Tiempo de lectura: 3 minutos«Dos maikos del barrio de Gion infectadas por el coronavirus». La noticia, que leí en el Kyoto Shimbun a principios de julio, me atrajo de inmediato. Al comentarla en Twitter evité la palabra maiko —como se le llama a una aprendiz de geisha— y escribí: “Infección en una casa de geishas en el barrio de Gion, en Kioto. No saben cómo llegó hasta ahí. Ah, clientes adinerados entrados en edad, capaces de guardar el anonimato…”.
Sabía que la palabra geishas llamaría más la atención; un par de comentarios me confirmaron que esa atención parte de un equívoco: mucha gente en Occidente cree que una casa de geishas es un establecimiento de comercio sexual. Son otra cosa: restaurantes exclusivos, que sólo admiten a clientes conocidos o bien recomendados, y muy caros, en los que cada uno de los comensales es atendido por una mujer que, además de servirle la comida y la bebida, le sigue la conversación, se ríe de sus chistes, y al final de la cena participa en un número de baile. Pero no fueron el morbo ni el exotismo lo que despertó mi interés sino lo contrario: una inquietante proximidad.
Vivimos a orillas del barrio de Gion —con andar una cuadra entramos en los jardines del Kennin-ji— y una de nuestras vecinas es, precisamente, maiko. No la conocemos: nos lo comentó un taxista parlanchín, pero no llevó la indiscreción hasta señalar su puerta.
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Fotografía de Edgard Garrido / Reuters.
¿Tendríamos el virus al lado? La idea era inquietante porque apenas una semana antes, en los últimos días de mayo, la empresa de paquetería kuroneko yamato —que, entre otras mil cosas, reparte los paquetes de Amazon— había reportado que cuatro empleados de la central del barrio de Gion había contraído el virus. Leí la noticia imaginando todos los sobres y cajas que habrían pasado por las manos de esos empleados, todos los vecinos a cuya casa habrían llegado, todas las puertas que habrían tocado. No tuve que hacer memoria: esa semana habíamos recibido paquetes casi todos los días. También los habrán recibido las maiko, claro. Lo que sigue son los monjes del Rokuharamitsuji, pensé.
“Práctica de la perfección en los seis reinos de la existencia”, significa el nombre del templo a la vuelta de la esquina, que data del siglo X y se fundó en respuesta a una epidemia devastadora, durante la cual recibía los cadáveres de los pobres que no podían solventar las honras fúnebres, la cremación, el cementerio.
Pero, curiosamente, la novedad que refería el diario no era en realidad que la infección se hubiera detectado, sino que las chicas, que habían acudido al hospital tras advertir la pérdida del olfato, habían sido dadas de alta. Me extrañó no haber leído nada en los días previos, pero me tranquilizó. Si una de ellas era nuestra vecina, estaba fuera de peligro. También, según la nota, las personas con quienes habían tenido contacto, de las cuales no se daban detalles, pero era fácil saber algunas cosas: eran hombres, eran de Kioto y no eran pobres. Es de suponerse que tampoco eran jóvenes: no son quienes frecuentan esos establecimientos.
Fotografía de Edgard Garrido / Reuters.
Días después, un periodista descubrió que la noticia de la infección había aparecido antes en el diario, pero equívocamente, pues describía a las maiko como dos adolescentes desempleadas que habían acudido al barrio de Gion. Lo cual, a cambio de salvar la reputación de la casa, insinuaba que alguien les había pagado.
Las casas de geishas de Kioto habían suspendido actividades desde marzo, y las habían reiniciado en junio, con unas normas de operación que obligaban a un trato más distante que el habitual entre geishas, maikos y clientes. Pero es fácil imaginar que, una vez que han corrido las rondas de sake, las normas se relajen, las conversaciones se hagan más próximas y el volumen de las voces se eleve.
Se entiende que las casas de geishas, como otros los bares y restaurantes, hayan reabierto después de tres meses en inactividad, sobre todo si en Japón la pandemia no se había extendido, ni de lejos, como en los países de Occidente. Se entiende menos la premura de los clientes por asistir a lugares con riesgo tan evidente. Ahora bien: todo indica que fue alguno de ellos quien introdujo el virus en la casa. Puede uno suponer que, si se realizaran pruebas masivas en el barrio, como hizo el gobierno de Tokio en Kabukichô, se descubriría que las infecciones se han multiplicado. Esto va para largo.