¿Qué explicaciones vamos a dar en treinta o cincuenta años sobre el presente que estamos viviendo? La pregunta no la planteo previendo un citatorio del tribunal, un juicio en las páginas de la historia, sino como un ejercicio de registro.
¿Cómo relataremos en el futuro estos años de pandemia? ¿Hablaremos de estos días como el inicio de un cambio radical o será sólo un paréntesis incierto y terrorífico? Pienso que no sólo es pertinente sino urgente abordar este último cuestionamiento. Cada vez estoy más convencido de que aquella percepción de que estamos viviendo una suerte de “paréntesis” es errónea. El mundo ya es otro: nuestra sociedad cambió y nunca volverá esa normalidad como la entendíamos antes.
La pandemia sigue haciendo mella en lo económico, político y social y esas consecuencias influirán enormemente en el desarrollo de las sociedades. Es cierto que la historia nos puede dar pistas de cómo lidiar con esos cambios, pero la globalización y la hiperconectividad, propias de nuestro tiempo, le están dando una turbulencia inédita a este periodo. Más aun, el SARS-CoV-2 llegó para recordarnos lo conectados y dependientes que somos unos de otros, así como de las consecuencias graves que ha provocado la explotación irresponsable de nuestros ecosistemas. Los datos que la ciencia aporta nos indican que habrá un enorme impacto en el mundo imposible de revertir; sin embargo, serán nuestras acciones las que permitan o bien brindar una oportunidad para que la humanidad se adapte o que simplemente aceleremos la destrucción de la vida como la conocemos para las generaciones por venir.
Desde los años sesenta, cuando comenzaron a crearse fundaciones ambientales como el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF, por sus siglas en inglés) y el comité de asesores de ciencia de la presidencia de Estados Unidos presentó al ejecutivo sus preocupaciones por el efecto invernadero, en un documento de 1965 titulado “Restaurando la calidad de nuestro medio ambiente”, inició una lucha por parte de grupos de activistas y ambientalistas, quienes han exigido al poder político y económico asumir la crisis climática como una urgencia inconmensurable, además de difundir información que permita a la sociedad sumarse a este llamado.
A pesar de la evidencia contundente, todavía hay un porcentaje de la población que no considera el cambio climático como un tema relevante. Documentales como Behind the curve (2018) muestran cómo en Estados Unidos —el país más poderoso del mundo—, a través de internet, se han reforzado teorías de conspiración o, simplemente, se han resucitado discusiones que parecían añejas ante los avances científicos, como el hecho de que la Tierra es redonda. Y éste no es el único ejemplo: 40% de la población estadounidense da por falsa la teoría de la evolución, avalada y sostenida por la ciencia, y defiende el creacionismo, la noción de que Dios creó a Adán y a Eva, los puso en la Tierra hace diez mil años y de ahí surgió la vida.
A pesar de esto, en los últimos años hemos sido testigos de un fuerte movimiento que ha presionado la agenda mundial para poner el tema del medio ambiente en la mesa de discusión. Las huelgas organizadas por niños y jóvenes de todo el mundo, que se volvieron virales, el fenómeno Greta Thunberg y la presencia inédita de la COP26 en los medios de comunicación, además de muchos otros acontecimientos, nos permiten advertir que la opinión pública ha cambiado y el interés mediático también, y que es esencial seguir comunicando, de formas más masivas y creativas, la urgencia que amerita este problema.
En 1974 Elisabeth Noelle-Neumann escribió sobre la “espiral del silencio” —una teoría clave, hasta la fecha, en los estudios de opinión pública—, un fenómeno en el que el miedo al rechazo o al aislamiento provoca que una idea propia quede oculta. La teoría señala que una persona difícilmente dirá en voz alta lo que piensa si teme que su postura será poco popular o no obtendrá un amplio respaldo, por lo que prefiere guardar silencio. Sobre esta misma línea, casi treinta años después, Pablo Porten-Cheé y Christiane Eilders, de la Universidad de Düsseldorf, publicaron una investigación donde notan que, gracias a la fuerte penetración de las redes sociales, el miedo a decir una opinión que no sea bien recibida se desvanece frente a la posibilidad de expresarla desde el anonimato. A las personas les dejó de importar ser tachadas de extremistas o de hippies porque pudieron construir sus propios foros públicos, donde su posición podía ser mayoritaria.
Este tipo de fenómeno es evidente en temas que generan polémica, como el matrimonio igualitario, el aborto o la legalización de las drogas. Podría estar ocurriendo lo mismo con la crisis climática, que se ha colado en todo tipo de espacios. Yo me pregunto: la urgencia ambiental ¿es una preocupación públicamente mayoritaria? En este momento de la historia lo es y hay suficientes investigaciones para evidenciarlo.
En la actualidad, según el último estudio que publicó el Pew Research Center —un think tank con sede en Washington D. C. que se especializa en el análisis de tendencias políticas—, 72% de las personas se sienten algo o muy preocupadas por el cambio climático y 80% están dispuestas a modificar su forma de vida para cuidar el planeta. Pero ha tomado tiempo llegar hasta aquí. De acuerdo con datos del Banco Mundial, en 2009 sólo la mitad de la población consideraba que el cambio climático era un problema serio. ¿Cómo se ha transformado la opinión pública?
No sólo es el discurso lo que está cambiando, sino la forma de comportarse de una sociedad, que es, al mismo tiempo, fuerza de consumo y ciudadanía activa. Por ejemplo, el cambio en la percepción que tiene la mayoría de las personas sobre los problemas climáticos ha desencadenado, de manera cada vez más creciente, un reajuste de los incentivos para las grandes empresas, los inversionistas y los políticos. Ese panorama que se dibuja para empresas, gobiernos y ciudadanía es lo que me hace pensar con optimismo que seremos capaces de tomar acciones y darle forma a un futuro que permita nuestra supervivencia. Y, para compartirles mi optimismo sobre los incentivos a estos actores, me gustaría profundizar en cómo veo que podrá ser distinto el panorama para empresas y gobiernos gracias a una cultura ambiental que se mueve en el mundo, con cada minuto que pasa, de manera más popular e irrenunciable.
Pienso que estamos ante un cambio en la conformación de las élites económicas y en las preferencias de consumo. El paso de estafeta del capital global ya está en marcha y y avanza vertiginosamente. Desde 2014 los medios estadounidenses han colocado en la agenda la transición que tendrá lugar cuando los baby boomers (que, por lo menos, tienen 55 años) hereden sus empresas y fortunas a la generación X y a los millennials (que tienen 25 o más): “la transferencia de riqueza más grande de la historia”, un término acuñado por Business Insider.
Para explicar esta gran transferencia de riqueza de la forma más sencilla utilizaré la nomenclatura estadounidense que denomina trillón a un millón de millones. Según el grupo financiero PNC, dicha transferencia alcanzará los 59 trillones de dólares para 2061 y CNBC calcula que serán 68 trillones antes de 2045. Para ponerlo en perspectiva, el PIB de México es de casi un trillón de dólares; esto quiere decir que, de cumplirse los pronósticos de CNBC, cada año, hasta el 2045, habrá una transferencia de riqueza de los boomers a los millennials por el equivalente a casi tres veces el PIB de nuestro país.
¿Por qué importa este relevo económico para el medio ambiente? Cada vez es más amplio el porcentaje de la población que está preocupada por el cambio climático y, por tanto, las decisiones de consumo de millones de personas están atravesadas por la urgencia de actuar por el planeta. La reticencia a usar popotes y bolsas de plástico, que empezó como una tendencia, quizás trivial, se ha convertido en un llamado al consumo responsable encabezado por los propios consumidores y acompañado por las organizaciones de la sociedad civil. Este fenómeno manifiesta un interés colectivo por cambiar. Por eso no concibo una compañía que no encuentre prioritario frenar el calentamiento global y ofrecer productos y servicios sustentables. Ya no se trata de buenas acciones, sino de un paso crucial para seguir siendo relevantes y rentables.
Al mismo tiempo, los grandes inversionistas —que serán los receptores de esa gran transferencia— forman parte de este cambio cultural y, por ello, sus decisiones de consumo, así como empresariales, se orientan cada vez más hacia el financiamiento de proyectos cuyos estándares de responsabilidad ambiental y social son mayores. Así, han surgido miles de fondos que, para poder acceder a su capital, emprendedores o empresas deben pasar una evaluación que se basa en acciones de responsabilidad ambiental, social y gobernanza (ESG, por sus siglas en inglés).
En cuanto a los gobiernos y la clase política, sus incentivos también se verán alterados por la transformación en las preferencias de la sociedad en general. Por cuál partido votamos, a cuáles gobernantes preferimos y qué políticas públicas nos parecen correctas son decisiones en las que el medio ambiente será un punto que considerar. Frente a un electorado que poco a poco se vuelve más verde, la clase política deberá incorporar estos temas a su plataforma electoral ya no como un asunto ético, sino simple y llanamente para conseguir votos. Hay un ejemplo en nuestro país que ilustra este punto y es la discusión energética. A pesar de ser un asunto técnico y con una fuerte carga ideológica, más de 80% de la población, según los propios sondeos publicados por la actual administración federal, piensa que el gobierno debe promover energías limpias y, más aun, esas cifras se han mantenido desde 2018, de acuerdo con las encuestas realizadas por El Financiero.
En este contexto, soy optimista y pienso que esos nuevos líderes —que heredarán una responsabilidad global— forman parte de la transformación cultural que entiende el cambio climático como un problema urgente. Esta visión es esperanzadora porque, para hacer frente a esta amenaza, es preciso que los gobiernos, las empresas y la ciudadanía estén dispuestos a configurar una normalidad distinta. Estos tres grandes actores comienzan a trabajar de forma coordinada, como los cilindros de un motor, para acelerar los cambios necesarios.
Para muestra está el plan de infraestructura que el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha promovido desde el año pasado, donde contempla realizar una inversión de 174 000 millones de dólares (cifra equivalente al 17% del PIB de México) para incentivar la adopción de automóviles eléctricos instalando medio millón de sitios de carga en las carreteras de todo su país. Esa decisión política reconoce que la industria lleva décadas trabajando para hacer autos eléctricos cada vez más eficientes y económicamente accesibles y, al mismo tiempo, es un proyecto que permitiría a los consumidores individuales, pero también a la industria de transporte, ver en los vehículos eléctricos una opción perfectamente viable. Se antoja difícil que un inversionista prefiera poner sus recursos en fábricas que producen automóviles que no cumplan con esas características; al mismo tiempo, el consumidor busca, si el costo es igual o menor, obtener un vehículo menos contaminante.
No obstante, estos grandes cambios requieren una profunda apertura para aprender y modificar nuestros hábitos. Recuerdo una ocasión en la que visité a un amigo en su casa, a quien también le preocupan estos problemas, y para acompañar nuestra conversación me ofreció amablemente una taza de café o una botella de agua de las islas Fiji, un producto cuya huella de carbono, sólo por el transporte hacia México, es brutal. Esas cosas que parecen pequeñas las podemos cambiar fácilmente y tenemos también una responsabilidad mayor para hacerlo. Me explico: todos somos responsables de hacer algo por el medio ambiente, pero no lo somos en igual proporción. En un país donde sólo 6% de los trabajadores formales gana más de quince mil pesos al mes, no podemos cargarle al 94% restante la obligación de preferir lo sustentable cuando su prioridad es, con justa razón, sobrevivir al día a día.
El cambio climático es el reto más urgente que tenemos como humanidad porque los efectos que traiga consigo afectarán en mayor magnitud a las personas más vulnerables y, por ello, considero que el mayor acelerador de pobreza y desigualdad de nuestros tiempos será directa o indirectamente provocado por esta crisis. De ahí que, si estamos interesados en construir un mundo más justo, debamos incorporar el medio ambiente como un tema transversal a cualquier causa que nos ocupe.
A pesar de la incertidumbre de la pandemia —o, quizás, un poco gracias a ella—, hoy el mundo se vuelve a poner en marcha y tengo la esperanza de que nuestras acciones, por esa combinación de convicción y conveniencia, aún puedan influir en que el impacto sea en dimensiones que nos permitan preservar nuestra existencia como especie.
Entonces, vuelvo a preguntar: ¿qué explicaciones vamos a dar en treinta o cincuenta años sobre el presente que estamos viviendo? Nuestras acciones en el futuro próximo determinarán si lo que viene será un episodio difícil o, simplemente, el punto final.