La tormenta es la misma, pero no la enfrentamos todas desde el mismo barco
Cuatro mujeres de una misma familia hablan sobre la forma en que enfrentan, desde su trinchera, esta pandemia que no se parece a nada de lo que vivieron antes. ¿Cómo seremos cuando todo esto acabe? Esa es la pregunta que intentan responder.
Con la velocidad a la que se mueve la información, las reflexiones sobre la pandemia que grabó Madonna en su bañera, rodeada de pétalos de rosa, ya son noticias viejas. La tonta metáfora que usó al decir que ante esta nueva amenaza estamos todos en el mismo barco, no tardó en generar réplicas mucho más realistas, y es que si bien estamos atrapados en la misma tormenta, los barcos que tiene cada quien para enfrentarla son muy distintos.
Sin embargo es un hecho: una de las características de esta crisis “sin precedentes” es que es planetaria, y que va para largo. No podemos decir que nos sentimos solos en nuestro trauma –como por ejemplo se sienten los sirios desde el 15 de marzo del 2011. Como en una prueba de laboratorio, al someter a todo el mundo a la misma pandemia, se revelan las diferentes maneras de reaccionar de cada elemento puesto a prueba. En Estados Unidos, por ejemplo, el factor de riesgo más peligroso ante esta enfermedad no es la diabetes ni la obesidad, sino la condición racial y social. En medio de esta crisis, la política y la ciencia se mezclan con la cultura y los usos sociales, y es demasiado pronto para saberlo, pero en el futuro próximo será muy valioso analizar qué funcionó, qué no, y por qué.
En Europa las ciudades siguen en pie gracias a los doctores y a la gente que trabaja con salario mínimo y se juega el cuello al estar más expuesta al contagio: los dependientes y cajeros de las tiendas, los enfermeros, los repartidores de paquetería y de comida, los carteros, los que manejan autobuses. Las celebridades también están en crisis. Nadie quiere saber ahora cómo la están pasando en Hollywood. Queremos escuchar qué está sucediendo en los hospitales, cómo están adaptándose los trabajadores de los supermercados, y qué está sucediendo en las residencias de ancianos donde tenemos a nuestros padres.
CONTINUAR LEYENDOCuando yo era chiquita mi madre un día me dijo: “El mundo está al revés. Ganan más dinero los actores y los futbolistas que los maestros y los doctores.” El mundo está al revés por muchas otras razones, pero en estos momentos creo que esta idea es relevante. Tal vez el mundo no cambie después de esta pandemia, no como algunos esperamos que cambie (radicalmente). Lo mínimo sería que logremos entender que es necesario invertir más en la sanidad pública y en educación. Lo máximo sería que todas las naciones hicieran un alto al fuego de todos los conflictos armados y nos pusiéramos a trabajar para evitar la catástrofe medioambiental que tenemos ya encima.
Desde casa es difícil creer que la amenaza es real. La ciudad está parada, pero hay filas en las tiendas. Los trabajos están cancelados, pero el cielo está más limpio. Estamos teniendo sueños muy intensos por la noche. Los blogs prosperan, así como los canales de YouTube para hacer ejercicio en casa. En la cocina, todos manos a la obra. La violencia doméstica, en aumento. También están los que se la pasan cogiendo, o borrachos, o fumando mota. O al revés, los que dejaron de beber y fumar y empezaron a correr. De pronto aumenta la convivencia con los hijos. Zoom. ¿Y todo esto por un virus?
¿Será cierto que hay un virus?
Mi hermana es médico general, doctora de la atención primaria, como le dicen en España. Trabaja en la sanidad pública del País Vasco desde 1981 y está ya muy cerca de retirarse. Nunca había vivido algo así, y cuando lo dice (“no, la verdad, nunca”) se me pone la piel chinita. Se despierta por las mañanas y se pregunta a sí misma si no será todo un sueño, una pesadilla. También tengo una prima que trabaja en una residencia de ancianos, donde ha tenido que lidiar con mil problemas entre empleados, familiares y residentes. Y mi cuñada es partera en un hospital muy grande de Londres, una ciudad en la que nacen aproximadamente trescientos bebés al día. He hablado con ellas para que me cuenten sus historias de estas semanas, para tratar de entender cómo lo están viviendo desde sus puestos en primera línea. Esta es la historia de mi barquito familiar.
Sí, existe el virus y está tremendo.
Marina, mi hermana
Desde su perspectiva, todo se ve como el cuento de Pedro y el lobo. Pedro está formado por la Organización Mundial de la Salud (OMS), las autoridades sanitarias de las naciones, las de las provincias autónomas y los científicos que administran los protocolos. Las otras pandemias, SARS, MERS, el ébola y la gripe A, entre otras, son las alarmas que Pedro sonó, pero que nunca llegaron a comerse las ovejas (europeas).
¿Qué pensaban cuando empezaron a enterarse de las noticias de China?, le pregunto por teléfono. “Pues eso, que iba a ser como las veces previas, que no iba a llegar. Con las epidemias anteriores hubo mucho más revuelo. Cuando lo del ébola, por ejemplo, nos dieron cantidad de talleres, de charlas, incluso hicimos prácticas. Pero para este nuevo virus no hemos hecho gran cosa”, me dice.
Les dieron una plática a finales de febrero, y eso fue todo.
El cinco de marzo se empezó a asustar. Recibió noticias de un paciente recién operado de la rodilla. Llamó la esposa porque el hombre llevaba unos días mal. Mi hermana fue a visitarlo pensando que algo se había complicado después de la operación, “porque a veces las rodillas no van bien, y ya allí me encontré con el tomate”. Iba sin protección, claro. Los síntomas eran claramente de Covid-19. Esto fue un jueves. Ella le hizo un volante para ingresarlo en el hospital. Le hicieron la prueba y dio negativo, pero el hombre empeoraba; le hicieron otra prueba el sábado, y de nuevo dio negativo. Mi hermana fue a trabajar el lunes a su consultorio en la clínica y el martes le avisaron que el paciente de la rodilla había dado positivo a Covid-19. Inmediatamente la mandaron a casa para aislarse durante dos semanas.
Para cuando regresó al trabajo, el 23 de marzo, la situación se había puesto ya muy fea. Atendió por teléfono a unos 30 o 40 enfermos diarios de Covid-19 durante la primera semana. Un caos. Las semanas siguientes, por el confinamiento, el número había bajado a unos 20 casos por día. Durante este periodo ha ingresado a seis o siete (o diez o doce, me dice después) casos graves. “Lo que nunca había visto antes es eso, la gravedad de la enfermedad. La gente lo pasa muy mal”. Y lo tienen que pasar solos. Cuando pega fuerte, es una enfermedad horrible.
Me cuenta que ahora ya no importa si se ha estado en contacto con alguien infectado. Hay tan poco personal sanitario, que prácticamente te tienes que estar pudriendo para no ir a trabajar. Los recortes en sanidad de los últimos años han hecho que haya muy pocos médicos por persona y pocas plazas en la facultad de medicina, porque es caro formar a un médico. Además, un número considerable de doctores españoles se van a trabajar a otros países de Europa donde cobran mejores sueldos.
«Mi hermana siente que ante este reto, los médicos andan a ciegas y la medicina no suele operar así. Los doctores no hacen pruebas experimentales con sus pacientes, no intentan tratamientos que no existen.»
De momento no se le ha muerto ningún paciente. El señor de la rodilla lleva ya un mes ingresado y está muy mal, pero aguantando. Ingresó a otro paciente el 10 de marzo, un señor de 93 años. “Él estuvo una semana y como la prueba dio negativa, le dieron el alta. Cuando regresé a trabajar, me llamó el hijo porque seguía muy mal el señor, así que le volví a ingresar. Le hicieron dos o tres pruebas y por fin dio positivo”, me cuenta.
Le pregunto a mi hermana por qué las pruebas no funcionan, y me responde que no sabe. “No sabemos si es porque el test está mal, o porque hay una etapa en la enfermedad en la que no da positivo, porque en principio los tests deberían de ser fiables.” A lo largo de la conversación se repite mucho el “no sé, no sé, no sé”.
Desde el día que regresó a trabajar hasta ahora, ya se han organizado mejor, y a una velocidad inaudita. Hay un centro especial para los que presentan síntomas graves, donde les hacen radiografías de los pulmones y un análisis de sangre. “Hay varias cosas muy características de la enfermedad: los marcadores de la inflamación muy altos, la ferritina les sube muchísimo; luego tienen una linfopenia, es decir, se les bajan mucho los linfocitos, como en el sida; y presentan una especie de síndrome de coagulación, una coagulopatía que hace que se eleven mucho otros marcadores”.
Dice que por un lado es una enfermedad extraña, pues la infección opera distinto en cuanto a quién y cómo se contagia. Pero por otro lado, aclara, “es una enfermedad muy típica, muy fácil de diagnosticar sin test, sólo con ver la radiografía y la analítica. Los casos graves son todos iguales.”
Ahora empieza a vigilar a los pacientes dados de alta, y eso va a revelar un nuevo panorama del que aún no saben gran cosa. “Salen hechos polvo, machacados. No sabemos tampoco cómo va a evolucionar eso. Hay muchas cosas que no conocemos aún”.
Mi hermana siente que ante este reto, los médicos andan a ciegas y la medicina no suele operar así. Los doctores no hacen pruebas experimentales con sus pacientes, no intentan tratamientos que no existen. Cada protocolo e intervención han sido puestos a prueba rigurosa con lo que se llaman “estudios controlados aleatorios”. Pero no hay estudios para esto, no aún. Así que están haciendo lo que pueden con lo que tienen, y utilizando su intuición, un sentido que, en condiciones normales, pocos doctores admiten utilizar.
Dice que las consultas por teléfono son muy efectivas. “A la gente le tranquiliza escuchar tu voz, que tú les llames todos los días, que no tengan que estar ellos llamando.” Tal vez el hecho de saber que tienes un doctor al pendiente de tu estado sea ya de por sí curativo.
Elise, mi cuñada
En mundo de la sanidad pública, si un doctor sigue demasiado su intuición o su sentido común y se salta las reglas, puede ser sancionado y hasta despedido. Eso ha sucedido en Gran Bretaña con personal sanitario que decidió ponerse mascarillas cuando aún no se había decretado su uso obligatorio para consultas médicas no relacionadas con Covid-19.
¿Cómo? ¿He escuchado bien?
“Sí. No nos dejaban usar máscaras porque decían que no se había comprobado su efectividad para controlar el contagio. Muchas compañeras se enojaron mucho, algunas han renunciado a sus trabajos. No hay muchos estudios controlados sobre la efectividad de las mascarillas, y de ese argumento se agarraron las autoridades. Pero yo creo que simplemente no había suficiente material de protección, y por eso no lo prescribían”, me cuenta Elise, partera comunitaria en un gran hospital de Londres. Esto ha cambiado, y ahora por fin les han dejado atender a las embarazadas con protección (mascarillas, guantes y batas especiales), y probablemente en las próximas semanas se recomendará su uso a la población en general.
(Hablé con mi cuñada de todo esto hace unos días. Hoy nos ha mandado un mensaje: tiene tos y episodios leves de fiebre.)
En estas semanas ha visto como su hospital se transformaba. Las salas de maternidad, siempre llenas de niños, abuelas, amigos, flores, globos, ahora están silenciosas. Una sola persona puede acompañar a la mujer, y sólo en el momento del parto. Las cirugías electivas se han eliminado en la medida de lo posible (“electiva” quiere decir que ha sido planeada con antelación y que no supone una emergencia de vida o muerte, pero siguen siendo cirugías que cambian la vida).
Las veces que una mujer embarazada ve a su partera se han reducido, y las consultas se hacen por teléfono. Pero no se puede escuchar el latir del feto por teléfono, ni hacer un análisis de sangre, ni tomar medidas de la barriga. “Hay que sopesar los riesgos de contagio contra la posibilidad de no poder detectar a tiempo enfermedades o problemas del embarazo. Hemos tenido que encontrar una solución a medio camino. Sólo el tiempo dirá si nos hemos equivocado.”
Desde hace dos o tres años atrás, las parteras han trabajado muy duro para lograr que se implementen mejoras en el cuidado de las mujeres a través de un programa, Better Births (Mejor nacimiento), que se enfocaba principalmente en dar continuidad a la atención, es decir, que una sola partera te acompañe durante todo el proceso del embarazo. “Esto es muy importante para tener buenos resultados”, me dice. “Pero con el Covid-19, todo esto se ha cancelado. Las clínicas para mujeres embarazadas y recién paridas se han cerrado, los equipos se han tenido que reorganizar, y las mujeres han perdido esta continuidad.”
«En estas semanas ha visto como su hospital se transformaba. Las salas de maternidad, siempre llenas de niños, abuelas, amigos, flores, globos, ahora están silenciosas.»
Los partos en agua han sido cancelados porque el virus se contagia a través de partículas de líquido, y los partos en casa se eliminaron abruptamente porque no es posible asegurar el apoyo de ambulancias en caso de complicaciones. Sin embargo, la demanda para parto en casa aumentó más o menos el doble porque muchas mujeres en estas circunstancias no quieren ir a dar a luz a los hospitales, que se han vuelto focos de infección. Por eso, las autoridades sanitarias están repensando esta decisión, y buscan soluciones más creativas, como emplear a más choferes de vehículos de emergencia, y por otro lado, buscar lugares alternativos, clínicas de maternidad improvisadas en hoteles vacíos por ejemplo, para que las mujeres embarazadas puedan tener continuidad en el cuidado. Todo esto ha sucedido en tres semanas.
“Sí, todo evoluciona muy rápido, los protocolos cambian cada semana”, me dice, lo mismo que mi hermana. Se preparan para lo peor. “No creo que nadie salga de vacaciones este año, así te lo pongo”. Mi cuñada dice lo que piensa y piensa muy rápido. Me habla también del aumento en violencia doméstica, y cómo más de un tercio de esta violencia empieza durante un embarazo. Los trabajadores sociales están trabajando muchísimo ahora por este tema. “También es un problema acceder a un aborto y a anticonceptivos en estos momentos. Esto del Covid-19 tiene muchísimas complejidades”. Suena orgullosa cuando relata cómo las embarazadas empezaron a tomar medidas antes que el resto de la población, y mucho antes de que el gobierno decretara el confinamiento oficial de la nación.
Los trabajadores del Servicio Nacional de Salud son ahora los protagonistas de las noticias, y recipientes de todo el cariño y el respeto de sus compatriotas. Cada jueves a las ocho de la noche la gente sale a aplaudir por ellos, y hasta cohetes echan. Pero Elise es pesimista. Ahora les aplauden, pero quién sabe qué suceda en el futuro. “Yo ya he dejado de asumir que la gente va a hacer lo mejor para ellos a nivel político.” Se exaspera con el ejemplo extremo de Trump: “No importa qué ocurra en la realidad, nada parece destruir a su base de apoyo, y eso me deprime. La manera en la que está manejando esta crisis es de veras horrible, no se puede comprender. Y no creo que pierda las elecciones. No sé si quiero ser parte de este mundo, para serte honesta. Por cierto, lo acabo de mirar: al día nacen más o menos dos mil bebés en UK.”
Sí, los nacimientos no paran. Todos los días las parteras del Sistema Nacional de Salud siguen viendo a mujeres embarazadas, asistiendo partos y ayudando en los primeros meses de vida de los bebés, Covid o no Covid. “Y claro, ya estamos empezando a prepararnos porque seguramente en diciembre haya un baby boom…”
La vida continúa, aunque de forma extraña. Las mujeres siguen dando a luz, pero nadie puede ir a visitarlas y a conocer a los bebés; seguimos poniéndonos enfermos y teniendo accidentes, pero tenemos que ir a los hospitales solos, sin familiares que nos visiten; y más que nunca, sentimos unas ganas locas de vivir y de abrazarnos, pero no podemos. Es como si fuera un castigo.
Ana, mi prima
Lleva treinta años trabajando en diferentes áreas de los servicios sociales públicos del País Vasco. Ha pasado por distintas funciones, desde hogares para menores, en servicios para gente con discapacidad física y psíquica, y desde hace tiempo, en un Centro Asistencial para ancianos, donde cumple tareas de gobernantía: “gestión del servicio de limpieza, lavandería, comedores, todo este tema”, me explica.
España e Italia han tenido los confinamientos más severos de Europa, con presencia policial y del ejercito en las calles. No se puede sacar a los niños al parque, ni hacer el súper a más de tantos kilómetros de tu domicilio, ni salir a hacer ejercicio, y para salir de casa necesitas un permiso que se tramita en línea donde explicas la razón de tu desplazamiento. Las faltas a este reglamento se sancionan con multas de hasta 600 euros. Sin embargo, en ambos países las tasas de mortalidad en relación con los contagios son las más altas del mundo (de momento).
Marina me explicó que esto el resultado de una combinación de factores genéticos y de comportamiento social, con el hecho de que ambos países tienen una población muy grande de personas mayores. Hay muchos viejitos y muchas fiestas, reuniones, mucha vida en la calle y muy poco “distanciamiento social”. Los doctores en los hospitales se han tenido que ver en la posición de decidir a quién intentarle salvar la vida: a un hombre de 80 años, o a uno de 45. Estos doctores están ante un dilema ético que casi se asemeja a la tortura.
El número aterrador también tiene que ver con las pruebas que se están haciendo en cada país, ya que los únicos casos que cuentan son los confirmados. “Yo creo que la mortalidad es la misma en todos los lados,” dice Marina. “No se ha contabilizado aún a toda la gente contagiada. Ahora van a empezar a hacer pruebas aleatorias para extrapolarlas, para codificar a los casos clasificados como sospechosos.”
Mi madre tiene 91 años, los acaba de cumplir el 23 de marzo, en medio de todo esto. Mi otra hermana, que no es doctora, le llevó unas flores y se las dejó en el umbral de su puerta. Yo iba a pasar cinco semanas con ella, desde finales de marzo hasta finales de abril, pero ya no fue posible.
Mi pareja y yo nos mudamos de México a Londres justamente para estar más cerca de nuestros padres, y ahora no podemos abrazarlos. Es una de las grandes tragedias de este virus: para proteger a nuestros mayores no podemos ir a verlos. Nos estamos dando cuenta de que tener vivos a los padres es un tesoro que no queremos perder, y como duele que el virus nos está robando un tiempo precioso para compartir la vida con ellos, para disfrutar de su compañía.
Mientras tanto, ellos actúan con una entereza desconcertante, y algunos con una actitud francamente temeraria. No hay quien los encierre. Nuestros padres en España han pasado guerras, hambres y el miedo de la dictadura franquista. Los míos, la guerra civil y el exilio en la URSS, donde les tocó la Segunda Guerra Mundial. Mi madre tuvo malaria y dice que seguramente es inmune a este virus (argumento que supongo no tendrá ningún fundamento científico). Pero como mi hermana, como todos, admite que nunca ha vivido algo así: “Da cosa mirar por la ventana y no ver nadie, y el silencio… Es como una novela de Wells”, me dice a veces. Todavía bromea. Y tal vez porque sabe lo que es una guerra de verdad, le cuesta concebir la idea de un “enemigo invisible”, como llamamos al Covid-19 con esa retórica militar que oculta el verdadero problema. El enemigo no es el virus, sino la estupidez humana que nos está llevando de cataclismo en cataclismo y aún se niega a admitir que el cambio climático y la desigualdad son la verdadera emergencia planetaria.
«En medio de esta crisis, la política y la ciencia se mezclan con la cultura y los usos sociales, y es demasiado pronto para saberlo, pero en el futuro próximo será muy valioso analizar qué funcionó, qué no, y por qué.»
Pero las ganas de vivir nunca se pasan, ni al final de la vida, ni aunque hayamos sido testigos de las peores caras de la humanidad.
Como las mujeres embarazadas con las que trabaja Elise, en la residencia donde trabaja Ana se empezaron a blindar desde antes de que el confinamiento se hiciera oficial. Restringieron las visitas de los familiares a una hora. Los empleados se duchaban antes y después de trabajar, y hasta limitaron sus salidas. Después, ya con decreto en mano para contener a los familiares ansiosos, las visitas se limitaron a una sola persona, siempre la misma. “Las decisiones se han tomado a toda prisa, y los protocolos se van cambiando casi a diario, a un ritmo vertiginoso”, me dice. “Después de mucho reclamar material [de protección para los empleados] para afrontar la situación, llegamos a la conclusión de que lo que sucedía es que no había”. La misma historia que me cuentan mi hermana y mi cuñada.
Los hogares para ancianos no fueron prioridad hasta que empezaron a llegar las cifras macabras. Aproximadamente la mitad de los fallecimientos por Covid-19 están sucediendo en residencias de ancianos. Tiene sentido: como ya todos sabemos, son los más vulnerables, y si viven en comunidad, es muy difícil evitar el contagio. Así que resguardaron el poco material que tenían para administrarlo con cautela. El día 19 de marzo, día del padre en España, les llegó el resultado positivo de su primer caso.
El personal de limpieza entró en pánico. Tuvieron que aprender la forma adecuada de protegerse, “porque claro, los sanitarios ya saben cómo se pone y se quita uno las mascarillas y los guantes, pero el personal de limpieza no. Como toda la población, hemos tenido que aprender sobre la marcha.” En este hogar fallecieron ya dos personas, pero después de eso se ha controlado el contagio. Se tomaron muchas medidas de aislamiento y se cancelaron los cumpleaños, las partidas de cartas, los paseos por los jardines, y todos los servicios comunitarios de gimnasio, peluquería, podología, la capilla y la biblioteca.
“Pero la capacidad de adaptación del ser humano es infinita”, afirma Ana. Al mover a los ancianos de alas y de pisos para evitar contagios y habilitar la residencia para acomodar nuevas enfermerías, se han hecho nuevas amistades. El personal ya está mejor equipado. Los bomberos vienen con sus trajes espaciales una o dos veces por semana a desinfectar, y cada vez que vienen se hace de la ocasión una fiesta. Se instalaron nuevos servicios de telefonía para habilitar una gran cantidad de video-llamadas. El personal de la residencia hace todo lo posible para que los ancianos no se sientan solos.
Dicen que esta pandemia es como una carrera de fondo, pero Ana afirma que todo está sucediendo con la rapidez de un velocista. Es demasiado trabajo, y demasiado desgaste emocional para afrontarlo diariamente. Ve cómo sus compañeras se desviven. “Lo están dando todo, hay un sentido extremo del deber de asistir al más desprotegido.” Por eso, dice, hay que pensarlo mejor como una carrera de relevos. “Tenemos que descansar, porque si no uno explota”.
La infinita estupidez de los seres humanos
Han pasado dos semanas desde que empecé a trabajar en este texto. A mi cuñada Elise le hicieron el test, y dio positivo. Ya se ha recuperado, y ya está de regreso en el trabajo. No hay personal, todos los días falta entre el 30 y 40 por ciento de los empleados, ya sea porque están contagiados o porque llevan demasiados días sin parar de trabajar. En Inglaterra se sigue discutiendo sobre la efectividad del uso de mascarillas entre la población. En España empiezan a aligerar el confinamiento: la semana que viene podrán salir los niños a la calle.
En la residencia donde trabaja Ana, los abuelos salen a pasear por los jardines de dos en dos, poco a poco. Algunos familiares van a saludar a sus ancianos a través de las rejas que rodean el lugar.
El regreso a la normalidad no va a ser una gran fiesta de besos y abrazos. El verano pinta difícil en España, sin playas, sin bares ni restaurantes.
A las tres les pregunté mucho sobre el futuro: ¿piensan que algo va a cambiar en el mundo después de esto? ¿tienen esperanza de que salgamos de esta más sabios, mejores, más solidarios? ¿creen que después de esto, habrá más recursos para la sanidad pública y para la investigación científica?
No, no piensan eso.
Ana piensa que más que por solidaridad, nos estamos quedando en casa por miedo; Elise no espera que nada cambie, ya lo ha esperado muchas veces y la experiencia le ha enseñado que, por el contrario, las cosas siempre pueden empeorar.
Marina igualmente cree que nunca cambiará nada: “Al final se nos olvida todo, y se acabó”.
Recuerdo una conversación que tuve en un bar de Bilbao con un veterano alpinista de unos ochenta años sobre el terremoto del 2017 en México. Yo le contaba que aquello me hizo creer en la existencia de Dios, y aquel señor que había ascendido a las cimas más elevadas del mundo me dijo: “Sólo la estupidez de los seres humanos es infinita”. Mi hermana, mi prima y mi cuñada parecen estar de acuerdo con él.
Sin embargo, no puedo evitar la sospecha de que sí tienen una esperanza. Sin esa pequeña esperanza, su trabajo no se podría soportar. Sea como sea, su valentía para encarar lo que se les ha venido encima a mí sí me da esperanza en la humanidad. Tal vez la estupidez humana sí tenga un límite, y estemos muy cerca de alcanzarlo.
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