Algunas verdades sobre los campos de golf
Es cierto que los campos de golf generan algunos beneficios —incluso para la fauna que vive en ellos y también sirven para recuperar suelos demasiado contaminados—, sin embargo, los daños ambientales que provocan son mucho más graves. Para evaluarlos con justicia y reflexionar sobre su pertinencia en las ciudades del país, se enlistan y se explican sus aspectos positivos y negativos.
Los campos de golf, como lo sabe mucha gente a estas alturas, son espacios polémicos. Lo son, sobre todo, por su excesivo consumo de agua. México tiene poco más de doscientos —y, por lo tanto, es uno de los países de América Latina con el mayor número—. Una tercera parte, aproximadamente, se localiza en zonas costeras, con turismo de sol y playa, y cerca del 25 % está en ciudades industriales y centros de negocios. A la vez, es importante mencionar que en los campos de golf está el 27 % de los espacios azules que hay en las ciudades mexicanas con más de cien mil habitantes. Aunque es cierto que generan algunos beneficios para una parte de la población, la mejor manera de juzgarlos es enlistar la cantidad y el tipo de daños y beneficios ambientales y sociales que ocasionan. Precisamente, haremos ese balance en este texto para reflexionar sobre la pertinencia de los campos de golf en las ciudades del país.
Los campos de golf son espacios verde-azules, pues son áreas verdes —como los parques y jardines— que cuentan con cuerpos de agua naturales o artificiales, perennes e intermitentes, y son parte inherente de muchas urbes. Quizá el beneficio más citado en su defensa es que proveen belleza escénica y una oportunidad para la recreación de las personas, que al usarlos tienen consecuencias positivas en su salud física, emocional y mental. Sin embargo, este no es un beneficio universal. Como se ha advertido antes en la prensa y en las investigaciones académicas, la distribución y el acceso a los espacios verde-azules no son homogéneos, no lo son entre ciudades ni dentro de ellas. Hay en esto una manifestación más de la desigualdad, pues en general hay más disponibilidad de espacios verde-azules —e incluso cuentan con mayores superficies— en las zonas donde viven los más favorecidos económicamente, algo que sucede en México y en otras partes del mundo.
Por otra parte, los campos de golf, dependiendo de su diseño, pueden ser benéficos para la biodiversidad que habita en ellos, incluso pueden actuar como corredores biológicos que favorezcan la conexión del paisaje natural de las ciudades —o entre ciudades—, y así favorecer también la movilidad de la fauna silvestre. En los campos de golf hay, principalmente, aves residentes y migratorias, pero también se han reportado especies de anfibios, tortugas, pequeños mamíferos terrestres, murciélagos, abejas y otros insectos.
Sin embargo, los beneficios de estos espacios verde-azules dependen, sobre todo, de sus procesos de construcción y de dónde se ubican. En Estados Unidos, por ejemplo, algunos se han construido en áreas que no son aptas para otros usos de suelo urbano, como las minas y otros lugares que están muy contaminados. En estos casos, los campos de golf representan una opción viable y útil para la restauración de zonas dañadas. El resultado es un terreno que vuelve a ser verde y seguro, y que de otra manera seguiría representando riesgos para la salud y la seguridad humana y ambiental.
En cambio, si se construyen en ecosistemas naturales, en áreas donde la vegetación se desmontó, desplazando especies de fauna nativa, o si se establecen en áreas bajo protección, los daños ecológicos superarán, por mucho, los servicios ecosistémicos que estos espacios puedan generar. Por ejemplo, los campos de golf en Cancún y Playa del Carmen, en el Caribe mexicano, se encuentran en zonas de manglar, que son sistemas naturales que generan múltiples beneficios, entre ellos, protección contra los huracanes. Al removerlos o disminuir su superficie, se pierde esa protección, lo que deriva en pérdidas materiales y humanas.
Hay otros aspectos negativos de los campos de golf, como los productos químicos —fertilizantes, pesticidas y herbicidas— que se utilizan para mantener el pasto saludable y libre de plagas y malas hierbas. Estos productos, incluso cuando están aprobados y se aplican correctamente, crean riesgos de contaminación tanto en los cuerpos de agua, por escorrentía e infiltración, como en el aire, debido a la liberación de gases o partículas contaminantes, que también pueden ser dañinos para la salud humana y la biodiversidad.
Por si fuera poco, como dijimos desde el principio, se usa mucha agua en los campos de golf: se necesitan grandes cantidades para mantener el pasto en óptimas condiciones; lo mismo sucede con sus lagos o riachuelos (en caso de tenerlos) porque principalmente son artificiales y, junto con la irrigación del pasto, son uno de sus aspectos que más demandan agua.
En México, por normatividad, el agua que se utilice en los campos de golf debe ser reciclada, de mar desalinizada o de lluvia, en ese orden de prioridad. Una vez agotadas esas tres opciones, se puede usar agua potable del sistema municipal. En cuanto a sus lagos y lagunas, estos deben abastecerse únicamente con agua tratada o de lluvia que posteriormente puede emplearse para irrigar los campos y jardines (de nuevo, el uso de agua superficial y subterránea está permitido únicamente en el caso de que las alternativas hayan sido agotadas). Sin embargo, la instalación de sistemas para el uso de estas fuentes de agua es costoso: es posible, entonces, que no se implementen en algunos campos de golf y que estos usen agua potable de manera complementaria (en cuyo caso el consumo máximo no debe sobrepasar el 20 % del agua para irrigación) o incluso como fuente principal.
Una de las principales razones en contra de la construcción de campos de golf es, precisamente, los grandes volúmenes de agua que necesitan para mantenerlos en condiciones idóneas para el juego. El agua bien podría emplearse para otras actividades o destinarse a otros sectores de la población, por ejemplo, a los que más la necesitan, en especial, en regiones áridas. Un estudio de 2019 sobre trece campos de golf ubicados a lo largo de cuarenta kilómetros de costa en el corredor turístico urbano de Los Cabos, Baja California Sur, estimó que consumen más volumen de agua que toda la que utiliza la agricultura en esa zona. También debe decirse que ese estudio partió de estimaciones porque los campos de golf no reportan sus demandas de agua.
A diferencia de la gran mayoría de espacios verde-azules en las ciudades, los campos de golf, incluidos sus cuerpos de agua, no son de acceso libre, su entrada está limitada a quienes pueden cubrir las cuotas de ingreso. Al respecto, se catalogan en públicos, públicos con membresía y privados, pero en todos ellos, aun en los designados como públicos, se cobran cuotas de acceso, cuyos montos varían; en algunos únicamente los miembros de las áreas residenciales o los huéspedes de los hoteles asociados al campo pueden entrar a él.
En el mismo sentido, el golf es una actividad turística y deportiva de élite, orientada a personas que destinan un presupuesto entre tres y cinco veces mayor a estas actividades que otros tipos de turistas. La población local se beneficia económicamente de estos espacios a través del empleo, la generación o el mejoramiento de la infraestructura urbana y la recaudación de recursos fiscales, pero esa misma población no se identifica con el deporte ni lo considera parte de la cultura local, porque no puede y no suele practicarlo. Como ni siquiera tiene acceso a los campos de golf, esas personas tampoco se benefician de los servicios ecosistémicos y culturales que ofrecen, como la recreación, el esparcimiento, la belleza escénica, la paz mental o la socialización. Todo esto puede provocar conflictos entre los habitantes, los grupos inversionistas y las autoridades locales.
En Tepoztlán, Morelos, entre 1994 y 1996, hubo un movimiento social contra la construcción de un campo de golf de dieciocho hoyos en Tepoztlán, que incluiría una casa club, ochocientos lotes residenciales en condominio, dieciocho canchas de tenis, un hotel de treinta habitaciones, una academia de golf y un parque industrial corporativo. Las áreas verdes iban a abarcar el 75 % de la superficie total del complejo turístico, de 187 hectáreas. El proyecto contaba, además, con dos plantas para el tratamiento de aguas negras e infraestructura para aprovechar las aguas pluviales y regar esa vasta extensión de áreas verdes. Sin embargo, la construcción pretendía ubicarse dentro del Parque Nacional del Tepozteco, un área de importancia arqueológica y ecológica; por lo tanto, ese plan atentaba contra el patrimonio cultural y natural de los tepoztecos y constituía una violación de decretos y reglamentos sobre el cambio de uso de suelo que se habían establecido previamente.
Entre las razones ambientales del movimiento contra aquel campo de golf estaban la deforestación del Parque Nacional del Tepozteco, la disposición de residuos y, por supuesto, el uso y consumo de agua: se estimó que la cantidad necesaria, solo para mantener el pasto, era cinco veces mayor que la que consumía toda la población de Tepoztlán. Además, la extracción de agua de tres pozos a más de doscientos metros de profundidad habría ocasionado afectaciones en la zona de recarga de acuíferos de cinco municipios de Morelos (Tepoztlán, Cuernavaca, Yautepec, Tlaltizapán y Tlaquiltenango).
Por otra parte, los motivos sociales contra el proyecto incluían el conflicto de posesión de tierras, la falta de confianza en las autoridades, la posible pérdida de identidad y el beneficio para los ricos y extranjeros en detrimento de la población local. Si bien la compañía encargada del campo de golf resaltaba la creación de empleos y los beneficios laborales, los tepoztecos no estuvieron dispuestos a cambiar su identidad de campesinos por la de sirvientes o prestadores de servicios, como sucedió con los habitantes de otras localidades cercanas debido a la construcción de complejos residenciales. Finalmente, en abril de 1996 se canceló el proyecto de ese club de golf. A la fecha, y desde 1993, en Tepoztlán se prohíbe por ley la construcción de fraccionamientos y clubes de golf en áreas comunales. Aun así, en el estado de Morelos hay nueve.
El ejemplo de Tepozltán nos sirve para pensar en la justicia ambiental, cuyo objetivo principal es alcanzar una distribución más equitativa, entre todos los individuos y grupos, de las cargas y los beneficios ambientales, sociales y culturales que provee un ecosistema. Este tipo de justicia tiene tres dimensiones: la distributiva, que se refiere a la asignación y el acceso equitativo a los beneficios para todos los grupos sociales; la procesal o participativa, que se cumple con la inclusión de todos los grupos afectados en los procesos de toma de decisiones; y la interaccional o de reconocimiento, que contempla las necesidades, valores y preferencias de todas las partes interesadas en un entorno seguro y no discriminatorio.
Los campos de golf distan mucho de promover la justicia ambiental distributiva. En México, considerando únicamente los campos de golf con lagos y lagunas en su interior, estos se localizan de manera casi generalizada en zonas de las ciudades de baja marginación o de alto nivel socioeconómico; en las zonas de alta marginación no hay este tipo de espacios verde-azules. En cuanto al aspecto participativo, no se integra a las poblaciones locales en la planeación y la toma decisiones para la creación y el establecimiento de los campos de golf. En relación con la justicia interaccional o de reconocimiento, este deporte denota sesgos de género y de clase, así como tintes de racismo.
Pese al rechazo de varios sectores de la sociedad, debido a los problemas ambientales y sociales que representan los campos de golf, y a que muchos son subutilizados, son parte inherente del desarrollo del turismo en México y la tendencia es construirlos, pues son un negocio que obtiene beneficios económicos del turismo y de un deporte de élite.
Por eso se han desarrollado propuestas de mejora en los planos de la política, la planeación y la gestión responsable con el ambiente, que buscan disminuir sus impactos negativos y maximizar sus beneficios ecológicos y para la biodiversidad. Estas propuestas incluyen un menor consumo de agua y mayor eficiencia en su uso, menor uso de sustancias químicas y de combustible, control de fertilizantes y regímenes de corte, gestión de plagas para recortar el uso de pesticidas y otras sustancias, introducción de políticas de abono energético, así como la reducción, reutilización y el reciclaje de residuos, entre otras iniciativas.
Sin embargo, en el ámbito de la equidad ambiental y social queda mucho por hacer en cuanto a estos espacios. Sin la participación de la población en la toma de decisiones y sin igualdad en el acceso a sus beneficios y en la distribución de sus cargas, poco contribuyen estos espacios verde-azules a la sostenibilidad y la resiliencia de las ciudades en México.
Ina Falfán es investigadora posdoctoral en el Instituto de Biología de la UNAM.
Luis Zambrano es ecólogo e investigador del Instituto de Biología de la UNAM.
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