzar hacia donde querían. Para colmo de males, uno de los remos se les partió en la lucha contra el mar embravecido y después de pelear contra aquella fuerza bruta, se dieron por perdidos y desistieron.
Sus cuerpos estaban exhaustos, cayeron tiesos al ver que cada segundo que pasaba se alejaban más y más de la orilla. De pronto, a cien metros de distancia, vieron una pequeña lancha con motor. Los tres hombres se descompusieron en ademanes y gritos de auxilio para llamar la atención de quien iba abordo, pero pasó de largo sin percatarse de su presencia.
La noche cayó como plomo sobre sus hombros cuando el oleaje pasó. Todo lo que rodeaba a los tres hombres era oscuridad. No lograban verse unos a otros, pero a lo lejos vieron una luz que identificaron como el faro del Morro de La Habana. De pronto, en un movimiento brusco, la embarcación estuvo cerca de voltearse, como si algo bajo el agua quisiera lanzarlos al mar. Tras tambalearse unos segundos que les parecieron eternos, Orlando tomó un cuchillo y Arquímedes un palo que tenían en el bote. “Recojan los pies, puede ser un tiburón y hay que tener cuidado”, dijo Orlando con la voz cuarteada. Pero luego nada pasó.
Los tres hombres pasaron la noche sin dormir y alertas. A esa altura de la travesía empezaron a sentir hambre, sed, la piel ardiente por el impacto del sol, o temblorosa por el frío nocturno. Orlando solo llevaba puesto un short y Yoyi una trusa. Aunque Arquímedes sí tenía un sombrero, una camisa y un short por las rodillas, también sintió como su cuerpo temblaba.
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28 de marzo de 1994:
Los tres hombres sentados sobre dos cámaras de camión infladas estaban rodeados de agua. Observaban solo mar. Tras 24 horas de naufragio y sin tener idea de dónde se encontraban, pusieron sus esperanzas en que ya era lunes y sus compañeros de trabajo notarían su ausencia. Además, podrían percatarse de que, en la orilla de la Marina Hemingway y en el cuartucho donde había estado por días guardada la embarcación, habían dejado algunas pertenecías suyas: el mechón, los pomos vacíos, las bicicletas, la ropa. Rastros. Que la balsa rústica no estuviera en su lugar sería la evidencia más clara para que los compañeros de Orlando y Arquímedes supieran que habían salido al mar. Además, “el custodio había hablado con nosotros instantes antes de subirnos al bote y él podrá dar su testimonio. Nos mandaran a buscar con guardacostas…”, pensaron los tres hombres desamparados. Pero esas esperanzas se disiparon cuando el hambre comenzó a tornarse un enemigo indomable. No tenían qué comer y la carnada se les había acabado. No les quedó más remedio que devorar crudo, entre los tres, un picaculo: un pez gordo y pequeño que lograron atrapar con el bichero. En sus casas, las familias estaban preocupadas. El menor de los dos hijos de Orlando le preguntaba a su madre, “¿dónde está papi?”, y ella le respondía que en el trabajo. Eventualmente la señora no pudo contener el desespero y antes de que acabara la jornada laboral, se presentó en la empresa de su esposo para saber de él. “Señora, no sabemos nada de Orlando, parece que el mar se lo llevó”, le dijeron.
29 de marzo de 1994:
Pasaron toda la madrugada temiendo que la lancha se volteara. Otro mal tiempo los tuvo en vilo durante siete u ocho horas consecutivas. Estaban empapados y el frío les cimbraba los huesos. Imploraron que aquella marejada pasara de una vez y que saliera el sol para poder calentarse un poco. Cuando por fin llegó la añorada mañana, el mar se volvió un plato llano. Ya sin olas, se pusieron de pie en la balsa para mirar con desespero hacia los cuatro puntos cardinales. Era la primera vez que podían hacerlo. Todo lo que los rodeaba era agua, pero disfrutaron el placer de pasar un tiempo sin moverse. La sed era tanta que Orlando decidió inclinarse al mar y llenarse la boca de agua para distraer la sensación que lo estaba irritando. Yoyi sí tragó varios buches de agua salada pese a que su padre y Orlando le dijeron que no lo hiciera. Ese día tuvieron suerte: una mancha enorme de chernas se les acercó y con el bichero, pues no tenían carnada, pudieron pescar un par. Solo Arquímedes y Orlando comieron, porque a Yoyi la idea de volver a comer pescado crudo le dio asco. Antes de que cayera la noche, vieron a lo lejos un yate, al que le gritaron y le hicieron señas infructuosamente. “Si nos recogieran, iría a casa de tu mujer, Orlando, sería lo primero que haría, para comer una buena sopa de estos pescados”, dijo Arquímedes. La piel de los tres, pelados por sol y el salitre, ardía cada vez más. Por la noche llovió. Mirando la negrura del cielo, abrieron sus bocas para beber las gotas de agua que les caían del cielo como proyectiles.
30 de marzo de 1994:
El día fue idéntico al anterior: soportaron la bravura del mar, comieron pescado crudo, miraron en todas dirección en busca de alguna embarcación que los salvara de la soledad y la desdicha, calmaron la sed con agua de lluvia. La única diferencia fue que para Arquímedes y Yoyi, las quemaduras en la piel se volvieron insoportables: la picazón y el ardor eran terribles. El peor de los dos era Yoyi, pues solo llevaba puesta una trusa y todo su cuerpo estaba expuesto a los rayos del sol que le achicharraban la piel con la ayuda del salitre.
31 de marzo de 1994:
Después de pasar la madrugada en relativa calma, al salir el sol, el mar volvió a descomponerse. Olas de más de tres metros de altura, una detrás de la otra, zarandearon a los tres hombres en su rústica balsa. Estuvieron cerca de volcarse durante varias horas. Cuando el susto pasó y el bote recuperó algo de estabilidad, vieron otro yate a lo lejos. Pero como la vez anterior, trataron de llamar su atención en vano. Los pocos pescados que quedaban de los días anteriores empezaban a pudrirse. Aún así, Orlando decidió comer un trozo de pescado en mal estado. Luego, con el bichero, intentó pescar, pero un enorme pez, que calculan tendría más de 60 libras, le arrebató de las manos el único objeto de subsistencia que les quedaba. Para levantar la moral, Arquímedes dijo una frase que no tuvo ningún efecto, ni en Orlando, ni en su hijo: “no soy creyente, pero si me salvo, me voy a sentar en la puerta de la iglesia de la Virgen de la Caridad a tomarme una caja de cervezas a nombre de ella”. Pasaron un largo rato en silencio. El hambre, la sed, el sol, el frío, los tenía ya muy débiles. Orlando apoyó sus manos en un costado de la balsa y se puso de pie. Gritó: “hay una cordillera, piedras, un faro, tierra, estamos salvados”. Con las pocas fuerzas que les quedaban, comenzaron a remar hacia lo que habían visto. A 600 metros de distancia del lugar, cayó la noche y decidieron detenerse para reponerse del esfuerzo que habían hecho para continuar al día siguiente con la luz del día. El cuerpo de Yoyi estaba tan deteriorado por las quemaduras en la piel que no podía sentarse en el armatoste. Pasó la madrugada encima de las piernas de Orlando, porque su padre no quiso brindarle las suyas.
1 de abril de 1994:
Con los primeros rayos de sol llegó la decepción. Rodeados de aguas malas, miraron en todas direcciones sin encontrar la cordillera ni el faro que habían visto la noche anterior. No lo podían creer. ¿Habrá sido una visión? ¿En la madrugada la marea los alejó del sitio? ¿Debieron continuar remando pese a no tener fuerzas? Se hicieron todas esas preguntas con remordimiento y tristeza antes de dejarse caer desplomados en la balsa. Un par de horas después, Yoyi despertó a Orlando: “tío, mira a ver si ya llegó Galano”. Estaba delirando. Tenía los ojos rojos como si le fuesen a explotar, pedía azúcar y no conocía ni a su padre ni a Orlando. Su cuerpo estaba casi en carne viva. Arquímedes le contó diecisiete heridas en una pierna, mientras su padre logró calmarlo. Lo sentó de nuevo y la debilidad de su cuerpo hizo que se quedara dormido. En ese mismo instante, un pájaro color marrón se posó en la punta del bote. Arquímedes le lanzó un manotazo y lo atrapó. Le quitaron las plumas y lo dividieron en tres. Yoyi, que despertó para comer su porción, comenzó a reírse de una extraña manera que preocupó a Orlando y a Arquímedes. Su rostro delataba que había perdido el juicio. El muchacho de 17 años se abalanzó sobre el cuerpo de su padre y comenzó a morderlo. Arquímedes forcejeó con su hijo para quitárselo de encima y sin querer lo lanzó de la embarcación, aunque Yoyi logró sujetarse con una mano a una esquina del armatoste. El padre se tiró al mar para sacar a su hijo. Orlando gritó: “¡Suban rápido, es peligroso!”. En el agua, padre e hijo pelearon. El joven, aún con el cuerpo sumergido, alcanzó a tomar un cuchillo del bote, pero Orlando desde arriba consiguió quitárselo. Yoyi lanzó una amenaza: “¡Aquí nos vamos los tres juntos!”. Orlando los jaló hacia la barca hasta ponerlos a salvo. Pero el hijo, con sigilo, cogió en sus manos un pedazo de palo y se lo incrustó en la cabeza a su padre, que cayó de un lado con el rostro lleno de sangre. Con Arquímedes en esas condiciones, Orlando decidió amarrar al chico. Su padre asintió. Entre los dos lo inmovilizaron con tiras de nylon. Sin poder moverse, Yoyi volvió a quedarse dormido. Había desperdiciado en la pelea la poca energía que le quedaba a su cuerpo. El padre se quitó la camisa y tapó con ella a su hijo. Los tres hombres, agotados, sin fuerzas, eran almas en pena. Un rato después, cuando Orlando comenzaba a dormirse, Arquímedes lo tocó por un muslo y le dijo: “mi hijo está muerto”. Orlando dio un salto, le tomó el pulso y masajeó el cuerpo. “Tienes que darle un boca a boca”, le ordenó. Arquímedes lo hizo, pero Yoyi no respondió. Estaba muerto. “Tienes que ser fuerte, si nos recogen, podemos enterrarlo en tierra”, dijo Orlando. “Yo no sé cómo será llegar a casa sin él”, respondió el padre y se acostó a los pies de su hijo.
2 de abril de 1994:
En la madrugada, Arquímedes le avisó a Orlando que iba a bajarse de la lancha al mar. El cuerpo le ardía como si su piel estuviese soportando el fuego lento de una caldera. Tenía la epidermis casi rasgada, el salitre y el sol lo estaban cocinando. “Si te vas a bañar, no te sueltes”, le sugirió Orlando. Arquímedes introdujo su cuerpo en el mar oscuro y comenzó a hablar desde allí: “Mira esos edificios que bonitos, rema hacia allí”. “Arquímedes, no son edificios, son estrellas”, le respondió su amigo, quien supo en ese momento que, como Yoyi, él también estaba teniendo delirios. Arquímedes estuvo un largo rato hablando cosas sin sentido desde el agua y Orlando decidió seguirle la rima, pero el cansancio lo venció y los ojos se le cerraron. Los gritos de, “¡Sálvame, sálvame, salvameeeee!” despertaron a Orlando, que se puso de pie en la balsa y gritó el nombre de su amigo. Todo estaba oscuro. Nadie respondió. Cuando amaneció a Orlando solo lo acompañaba el cuerpo sin vida de Yoyi. Buscó en la inmensidad del mar el cuerpo de Arquímedes y no lo encontró.
El día era hermoso: el mar tenía un azul claro que no había visto los días anteriores y el sol, tapado por una sierra de nubes, no era tan potente, pero aún así sus rayos salían como flechas desde el cielo y se clavaban en la barca. La belleza del paisaje le provocó algo de alegría y se puso a cantar para alejar la idea de ser el último náufrago. Tarareando canciones de “Van Van” ordenó las pocas cosas que quedaban en la balsa: los carretes, un remo, pedazos de nylon. De repente, un sonido fuerte, como el bramido de un animal inmenso, una respiración intensa y altisonante lo hizo voltear. Eran tres piedras enormes que sobresalían por encima del mar, tenían casi 30 metros de largo cada una. Intentó acercarse a la que le quedaba más cerca, pero no logró treparse en ella. El mar azotó el bote contra la piedra en dos ocasiones y temió que la embarcación se desarmara. Sin fuerzas, vio como el oleaje lo alejó de aquellas rocas.
Un par de horas después, escuchó el sonido del motor de una avioneta. Buscó entre las nubes y la encontró. En el dorso decía: “Hermanos al rescate”. La aeronave lanzó un líquido violeta al mar para señalar la zona. Llegaron dos avionetas más que dejaron caer bolsas de primeros auxilios y alimentos. Aunque la ayuda estaba a ocho metros de distancia, Orlando no tenía fuerza para salir de la balsa y alcanzarla. Casi no podía moverse, el cuerpo no le respondía. Lo único que podía hacer era gritar: “Habana, Habana”. Las avionetas se retiraron y luego llegaron dos helicópteros. Uno de ellos bajó a 10 metros de Orlando y a través de una soga con una canasta, un rescatista llegó hasta el náufrago. Mientras revisaba el cuerpo de Yoyi, le habló en inglés a Orlando, que no pudo responder nada. Se puso su brazo al hombro y ascendieron hasta el helicóptero. Yoyi, los carretes, el remo y los pedazos de nylon quedaron encima del armatoste que siguió a la deriva.
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A Orlando lo sentaron junto a una ventanilla. Por su costado pasaban las hermosas nubes que horas antes lo habían hecho cantar en el bote. No tenía idea hacia dónde se dirigían y no podía comunicarse, pues no entendía el inglés. Le dieron agua y lo cubrieron con una manta. Se sintió a salvó y no pudo contener el llanto. En una libreta que pusieron en sus manos, escribió su nombre y el de su país: Cuba.
El helicóptero aterrizó en un aeropuerto. Dos hombres lo bajaron en sus brazos y vio al instante como una manada de fotógrafos y periodistas fueron a su encuentro. Lo subieron a una camilla, le colocaron un suero y en una ambulancia lo trasladaron a un hospital.
Cuando despertó estaba en Key West, Florida. Allí, un médico comenzó a curarle las heridas con agua tibia. De la cintura hacia abajo tenía 18 heridas provocadas por quemaduras en muy malas condiciones. Después le entregaron una bandeja con alimentos que nunca antes había visto. Durante el naufragio su cuerpo perdió 23 libras. Luego de comer se acostó a dormir.
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Al día siguiente, los doctores le comunicaron que sus quemaduras estaban en un estado crítico. Tendrían que operarlo, de lo contrario podría perder las piernas. La traducción de dicho diagnóstico corrió a cargo de la anestesista, quien esperó a que los doctores salieran de la sala para quedarse a solas con él. “Mi nombre es Irene Gutiérrez y junto a mi madre nos dedicamos a ayudar a todos los cubanos que llegan aquí, así como tú”, le dijo la mujer, hija de una cubana y un estadounidense.
Antes de la operación, Emelia Gutiérrez, la madre de Irene, entró a la habitación de Orlando para decirle que una vez le dieran el alta médica del hospital, ellos se ocuparían de hacerlo regresar a su casa. Luego de 18 cirugías en las piernas, una en cada herida que tenía, pasó horas de mucho mareo. No podía ponerse de pie, sentía las piernas muertas.
Tres días después estuvo mejor y los doctores decidieron que ya podía marcharse. Emelia llevó a Orlando a casa de un amigo muy cercano. Allí estuvo un mes. Todo ese tiempo lo pasó escribiendo un diario lo que le había ocurrido. Escribía en el café donde trabajaba Emelia, bajo unas sombrillas. Allí conversó con mexicanos y nicaragüenses que se sensibilizaron con su historia. Le dieron algo de dinero con lo que pudo llenar una maleta de 60 libras con alimentos para traer de regreso a Cuba.
En 1994 había muy pocos vuelos de Estados Unidos a Cuba. Ambos gobiernos, enrolados en su eterna contienda política, impedían cualquier relación diplomática. Por ello, Orlando tuvo que esperar mucho tiempo para regresar. Un mes después de su naufragio, gracias a Emelia Gutiérrez y sus amigos, el gobierno estadounidense autorizó que volviera a casa.
En el aeropuerto de Miami, Emelia le dijo a Orlando antes de despedirse: “intenta sentarte en una ventanilla para que puedas ver todo lo que recorriste”. Él no tuvo el valor de hacerlo.
*Tres meses después de la travesía de Orlando, la crisis económica había llevado a tal punto a los cubanos, que 68 personas secuestraron un remolcador marítimo del puerto de La Habana para llegar a Estados Unidos. El gobierno cubano impidió la travesía de la embarcación, hundiéndola. En la tragedia murieron 37 personas -entre ellos niños-. Un mes después de este suceso, en agosto, comenzó lo que la historiografía cubana ha llamado “la crisis de los balseros”. En ese verano, alrededor de 37 mil personas se lanzaron al mar para escapar de la isla y llegar a la Florida. Muchos no alcanzaron el anhelo.
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