Los días de la fiebre. Cuando el virus llegó a Corea del Sur
Corea del Sur se convirtió en un ejemplo durante la pandemia. Este es un recuento de las medidas que tomaron, el testimonio de un occidental que lleva siete años viviendo en Seúl y sabe mirar la extrañeza surcoreana. Este es un fragmento de Los días de la fiebre (Temas de hoy, 2020), escrito desde el país más alabado por su gestión sanitaria.
Ya ha llegado, nos decimos al meternos en la cama sin mirarnos a los ojos. Está aquí, con nosotros, lo trajo una mujer de 35 años. La detectaron en el aeropuerto, ardía de fiebre, venía de Wuhan. No ha tenido contacto directo con animales salvajes y estará en cuarentena hasta que se recupere. Eso es lo que dicen, eso es lo que sabemos. Dentro de poco será el año nuevo lunar, me recuerda Soojeong y asiento. No tenemos planes para celebrar, aunque si la temperatura sube quizás vayamos a un templo budista en la montaña y después por unos tragos. Queremos visitar un nuevo bar. Concorde. Nos gusta el nombre, suena a un mundo del que hace ya mucho tiempo nos despedimos.
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Cuando llegó el otro, cinco años atrás, compramos varias mascarillas en la farmacia. Debe quedar un par en un cajón. Tuve que usar algunas cuando viajaba en tren a Busan a dar clases. Al siguiente año hicieron una película de zombis con ese nombre, Tren a Busan. Lo usual, hordas de muertos vivientes, estaciones desiertas, gente saqueando tiendas. Cuando llegó algunos tenían miedo, a otros no les importó. En la emisora de radio, donde a veces trabajo como locutor, recuerdo haber anunciado que un fugitivo se entregó a la policía por miedo a contraer el virus. Llevaba tres años huyendo. Tres años escondido. Una gripa fuerte, decían al principio. La gente se quejó, la información era escasa, no se sabía nada de los pacientes infectados, la respuesta era lenta. La tasa de mortalidad alcanzó el 30 %. En aquel entonces, todos estábamos esperando el verano. Decían que el verano se lo llevaría. Y ahora ha llegado uno nuevo y para el verano falta mucho tiempo.
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La alerta ha cambiado de azul a amarilla. Confiamos en que no pase de amarilla a naranja. Nunca va a llegar a roja, claro que no: eso es imposible, nos decimos con una risa de esas que se enredan entre los dientes.
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Oímos que hoy cerraron Wuhan, nadie puede entrar o salir de la ciudad. Once millones de personas, nadie sabe por cuánto tiempo. Trescientos mil alcanzaron a escapar en los últimos trenes. Por otro lado, Concorde está muy bien. Segundo piso, pequeño, pocas mesas, un órgano de iglesia en una esquina, la pintura de un tigre en la entrada. En realidad parece un apartamento de soltero. Es increíble, el queso de cabeza de cerdo también existe aquí. Nos recuerda que todos los países fueron países campesinos alguna vez. El dueño nos regaló un poco y mirándonos a los ojos brindamos por el nuevo año. El año de la rata de metal. Felicidad, fortuna, salud.
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En el supermercado, haciendo la compra, me enteré de que declararon la alerta naranja luego de confirmar dos nuevos casos. Hombres rondando los cincuenta. También visitaron Wuhan. Antes no se sabía, ahora se sabe, el virus se puede transmitir de humano a humano. Saliva, fluidos corporales, aunque no hay evidencia de que esté en el aire. Nos dicen que debemos estornudar o toser en el pliegue interno del codo, ese espacio en el que solo nos fijamos si nos van a sacar sangre; que debemos lavarnos las manos con frecuencia (la voz de mi madre me llega de muy lejos: “¿Ya se lavaron las manos? Lávense las manos antes de sentarse a la mesa”), que llamemos a una línea telefónica en caso de presentar algún síntoma. Y cuáles son los síntomas: los de una gripa fuerte.
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Nos han dicho que uno de los hombres infectados hizo lo que no hay que hacer, siguió con su vida normal a pesar de presentar síntomas y haber estado en Wuhan. Me pregunto qué es una vida normal, si alguien tiene acaso una vida normal, si se puede dejar de tener una vida normal. Todos tienen una vida que es solo la suya, a eso se refieren, supongo.
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Nos han dicho que el miércoles de la semana pasada aquel hombre visitó la clínica de cirugía plástica Glovi en Gangnam, al sur de Seúl. Lo hizo en un auto alquilado. Después cenó en un restaurante cerca de la clínica y pasó la noche en el NewV Hotel, también en Gangnam. El jueves paseó por el río a la hora del almuerzo y compró algo en la tienda de conveniencia GS de Jamwon, sucursal #1. Cenó en Yeoksam. El viernes volvió a la clínica acompañado de una persona y luego pasó por un café y un restaurante, antes de ir a dormir a casa de su madre, en Ilsan, una ciudad satélite a media hora de Seúl. Setenta y cuatro personas estuvieron en contacto con él. Solo uno de ellos ha desarrollado síntomas. Se le hizo la prueba y dio negativo, aun así está aislado. A los demás se les ha sugerido permanecer en casa dos semanas. Todos los lugares que visitó el hombre fueron desinfectados. En los foros de internet la gente ya se está preguntando por qué y con quién fue a una clínica de cirugía plástica. ¿Recibió tratamiento o solo una consulta? Reviso los procedimientos que ofrece la clínica. Parece una página de una tienda de ropa. Un corrientazo me recorre al ver las opciones de cirugías de la quijada. Caras de modelos se mezclan con gráficos y rayos X de cráneos.
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Ni siquiera una agencia de detectives privados tendría datos tan precisos, pero entonces recuerdo que este es un país donde aún hay espías, desertores norcoreanos, leyes de emergencia en caso de violación de la seguridad nacional. En todo caso, averiguo cómo puede saberse tanto de una persona que no es sospechosa de haber cometido un crimen. Primero que todo al recién diagnosticado lo entrevistan las autoridades sanitarias. No es un interrogatorio bajo una lámpara en un sótano, pero puede ser igual de intimidante verlos con sus trajes de protección de pies a cabeza. ¿Dónde estuvo los últimos días y con quién? La Ley de Control de Enfermedades Contagiosas obliga a los oficiales a hacer público el itinerario de los últimos días del paciente, las rutas de bus, taxi o metro que tomó y las dependencias médicas que visitó. Es vital que los médicos o las enfermeras no se contagien. La información se contrasta con videos tomados de las cámaras de circuito cerrado, pagos con tarjetas de crédito y sistemas para rastrear teléfonos móviles, gracias a las facultades que les otorga la misma ley. Si hay lagunas, se le pregunta de nuevo. ¿Dónde estuvo y con quién?
¿Por qué tengo que responder? ¿No es acaso una violación a mi privacidad? Quizás, pero en este momento no importa porque el procedimiento está autorizado bajo un artículo de la ley aprobada por la Asamblea Nacional. ¿Y desde cuándo existe ese artículo? Se le recuerda que cinco años atrás se enmendó en vista del pánico que desencadenó el otro virus. ¿O es que acaso no se acuerda de que el país fue el segundo en número de infectados y la tasa de mortalidad era del 30 %?
¿Y si me niego? No tiene otra opción que responder: o sus secretos o la posibilidad de que el virus se multiplique en silencio entre la gente; la eventualidad de que muera alguien. Así, se establecen los contactos, personas que estuvieron a dos metros del paciente, por lo menos quince minutos después de que se presentaran los primeros síntomas. Un encuentro cara a cara o el intercambio de fluidos es considerado como un contacto seguro.
Una vez armada la lista de contactos, detectives y oficiales del KCDC (siglas del Centro de Con- trol y Prevención de Enfermedades de Corea) salen a buscar a cada uno de ellos para hacerles la prueba. Llaman por teléfono, mandan mensajes de texto, recorren callejones, golpean puertas. Por otro lado, el itinerario completo, más el sexo y la edad del contagiado (sin que se incluya su nombre), se publican en una página de internet oficial para que el público sepa si estuvo cerca y, de presentar síntomas, llame a la línea de emergencia. Siempre hay alguien que nos está observando. Aunque también ansiamos ver sin que nos vean, saber de otras vidas sin revelar nada de la nuestra. ¿Y el hotel a donde fue aquel hombre antes de presentar síntomas? ¿Es en realidad un hotel o será un love hotel donde se encuentran las parejas de amantes?
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Voy por un pan relleno de fríjol dulce para el desayuno de mañana. Cuento las cámaras de circuito cerrado que hay hasta el minimercado de la esquina. En doscientos metros identifico un dispositivo oficial de la policía —además, si paso muy cerca, una voz me recuerda que no debo botar la basura en ese sector— y cuatro cámaras a la entrada de res- taurantes y locales comerciales. En Corea los asaltos son tan pocos que se podrían contar con el ábaco de un niño. En el minimercado, con mi pan de fríjol dulce en la mano, le paso mi tarjeta de débito a la señora de la caja. El precio a pagar son apenas 3.000 wones (menos de tres euros). En eso soy un coreano más, casi nunca uso dinero en efectivo para pagar. Paso semanas enteras sin ver un solo billete. En realidad es muy fácil para un investigador del KCDC. Vamos dejando migajas por el camino sin darnos cuenta.
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Fosa cubital, así se llama el pliegue del codo donde hay que estornudar. La busco en un grabado que compramos en un viaje, uno de nuestros pequeños tesoros. Hacía parte de un antiguo tratado de anatomía de Juan Valverde que data de 1608. Está colgado en el corredor que conecta la sala con el baño. Siempre que paso por ahí me quedo mirándolo unos segundos. En el grabado, algunos músculos pertenecientes a las extremidades de un hombre se desprenden como hojas de sábila desmayadas. Un par de ellos caen de las piernas y se confunden con plantas y rocas sobre el suelo. Es tan bello como aterrador.
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Tengo que empezar a planear las clases de traducción, pronto el instituto del Gobierno para el que trabajo dará por iniciado el semestre. Pienso en posibles lecturas. Me acuerdo de Cenizas y rojo de Pyun Hye-Jeong. En la primera página leo, no sin inquietud: “Tal y como había escuchado en el noticiero de su país, sin importar qué tan fuerte fuese el virus, no había de qué preocuparse si mantenía las manos limpias”.
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Con la información pública revelada por el KCDC, un estudiante universitario creó el Corona Map, una aplicación móvil para conocer los movimientos de los seis casos confirmados hasta ahora. Convirtió un simple listado de lugares en un mapa con rutas en varios colores, según cada paciente. Aplicaciones, la nueva manera de entender el mundo, al tiempo que alimentamos con datos a la máquina. Aplicaciones para todo y para todos. Antes el mismo estudiante universitario había creado una aplicación para autodiagnosticar la caída del pelo.
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Me despierto con la sensación de que tengo que hacer algo con urgencia. Solo con el primer café me doy cuenta de qué. Voy hasta el recibidor y busco mi tarjeta del Seguro Nacional de Salud (SNS) entre los recibos de los servicios. En realidad no la necesitaría, basta con mi número de identificación, pero ya he empezado a desconfiar de lo que no puedo ver. El SNS coreano es el único muro de contención posible entre nosotros y el virus. Por fortuna es universal, todos en el país lo tenemos. Vamos con el salvavidas puesto en el barco.
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Me acuerdo del reloj despertador SONY que tenía mi padre sobre la mesa de noche. Los números blancos estaban sobre láminas negras y cambiaban con un ruido seco llegado el momento. A veces me quedaba de rodillas y lo miraba fijamente tratando de anticipar el salto. Clic. El 05 era reemplazado por un 06. Clic. Pocas veces lo logré. En eso pienso al ver cómo aumenta la cifra de contagios, la diferencia es que los números no son consecutivos como en el reloj de mi padre, ahora saltan del 11 al 15 en pocas horas. Uno de esos nuevos contagios está ligado al hombre que visitó la clínica de cirugía plástica. Un almuerzo entre amigos, colegas, quizás compañeros de colegio que no se veían hace años y justo deciden encontrarse ese día. Y ahora ambos están recluidos en un hospital, sin poder contactar a nadie más que por teléfono. Se les da el consuelo de saber que recibirán una compensación bajo la figura de vacaciones pagadas, aunque dudo que alguno piense en días de asueto mientras son monitoreados las veinticuatro horas. A los aislados por prevención se les dará 350 euros si viven solos, una familia de cuatro recibirá 1.000. Y los que no cumplan con su encierro tendrán que pagar una multa de 2.800 euros. Los números migran ordenados desde las páginas económicas y pasan a dominar el frente.
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Un avión ha traído a los primeros repatriados de Wuhan. Los residentes de las dos ciudades donde 720 personas pasarán la cuarentena se han quejado. Algunos proponen armar una barricada con tractores para no dejarlos pasar. Como un animal dormido por años, nuestros miedos más primitivos empiezan a despertar y apenas nos damos cuenta.
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Lunes en la mañana. Paso casi una hora viendo videos de gente en Wuhan siendo amonestada por drones. Se parecen a una de esas grabaciones de tribus no contactadas en el Amazonas. “Usted, abuela, no puede estar en la calle sin mascarilla, mejor váyase a casa y lávese las manos”, dice una voz robótica de hombre. La anciana se queda mirando al dron con una sonrisa de desconcierto. El dron se acerca un poco más y la mujer empieza a caminar rápido por un descampado con una bolsa de plástico vacía bajo el brazo. El dron la sigue y ella voltea cada tanto a verlo. En un videojuego sería el momento perfecto para disparar.
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Nos dicen que ya se ha recuperado el primer enfermo. A lo mejor esta sí es como una gripa fuerte.
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Un conocido presenta su nuevo disco. Es la primera vez que lo toca en público. El concierto tiene lugar en una sala mediana, para doscientas cincuenta o trescientas personas. Me sorprende toda la parafernalia. En la entrada hay gel para limpiarse las manos y mascarillas gratuitas. También una pantalla y un sistema térmico que mide la temperatura. Si alguien pasa de los 37,5 grados se dispara una alerta. Paso sin problemas, no tengo fiebre, pero me vuelvo para tomar una foto de mi cuerpo y mi cara en la pantalla. Mi abrigo sale verde en la parte baja, amarillo en los hombros. Mis manos y celular son púrpura, como mi cara. Una cruz roja aparece en mi frente. Claramente soy yo, con mis gafas, mi manera de curvar el cuello cuando estoy concentrado. Ha salido tan bien que decido usarla como mi foto de perfil en una red social.
Ubico mi asiento y luego doy una mirada alrededor. Parece un pabellón de hospital, todos los asistentes llevamos mascarillas. Los fumadores son quienes peor lo pasan, antes su tosido característico molestaba solo a los más sensibles. Hoy genera un poco de nervios, aprehensión. Siento como varios contienen el aliento y yo con ellos.
A la salida me encuentro con un amigo, un médico. Le pregunto a quemarropa si las mascarillas sirven de algo. Él tampoco está seguro, pero en caso de duda es mejor usarlas, me dice apenado de su poco aire científico. Aprovecho y lo invito a mi cumpleaños, será mañana en casa. Irá. Queremos hacer una fiesta grande, cocinar, abrir botellas, poner discos. Hace mucho que no invitamos a nadie. Voy a pensar qué puedo preparar, a lo mejor intentaré replicar ese plato de cerdo, cilantro y chiles secos rojos que a veces pedimos en un restaurante chino del barrio. Ya usamos la aplicación telefónica para pedir que alguien venga a limpiar el apartamento a fondo. Casi siempre envían señoras chinas. Espero que la gente no les esté cerrando la puerta en la cara. Oí de un restaurante que prohibió la entrada a clientes chinos. Una vez vino a limpiar una señora coreana, extremadamente amable y eficiente. Antes de irse nos dejó un papelito de su puño y letra. Era cristiana evangélica, quería que visitáramos su iglesia.
Regreso en bus a casa. Detrás de la silla del conductor y en la puerta de salida hay un tarro de gel para desinfectarse. En caso de duda es mejor usarlo.
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Ayer la película Parásitos ganó varios Oscar. La broma entre la gente es obvia, perezosa: la secuela debería titularse Virus. En todo caso el director Bong Joon-ho ya tiene una película que en inglés se tituló The Host. Hospedador. Así se conoce en biología y medicina a los organismos que albergan a otros, que les dan techo y comida. El título en coreano es literalmente “Monstruo”. Busco un poco más sobre los virus. La necesidad de saber, ahora que la enfermedad nos ha hecho pensar de nuevo en clases de biología y no de informática. Acuden a mi mente dibujos de células en un cuaderno, viejas palabras que de niño repetía orgulloso de no trabarme, ácido ribonucleico, citoplasma, procariota, eucariota, endomembrana y mi favorito, el misterioso aparato de Golgi.
Con la invención del microscopio electrónico pudimos ver los virus por primera vez, en 1935. Tan solo en la primera mitad del siglo XX fueron clasificados más de dos mil. Desde hace unos años muchos científicos los denominan “organismos al límite de la vida”. Muertos vivientes, como los de Tren a Busan. En 2008 fue descubierto el primer virófago. Un virus que come virus. Una de las particularidades de los virus es que no pueden multiplicarse en medios artificiales. Necesitan de bacterias, plantas o animales para hacerlo. Eso ha venido a recordarnos el recién llegado, que somos animales. Busco imágenes, necesito verlo. En algunos gráficos parece una inofensiva pelota de goma con ventosas, de esas que tiran los niños contra la pared y se quedan pegadas. En otros tiene toda la cara de un agente invasor, subversivo.
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Se ha establecido que el paciente 16 tuvo contacto con 450 personas durante la ventana de contagio. Todos ya fueron ubicados y se les ha hecho la prueba. En un día promedio, yo tengo contacto directo con unas cinco personas. Cuando estoy escribiendo, hay días en que solo veo a Soojeong. En eso nos parecemos la paciente 14 y yo. ¿Qué clase de vida llevará?, me pregunto. ¿Escribirá también o será una agorafóbica crónica? Quizás sufra de Daeinkipi jeung, un subtipo de fobia social también común en Japón. No consiste en un temor a ser juzgado o una vergüenza inmanejable, más bien tiene que ver con la ansiedad que genera importunar a alguien, incluso con el olor corporal. En 1910 el doctor Shoma Morita estableció un tratamiento para este tipo de fobia y entre otras cosas recomendaba la escritura de un diario.
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Los casos repuntan y ya no se comenta la telenovela sobre el desquiciado romance entre la heredera de un conglomerado de empresas surcoreano y un apuesto capitán del ejército norcoreano. La gente prefiere hablar sobre la paciente número 28, una mujer china de 30 años que resultó ser la secretaria del paciente número 3. Juntos visitaron la clínica de cirugía plástica Glovi y el NewV Hotel.
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Le han puesto nombre, lo han bautizado. Ahora su identificación oficial es SARS-CoV-2 y la enfermedad que produce, Covid-19. Los coreanos lo seguirán llamando Corona. Aquí nadie quiere poner en su boca la palabra virus, con su sabor a colchón húmedo, tizones ardiendo y lejía.
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