Los vende patrias
Desde el malecón: la sovietización del deporte cubano y el periodismo que lo rodea
Nunca había entrado a los “recuerdos” de Facebook. Hace unos días lo hice por primera vez. De hecho, no sabía cómo encontrarlos. Veía a todos mis amigos reciclar sus pasados, pero yo no sabía cómo regresar al mío. En realidad, no me interesa mirar atrás, me preocupo más por lo que está por venir, a fin de cuentas, no podemos andar sin desprendernos de lo que ya fue, viaja con nosotros. Tenía curiosidad, pero sabía de antemano que lo que iba a encontrar sería patético: escenas irrescatables. Estuve unos veinte minutos trasteando en la aplicación desde mi teléfono hasta que di con ellos. Los presagios se cumplieron: era prudente dejar guardado todo aquello bajo llave.
Lo primero que me salió fue un post de 2011 sobre la Copa América de ese año en Argentina. La publicación era un párrafo descafeinado con tres tristes likes —ni miré de quiénes eran para evitar atribularme más— y cuatro comentarios —todos de amigos cercanos—. Uno está en un estado de podredumbre en Facebook cuando un post se queda, a nivel de likes, en una cifra de un solo dígito, cuando los comentarios no exceden los diez y cuando los únicos que te comentan son tus amigos con los que tomas cervezas los fines de semana. Gente que no va a tener la gentileza de compartir tu publicación. Ocho años atrás, así estaba yo.
Unos meses después de aquel post, me gradué, en vano, de periodismo y eso me tenía muy triste. Mientras, todos mis compañeros de año comenzaron en septiembre de 2012 a trabajar en los medios estatales de comunicación, a mí me tocó quedarme unos meses en casa sin nada, en el aire.
Les explico: en Cuba, como el Estado no cobra por la educación que brinda, aunque no es gratuita del todo —pues los padres o los propios estudiantes tienen que hacer malabares para resolver uniformes, mochilas, libretas, lápices, meriendas, almuerzos, pagar el trasporte, profesores particulares porque las clases son ineficientes y en no pocas ocasiones hay que encontrar en el mercado negro hasta la bibliografía de los cursos—, una vez llegado el final de la carrera estudiantil—primaria, secundaria, pre, universidad— cada alumno tiene que pagarle al Estado por el gesto bondadoso de “no cobrarle” todos esos años de estudios. El pago lleva el nombre de servicio social y consiste en que luego de las pompas del día de la graduación de la enseñanza superior, los estudiantes quedan a merced suyo.
De acuerdo con sus especialidades, los universitarios son ubicados en los puestos laborales que el Estado determina. Las mujeres están tres años acatando esas órdenes y los hombres dos, pues les cuentan el año previo de servicio militar obligatorio por el que hay que desfilar para poder llegar a ser un universitario siendo varón en Cuba. En caso de no cumplir con el tiempo de servicio social, el Ministerio del Trabajo inválida los títulos universitarios.
De los chicos de mi curso unos fueron a los periódicos, otros a las agencias de noticias, un puñado a la radio y pocos a la televisión, todos medios subordinados al Partido Comunista. En cambio a mí, que me había enrolado desde el pre en un programa del Ministerio del Interior para acortar terreno y acceder de una manera más fácil a la universidad, me mandaron a la Policía. Hacían falta “oficiales operativos”, una especie de espías de la Gestapo en versión caribeña, y contaban conmigo para engordar su plantilla. Me negué. Exigí que me buscaran una plaza de periodista en el Ministerio del Interior o, en el peor de los casos, algo relacionado con la comunicación. Estuve tres meses en casa sin hacer absolutamente nada. Solo leía, dormía y fingía escuchar los reclamos de mi familia, que es revolucionaria y en gran parte militar, y me presionaba a hacer algo productivo con mi vida, el clásico performance del desempleado. A cada rato sonaba el teléfono, eran ellos, la Policía, con la monserga para convencerme que fuera a trabajar. Me amenazaban con que, si no me presentaba en sus oficinas, invalidarían mi título. A pesar de que no pensaba como hoy, me presenté ante ellos con una carta donde les decía que se quedaran con aquel título de mierda, que me iba a vender croquetas o refresco instantáneo a la calle.
Pero me deje arrastrar y terminé cediendo. Me abrieron un hueco en el Departamento de Comunicación de la Dirección Política del Ministerio del Interior, un lugar con nombre aparatoso donde solo trabajaban dos personas al borde de la jubilación. El jefe: un anciano de más de 70 años, barriga hinchada, cuatro o cinco dientes y espejuelos de una sola pata entizados con esparadrapo. Su subordinada: una señora de más de 50, aproximadamente 1.50 cm de estatura, bien arreglada, presumida ella, coqueta, se comentaba que siempre iba vestida de militar porque el uniforme le marcaba las curvas y le apretaba las nalgas, que ya iban en picada. Ambos tenían el rango de Teniente Coronel y su función era velar por la imagen que en la prensa estatal se daba del Ministerio del Interior. Para ello visitaban los medios de comunicación, organizaban reuniones con los periodistas para dictarles notas prehechas, les entregaban comunicados y, en algunas ocasiones, se inventaban viajes a provincia para promover la labor de la institución.
La oficina estaba enclavada en los estudios fílmicos del ministerio: una habitación espaciosa, en penumbras, donde la iluminación dependía de un bombillo incandescente que colgaba de un techo agrietado. Tres escritorios había, el que les sobraba pasó a ser el mío. Como el trabajo del departamento ya estaba repartido y no había mucho más que hacer, a mí me encomendaron la parte final del proceso. Cuando las notas y los comunicados salían publicados en los periódicos, a mí me correspondía tomar una tijera y recortar el pedazo de papel donde se hablaba del Ministerio del Interior, guardarlo en un archivo y registrar la fecha de la publicación. Ese fue mi trabajo durante más de un año: coleccionar recortes de periódicos.
Había periodos en los que no se publicaba nada en la prensa y de todas formas tenía que estar desde las 8 am hasta las 5 pm sentado en aquel buró. No había variantes. Comencé a llevar libros para leer, pero el jefe sin dientes me prohibió la lectura. Mi escritorio quedaba justo a su costado y él veía cada uno de mis movimientos. Si ponía una película o jugaba al Solitario en el Celeron de principio de siglo que tenía de computadora, el hombre se percataba y me mandaba a quitarlo. No sé cuántas veces al día me llamaba la atención el viejo. Aquello era una prisión.
***
Lo único que me consolaba era saber que, a pesar de trabajar en los medios, mis compañeros de aula estaban igual de abatidos que yo. Las experiencias que me contaban eran surrealistas. Cuentos horripilantes: a los de los periódicos les obligaban a poner su firma en notas que bajaban ya redactadas desde el Comité Central del Partido Comunista; los de radio y televisión se dedicaban a comentar solo noticias del ámbito internacional y los de las agencias se habían convertido en atribulados cazadores de conferencias de prensa sobre la zafra azucarera y las efemérides revolucionarias.
Todo cambió una noche de viernes. Un amigo me invitó a un concierto de un trovador —cuyo nombre no recuerdo— en Casa de las Américas. No hay nada que te hunda más, incluso cuando piensas que ya no puedes seguir cayendo, que un concierto de trova en La Habana. No sabría explicarlo muy bien, pero lo que se respira allí, la vida y la “carrera artística” deshilachada del protagonista y los rostros atolondrados de los seguidores de entusiasmo vacío, me producen una sensación de postración.
Al concierto no pudimos entrar, estaba repleto el salón cuando llegamos. Por suerte, me dije. Pero nos quedamos afuera junto a una masa de personas que tampoco alcanzó a llegar a tiempo. Un amigo de mi amigo se nos acercó con una muchacha bonita. La presentó. Hablamos un rato de cualquier sandez hasta que el amigo de mi amigo le dijo que éramos “periodistas”.
Mi amigo ya la estaba rompiendo. En el último año de la carrera empezó un blog de crónicas del que todo el mundo hablaba. Escribía también para Cubadebate, el sitio web más leído en Cuba en ese momento, donde un enfermo Fidel Castro, ya retirado de la vida política, publicaba unos textos que no decían nada a los que llamaba reflexiones. La muchacha bonita era la editora de una revista que recién había nacido, un medio desapegado del Partido Comunista y de financiamiento extranjero. Su dueño era un cubano que se había lanzado al mar en el Mariel, el éxodo masivo de 1980, para llegar a Estados Unidos y había triunfado. La muchacha convidó a mi amigo a escribir para la revista. Cuando la noche acabó, éramos pura alegría. Mi amigo me dijo: “por donde salga yo, sales tú”.
Él ya estaba probado, pero yo no había escrito en ningún medio aún.
Hasta ese momento, mi vida había sido un manojo de intenciones y malas decisiones. De niño intenté con el béisbol y no salió, no tenía el talento necesario. Aquello no me frustró, asumí como tal el fracaso, pero dejó una imagen grabada en mi retina: la pelota que viene, el swing del bate que se va en blanco, el árbitro que decreta el ponche mientras doy vueltas en el home, el casco que se me sale de la cabeza y cae a la tierra, veo las gradas de frente, la gente que me mira, la algarabía que se apaga poco a poco; mi abuelo que se levanta del silencio y me grita, «¡levanta el ánimo, cualquiera falla! ¡Solo tienes que mirar la bola!»
Los años pasaron y no quise desprenderme del deporte, seguí persiguiéndolo. Es lo que más placer me produce, practicarlo, verlo. Entonces quise ser comentarista deportivo. La vía era la carrera de periodismo y para asegurarla, mi familia me convenció de que lo mejor era el programa del Ministerio del Interior. Iba a cortar camino con él y me sería fácil zafar para seguir mi ruta. Craso error. El atajo me tenía en aquella oficina con dos seres extraños.
Pero que no se diga que antes no lo intenté. Estando en la universidad matriculé en un curso de comentaristas deportivos para probarme. Lo aprobé, los profesores, que tenían los puestos donde yo quería estar, me dieron el ok para lanzarme a los medios, pero en el fondo sabía que no iba a ser posible: soy un bólido al habla, me trago las letras, mi dicción es pésima y a veces me dan temor las cámaras y los micrófonos. Escribiría de deportes, me dije.
Mientras tanto, mi amigo se encumbró. Después de un par de textos sueltos que funcionaron a la perfección en la nueva revista, la editora le propuso una columna y su nombre terminó por afincarse. Yo en cambio, estaba a prueba. Me dieron la oportunidad de escribir un texto y ver qué pasaba. Quise ir a la segura: escribí sobre futbol y me quedé en el staff.
La revista comenzó a crecer y de alguna manera propuso una visión más apegada a la realidad de la isla que la que brindaban el resto de los medios cubanos de ese momento. Ganó lectores. Los principales periodistas jóvenes del país comenzaron a llegar a ella. Fue un momento bonito. Un nacimiento. Cuando todo parecía perdido, cuando no había ningún lugar donde sentirse cómodo y libre, apareció la revista para salvar a una generación de periodistas a la deriva. No solo era uno de los pocos sitios donde se podía narrar la Cuba real, además, pagaban en dólares. Mi primer salario fue de seis por dos notas. La alegría se me caía de los bolsillos.
Había una competencia sana entre los que escribíamos de deporte. Me propuse desmarcarme del pelotón. ¿Cómo? La mayoría de los periodistas de la revista eran también plantilla fija de los medios estatales y esa mochila no se la podían sacar de encima. Sin saberlo, tenían la mirilla y el olfato desenfocados. No es fácil desprenderse de las lógicas ideológicas que envuelven a la prensa de un sistema totalitario. Ellos, arropados en su experiencia —censura, autocensura, etc—, se enfocaban solamente en lo que pasaba en la isla. Sus textos, además, quedaban constreñidos en la acción, en lo sucedido, los porqués casi nunca estaban. Decidí aprovecharme de su visión sesgada. Me propuse narrar la vida de los deportistas cubanos que habían decidido largarse del país. Las fugas siempre son buenas historias. Un sacrilegio en esta isla. Nadie lo había intentado.
***
Las jornadas comenzaron a hacérseme más cortas. Todos los días fingía llevar los registros de los recortes de periódicos a un documento de Word. Así el anciano sin dientes pensaba que hacía lo que él quería, cuando en realidad escribía crónicas de deportes. A cada rato, el Teniente Coronel se volteaba hacia mí para revisar en qué andaba. Pero en ese instante me volvía un actor: movía la vista dos o tres veces de la pantalla al registro, aparentando que me fijaba en algún detalle. Luego, volvía a escribir. El hombre no sospechaba.
Cuando llegaba la hora de marcharse, tenía que esconderlo todo. En una memoria flash cargaba con cada archivo y borraba además cada fichero creado por la caché de la computadora. Era una cuestión de vida o muerte. Al informático de los estudios fílmicos le habían encomendado la misión de revisar cada semana todas las computadoras del lugar para asegurarse que las máquinas se utilizaran solamente en beneficio del Ministerio del Interior. Cualquier anomalía detectada por el informático y reportada al jefe superior, significaba una sanción.
No soy nada bueno con la tecnología. Sabía que en algún momento iba a fallar, alguna huella iba a dejar o me iban a capturar in fraganti. Además, la sanción podría trascender. No solo estaba violando las normas de aquel lugar, sino que como empleado de de una institución militar estaba colaborando con un medio no estatal, financiado desde los Estados Unidos. Sabemos lo que eso implica en este país: jugar del bando del enemigo.
Tuve que hacerme amigo del informático para preparar el terreno en caso de que me atrapara. No me costó trabajo. Me inventé que estaba haciendo una dieta y todos los días le regalaba el pan con picadillo y el refresco que nos daban a media mañana como merienda. Con eso bastó.
Un día no coincidimos en el comedor. Esperé un tiempo prudencial. Tomé el pan, el refresco y caminé hacia su oficina. Toqué la puerta. Desde adentro me gritaron: adelante. Entré: una sorpresa. El informático navegaba en internet. Le di la merienda y me quedé contemplando la escena con asombro. Nadie me había dicho que había internet en aquel lugar.
Resultó que era privilegio de esa única computadora, pero no era solo del informático, sino para uso colectivo. Para utilizarla había que llenar un documento y registrar la hora en que te sentabas en la máquina, la hora a la que te levantabas, los motivos por los cuales te habías sentado y las páginas que habías visitado.
La novedad me hizo sacar un conejo de la chistera. Volví a mi oficina con una idea: ya que estábamos en la “era del internet”, como se encargaba de repetir una y otra vez Fidel Castro en sus “reflexiones”, nosotros, los veladores de la imagen del Ministerio del Interior también tendríamos que revisar la prensa digital. Los Tenientes coroneles asintieron.
Prácticamente me mudé de oficina y comencé a escribir ya sin vigilancia. Leí cantidades industriales de crónicas periodísticas de autores que me interesaban. Fue mi primera interacción asidua con internet. Seguía regalándole la merienda al informático y eso me dotaba de barra libre para navegar. Al final, como la prensa digital de los medios estatales en Cuba es una réplica de los tradicionales y la mayoría del tiempo no se publica absolutamente nada sobre el Ministerio del Interior, mi trabajo iba a ser nulo. Ganancia total.
Por supuesto que la computadora con internet era lentísima, y por orden del jefe superior de los estudios fílmicos, todas las redes sociales estaban bloqueadas. Tener internet era una gran noticia, pero aún así mis textos se estaban quedando cojos. Lo que escribía era pura descripción, números, resultados; quedaba debiendo la vida detrás del telón. Me faltaban las declaraciones de los protagonistas y tenía que contactarlos, pero para eso necesitaba mail o redes sociales. No me quedaba de otra que volver a hablar con el informático.
El hombre era de buen comer. Desde que empezó a doblar meriendas, había subido de peso. Se notaba apenas mirarlo. Solo salía de su oficina para inspeccionar las computadoras y hacer sus informes. Nunca sudaba, pues su oficina era la única que contaba con aire acondicionado, soviético, por cierto. El jefe superior lo había decidido así. La computadora con internet tenía que estar a salvo del calor.
En cuanto pude le hice otra propuesta: ya no me bastaba con la dieta que estaba haciendo, le dije, tenía que apretarme más. Si él quería mi postre del almuerzo, también sería suyo. Mordió la carnada. Me proporcionó un proxy con el que pude acceder a Facebook y a Gmail.
Tomé una hoja en blanco y la dividí en columnas con un bolígrafo, una para cada deporte al que le seguía la pista: voleibol, béisbol, fútbol, atletismo, boxeo. En cada columna anoté los nombres de los cubanos que se habían largado para emprender el viaje de amateurismo al profesionalismo. Empecé a contactarlos, unos me respondían, otros no. Hasta ese momento todos habían pensado imposible que una publicación cubana se interesara por ellos, que habían traicionado a la patria. La mayoría se asumían en el olvido.
Por alguna razón, siempre llevaba la lista en la billetera.
***
Cierren los ojos e imaginen por un momento, amigos mexicanos, que el Chicharito, Guardado, Raúl Jiménez, Lainez, Héctor Herrera, Layún, el Memo Ochoa y todos los aztecas que juegan al futbol fuera de México, no pudieran ser convocados por su selección. Piénsense por un momento en un torneo de importancia sin esas figuras, supongan que la chamarreta tricolor solo la pueden portar aquellos que juegan dentro de México, que el hecho de militar en clubes foráneos los imposibilita para representar a su país. Eso es lo que pasa en Cuba. No solo en el futbol, sino en todos los deportes.
A partir de 1959, Fidel Castro y su revolución expulsaron de la isla todo lo que oliera a deporte profesional. Luego implantaron un sistema deportivo basado en el amateurismo: una estructura piramidal que parte de una base con los niños en las escuelas y centros deportivos para la captación de talento; un escalón intermedio donde los talentos se desarrollan en escuelas especializadas; y la cúspide, centros de alto rendimiento de las selecciones nacionales. En resumen: una fábrica ensambladora de deportistas. La idea, por un tiempo, fue un éxito y produjo excelentes resultados internacionales. Siendo una nación subdesarrollada de 11 millones de personas, en los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992, Cuba llegó a ser el quinto país en el medallero mundial. Una proeza enorme. Pero el deporte cubano no está deslindado de lo político, de hecho, va de la mano. La crisis sistémica de la isla, con el paso de los años, también hundió al deporte.
Los atletas en Cuba sufren la misma carestía económica que el resto del pueblo, entrenan, en muchas ocasiones, en condiciones infrahumanas, sus salarios son paupérrimos y si salen del país sin la avenencia del Estado con el fin de buscarse una mejor vida o desarrollarse, son asumidos como traidores. A la altura de 2013, cuando ya todo era un caos y una masa de atletas se había largado de la isla sabiendo que no volverían a representar a su país, el gobierno quiso darle una vuelta de tuerca al asunto con una serie de reformas que pretendían, sobre todas las cosas, elevar los salarios y permitir que clubes extranjeros pudieran contratar a los atletas. En teoría, la idea era genial, pero la puesta en escena fue distinta.
Los comisarios del deporte plantearon: “las contrataciones responden a las estrategias definidas por las comisiones nacionales de cada deporte y no al interés personal de un determinado deportista”. Es decir: las federaciones de cada deporte serían las intermediarias en las negociones y de ellas dependerían los contratos. La dictadura seguía en pie. Parte del capital de las negociaciones iría a las arcas del gobierno y no al bolsillo de los desvencijados atletas. La reforma tampoco comprendía el regreso de los deportistas que antes de 2013 habían decidido abandonar el país, aunque tuvieran intenciones de representar a su selección nacional. A esos, el gobierno, siguió llamándoles “vende patrias”.
Ustedes, amigos mexicanos, han visto de cerca el último de los espectáculos. Tamaño papelón el de Cuba en la Copa de Oro: en tres partidos, 16 goles en contra—7 de ustedes— y ninguno anotado. Solo una vez en la historia a una selección, de cualquier región geográfica, le pasó algo igual en un torneo de este tipo: Samoa. Le anotaron un gol más en una copa de Oceanía. No es que Cuba sea una potencia en el fútbol—bien lejos está de serlo—, es que, con un cambio en la aberrante política deportiva del país, los cubanos no nos sentiríamos tan avergonzados del performance de nuestra selección. Hace unas semanas, Ramiro Domínguez, un directivo del Ministerio de deportes, dijo: “pudiera suceder que entre nuestros jugadores y los que supuestamente se incorporarían, provenientes del exterior, surgiesen diferencias marcadas por la ideología que puedan tener unos y otros. Esas diferencias pueden atentar contra la armonía y el buen desempeño como equipo”. Es por esta firmísima postura que futbolistas que militan en clubes de primera división en Centroamérica, en la MLS (Major League Soccer), en segundas y terceras divisiones de ligas europeas y hasta en la Premier League de Inglaterra no pueden representar a la isla.
La sovietización del deporte cubano no termina en la conformación de los equipos nacionales. Las selecciones son más que conjuntos deportivos, son representantes ideológicos de un sistema, figurantes que una vez cruzando las fronteras de casa, tienen que asumir un recio régimen disciplinario. Por ejemplo, para seguir con la Copa de Oro, una vez en Estados Unidos, a los futbolistas cubanos les fueron retirados los pasaportes, les prohibieron salir del hotel y cada noche les quitaron sus teléfonos móviles. Una serie de medidas para impedir que los futbolistas cubanos escaparan de la delegación y pidieran asilo político en tierra estadounidense. De todos modos, cuatro lo lograron. Está lejos de ser la cifra más alta de fugas, alguna vez Cuba tuvo que saltar a la cancha con menos de once hombres tras varias deserciones. De alguna manera, la historia reciente del deporte cubano es también el relato de la migración cubana. Gente para la que un viaje es la puerta hacía otra vida.
El siguiente pasaje lo gráfica con claridad:
Fernando Griñán fue portero de Cuba en los ochenta y noventa. Hace unos días contó en sus redes sociales que en una gira por Italia su equipo coincidió con el Inter de Milán en un hotel. En el lobby, los jugadores de ambos planteles se sentaron a conversar. Los italianos no creían que, siendo los cubanos jugadores de una selección nacional, no cobraban por ello. Por respeto, los profesionales no revelaron sus salarios. En cambio, ayudaron a los de la isla: les compraron las dos cajas de tabaco —la cantidad máxima con la que permite viajar la aduana— con que cargaron cada uno de los 23 jugadores para hacerse de unos pocos dólares antes de regresar a casa. Los jefes de la delegación, que no estaban al tanto de lo sucedido, se vanagloriaban al ver “lo bien que le iba” al gobierno cubano exportando tabaco a Italia.
***
La magia de aquella revista se esfumó un día. Poco a poco terminamos quitándonosla de encima. Había pasado el tiempo y la relación se volvió corrosiva. Pasaban los meses y los pagos brillaban por su ausencia, el perfil editorial dio un giro brusco de la noche al día con la llegada de nuevos editores y la gente de agalla comenzó a largarse del país. La directiva decidió acreditarse oficialmente como prensa extranjera, lo que implica subordinarse a una macabra institución del gobierno que tiene la potestad de decidir los medios y los periodistas que pueden trabajar en la isla. Con todo aquello, la revista se volvió noble e ingenua. Decidí irme. Fui uno de los últimos en desfilar por la puerta de salida. En ese entonces, los del Ministerio del Interior me habían mandado a casa a esperar que se me cumpliera el tiempo de servicio social. Me querían fuera por la misma razón que yo me resistí a entrar. Antes de abandonar los estudios fílmicos fui a otro sitio, pero esa es historia para otra ocasión. Volví al desempleo por un tiempo.
Hasta el día de hoy mis redes sociales están llenas de deportistas cubanos que viven fuera. Los sigo, aunque, no he escrito más sobre sus vidas. A cada rato me vienen recuerdos de aquellos días de caza en Facebook. La felicidad que me producía cada ventana de chat que se abría. La tristeza cuando me dejaban en “visto”. Después de la masacre de México a Cuba en la Copa de Oro, me topé con un post de Maykel Chang, futbolista cubano que juega en un club estadounidense tras abandonar, en 2012, la selección.
“Llegando a entrenar hoy y todos me preguntan: ¿Qué pasa con Cuba?
¿Por qué no puedes jugar con Cuba? Yo: pregúntenle a Cuba”, decia.
Ese hubiese sido un buen inicio de texto.
Abraham Jiménez Enoa es periodista. En 2016 fundó junto a varios amigos El Estornudo, la primera revista digital de periodismo narrativo hecha desde Cuba. Hoy, tras volverse incómoda al régimen, ya no puede leerse desde la isla pero sigue adelante a modo de guerrilla internacional, con colaboradores en varias partes de Cuba y del mundo. Por decisión del Ministerio del Interior, Abraham tiene prohibido salir del país hasta el año 2021 y escribe desde su isla para medios de varios países a pesar de su lento y costoso servicio de internet.
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