Mientras que la Ciudad de México alcanzó a tener una mortalidad, como ya se mencionó, de 50% de muertes adicionales en junio, hacia el final del mes ya se había reducido esa sobre-mortalidad, alcanzando todavía un 30%. Por lo menos los datos sugieren que la tendencia va en la dirección correcta. Hay otros estados en donde los niveles de sobremortalidad son todavía extremadamente altos, por ejemplo, en la gráfica sobresalen las tendencias muy preocupantes de Sinaloa, Tabasco y más recientemente Campeche. La gráfica también resalta Baja California, donde hubo un pico muy preocupante al principio de mayo, pero desde entonces ha habido un gradual descenso en la sobre-mortalidad. Hay muchos estados todavía mostrando muertes en ascenso, como el ejemplo que se muestra de Tamaulipas. Finalmente, algunos estados han logrado mantener la mortalidad adicional por debajo del 10% durante muchas semanas, aunque muestran una tendencia ascendente (en la gráfica se resalta Zacatecas). Se puede apreciar también en la misma gráfica que para el país como se llegó a tener una sobre-mortalidad mayor al 30%, pero en las últimas semanas la tendencia va mejorando un poco.
Se sabe por la experiencia internacional y los estudios en México que el exceso de mortalidad seguramente es más alto de lo que indican los datos de las muertes confirmadas por Covid-19. Según datos presentados por la Secretaría de Salud el 25 de junio, en un periodo de 15 semanas en 20 estados del país donde vive 66% de la población total, solo hubo 22,367 defunciones confirmadas por Covid-19. Sin embargo, se registraron 71,315 muertes más de lo esperado en estos estados en el mismo periodo, con un total de 202,077 muertes. Este número representa un exceso de mortalidad de 55% en promedio y hasta 94% en la semana más grave, lo cual es totalmente creíble comparado con la experiencia de otros países.
Una métrica importante en salud pública, además de simplemente contar defunciones, es considerar el número acumulado de años de vida que se están perdiendo cada vez que alguien muere prematuramente. En el país, la mayoría de las muertes por Covid-19 no han sido niños, ni jóvenes ni adultos mayores: el 58% de los fallecidos tenían entre 29 y 64 años. Comparar la mortalidad de 100,000 personas por Covid-19 (con base en la demografía de las muertes registradas hasta el momento) al lado de la mortalidad “normal” en el país, permite también dimensionar quién está muriendo de forma prematura.
Así como los analistas de desarrollo consideran que la esperanza de vida al nacer o la mortalidad infantil son claros indicadores de bienestar en una sociedad, una metodología de salud pública bien establecida —conocida como el Global Burden of Disease (GBD)— permite extender la lógica de la pérdida irremediable de una vida que apenas inicia, considerando que cada muerte prematura debe ser contabilizada conforme a los años de vida perdidos, respecto al potencial demográfico.[5] Así, se puede dimensionar mejor la pérdida de bienestar social y se puede analizar la salud como un proceso con fuertes determinantes socioeconómicos, complementando el entendimiento de condiciones estrictamente médicas o clínicas.
Hasta la fecha, restando la edad al morir de la esperanza de vida de cada persona que se ha muerto oficialmente por Covid-19 en México, se ha perdido ya más de 900,000 años de vida. Esto se calcula tomando en cuenta que en promedio se pierden 22.7 años por cada muerte de pacientes con Covid-19 confirmado mediante prueba positiva. Si el perfil demográfico de los muertos se mantiene igual, mientras que la cantidad de muertes alcanza 100,000, como lo predicen los pronósticos, los mexicanos perderían un acumulado de 2.2 millones de años de vida, tiempo perdido de trabajo productivo, amistades y de vida en familia. Este cálculo no incluye el exceso de mortalidad por casos no detectados con prueba, o fallecimientos por otras causas, pero asociados a las disrupciones de la epidemia. En realidad, los años de vida perdidos en el país probablemente serán 2 o 3 veces esa cifra.
Gracias a la capacidad de nuestro sistema de salud, las oficinas estadísticas del INEGI y de los registros civiles, también sabemos con bastante detalle de qué mueren típicamente los mexicanos. Esta mortalidad es medida mediante certificados de defunción y compilada con cuidado por el INEGI y la Secretaría de Salud. La metodología del Global Burden of Disease (GBD) divide a las muertes en tres categorías: 1) las enfermedades crónicas, 2) las lesiones, y 3) las enfermedades infecciosas y las muertes maternas, neonatales y por desnutrición. La peculiaridad del comportamiento de la mortalidad en México de los últimos años es que conforme se avanza en la prevención de muertes por enfermedades infecciosas han crecido tanto las lesiones como las enfermedades crónicas.
La gran mayoría de las muertes en el país son por enfermedades crónicas (558,898 muertes registradas en el 2018). La transición epidemiológica ha significado que un fallecimiento a causa de una enfermedad infecciosa o una muerte materna o infantil es cada vez menos frecuente. Sólo una décima parte (72,169) de las muertes totales registradas en el 2018 fueron por estas causas. Las lesiones, dentro de las cuales se incluyen los homicidios y todos los otros fallecimientos por causas como accidentes o suicidios, representan casi el 13% (91,076 muertes).
En la gráfica se pueden apreciar las defunciones en México en 2018, reclasificadas según las causas de muerte definidos por el GBD.[6] Del lado derecho se muestra el desglose de muertes por cada 100,000 habitantes y del lado izquierdo se presenta la estimación de cuántos años de vida se están perdiendo por cada muerte en cada causa. Los colores representan las tres grandes categorías de padecimientos por los que se mueren los mexicanos. Es bien sabido que la mayor parte de las muertes hoy en día son por enfermedades crónicas sobre todo cardiacas, circulatorias y diabetes, seguidas por cáncer. Pero esas enfermedades afligen a personas con edades mayores, por lo que los años de vida perdidos por muerte en estos padecimientos no son tan altos como para las lesiones.
Dejando de lado las muertes por enfermedades neonatales (en las cuales básicamente se pierden todos los años de la esperanza de vida al nacer), son las lesiones, incluyendo los homicidios y los accidentes de tránsito, donde se pierden vidas de miles de hombres (y en menor proporción mujeres) todavía con mucha vida por delante. La muerte por Covid-19 muy probablemente sobrepasará este año tanto a todas las lesiones como a las muertes por enfermedades transmisibles que se registraron en el 2018. De hecho, como causa de muerte, Covid-19 probablemente estará a la par con el cáncer y se sobrepasará todas las otras causas de mortalidad excepto diabetes y enfermedades cardiacas.
El análisis se debe realizar también en la dimensión territorial. El Atlas de la Gobernanza de la Salud Pública en México ofrece mapas interactivos donde se pueden apreciar los patrones de los certificados de defunción en México hasta el año de 2013, calculando tanto la tasa de mortalidad ajustada por edad y los años de vida perdidos (AVP) por género a nivel estatal y municipal. Existen fuertes diferencias territoriales en la mortalidad y las desigualdades territoriales de la muerte por Covid-19 serán analizadas en una entrega futura, donde se pueda responder a la pregunta de cómo se pueden distribuir recursos en un sistema federal en formas más compensatorias.
Este análisis sugiere retos fundamentales que se tendrán que ir resolviendo sobre la marcha, en las próximas semanas y meses, mientas continúa la epidemia. Los retos no son nuevos. Son herencias de un sistema de salud fragmentado y con huecos en la calidad de su servicio, caracterizado por fuertes desigualdades en la atención médica y un fuerte déficit en la rendición de cuentas hacia los ciudadanos. La pandemia aclara lo obvio: contar con un sistema de salud pública capaz de ofrecer una atención médica de calidad es un tema de vida o muerte. También subraya que las fuertes y visibles desigualdades en el país se extienden a la salud de cada persona, manifestándose en riesgos más altos para los que tienen que salir a trabajar y para poblaciones con condiciones preexistentes que se traducen en comorbilidades.
La transparencia del gobierno de hacer disponibles datos en tiempo real para mostrar la evolución de la pandemia es loable y ha permitido que medio país entienda complejos modelos epidemiológicos y discuta con sofisticación las características de la curva y las proyecciones numéricas. Pero también significa que la ciudadanía exige cada vez más una mejor explicación de las claras deficiencias de la capacidad del estado para hacer disponible un mayor número de pruebas, registrar correctamente las muertes por Covid-19, poner en marcha políticas de contención que permitan frenar la epidemia antes de abrir prematuramente, y al final del día proveer atención médica oportuna a quienes se enferman.
No es posible resolver a corto plazo las desigualdades del país ni la debilidad estructural del sistema de salud pública. Pero si se puede usar la información disponible de una mejor forma, para corregir el rumbo en los lugares donde la pandemia no se ha contenido, dirigir recursos fiscales y médicos a donde más se necesitan, e informar oportunamente a los ciudadanos sobre la evolución del contagio en sus territorios, en lugar de darles la falsa expectativa de que lo peor ya pasó y pueden regresar a su vida normal. Se puede elaborar un panorama diferenciado que permita tener respuestas estatales y hasta municipales diversas, dependiendo del perfil de mortalidad de cada entidad. Y se debe discutir desde ya en el Congreso y el Ejecutivo Federal, así como los estados, cómo crear una nueva arquitectura presupuestal de políticas públicas no sólo para el sector salud, sino que incluya mecanismos de compensación por medio de apoyos sociales, suficientemente matizada para sobrellevar una pandemia que no terminará en unas semanas más.
[1] El número de muertes pronosticadas se reduce, previniendose en promedio alrededor de 12 mil muertes, si se utilizan máscaras en forma universal. Pero el IHME prevé también un escenario en donde la mortalidad es mucho mayor, porque se eliminan las restricciones sociales. En ese escenario más pesimista, la proyección para México es de 140,277 muertes [con un rango de 102,822 – 184,285].
[2] El modelo Gompertz, elaborado por investigadores del CIMAT, que consiste más bien en un ajuste de curvas epidemiológicas proyectadas con datos oficiales y está disponible en el repositorio de CONACYT, estimaba el 8 de julio un acumulado nacional de 275 mil casos confirmados, prediciendo un total acumulado para de 1,163,793 para el mes de octubre. Con una mortalidad del 6.2% (obtenida de una tasa más bien conservadora, a partir de la tasa de fatalidad por caso de todas las muertes incluidas en la base de datos de pacientes bajo estudio en México, con el corte del 18 de julio), ese modelo arrojaría un total de más de 70 mil defunciones para el inicio de octubre. Los cálculos de Arturo Erdely también apuntan en éste orden de magnitud, aunque sus modelos estadísticos no pretenden ser pronósticos. Los reportes en prensa del Modelo de Simulación SC-COSMO, que incluye colaboradores del CIDE, parece indicar las mismas tendencias. El modelo AMA (elaborado por Marcos Capistrán, Andrés Christen y Antonio Capella del Instituto de Matemáticas de la UNAM) se calcula en forma más desagregada para las 74 zonas metropolitanas del país, presenta también un pronóstico (con la actualización del 4 de julio) en ese mismo orden de magnitud.
[3] En este análisis de la Ciudad de México encontraron certificados de defunción con mención de COVID tres veces más numerosos que las muertes reportadas en la base oficial. El análisis de Mario Romero Zavala y Laurianne Despeghel en Nexos ha estimado un exceso de mortalidad para la ciudad de 14,868 muertes (comparado con 3,625 muertes por COVID-19 en las cifras oficiales) al 4 de junio.
[4] Hay fluctuaciones en la mortalidad a lo largo del tiempo, con más muertes ocurriendo durante los meses del invierno, y en ocasiones, sobre todo en estados con menor capacidad administrativa, hay muertes que no se reportan a la autoridad. Pero se puede de alguna manera “estandarizar” el tamaño relativo de las muertes de COVID-19 para cada semana de la epidemia, comparada con las muertes semanales de 2018.
[5] El estudio pionero en este tema es el de Stevens, Gretchen, Rodrigo H. Dias, Kevin JA Thomas, Juan A. Rivera, Natalie Carvalho, Simón Barquera, Kenneth Hill, and Majid Ezzati. «Characterizing the epidemiological transition in Mexico: national and subnational burden of diseases, injuries, and risk factors.» PLoS medicine 5, no. 6 (2008). El trabajo más completo hasta la fecha es el del grupo de investigadores coordinado por Gómez-Dantés, Héctor, Nancy Fullman, Héctor Lamadrid-Figueroa, Lucero Cahuana-Hurtado, Blair Darney, Leticia Avila-Burgos, Ricardo Correa-Rotter et al. «Dissonant health transition in the states of Mexico, 1990–2013: a systematic analysis for the Global Burden of Disease Study 2013.» The Lancet 388, no. 10058 (2016): 2386-2402. La carga de la enfermedad propiamente dicha sería el acumulado de los años perdidos, ajustado para calcular lo que se conoce como DALY (Disability Adjusted Life Years), que agrega a los años perdidos un valor por los años que se viven padeciendo de disabilidades provocadas por la enfermedad.
[6] El Atlas de la Gobernanza de la Salud Pública ofrece visualizaciones para todos los certificados de defunción de 1998 a 2013, y los datos se encuentran disponibles para los investigadores a nivel estatal y municipal. Los mapas incluyen tasas de mortalidad (ajustadas por edad) por causa, distinguiendo enfermedades transmisibles, crónicas y lesiones). La distribución desigual de estas muertes obedece al patrón bastante conocido de desarrollo del país, aunque resulta interesante notar que el patrón territorial no es una simple división entre Norte y Sur.