¿De dónde vienes, soñador?
La historia comienza cuando los padres de Antonio deciden dejar Veracruz para migrar a Estados Unidos. Esto es lo que pasó después…
Mi historia comienza en el momento en que mis padres decidieron llevarme a los Estados Unidos. Recuerdo a mi mamá llegar por mí a la escuela, pidiendo que me saliera de la clase porque teníamos que ir a visitar a mi tía. Para mí, en ese entonces, no sonó tan fuera de lo normal. No la había visto en cinco años y claro que quería verla. Recuerdo que sin dudarlo dije que sí.
Al salir encontramos a mi hermano; solo le dije que lo vería más tarde en la casa de mis abuelos. Mi mamá le dio un beso y le dijo «adiós». Yo tenía diez años y esa fue la última vez que vi a mi hermano. Mi papá ya nos esperaba en el carro y cuando me subí, empezó la aventura. Me dijeron la verdad: nos íbamos de Martínez de la Torre, Veracruz, rumbo a los Estados Unidos. La noticia me cayó como un balde de agua fría. Mi temor no era llegar a un país nuevo, pero tenía miedo de separarme de mis abuelos. Para mí, ellos eran lo más importante en ese momento. Todo el viaje hacia la Ciudad de México estuvo repleto de recuerdos, incertidumbre y llanto. Quería regresar y tener, por lo menos, un minuto para despedirme de ellos y decirles que sin importar el lugar a donde fuera, los llevaría en el corazón. Del aeropuerto de la Ciudad de México volamos a Hermosillo, el trayecto tomó un par de horas. Al llegar, ya esperaba por nosotros una camioneta que nos llevaría a una casa en medio de la nada. Ahí comenzó la verdadera odisea. La primera fase implicó pasar dos días encerrados en esa casa, sin poder salir, por temor a que los vecinos se dieran cuenta y avisaran a las autoridades. Mi papá y mi tío eran los únicos que salían y solamente para comprar algo de comer. Dormíamos en unos colchones que estaban tirados en el suelo. La mañana del tercer día, una camioneta nos esperaba frente a la casa. Esa fue la primera de muchas paradas que hicimos en diferentes casas para recoger a otras personas que harían la misma travesía. La última vez que paramos, fue por comida. Había dos botellas de agua para adultos y una para niños, además de unas cuantas latas de atún y otras de maíz. Ese iba a ser todo nuestro alimento durante varios días. Los que no eran mexicanos tuvieron que aprenderse el himno nacional, en caso de que los militares nos detuvieran.
El reflejo de la luna en aquel camino fue nuestra único aliado. No sé si es mi sentir, pero nunca había visto a la luna brillar tanto como en esos días. El silencio del desierto nos advertía de los peligros y nos aseguraba que por más silencio que hubiera, siempre teníamos que tener cuidado. Empezamos a caminar, era una noche cálida. Mis padres me aconsejaron que no me alejara de ellos. Pasaban los minutos, las horas y no llegábamos a ningún lado. El primer día también pasó, y nada. La desesperación por no llegar a la meta era persistente. Las preguntas, ¿cuánto falta?, ¿cuándo llegaremos?, empezaron a relucir. La misma respuesta en cada ocasión: «pronto». Tiempo después el coyote por fin nos dio una referencia. »¿Ven aquella casita en ese cerrito? Ahí vamos a llegar», dijo. Pero ese cerro parecía moverse, porque no fue hasta el tercer día que nos le acercamos. Se escuchaban las perreras, algo que todos describen cuando cruzan la frontera. Sin agua y sin comida, buscábamos una esperanza al final del túnel. Lo único que encontramos fue un canal de riego en medio del desierto. A lo lejos se escuchaban vacas y ladridos de perros, como si hubiera una granja cerca de ahí. Llenamos las botellas con agua de ese canal, nuestro único filtro fue un pedazo de tela que mi papá arrancó de su camiseta. Al tomarla, uno podía sentir la tierra, pero eso no importaba. Había que exterminar la sed y el agua que encontramos era, literalmente, un tesoro en medio del desierto. Seguimos caminando y tomando agua con tierra una y otra vez. Fue como hasta las tres de la tarde que llegamos a ese cerro. Sin saberlo, ya estábamos en Arizona. La mayoría de las personas tenían llagas los pies y muchos estaban deshidratados. Algunos llegaron a pensar que era el final de la amarga travesía.
Sin embargo, aún había un largo camino por recorrer. Nos metieron en un carro: dos personas en la cajuela, cinco en la parte de atrás y uno más junto al conductor. Éramos nueve personas en un auto para cuatro pasajeros, íbamos directo al aeropuerto de Los Ángeles. No había tiempo que perder, el avión con destino a Nueva York nos estaba esperando. Al llegar a Manhattan sentí que estaba viviendo un sueño. Era como estar en un mundo de gigantes. Había rascacielos por todas partes y tenía temor por lo que podría pasar después. Aquí, me tocó aprender un idioma nuevo y adaptarme a una cultura diferente. Lo más triste seguía siendo tener que vivir lejos de mis abuelos y mi hermano. Mis padres, por falta de información, no me querían mandar a la escuela, pues pensaban que los indocumentados no podían ir a estudiar. Un año después, empecé mis estudios en este país. Han sido muchos años de sacrificio. Ver a mis padres trabajar los siete días de la semana para poder darme lo necesario, me dio las fuerzas necesarias para dedicarles todos mis logros académicos. Una nota de 90 no era suficiente para mí, porque sabía que ellos daban el 100% en el trabajo para que yo pudiera estudiar y que no me faltara nada. Pasaron los años y en el 2011, la noticia que por muchos años rogué no escuchar, llegó: mi abuelo había fallecido. Sabía que era indocumentado, que no podía ir a México para darle el último adiós a la persona que me había dado los mejores consejos por muchos años. El dolor más grande vino al ver a mi padre derrumbarse sabiendo que, por la misma razón, no podría despedirse de su padre; que debido al sistema migratorio, no había otra opción más que resignarse.
Aún sin recuperarse de la pérdida de mi abuelo, mi padre se enteró de que mi abuela tenía cáncer. Envuelto en desesperación y con la mirada puesta en salvar a la persona que lo trajo al mundo, mi papá la puso bajo tratamiento. Los resultados parecían ir bien, hasta que un diagnóstico nos anunció que el cáncer ya era muy avanzado. Los días pasaban y mi padre rogaba todos los días que la mala noticia se postergara, pero el destino ya estaba decidido. El 1º Enero del 2012, una llamada a la 1am por parte de mi tía trajo la frase que nadie quería escuchar: mi abuela había fallecido. Mi padre no tenía consuelo. En lo único que pensaba era en regresar a México y ver a su mamá una última vez. ¡Estaba olvidando todos sus sueños! Olvidaba que quería tener su propio negocio en este país; que quería un negocio donde no pudiera trabajar sin ser explotado. Por su parte, mi madre planeaba seguir trabajando como ama de casa y traer a mi hermano a este país. Querían ser una familia feliz. Desafortunadamente, tras de la muerte de mi abuela, mis padres tomaron la decisión de volver a México y echar por la borda doce años de sacrificios en los Estados Unidos. Ya han pasado seis años desde que tomaron esa decisión, y hoy puedo decir que sus sacrificios no fueron en vano. Después de un largo proceso y muchas becas, soy el primero en mi familia en recibir un título universitario. Y mi lucha sigue. Soy un soñador que quiere limpiar el polvo que se ha acumulado en los valores de la Constitución de los Estados Unidos. Soy un soñador que trabaja para que se respeten los derechos de cada ser humano sin importar color, religión, orientación sexual, o estatus migratorio. Soy un soñador que lucha por el respeto a mis padres, algo que ellos nunca lograron cuando estuvieron aquí. Lucho por una reforma migratoria que incluya a mi comunidad, a los más de 11 millones de indocumentados que viven en este país, al que a pesar de todo, siguen viendo como «la tierra de la libertad y las oportunidades”.
*Antonio Alarcón trabaja en Make the Road New York, una organización que lucha por los derechos de los inmigrantes en Estados Unidos. Es un líder entusiasta que a su corta edad lleva casi una década organizando a su comunidad y trabajando para la aprobación del NY Dream Act y la Reforma Migratoria a nivel federal. Es egresado de la Universidad de la Ciudad de Nueva York, (Queens College) donde estudió cine. Actualmente protagoniza Indivisible, una película que pone en evidencia la separación de miles de familias, como consecuencia del actual sistema migratorio. La cinta, ganó el premio Peabody. Antonio ha publicado textos en The New York Times, El Diario, Remezcla, y participado en cadenas de televisión como Televisa, Univision, Telemundo,CNN y NBC.
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