Fotografía de Stephanie Keith / Reuters.
Trump acababa de llamar a sus seguidores a marchar hacia el Capitolio. “Y vamos a animar a nuestros valientes senadores y a hombres congresistas y mujeres congresistas”, dijo montado en una tarima. “Y probablemente no vamos a estar animando mucho a algunos de ellos. Porque ustedes nunca recuperarán nuestro país con debilidad. Tienen que mostrar fuerza y tienen que ser fuertes”. En particular, Trump presionó a Mike Pence, vicepresidente de Estados Unidos y responsable de presidir la sesión conjunta de senadores y diputados. “Si Mike Pence hace lo correcto, ganamos la elección”.
Julián y Martha se informaron pronto con otros asistentes y asumieron el discurso de manera precisa:
−Vamos a presionar a los legisladores y a Mike Pence para que detengan el fraude −me aseguró Julián.
−¿Cómo van a hacerlo? −les pregunté.
−Por ahora, con las protestas −respondió Martha−. Nos tienen que escuchar, nosotros los elegimos… pero si no nos escuchan, esto se puede poner feo.
Ya había oído ese discurso muchas veces, antes, en otros mítines de Trump. Pero esta vez lo decían con un sentido de urgencia.
−Esta es la elección que verdaderamente cuenta −me explicó Julián−. Es la última oportunidad que tenemos para defender la voluntad de los americanos, la nuestra.
La marcha también era distinta por el sujeto al que iban dirigidos los ataques. Mientras que, durante meses, el enemigo fue el Partido Demócrata, en esta ocasión, Trump enviaba a sus seguidores a oponerse contra algunos funcionarios republicanos.
Martha y Julián se perdieron entre los ríos de gente que avanzaban por avenida Pensilvania, avenida Constitución y sus calles aledañas. De un momento a otro, todos los alrededores del Capitolio estaban cubiertos: había gente en los jardines, en las banquetas, incluso en los barandales.
La presencia de cuerpos de seguridad era mínima, considerando el contexto. Fue imposible no hacer el contraste mental con las imágenes de las marchas contra el racismo del verano de 2020, cuando militares armados patrullaron en tanques de guerra las calles de la ciudad y la Guardia Nacional protegió preventivamente los monumentos. Esta vez los manifestantes no ameritaron tales precauciones ¿porque apoyaban a Trump?, ¿porque no habían criticado a la policía?, ¿porque eran blancos?… En cualquier caso, el cálculo fue incorrecto y las consecuencias, trágicas.
Fotografía de Leah Millis / Reuters.
Michael y sus amigos de Seattle ya tenían decenas de fotografías y videos de las protestas, que servirían para mover sus redes sociales durante varios días, pero no iban a perder la oportunidad de vivir la acción aún más de cerca, así que empezaron a escalar los muros, junto con otros cientos de jóvenes, con la intención de entrar al edificio del Capitolio.
A las dos y media de la tarde, la turba logró vencer la seguridad instalada; los policías, desorganizados y superados en fuerza, cedieron. En cuestión de minutos, el caos se apoderó de la escena. Ventanas rotas, muebles en el piso, y una multitud que no sabía qué hacer con lo que acababa de conseguir. Unos cuantos se tomaron selfis, otros vandalizaron el inmueble mientras increpaban a los policías que merodeaban los pasillos de manera valiente y absolutamente inútil. Otros más pretendían “cazar a Pence” al tiempo que publicaban mensajes amenazantes contra funcionarios y medios de comunicación.
La sesión del Congreso, en un acto sin precedentes, fue suspendida por motivos de seguridad. Empezaron a correr en las redes sociales imágenes de legisladores resguardados en la sala de sesiones, tirados en el suelo, atemorizados, intentando protegerse. Dentro del edificio se escuchaban gritos y balazos. Mientras los legisladores eran evacuados, afuera del Capitolio había opiniones encontradas.
“¡Ese no es el camino, carajo!”, repetía enojado Kenneth, un hombre con el rostro casi tan rojo del coraje como la gorra de Make America Great Again que traía en la cabeza. “¡Llevamos un año criticando la violencia de los manifestantes demócratas de Black Lives Matter! ¡No podemos ahora hacer lo mismo!”, les decía a sus dos hijos, que asentían silenciosos a manera de apoyo, recibiendo el regaño que no les correspondía.
Amanda, una mujer mayor que venía de Nevada, pensaba distinto. “Los entiendo”, me dijo. “Yo ya no tengo edad de estar haciendo esas cosas, pero comprendo que ellos lo hagan porque estamos muy enojados”.
De pronto, la Casa Blanca empezó a pagar las consecuencias de la crisis con reacciones de su personal. La primera en presentar su renuncia fue Stephanie Grisham, exsecretaria de prensa y coordinadora de asesores de la primera dama. Le siguieron Sarah Matthews y “Rickie” Niceta, subsecretaria de prensa y secretaria social, respectivamente. Se les unió el segundo asesor de seguridad nacional, Matthew Pottinger.
En las siguientes horas, la lista de renuncias se extendió incluyendo a miembros del gabinete y otros funcionarios del gobierno. Entre ellas, la de Elaine Chao, secretaria de Transporte, y las de algunos asesores de alto nivel en materia de seguridad, comercio y relaciones internacionales.
Con autorización de Mike Pence, 1100 elementos de la Guardia Nacional de DC y 650 de Virginia se movilizaron en Washington para apoyar la contención de los disturbios. A las cinco y media de la tarde finalmente lograron sacar a los manifestantes del edificio.
“Fue aterrador pero por algún motivo seguí empujando”, me dijo Michael sobre su entrada al Capitolio. Según relata, una vez adentro, le rociaron gas lacrimógeno en tres ocasiones y lo golpearon con un tolete.
Fotografía de Leah Millis / Reuters.
A pesar de que la alcaldesa Muriel Bowser decretó un toque de queda a partir de las seis de la tarde, cientos de personas se mantenían en las inmediaciones de la sede legislativa.
“¡Move!, ¡move!, ¡move!, ¡move!”, gritaban los militares a coro, sus botas negras chocaban rítmicamente contra el asfalto. Sus miradas fijas atravesaban los escudos transparentes con los que empujaban a los manifestantes que todavía se resistían a recular.
“¡Ya no los defenderemos!”, escuché a un hombre enojado gritar a lo lejos. Los manifestantes se sentían traicionados por los cuerpos de seguridad. Tras defenderlos durante meses de los demócratas que buscan reducir sus recursos, esperaban un apoyo incondicional de su parte a la hora de intentar un golpe contra el poder.
Minutos más tarde, Twitter anunció su decisión de suspender la cuenta del presidente durante 12 horas, Facebook lo hizo por 24 horas y después anunció que mantendría la suspensión hasta la toma de protesta de Biden, por el riesgo que implicaba que Trump siguiera acusando un fraude sin evidencia a través de sus redes sociales.
Afuera del Capitolio, Martin y sus amigos, vestidos en ajuares de guerra de pies a cabeza, hablaban en voz alta de una guerra civil. No tenían armas ahí, pero me aseguraron que había “montones” en sus casas.
“Nos estamos organizando,” me dijo Martin y enseguida me interrumpió para posar para una chica entusiasta que transmitía, muerta de frío, un facebook live.
La sesión del Congreso se reanudó alrededor de las ocho de la noche. Con 93 votos en contra y 6 a favor, el Senado rechazó la objeción al conteo de votos en Arizona. Antes de la irrupción de las multitudes en el Capitolio, 14 senadores habían expresado su apoyo a Trump; después de lo ocurrido, perdió el respaldo de ocho. La Cámara de Representantes tampoco admitió la objeción, con 303 votos en contra y 121 a favor. Se objetó la votación de Pensilvania, igualmente rechazada por ambas Cámaras.
A las cuatro de la mañana se declaró certificado el triunfo de Joe Biden y Donald Trump publicó un comunicado en la cuenta de Twitter de su coordinador de comunicación social: “Aunque estoy en total desacuerdo con el resultado de la elección, y la evidencia me respalda, habrá una transición ordenada el 20 de enero […] ¡Este es solo el inicio de nuestra pelea para hacer a América Grande de Nuevo!”
Michael y su grupo decidieron pasar la noche en Virginia celebrando lo que consideraron “una enorme victoria”; partirían rumbo a Seattle hasta el jueves por la mañana. “Hicimos que nuestra voz se escuchara”, me dijo Michael con un tono de satisfacción. “Todo el país vio en las imágenes lo que teníamos que decir”.
No hizo mención alguna a las cuatro vidas perdidas, a los 14 agentes heridos, a los 52 detenidos, ni a las armas de fuego y las bombas caseras que se encontraron en el área.
Más tarde, me escribió:
“Estamos bebiendo. Fue un día muy estresante pero el viaje ha sido divertido. Fue una experiencia inolvidable”.