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<i>Ferrari</i>, el retrato de un triunfador despiadado

<i>Ferrari</i>, el retrato de un triunfador despiadado

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ferrari' de Michael Mann sigue la historia del polémico Enzo y su carrera por mantener su marca vigente. Foto, Lorenzo Sisti.
22
.
02
.
24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Al director Michael Mann le fascina narrar historias donde sus personajes se enfrentan a situaciones límite: un último atraco o, como en el caso de Enzo Ferrari, la carrera que lo podría alejar del fracaso. En ese sentido, la película protagonizada por él guarda mucho parecido con otra emblemática del director: <i>Heat</i>.

La intuición nos dice que la película hermana de Ferrari (2023) en la filmografía de Michael Mann es Ali (2001). Después de todo ambas son ficciones biográficas sobre grandes figuras masculinas de la historia moderna: Enzo Ferrari y Muhammad Ali, descritos los dos como vencedores, determinados y, a manera de cada cual, crueles. Pero la intuición se equivoca. Ali se distingue de Ferrari al abarcar la carrera casi completa de su protagonista, para luego detenerse en la pelea por el campeonato mundial con George Foreman en Zaire, llevada a cabo en 1974. Ferrari solo abarca el año 1957, pero la mayor diferencia entre ambas está en el triunfo bien claro de Ali cuando Foreman se levanta después de uno, dos, tres conteos, y pierde el título de campeón. El protagonista podrá ser infiel y autoritario con sus parejas, desleal con su amigo Malcolm X, e inexplicablemente sumiso ante monstruos como Elijah Muhammad y Don King, pero es un peleador impecable que da esperanza a los pueblos de África y sus descendientes en América. Cualquier error suyo es una inevitable desviación en el bifurcado camino al éxito.

Ferrari más bien se parece a Heat (1995), una de las grandes películas de Mann por muchas razones, desde juntar en un solo plano a Al Pacino y Robert De Niro, hasta mostrar una de las balaceras más memorables en el cine hollywoodense de los últimos treinta años. Por encima de todo, importa la exploración del motivo esencial en la obra de Mann: el gran golpe. A menudo los personajes del director se preparan para un último y sustancioso atraco antes de retirarse, o para una pelea definitiva, ya sea con Foreman o con el capitalismo estadounidense en The Insider (1999), pero algo sale mal. A veces, como en Thief (1981), el protagonista gana, pero en Heat se imponen la muerte y la melancolía de un hombre imparable que, aun derrotado, vence porque su carácter permanece íntegro. Cuando falla el gran robo a un banco, el personaje de De Niro, Neil McCauley, prefiere vengar a sus caídos, en vez de huir, y así se expone al detective Vincent Hanna, interpretado por Pacino.

Ferrari, Michael Mann (Instagram).

Ferrari se sitúa, como ya lo adelantaba, en 1957, cuando se le juntan varios problemas al dueño de la famosa automotriz: aprovechando la difícil situación económica de la empresa italiana, Ford ofrece comprarla; sin embargo, Enzo Ferrari (Adam Driver)  necesitaría adquirir, con el último medio millón de dólares de la compañía, las acciones de su esposa Laura (Penélope Cruz). La transacción se dificulta cuando ella empieza a intuir que él tiene otra familia y un hijo quien reemplazaría al que perdieron juntos. Encima de todo esto, para facilitar la venta y recuperar el prestigio perdido ante Maserati, que acaba de vencer el récord de velocidad de Ferrari, los pilotos de don Enzo deben ganar la peligrosa carrera Mille Miglia. Ya si añadimos que el hijo ilegítimo del protagonista se encuentra a punto de hacer su confirmación católica y le preocupa con qué apellido realizarla —el de su madre o el de su padre, renuente a llamarlo Ferrari—, queda la impresión de un personaje a la González Iñárritu: observado y sometido por el mundo entero; sin embargo, los protagonistas de Mann no se sientan a lamentar la desgracia. Ferrari tiene una sola oportunidad de salvar su compañía, su matrimonio, su concubinato y su nombre. No traerá un rifle de asalto al hombro ni lo persigue la policía, sino la prensa y su esposa, pero su historia es la de un último y desesperado golpe que puede darle todo o arrebatárselo.

En una escena en la que regaña a sus pilotos, Ferrari se retrata a sí mismo al decir que los corredores de Maserati poseen una “determinación brutal”: primero muertos que fracasados, y eso exige él de sus hombres. Algo tenía de ello Ali, pero Ferrari no sale tan bien librado como el boxeador porque la suya es una inusual historia de éxito en la que el mismo carácter que lo levanta, lo tumba, y no le cuesta a él sino a sus allegados. Su arrogancia es un combustible que enciende los motores pero que también incendia al conductor. Esta contradicción se ve en la pena que arrastra Ferrari por sus fantasmas —su hijo con Laura, su hermano caído en la Primera Guerra Mundial, sus amigos muertos en la pista de carreras—, rebasada conforme produce más cadáveres que, de nuevo, a lo mejor le pesan pero no lo detienen. La prensa lo llama “Saturno devorando a sus hijos”, parafraseando la pintura de Goya, porque en sus colaboradores Ferrari ve herramientas, obstáculos o peldaños, todos igualmente desechables en nombre de su victoria.

Ferrari se sitúa en 1957, cuando aprovechando la difícil situación económica de la empresa italiana, Ford ofrece comprarla. Foto Lorenzo Sisti.

Por esta razón es importante leer con cuidado las primeras imágenes de la película: un joven Ferrari aparece conduciendo en su etapa de piloto. En el montaje se mezclan el archivo y la cara de Adam Driver satisfecho no solo por ganar la carrera sino por haberla sobrevivido, a diferencia de otros. Sería fácil entender, a partir de esto, la narrativa de éxito que promovió Ali: un hombre inigualable conquista a la muerte, pero también hay en Ferrari un triunfador despiadado que, en vez de lamentar los accidentes de otros, celebra su victoria con una sonrisa. Cuando regaña a sus pilotos, Ferrari dice justamente esto, que no le interesan los buenos deportistas sino los ganadores. No es el único. Durante la Mille Miglia un piloto de Maserati es recogido por uno de Ferrari; al llegar al área de mecánicos, Adolfo Orsi (Domenico Fortunato), el dueño de la carrocería, lo regaña: debió regresar a pie y no como pasajero en un coche rival.

Laura es otro personaje feroz, quizá tanto como su esposo y por ello su relación es violenta: lo amenaza con una pistola y le dispara a la pared detrás de él en su primera escena juntos; en otra le condiciona la venta de sus acciones tomando como rehén a la otra familia, y en una más se arrebata con él en el comedor sin ternura, parece más bien que luchan. Penélope Cruz se ve en el papel de Laura como Anna Magnani: igual de ojerosa pero principalmente encabronada, y con toda razón. Aunque Ferrari tiene un carácter parecido al de Neil McCauley, de Heat —su famoso lema es: “No te aferres a nada que no puedas dejar en 30 segundos”—, al empresario le falta la generosidad que le termina costando todo al ladrón. Ferrari no frena nunca y provoca la película más fúnebre de Mann, que no por nada comienza y termina en un cementerio.

Laura (Penélope Cruz) es otro personaje feroz, quizá tanto como su esposo y por ello su relación es violenta. Foto Lorenzo Sisti.

Este tono se ve a lo largo de todo el metraje: el estilo luminoso del director se intercambia por uno de contrastes más suaves, colores casi sepia. Durante la Mille Miglia, las imágenes evitan involucrar al público mediante planos al interior de los coches y prefieren mirarlos desde afuera. Aunque Mann no renuncia a la admiración de los estilizados autos, ni de su creador, tampoco niega la fealdad de su carácter depredador, subrayado no solo por el guion. Los dos planos más enfáticos al respecto abarcan un accidente en el que un coche de Ferrari se sale de control y barre con los espectadores en la pista. Mann observa con cierta frialdad el cadáver mecánico destrozando los cuerpos humanos y luego recorre el crimen con un travelling: el desplazamiento sosegado de derecha a izquierda muestra torsos sin piernas, caras desfiguradas. Quizás el director haya tenido en mente replicar el efecto grotesco de Goya, con cuyas imágenes compara la prensa a Ferrari, pero los planos hacen de la muerte un espectáculo. El momento más contundente de la película es también el más cuestionable.

A pesar de esta escena torpe, Ferrari logra algo casi insólito: una narración tan ambivalente —quizá sería mejor decir equilibrada— que explora con mayor franqueza que Ali la naturaleza del triunfo individual. En nuestra cultura de girlbosses y tiburones, Ferrari se inserta como algo más complicado que una acusación o una fiesta alrededor de un empresario histórico: un examen de su apogeo en la que el logro y la pérdida se asumen como sinónimos.

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Al director Michael Mann le fascina narrar historias donde sus personajes se enfrentan a situaciones límite: un último atraco o, como en el caso de Enzo Ferrari, la carrera que lo podría alejar del fracaso. En ese sentido, la película protagonizada por él guarda mucho parecido con otra emblemática del director: <i>Heat</i>.

La intuición nos dice que la película hermana de Ferrari (2023) en la filmografía de Michael Mann es Ali (2001). Después de todo ambas son ficciones biográficas sobre grandes figuras masculinas de la historia moderna: Enzo Ferrari y Muhammad Ali, descritos los dos como vencedores, determinados y, a manera de cada cual, crueles. Pero la intuición se equivoca. Ali se distingue de Ferrari al abarcar la carrera casi completa de su protagonista, para luego detenerse en la pelea por el campeonato mundial con George Foreman en Zaire, llevada a cabo en 1974. Ferrari solo abarca el año 1957, pero la mayor diferencia entre ambas está en el triunfo bien claro de Ali cuando Foreman se levanta después de uno, dos, tres conteos, y pierde el título de campeón. El protagonista podrá ser infiel y autoritario con sus parejas, desleal con su amigo Malcolm X, e inexplicablemente sumiso ante monstruos como Elijah Muhammad y Don King, pero es un peleador impecable que da esperanza a los pueblos de África y sus descendientes en América. Cualquier error suyo es una inevitable desviación en el bifurcado camino al éxito.

Ferrari más bien se parece a Heat (1995), una de las grandes películas de Mann por muchas razones, desde juntar en un solo plano a Al Pacino y Robert De Niro, hasta mostrar una de las balaceras más memorables en el cine hollywoodense de los últimos treinta años. Por encima de todo, importa la exploración del motivo esencial en la obra de Mann: el gran golpe. A menudo los personajes del director se preparan para un último y sustancioso atraco antes de retirarse, o para una pelea definitiva, ya sea con Foreman o con el capitalismo estadounidense en The Insider (1999), pero algo sale mal. A veces, como en Thief (1981), el protagonista gana, pero en Heat se imponen la muerte y la melancolía de un hombre imparable que, aun derrotado, vence porque su carácter permanece íntegro. Cuando falla el gran robo a un banco, el personaje de De Niro, Neil McCauley, prefiere vengar a sus caídos, en vez de huir, y así se expone al detective Vincent Hanna, interpretado por Pacino.

Ferrari, Michael Mann (Instagram).

Ferrari se sitúa, como ya lo adelantaba, en 1957, cuando se le juntan varios problemas al dueño de la famosa automotriz: aprovechando la difícil situación económica de la empresa italiana, Ford ofrece comprarla; sin embargo, Enzo Ferrari (Adam Driver)  necesitaría adquirir, con el último medio millón de dólares de la compañía, las acciones de su esposa Laura (Penélope Cruz). La transacción se dificulta cuando ella empieza a intuir que él tiene otra familia y un hijo quien reemplazaría al que perdieron juntos. Encima de todo esto, para facilitar la venta y recuperar el prestigio perdido ante Maserati, que acaba de vencer el récord de velocidad de Ferrari, los pilotos de don Enzo deben ganar la peligrosa carrera Mille Miglia. Ya si añadimos que el hijo ilegítimo del protagonista se encuentra a punto de hacer su confirmación católica y le preocupa con qué apellido realizarla —el de su madre o el de su padre, renuente a llamarlo Ferrari—, queda la impresión de un personaje a la González Iñárritu: observado y sometido por el mundo entero; sin embargo, los protagonistas de Mann no se sientan a lamentar la desgracia. Ferrari tiene una sola oportunidad de salvar su compañía, su matrimonio, su concubinato y su nombre. No traerá un rifle de asalto al hombro ni lo persigue la policía, sino la prensa y su esposa, pero su historia es la de un último y desesperado golpe que puede darle todo o arrebatárselo.

En una escena en la que regaña a sus pilotos, Ferrari se retrata a sí mismo al decir que los corredores de Maserati poseen una “determinación brutal”: primero muertos que fracasados, y eso exige él de sus hombres. Algo tenía de ello Ali, pero Ferrari no sale tan bien librado como el boxeador porque la suya es una inusual historia de éxito en la que el mismo carácter que lo levanta, lo tumba, y no le cuesta a él sino a sus allegados. Su arrogancia es un combustible que enciende los motores pero que también incendia al conductor. Esta contradicción se ve en la pena que arrastra Ferrari por sus fantasmas —su hijo con Laura, su hermano caído en la Primera Guerra Mundial, sus amigos muertos en la pista de carreras—, rebasada conforme produce más cadáveres que, de nuevo, a lo mejor le pesan pero no lo detienen. La prensa lo llama “Saturno devorando a sus hijos”, parafraseando la pintura de Goya, porque en sus colaboradores Ferrari ve herramientas, obstáculos o peldaños, todos igualmente desechables en nombre de su victoria.

Ferrari se sitúa en 1957, cuando aprovechando la difícil situación económica de la empresa italiana, Ford ofrece comprarla. Foto Lorenzo Sisti.

Por esta razón es importante leer con cuidado las primeras imágenes de la película: un joven Ferrari aparece conduciendo en su etapa de piloto. En el montaje se mezclan el archivo y la cara de Adam Driver satisfecho no solo por ganar la carrera sino por haberla sobrevivido, a diferencia de otros. Sería fácil entender, a partir de esto, la narrativa de éxito que promovió Ali: un hombre inigualable conquista a la muerte, pero también hay en Ferrari un triunfador despiadado que, en vez de lamentar los accidentes de otros, celebra su victoria con una sonrisa. Cuando regaña a sus pilotos, Ferrari dice justamente esto, que no le interesan los buenos deportistas sino los ganadores. No es el único. Durante la Mille Miglia un piloto de Maserati es recogido por uno de Ferrari; al llegar al área de mecánicos, Adolfo Orsi (Domenico Fortunato), el dueño de la carrocería, lo regaña: debió regresar a pie y no como pasajero en un coche rival.

Laura es otro personaje feroz, quizá tanto como su esposo y por ello su relación es violenta: lo amenaza con una pistola y le dispara a la pared detrás de él en su primera escena juntos; en otra le condiciona la venta de sus acciones tomando como rehén a la otra familia, y en una más se arrebata con él en el comedor sin ternura, parece más bien que luchan. Penélope Cruz se ve en el papel de Laura como Anna Magnani: igual de ojerosa pero principalmente encabronada, y con toda razón. Aunque Ferrari tiene un carácter parecido al de Neil McCauley, de Heat —su famoso lema es: “No te aferres a nada que no puedas dejar en 30 segundos”—, al empresario le falta la generosidad que le termina costando todo al ladrón. Ferrari no frena nunca y provoca la película más fúnebre de Mann, que no por nada comienza y termina en un cementerio.

Laura (Penélope Cruz) es otro personaje feroz, quizá tanto como su esposo y por ello su relación es violenta. Foto Lorenzo Sisti.

Este tono se ve a lo largo de todo el metraje: el estilo luminoso del director se intercambia por uno de contrastes más suaves, colores casi sepia. Durante la Mille Miglia, las imágenes evitan involucrar al público mediante planos al interior de los coches y prefieren mirarlos desde afuera. Aunque Mann no renuncia a la admiración de los estilizados autos, ni de su creador, tampoco niega la fealdad de su carácter depredador, subrayado no solo por el guion. Los dos planos más enfáticos al respecto abarcan un accidente en el que un coche de Ferrari se sale de control y barre con los espectadores en la pista. Mann observa con cierta frialdad el cadáver mecánico destrozando los cuerpos humanos y luego recorre el crimen con un travelling: el desplazamiento sosegado de derecha a izquierda muestra torsos sin piernas, caras desfiguradas. Quizás el director haya tenido en mente replicar el efecto grotesco de Goya, con cuyas imágenes compara la prensa a Ferrari, pero los planos hacen de la muerte un espectáculo. El momento más contundente de la película es también el más cuestionable.

A pesar de esta escena torpe, Ferrari logra algo casi insólito: una narración tan ambivalente —quizá sería mejor decir equilibrada— que explora con mayor franqueza que Ali la naturaleza del triunfo individual. En nuestra cultura de girlbosses y tiburones, Ferrari se inserta como algo más complicado que una acusación o una fiesta alrededor de un empresario histórico: un examen de su apogeo en la que el logro y la pérdida se asumen como sinónimos.

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Al director Michael Mann le fascina narrar historias donde sus personajes se enfrentan a situaciones límite: un último atraco o, como en el caso de Enzo Ferrari, la carrera que lo podría alejar del fracaso. En ese sentido, la película protagonizada por él guarda mucho parecido con otra emblemática del director: <i>Heat</i>.

La intuición nos dice que la película hermana de Ferrari (2023) en la filmografía de Michael Mann es Ali (2001). Después de todo ambas son ficciones biográficas sobre grandes figuras masculinas de la historia moderna: Enzo Ferrari y Muhammad Ali, descritos los dos como vencedores, determinados y, a manera de cada cual, crueles. Pero la intuición se equivoca. Ali se distingue de Ferrari al abarcar la carrera casi completa de su protagonista, para luego detenerse en la pelea por el campeonato mundial con George Foreman en Zaire, llevada a cabo en 1974. Ferrari solo abarca el año 1957, pero la mayor diferencia entre ambas está en el triunfo bien claro de Ali cuando Foreman se levanta después de uno, dos, tres conteos, y pierde el título de campeón. El protagonista podrá ser infiel y autoritario con sus parejas, desleal con su amigo Malcolm X, e inexplicablemente sumiso ante monstruos como Elijah Muhammad y Don King, pero es un peleador impecable que da esperanza a los pueblos de África y sus descendientes en América. Cualquier error suyo es una inevitable desviación en el bifurcado camino al éxito.

Ferrari más bien se parece a Heat (1995), una de las grandes películas de Mann por muchas razones, desde juntar en un solo plano a Al Pacino y Robert De Niro, hasta mostrar una de las balaceras más memorables en el cine hollywoodense de los últimos treinta años. Por encima de todo, importa la exploración del motivo esencial en la obra de Mann: el gran golpe. A menudo los personajes del director se preparan para un último y sustancioso atraco antes de retirarse, o para una pelea definitiva, ya sea con Foreman o con el capitalismo estadounidense en The Insider (1999), pero algo sale mal. A veces, como en Thief (1981), el protagonista gana, pero en Heat se imponen la muerte y la melancolía de un hombre imparable que, aun derrotado, vence porque su carácter permanece íntegro. Cuando falla el gran robo a un banco, el personaje de De Niro, Neil McCauley, prefiere vengar a sus caídos, en vez de huir, y así se expone al detective Vincent Hanna, interpretado por Pacino.

Ferrari, Michael Mann (Instagram).

Ferrari se sitúa, como ya lo adelantaba, en 1957, cuando se le juntan varios problemas al dueño de la famosa automotriz: aprovechando la difícil situación económica de la empresa italiana, Ford ofrece comprarla; sin embargo, Enzo Ferrari (Adam Driver)  necesitaría adquirir, con el último medio millón de dólares de la compañía, las acciones de su esposa Laura (Penélope Cruz). La transacción se dificulta cuando ella empieza a intuir que él tiene otra familia y un hijo quien reemplazaría al que perdieron juntos. Encima de todo esto, para facilitar la venta y recuperar el prestigio perdido ante Maserati, que acaba de vencer el récord de velocidad de Ferrari, los pilotos de don Enzo deben ganar la peligrosa carrera Mille Miglia. Ya si añadimos que el hijo ilegítimo del protagonista se encuentra a punto de hacer su confirmación católica y le preocupa con qué apellido realizarla —el de su madre o el de su padre, renuente a llamarlo Ferrari—, queda la impresión de un personaje a la González Iñárritu: observado y sometido por el mundo entero; sin embargo, los protagonistas de Mann no se sientan a lamentar la desgracia. Ferrari tiene una sola oportunidad de salvar su compañía, su matrimonio, su concubinato y su nombre. No traerá un rifle de asalto al hombro ni lo persigue la policía, sino la prensa y su esposa, pero su historia es la de un último y desesperado golpe que puede darle todo o arrebatárselo.

En una escena en la que regaña a sus pilotos, Ferrari se retrata a sí mismo al decir que los corredores de Maserati poseen una “determinación brutal”: primero muertos que fracasados, y eso exige él de sus hombres. Algo tenía de ello Ali, pero Ferrari no sale tan bien librado como el boxeador porque la suya es una inusual historia de éxito en la que el mismo carácter que lo levanta, lo tumba, y no le cuesta a él sino a sus allegados. Su arrogancia es un combustible que enciende los motores pero que también incendia al conductor. Esta contradicción se ve en la pena que arrastra Ferrari por sus fantasmas —su hijo con Laura, su hermano caído en la Primera Guerra Mundial, sus amigos muertos en la pista de carreras—, rebasada conforme produce más cadáveres que, de nuevo, a lo mejor le pesan pero no lo detienen. La prensa lo llama “Saturno devorando a sus hijos”, parafraseando la pintura de Goya, porque en sus colaboradores Ferrari ve herramientas, obstáculos o peldaños, todos igualmente desechables en nombre de su victoria.

Ferrari se sitúa en 1957, cuando aprovechando la difícil situación económica de la empresa italiana, Ford ofrece comprarla. Foto Lorenzo Sisti.

Por esta razón es importante leer con cuidado las primeras imágenes de la película: un joven Ferrari aparece conduciendo en su etapa de piloto. En el montaje se mezclan el archivo y la cara de Adam Driver satisfecho no solo por ganar la carrera sino por haberla sobrevivido, a diferencia de otros. Sería fácil entender, a partir de esto, la narrativa de éxito que promovió Ali: un hombre inigualable conquista a la muerte, pero también hay en Ferrari un triunfador despiadado que, en vez de lamentar los accidentes de otros, celebra su victoria con una sonrisa. Cuando regaña a sus pilotos, Ferrari dice justamente esto, que no le interesan los buenos deportistas sino los ganadores. No es el único. Durante la Mille Miglia un piloto de Maserati es recogido por uno de Ferrari; al llegar al área de mecánicos, Adolfo Orsi (Domenico Fortunato), el dueño de la carrocería, lo regaña: debió regresar a pie y no como pasajero en un coche rival.

Laura es otro personaje feroz, quizá tanto como su esposo y por ello su relación es violenta: lo amenaza con una pistola y le dispara a la pared detrás de él en su primera escena juntos; en otra le condiciona la venta de sus acciones tomando como rehén a la otra familia, y en una más se arrebata con él en el comedor sin ternura, parece más bien que luchan. Penélope Cruz se ve en el papel de Laura como Anna Magnani: igual de ojerosa pero principalmente encabronada, y con toda razón. Aunque Ferrari tiene un carácter parecido al de Neil McCauley, de Heat —su famoso lema es: “No te aferres a nada que no puedas dejar en 30 segundos”—, al empresario le falta la generosidad que le termina costando todo al ladrón. Ferrari no frena nunca y provoca la película más fúnebre de Mann, que no por nada comienza y termina en un cementerio.

Laura (Penélope Cruz) es otro personaje feroz, quizá tanto como su esposo y por ello su relación es violenta. Foto Lorenzo Sisti.

Este tono se ve a lo largo de todo el metraje: el estilo luminoso del director se intercambia por uno de contrastes más suaves, colores casi sepia. Durante la Mille Miglia, las imágenes evitan involucrar al público mediante planos al interior de los coches y prefieren mirarlos desde afuera. Aunque Mann no renuncia a la admiración de los estilizados autos, ni de su creador, tampoco niega la fealdad de su carácter depredador, subrayado no solo por el guion. Los dos planos más enfáticos al respecto abarcan un accidente en el que un coche de Ferrari se sale de control y barre con los espectadores en la pista. Mann observa con cierta frialdad el cadáver mecánico destrozando los cuerpos humanos y luego recorre el crimen con un travelling: el desplazamiento sosegado de derecha a izquierda muestra torsos sin piernas, caras desfiguradas. Quizás el director haya tenido en mente replicar el efecto grotesco de Goya, con cuyas imágenes compara la prensa a Ferrari, pero los planos hacen de la muerte un espectáculo. El momento más contundente de la película es también el más cuestionable.

A pesar de esta escena torpe, Ferrari logra algo casi insólito: una narración tan ambivalente —quizá sería mejor decir equilibrada— que explora con mayor franqueza que Ali la naturaleza del triunfo individual. En nuestra cultura de girlbosses y tiburones, Ferrari se inserta como algo más complicado que una acusación o una fiesta alrededor de un empresario histórico: un examen de su apogeo en la que el logro y la pérdida se asumen como sinónimos.

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La intuición nos dice que la película hermana de Ferrari (2023) en la filmografía de Michael Mann es Ali (2001). Después de todo ambas son ficciones biográficas sobre grandes figuras masculinas de la historia moderna: Enzo Ferrari y Muhammad Ali, descritos los dos como vencedores, determinados y, a manera de cada cual, crueles. Pero la intuición se equivoca. Ali se distingue de Ferrari al abarcar la carrera casi completa de su protagonista, para luego detenerse en la pelea por el campeonato mundial con George Foreman en Zaire, llevada a cabo en 1974. Ferrari solo abarca el año 1957, pero la mayor diferencia entre ambas está en el triunfo bien claro de Ali cuando Foreman se levanta después de uno, dos, tres conteos, y pierde el título de campeón. El protagonista podrá ser infiel y autoritario con sus parejas, desleal con su amigo Malcolm X, e inexplicablemente sumiso ante monstruos como Elijah Muhammad y Don King, pero es un peleador impecable que da esperanza a los pueblos de África y sus descendientes en América. Cualquier error suyo es una inevitable desviación en el bifurcado camino al éxito.

Ferrari más bien se parece a Heat (1995), una de las grandes películas de Mann por muchas razones, desde juntar en un solo plano a Al Pacino y Robert De Niro, hasta mostrar una de las balaceras más memorables en el cine hollywoodense de los últimos treinta años. Por encima de todo, importa la exploración del motivo esencial en la obra de Mann: el gran golpe. A menudo los personajes del director se preparan para un último y sustancioso atraco antes de retirarse, o para una pelea definitiva, ya sea con Foreman o con el capitalismo estadounidense en The Insider (1999), pero algo sale mal. A veces, como en Thief (1981), el protagonista gana, pero en Heat se imponen la muerte y la melancolía de un hombre imparable que, aun derrotado, vence porque su carácter permanece íntegro. Cuando falla el gran robo a un banco, el personaje de De Niro, Neil McCauley, prefiere vengar a sus caídos, en vez de huir, y así se expone al detective Vincent Hanna, interpretado por Pacino.

Ferrari, Michael Mann (Instagram).

Ferrari se sitúa, como ya lo adelantaba, en 1957, cuando se le juntan varios problemas al dueño de la famosa automotriz: aprovechando la difícil situación económica de la empresa italiana, Ford ofrece comprarla; sin embargo, Enzo Ferrari (Adam Driver)  necesitaría adquirir, con el último medio millón de dólares de la compañía, las acciones de su esposa Laura (Penélope Cruz). La transacción se dificulta cuando ella empieza a intuir que él tiene otra familia y un hijo quien reemplazaría al que perdieron juntos. Encima de todo esto, para facilitar la venta y recuperar el prestigio perdido ante Maserati, que acaba de vencer el récord de velocidad de Ferrari, los pilotos de don Enzo deben ganar la peligrosa carrera Mille Miglia. Ya si añadimos que el hijo ilegítimo del protagonista se encuentra a punto de hacer su confirmación católica y le preocupa con qué apellido realizarla —el de su madre o el de su padre, renuente a llamarlo Ferrari—, queda la impresión de un personaje a la González Iñárritu: observado y sometido por el mundo entero; sin embargo, los protagonistas de Mann no se sientan a lamentar la desgracia. Ferrari tiene una sola oportunidad de salvar su compañía, su matrimonio, su concubinato y su nombre. No traerá un rifle de asalto al hombro ni lo persigue la policía, sino la prensa y su esposa, pero su historia es la de un último y desesperado golpe que puede darle todo o arrebatárselo.

En una escena en la que regaña a sus pilotos, Ferrari se retrata a sí mismo al decir que los corredores de Maserati poseen una “determinación brutal”: primero muertos que fracasados, y eso exige él de sus hombres. Algo tenía de ello Ali, pero Ferrari no sale tan bien librado como el boxeador porque la suya es una inusual historia de éxito en la que el mismo carácter que lo levanta, lo tumba, y no le cuesta a él sino a sus allegados. Su arrogancia es un combustible que enciende los motores pero que también incendia al conductor. Esta contradicción se ve en la pena que arrastra Ferrari por sus fantasmas —su hijo con Laura, su hermano caído en la Primera Guerra Mundial, sus amigos muertos en la pista de carreras—, rebasada conforme produce más cadáveres que, de nuevo, a lo mejor le pesan pero no lo detienen. La prensa lo llama “Saturno devorando a sus hijos”, parafraseando la pintura de Goya, porque en sus colaboradores Ferrari ve herramientas, obstáculos o peldaños, todos igualmente desechables en nombre de su victoria.

Ferrari se sitúa en 1957, cuando aprovechando la difícil situación económica de la empresa italiana, Ford ofrece comprarla. Foto Lorenzo Sisti.

Por esta razón es importante leer con cuidado las primeras imágenes de la película: un joven Ferrari aparece conduciendo en su etapa de piloto. En el montaje se mezclan el archivo y la cara de Adam Driver satisfecho no solo por ganar la carrera sino por haberla sobrevivido, a diferencia de otros. Sería fácil entender, a partir de esto, la narrativa de éxito que promovió Ali: un hombre inigualable conquista a la muerte, pero también hay en Ferrari un triunfador despiadado que, en vez de lamentar los accidentes de otros, celebra su victoria con una sonrisa. Cuando regaña a sus pilotos, Ferrari dice justamente esto, que no le interesan los buenos deportistas sino los ganadores. No es el único. Durante la Mille Miglia un piloto de Maserati es recogido por uno de Ferrari; al llegar al área de mecánicos, Adolfo Orsi (Domenico Fortunato), el dueño de la carrocería, lo regaña: debió regresar a pie y no como pasajero en un coche rival.

Laura es otro personaje feroz, quizá tanto como su esposo y por ello su relación es violenta: lo amenaza con una pistola y le dispara a la pared detrás de él en su primera escena juntos; en otra le condiciona la venta de sus acciones tomando como rehén a la otra familia, y en una más se arrebata con él en el comedor sin ternura, parece más bien que luchan. Penélope Cruz se ve en el papel de Laura como Anna Magnani: igual de ojerosa pero principalmente encabronada, y con toda razón. Aunque Ferrari tiene un carácter parecido al de Neil McCauley, de Heat —su famoso lema es: “No te aferres a nada que no puedas dejar en 30 segundos”—, al empresario le falta la generosidad que le termina costando todo al ladrón. Ferrari no frena nunca y provoca la película más fúnebre de Mann, que no por nada comienza y termina en un cementerio.

Laura (Penélope Cruz) es otro personaje feroz, quizá tanto como su esposo y por ello su relación es violenta. Foto Lorenzo Sisti.

Este tono se ve a lo largo de todo el metraje: el estilo luminoso del director se intercambia por uno de contrastes más suaves, colores casi sepia. Durante la Mille Miglia, las imágenes evitan involucrar al público mediante planos al interior de los coches y prefieren mirarlos desde afuera. Aunque Mann no renuncia a la admiración de los estilizados autos, ni de su creador, tampoco niega la fealdad de su carácter depredador, subrayado no solo por el guion. Los dos planos más enfáticos al respecto abarcan un accidente en el que un coche de Ferrari se sale de control y barre con los espectadores en la pista. Mann observa con cierta frialdad el cadáver mecánico destrozando los cuerpos humanos y luego recorre el crimen con un travelling: el desplazamiento sosegado de derecha a izquierda muestra torsos sin piernas, caras desfiguradas. Quizás el director haya tenido en mente replicar el efecto grotesco de Goya, con cuyas imágenes compara la prensa a Ferrari, pero los planos hacen de la muerte un espectáculo. El momento más contundente de la película es también el más cuestionable.

A pesar de esta escena torpe, Ferrari logra algo casi insólito: una narración tan ambivalente —quizá sería mejor decir equilibrada— que explora con mayor franqueza que Ali la naturaleza del triunfo individual. En nuestra cultura de girlbosses y tiburones, Ferrari se inserta como algo más complicado que una acusación o una fiesta alrededor de un empresario histórico: un examen de su apogeo en la que el logro y la pérdida se asumen como sinónimos.

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Ferrari' de Michael Mann sigue la historia del polémico Enzo y su carrera por mantener su marca vigente. Foto, Lorenzo Sisti.

<i>Ferrari</i>, el retrato de un triunfador despiadado

<i>Ferrari</i>, el retrato de un triunfador despiadado

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Al director Michael Mann le fascina narrar historias donde sus personajes se enfrentan a situaciones límite: un último atraco o, como en el caso de Enzo Ferrari, la carrera que lo podría alejar del fracaso. En ese sentido, la película protagonizada por él guarda mucho parecido con otra emblemática del director: <i>Heat</i>.

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La intuición nos dice que la película hermana de Ferrari (2023) en la filmografía de Michael Mann es Ali (2001). Después de todo ambas son ficciones biográficas sobre grandes figuras masculinas de la historia moderna: Enzo Ferrari y Muhammad Ali, descritos los dos como vencedores, determinados y, a manera de cada cual, crueles. Pero la intuición se equivoca. Ali se distingue de Ferrari al abarcar la carrera casi completa de su protagonista, para luego detenerse en la pelea por el campeonato mundial con George Foreman en Zaire, llevada a cabo en 1974. Ferrari solo abarca el año 1957, pero la mayor diferencia entre ambas está en el triunfo bien claro de Ali cuando Foreman se levanta después de uno, dos, tres conteos, y pierde el título de campeón. El protagonista podrá ser infiel y autoritario con sus parejas, desleal con su amigo Malcolm X, e inexplicablemente sumiso ante monstruos como Elijah Muhammad y Don King, pero es un peleador impecable que da esperanza a los pueblos de África y sus descendientes en América. Cualquier error suyo es una inevitable desviación en el bifurcado camino al éxito.

Ferrari más bien se parece a Heat (1995), una de las grandes películas de Mann por muchas razones, desde juntar en un solo plano a Al Pacino y Robert De Niro, hasta mostrar una de las balaceras más memorables en el cine hollywoodense de los últimos treinta años. Por encima de todo, importa la exploración del motivo esencial en la obra de Mann: el gran golpe. A menudo los personajes del director se preparan para un último y sustancioso atraco antes de retirarse, o para una pelea definitiva, ya sea con Foreman o con el capitalismo estadounidense en The Insider (1999), pero algo sale mal. A veces, como en Thief (1981), el protagonista gana, pero en Heat se imponen la muerte y la melancolía de un hombre imparable que, aun derrotado, vence porque su carácter permanece íntegro. Cuando falla el gran robo a un banco, el personaje de De Niro, Neil McCauley, prefiere vengar a sus caídos, en vez de huir, y así se expone al detective Vincent Hanna, interpretado por Pacino.

Ferrari, Michael Mann (Instagram).

Ferrari se sitúa, como ya lo adelantaba, en 1957, cuando se le juntan varios problemas al dueño de la famosa automotriz: aprovechando la difícil situación económica de la empresa italiana, Ford ofrece comprarla; sin embargo, Enzo Ferrari (Adam Driver)  necesitaría adquirir, con el último medio millón de dólares de la compañía, las acciones de su esposa Laura (Penélope Cruz). La transacción se dificulta cuando ella empieza a intuir que él tiene otra familia y un hijo quien reemplazaría al que perdieron juntos. Encima de todo esto, para facilitar la venta y recuperar el prestigio perdido ante Maserati, que acaba de vencer el récord de velocidad de Ferrari, los pilotos de don Enzo deben ganar la peligrosa carrera Mille Miglia. Ya si añadimos que el hijo ilegítimo del protagonista se encuentra a punto de hacer su confirmación católica y le preocupa con qué apellido realizarla —el de su madre o el de su padre, renuente a llamarlo Ferrari—, queda la impresión de un personaje a la González Iñárritu: observado y sometido por el mundo entero; sin embargo, los protagonistas de Mann no se sientan a lamentar la desgracia. Ferrari tiene una sola oportunidad de salvar su compañía, su matrimonio, su concubinato y su nombre. No traerá un rifle de asalto al hombro ni lo persigue la policía, sino la prensa y su esposa, pero su historia es la de un último y desesperado golpe que puede darle todo o arrebatárselo.

En una escena en la que regaña a sus pilotos, Ferrari se retrata a sí mismo al decir que los corredores de Maserati poseen una “determinación brutal”: primero muertos que fracasados, y eso exige él de sus hombres. Algo tenía de ello Ali, pero Ferrari no sale tan bien librado como el boxeador porque la suya es una inusual historia de éxito en la que el mismo carácter que lo levanta, lo tumba, y no le cuesta a él sino a sus allegados. Su arrogancia es un combustible que enciende los motores pero que también incendia al conductor. Esta contradicción se ve en la pena que arrastra Ferrari por sus fantasmas —su hijo con Laura, su hermano caído en la Primera Guerra Mundial, sus amigos muertos en la pista de carreras—, rebasada conforme produce más cadáveres que, de nuevo, a lo mejor le pesan pero no lo detienen. La prensa lo llama “Saturno devorando a sus hijos”, parafraseando la pintura de Goya, porque en sus colaboradores Ferrari ve herramientas, obstáculos o peldaños, todos igualmente desechables en nombre de su victoria.

Ferrari se sitúa en 1957, cuando aprovechando la difícil situación económica de la empresa italiana, Ford ofrece comprarla. Foto Lorenzo Sisti.

Por esta razón es importante leer con cuidado las primeras imágenes de la película: un joven Ferrari aparece conduciendo en su etapa de piloto. En el montaje se mezclan el archivo y la cara de Adam Driver satisfecho no solo por ganar la carrera sino por haberla sobrevivido, a diferencia de otros. Sería fácil entender, a partir de esto, la narrativa de éxito que promovió Ali: un hombre inigualable conquista a la muerte, pero también hay en Ferrari un triunfador despiadado que, en vez de lamentar los accidentes de otros, celebra su victoria con una sonrisa. Cuando regaña a sus pilotos, Ferrari dice justamente esto, que no le interesan los buenos deportistas sino los ganadores. No es el único. Durante la Mille Miglia un piloto de Maserati es recogido por uno de Ferrari; al llegar al área de mecánicos, Adolfo Orsi (Domenico Fortunato), el dueño de la carrocería, lo regaña: debió regresar a pie y no como pasajero en un coche rival.

Laura es otro personaje feroz, quizá tanto como su esposo y por ello su relación es violenta: lo amenaza con una pistola y le dispara a la pared detrás de él en su primera escena juntos; en otra le condiciona la venta de sus acciones tomando como rehén a la otra familia, y en una más se arrebata con él en el comedor sin ternura, parece más bien que luchan. Penélope Cruz se ve en el papel de Laura como Anna Magnani: igual de ojerosa pero principalmente encabronada, y con toda razón. Aunque Ferrari tiene un carácter parecido al de Neil McCauley, de Heat —su famoso lema es: “No te aferres a nada que no puedas dejar en 30 segundos”—, al empresario le falta la generosidad que le termina costando todo al ladrón. Ferrari no frena nunca y provoca la película más fúnebre de Mann, que no por nada comienza y termina en un cementerio.

Laura (Penélope Cruz) es otro personaje feroz, quizá tanto como su esposo y por ello su relación es violenta. Foto Lorenzo Sisti.

Este tono se ve a lo largo de todo el metraje: el estilo luminoso del director se intercambia por uno de contrastes más suaves, colores casi sepia. Durante la Mille Miglia, las imágenes evitan involucrar al público mediante planos al interior de los coches y prefieren mirarlos desde afuera. Aunque Mann no renuncia a la admiración de los estilizados autos, ni de su creador, tampoco niega la fealdad de su carácter depredador, subrayado no solo por el guion. Los dos planos más enfáticos al respecto abarcan un accidente en el que un coche de Ferrari se sale de control y barre con los espectadores en la pista. Mann observa con cierta frialdad el cadáver mecánico destrozando los cuerpos humanos y luego recorre el crimen con un travelling: el desplazamiento sosegado de derecha a izquierda muestra torsos sin piernas, caras desfiguradas. Quizás el director haya tenido en mente replicar el efecto grotesco de Goya, con cuyas imágenes compara la prensa a Ferrari, pero los planos hacen de la muerte un espectáculo. El momento más contundente de la película es también el más cuestionable.

A pesar de esta escena torpe, Ferrari logra algo casi insólito: una narración tan ambivalente —quizá sería mejor decir equilibrada— que explora con mayor franqueza que Ali la naturaleza del triunfo individual. En nuestra cultura de girlbosses y tiburones, Ferrari se inserta como algo más complicado que una acusación o una fiesta alrededor de un empresario histórico: un examen de su apogeo en la que el logro y la pérdida se asumen como sinónimos.

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