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Ilustración de Fernanda Jiménez Aguilar.
Las sociedades —incluida la mexicana— siguen enfrascadas en una discusión que parece dicotómica: ¿qué preferimos?, ¿que crezca la economía o que se reduzca la desigualdad? La evidencia empírica ha desmentido una y otra vez este planteamiento, por reduccionista. Podemos cumplir ambas metas. A continuación, un fragmento del libro Desigualdades. Por qué nos beneficia un país más igualitario, editado por Grano de Sal y el CEEY, que se publica este mismo año.
A principios de este siglo dio comienzo un debate fundamental para la sociedad que, de hecho, se resume en dos preguntas: ¿debe importarnos la desigualdad?, ¿debemos hacer algo para reducirla? La respuesta en ambos casos es un sí rotundo. No son pocas las ciencias que se han ocupado de estudiar la desigualdad a detalle y con profundidad —economía, sociología, psicología, biología, antropología, ciencia política y muchas más—. Todas estas disciplinas, a partir de diversos enfoques, llegan siempre a un mismo consenso: la desigualdad es nociva para la sociedad entera.
Pero no hace muchos años, la economía debía hacerse cargo principalmente del crecimiento económico, y la desigualdad no figuraba entre sus preocupaciones. El marco teórico de la economía y sus modelos matemáticos aseguraban que el mejor resultado se obtiene cuando el gobierno no se entromete en los mercados. Confiábamos tanto en esos modelos que creímos que la realidad debía ajustarse a ellos. Tanto era así que recuerdo a más de un profesor decir: “si el modelo no se ajusta a la realidad, peor para la realidad”. La enseñanza de la economía partía de esa premisa y quizá en muchas universidades aún se piensa así: el gobierno no es la solución a los problemas sociales, sino el problema mismo.
En la década de los ochenta del siglo pasado hubo cambios profundos en el mundo. Estados Unidos experimentó un proceso doble: la tasa de interés creció a causa de un aumento en la inflación y hubo una caída general de los precios del petróleo. Esto desencadenó una crisis de deuda externa en América Latina, y México no fue la excepción. Tal era el escenario cuando el presidente José López Portillo —con su famosa frase “defender [el peso] como perro”— inauguró una década perdida para el país. Vinieron entonces los tiempos de Ronald Reagan, presidente de Estados Unidos, y Margaret Thatcher, primera ministra del Reino Unido. Este par de mandatarios lideró un cambio revolucionario basado en la idea de que el gobierno debía intervenir lo menos posible en la economía y dejar que el mercado hiciera su trabajo, así como impulsar la austeridad en la provisión de los servicios públicos. Nuestro país también privatizó empresas del sector público y desreguló la actividad económica; cayó el porcentaje de trabajadores sindicalizados y el salario mínimo perdió valor adquisitivo. Además, se liberalizó la actividad comercial y se redujo la tasa de impuestos para las personas y las empresas. En suma, el Estado se redujo en tamaño y presencia.
Se creyó que estas medidas darían pie a un crecimiento económico generalizado y que las fuerzas del mercado se encargarían de que los beneficios alcanzaran para todos: el crecimiento crearía más empleos, elevaría los salarios, disminuiría la pobreza e incluso reduciría la desigualdad. También se nos hizo creer que estas políticas, favorables para los más ricos, serían las mejores para la economía en su conjunto; en verdad llegamos a pensar que el crecimiento económico beneficiaría a todos por igual.
Y tuvimos que aprender a la mala. “Acostúmbrese a no considerar nada por su aspecto, sino por su evidencia —aconseja el señor Jaggers a Pip, en la novela Grandes esperanzas, de Charles Dickens—, no hay mejor regla que ésta”. La realidad es necia, pero está ahí para quien quiera verla. La economía se topó de frente con ella en la década de 1990, cuando llegó el momento de contrastar la teoría con los datos y las experiencias reales de las personas, las empresas y los gobiernos. Por fin supimos qué políticas sí funcionan y cómo los actores modifican su conducta ante ellas. Los datos transformaron nuestra comprensión de la economía y surgió otro lema: “si los datos y el modelo no dicen lo mismo, tienes que escoger lo que dicen los datos sobre la realidad”, como le gusta repetir a Emmanuel Saez, uno de los referentes mundiales en finanzas públicas. ¿Y qué decían esos datos? En pocas palabras, que el crecimiento económico ha favorecido mucho más a quienes más tienen. No es que deba desecharse, pero la teoría conlleva un error muy grave: pensar que el crecimiento beneficia en automático a quienes viven en condición de pobreza y que es posible que la gente de los estratos bajos y medios ascienda a los altos (lo que se conoce como movilidad social). El error fue creer que el mercado, por sí mismo —sin regulación alguna, sin intervención del gobierno, sin la provisión de servicios públicos de calidad—, nos daría los mejores resultados. La evidencia nos golpeó de frente y entendimos que deberíamos partir de la premisa opuesta: para que el desarrollo económico sea incluyente, para que los beneficios del crecimiento se repartan de una manera más equitativa y se destinen en mayor proporción a las personas en situación de pobreza, se necesita una planeación rigurosa por parte del Estado.
A pesar de todo, persiste la creencia de que una alta injerencia del gobierno es dañina para la economía. La lógica de quienes se oponen a la redistribución es más o menos la siguiente: el gobierno, en efecto, tiene la capacidad de redistribuir, pero hacerlo supone un costo muy alto. El aumento de impuestos, en especial los que se aplican a los ricos, disminuye el potencial del crecimiento de la economía, lo que nos hace más pobres a todos. La idea proviene de un economista estadounidense llamado Arthur Okun, quien decía que el gasto del gobierno es como una cubeta llena de agujeros: mientras más grande la cubeta, más agua saldrá por los agujeros. La metáfora de Okun todavía se usa para ilustrar las supuestas consecuencias de la redistribución de la riqueza. Por un lado, el gobierno sería muy ineficiente y perdería dinero a causa de la corrupción; por el otro, este tipo de políticas haría que los ricos generaran menos riqueza para no pagar tantos impuestos, y también que los pobres trabajaran menos porque recibirían ingresos “gratuitos” en forma de apoyos y transferencias. Cada uno de estos argumentos se basa en el supuesto de que la redistribución y la presencia del Estado sacrifican el crecimiento económico. Y así aparece una disyuntiva: podemos tener una cosa o la otra, pero no ambas a la vez. Por si fuera poco, el miedo a la pobreza que padecieron los habitantes de las naciones comunistas acompaña este razonamiento y lleva a la conclusión de que “no queda de otra, hay que aguantarse”.
Pero si estudiamos la evidencia y los datos que se han recopilado a lo largo de dos décadas, veremos que la realidad es otra y que el argumento corre en la dirección opuesta: la desigualdad es un obstáculo para el desarrollo económico incluyente. Promover y concentrarse exclusivamente en el crecimiento a cualquier costo es un error. No tenemos por qué elegir entre reducir la desigualdad o conseguir un mayor crecimiento, pues ambas acciones van de la mano, lo que importa es cómo emparejar ambos esfuerzos.
Hay otros prejuicios que han pesado mucho: la “pereza” que se fomenta cuando la gente pobre recibe transferencias, o bien el desinterés que cunde entre los ricos por generar más riqueza ante políticas redistributivas fuertes. Varios estudios —entre ellos un libro como El triunfo de la injusticia: cómo los ricos evaden impuestos y cómo hacer que paguen, de Emmanuel Saez y Gabriel Zucman— muestran que en ningún país los ricos dejan de trabajar cuando los impuestos son altos: intentan eludirlos —aunque es poco lo que consiguen—, pero siguen generando riqueza. En 2019 Esther Duflo, ganadora del premio en ciencias económicas del Banco de Suecia en memoria de Alfred Nobel (mejor conocido como premio Nobel de Economía), descubrió que la gente pobre tampoco deja de trabajar cuando recibe transferencias de dinero. De hecho, sucede lo contrario: un apoyo o una beca ayudan a que mejoren los ingresos futuros e incluso pueden utilizarse, por ejemplo, para emprender un negocio propio o para atender problemas de salud de cualquier tipo.
Ojalá fueran pocos los prejuicios que obstaculizan nuestra comprensión de la economía. Otro lugar común afirma que el gobierno no debe preocuparse por la desigualdad, sino sólo por disminuir la pobreza. Debe hacer esto último, pero no como único objetivo: la desigualdad importa porque nos afecta a todos. Un alto grado de desigualdad no es algo natural en ningún país ni algo a lo que haya que resignarse: la desigualdad es una decisión en política. Al respecto, y si nos comparamos con el resto del mundo, México tiene una de las peores redistribuciones del ingreso. En otras palabras, los ingresos que obtienen las personas antes de pagar impuestos y recibir transferencias, y después de hacerlo, son casi idénticos. En las naciones europeas, la redistribución es mucho más efectiva: los impuestos y las transferencias consiguen un aumento sustancial en el ingreso de los más pobres y, a la vez, se reduce el de los más ricos.
Este libro pretende explicar las causas y los efectos de la desigualdad, entre ellos, algunos aspectos que no se sospechan siquiera. La desigualdad tiene consecuencias para toda la sociedad, y pensar que no es así es un error. Aunque no lo parezca, la desigualdad afecta desde nuestras relaciones sociales hasta nuestra manera de pensar y, por supuesto, tiene injerencia en las decisiones que tomamos. Los mexicanos, de manera libre y democrática, habremos de decidir en qué tipo de sociedad queremos vivir. Aunque también se debe definir qué tamaño debe tener el Estado y cuántos impuestos deberíamos pagar. Este trabajo se concentra en la evidencia existente para responder la siguiente pregunta: ¿le conviene a México que el grado de desigualdad y la baja movilidad social que hoy tiene persistan en el futuro?
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Hace unos años Barack Obama, expresidente de Estados Unidos (2009-2017), definió el problema de la desigualdad como “el reto más importante de nuestros tiempos”. Cuando lo dijo era cierto y aún lo es. La mayoría desea una sociedad mucho más igualitaria. Para ello, nuestro país requiere un nuevo pacto social que ponga en el centro la desigualdad y la movilidad social. En ese nuevo pacto político, todos debemos sentirnos representados.
La nueva ciencia de la desigualdad ha descubierto escenarios que debemos conocer y atender. La desigualdad tiene externalidades negativas para toda la población: hay consecuencias económicas, sociales y políticas que nos afectan a todos, incluidos los más aventajados en la sociedad.
Cuando me encontraba estudiando el doctorado en la Universidad de California, en Berkeley, el profesor Charles Jones presentó una investigación sobre los efectos de la ausencia de innovación en el crecimiento económico. La investigación llamó mi atención, pues sabemos que uno de los factores determinantes para un mayor crecimiento económico es precisamente la innovación. Jones argumentaba que un nuevo descubrimiento puede ser muy benéfico para la humanidad, pero también puede tener consecuencias desastrosas. Tomemos el caso de la energía nuclear y la bomba atómica; el descubrimiento de la energía nuclear trajo consigo muchas bondades a la humanidad, pero también el riesgo real de desaparecer como especie. Con esto en mente, tenemos una recomendación de política tal vez contraintuitiva: conviene tener un menor crecimiento económico si con ello la existencia futura de nuestra especie está asegurada. En cuestión de políticas públicas deberíamos activar un radar similar. Hay ciertas medidas que pueden traer consigo el riesgo de “desaparecer” a la nación como la conocemos. Por lo tanto, cuando formulamos o discutimos políticas públicas, debemos tener en mente sus efectos en la desigualdad y en la solidaridad. De manera análoga a la investigación de Charles Jones —y como espero que quede claro a lo largo de este libro— las políticas económicas deben considerar la desigualdad, bajo el riesgo real de que, si no la tomamos en cuenta, el México que conocemos terminará por fragmentarse.
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Este texto es un adelanto del libro Desigualdades. Por qué nos beneficia un país más igualitario, de Raymundo M. Campos Vázquez, Grano de Sal/Centro de Estudios Espinosa Yglesias, 2022, pp.268. En el sitio web de Grano de Sal se puede consultar su catálogo: https://granodesal.com.
Las sociedades —incluida la mexicana— siguen enfrascadas en una discusión que parece dicotómica: ¿qué preferimos?, ¿que crezca la economía o que se reduzca la desigualdad? La evidencia empírica ha desmentido una y otra vez este planteamiento, por reduccionista. Podemos cumplir ambas metas. A continuación, un fragmento del libro Desigualdades. Por qué nos beneficia un país más igualitario, editado por Grano de Sal y el CEEY, que se publica este mismo año.
A principios de este siglo dio comienzo un debate fundamental para la sociedad que, de hecho, se resume en dos preguntas: ¿debe importarnos la desigualdad?, ¿debemos hacer algo para reducirla? La respuesta en ambos casos es un sí rotundo. No son pocas las ciencias que se han ocupado de estudiar la desigualdad a detalle y con profundidad —economía, sociología, psicología, biología, antropología, ciencia política y muchas más—. Todas estas disciplinas, a partir de diversos enfoques, llegan siempre a un mismo consenso: la desigualdad es nociva para la sociedad entera.
Pero no hace muchos años, la economía debía hacerse cargo principalmente del crecimiento económico, y la desigualdad no figuraba entre sus preocupaciones. El marco teórico de la economía y sus modelos matemáticos aseguraban que el mejor resultado se obtiene cuando el gobierno no se entromete en los mercados. Confiábamos tanto en esos modelos que creímos que la realidad debía ajustarse a ellos. Tanto era así que recuerdo a más de un profesor decir: “si el modelo no se ajusta a la realidad, peor para la realidad”. La enseñanza de la economía partía de esa premisa y quizá en muchas universidades aún se piensa así: el gobierno no es la solución a los problemas sociales, sino el problema mismo.
En la década de los ochenta del siglo pasado hubo cambios profundos en el mundo. Estados Unidos experimentó un proceso doble: la tasa de interés creció a causa de un aumento en la inflación y hubo una caída general de los precios del petróleo. Esto desencadenó una crisis de deuda externa en América Latina, y México no fue la excepción. Tal era el escenario cuando el presidente José López Portillo —con su famosa frase “defender [el peso] como perro”— inauguró una década perdida para el país. Vinieron entonces los tiempos de Ronald Reagan, presidente de Estados Unidos, y Margaret Thatcher, primera ministra del Reino Unido. Este par de mandatarios lideró un cambio revolucionario basado en la idea de que el gobierno debía intervenir lo menos posible en la economía y dejar que el mercado hiciera su trabajo, así como impulsar la austeridad en la provisión de los servicios públicos. Nuestro país también privatizó empresas del sector público y desreguló la actividad económica; cayó el porcentaje de trabajadores sindicalizados y el salario mínimo perdió valor adquisitivo. Además, se liberalizó la actividad comercial y se redujo la tasa de impuestos para las personas y las empresas. En suma, el Estado se redujo en tamaño y presencia.
Se creyó que estas medidas darían pie a un crecimiento económico generalizado y que las fuerzas del mercado se encargarían de que los beneficios alcanzaran para todos: el crecimiento crearía más empleos, elevaría los salarios, disminuiría la pobreza e incluso reduciría la desigualdad. También se nos hizo creer que estas políticas, favorables para los más ricos, serían las mejores para la economía en su conjunto; en verdad llegamos a pensar que el crecimiento económico beneficiaría a todos por igual.
Y tuvimos que aprender a la mala. “Acostúmbrese a no considerar nada por su aspecto, sino por su evidencia —aconseja el señor Jaggers a Pip, en la novela Grandes esperanzas, de Charles Dickens—, no hay mejor regla que ésta”. La realidad es necia, pero está ahí para quien quiera verla. La economía se topó de frente con ella en la década de 1990, cuando llegó el momento de contrastar la teoría con los datos y las experiencias reales de las personas, las empresas y los gobiernos. Por fin supimos qué políticas sí funcionan y cómo los actores modifican su conducta ante ellas. Los datos transformaron nuestra comprensión de la economía y surgió otro lema: “si los datos y el modelo no dicen lo mismo, tienes que escoger lo que dicen los datos sobre la realidad”, como le gusta repetir a Emmanuel Saez, uno de los referentes mundiales en finanzas públicas. ¿Y qué decían esos datos? En pocas palabras, que el crecimiento económico ha favorecido mucho más a quienes más tienen. No es que deba desecharse, pero la teoría conlleva un error muy grave: pensar que el crecimiento beneficia en automático a quienes viven en condición de pobreza y que es posible que la gente de los estratos bajos y medios ascienda a los altos (lo que se conoce como movilidad social). El error fue creer que el mercado, por sí mismo —sin regulación alguna, sin intervención del gobierno, sin la provisión de servicios públicos de calidad—, nos daría los mejores resultados. La evidencia nos golpeó de frente y entendimos que deberíamos partir de la premisa opuesta: para que el desarrollo económico sea incluyente, para que los beneficios del crecimiento se repartan de una manera más equitativa y se destinen en mayor proporción a las personas en situación de pobreza, se necesita una planeación rigurosa por parte del Estado.
A pesar de todo, persiste la creencia de que una alta injerencia del gobierno es dañina para la economía. La lógica de quienes se oponen a la redistribución es más o menos la siguiente: el gobierno, en efecto, tiene la capacidad de redistribuir, pero hacerlo supone un costo muy alto. El aumento de impuestos, en especial los que se aplican a los ricos, disminuye el potencial del crecimiento de la economía, lo que nos hace más pobres a todos. La idea proviene de un economista estadounidense llamado Arthur Okun, quien decía que el gasto del gobierno es como una cubeta llena de agujeros: mientras más grande la cubeta, más agua saldrá por los agujeros. La metáfora de Okun todavía se usa para ilustrar las supuestas consecuencias de la redistribución de la riqueza. Por un lado, el gobierno sería muy ineficiente y perdería dinero a causa de la corrupción; por el otro, este tipo de políticas haría que los ricos generaran menos riqueza para no pagar tantos impuestos, y también que los pobres trabajaran menos porque recibirían ingresos “gratuitos” en forma de apoyos y transferencias. Cada uno de estos argumentos se basa en el supuesto de que la redistribución y la presencia del Estado sacrifican el crecimiento económico. Y así aparece una disyuntiva: podemos tener una cosa o la otra, pero no ambas a la vez. Por si fuera poco, el miedo a la pobreza que padecieron los habitantes de las naciones comunistas acompaña este razonamiento y lleva a la conclusión de que “no queda de otra, hay que aguantarse”.
Pero si estudiamos la evidencia y los datos que se han recopilado a lo largo de dos décadas, veremos que la realidad es otra y que el argumento corre en la dirección opuesta: la desigualdad es un obstáculo para el desarrollo económico incluyente. Promover y concentrarse exclusivamente en el crecimiento a cualquier costo es un error. No tenemos por qué elegir entre reducir la desigualdad o conseguir un mayor crecimiento, pues ambas acciones van de la mano, lo que importa es cómo emparejar ambos esfuerzos.
Hay otros prejuicios que han pesado mucho: la “pereza” que se fomenta cuando la gente pobre recibe transferencias, o bien el desinterés que cunde entre los ricos por generar más riqueza ante políticas redistributivas fuertes. Varios estudios —entre ellos un libro como El triunfo de la injusticia: cómo los ricos evaden impuestos y cómo hacer que paguen, de Emmanuel Saez y Gabriel Zucman— muestran que en ningún país los ricos dejan de trabajar cuando los impuestos son altos: intentan eludirlos —aunque es poco lo que consiguen—, pero siguen generando riqueza. En 2019 Esther Duflo, ganadora del premio en ciencias económicas del Banco de Suecia en memoria de Alfred Nobel (mejor conocido como premio Nobel de Economía), descubrió que la gente pobre tampoco deja de trabajar cuando recibe transferencias de dinero. De hecho, sucede lo contrario: un apoyo o una beca ayudan a que mejoren los ingresos futuros e incluso pueden utilizarse, por ejemplo, para emprender un negocio propio o para atender problemas de salud de cualquier tipo.
Ojalá fueran pocos los prejuicios que obstaculizan nuestra comprensión de la economía. Otro lugar común afirma que el gobierno no debe preocuparse por la desigualdad, sino sólo por disminuir la pobreza. Debe hacer esto último, pero no como único objetivo: la desigualdad importa porque nos afecta a todos. Un alto grado de desigualdad no es algo natural en ningún país ni algo a lo que haya que resignarse: la desigualdad es una decisión en política. Al respecto, y si nos comparamos con el resto del mundo, México tiene una de las peores redistribuciones del ingreso. En otras palabras, los ingresos que obtienen las personas antes de pagar impuestos y recibir transferencias, y después de hacerlo, son casi idénticos. En las naciones europeas, la redistribución es mucho más efectiva: los impuestos y las transferencias consiguen un aumento sustancial en el ingreso de los más pobres y, a la vez, se reduce el de los más ricos.
Este libro pretende explicar las causas y los efectos de la desigualdad, entre ellos, algunos aspectos que no se sospechan siquiera. La desigualdad tiene consecuencias para toda la sociedad, y pensar que no es así es un error. Aunque no lo parezca, la desigualdad afecta desde nuestras relaciones sociales hasta nuestra manera de pensar y, por supuesto, tiene injerencia en las decisiones que tomamos. Los mexicanos, de manera libre y democrática, habremos de decidir en qué tipo de sociedad queremos vivir. Aunque también se debe definir qué tamaño debe tener el Estado y cuántos impuestos deberíamos pagar. Este trabajo se concentra en la evidencia existente para responder la siguiente pregunta: ¿le conviene a México que el grado de desigualdad y la baja movilidad social que hoy tiene persistan en el futuro?
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Hace unos años Barack Obama, expresidente de Estados Unidos (2009-2017), definió el problema de la desigualdad como “el reto más importante de nuestros tiempos”. Cuando lo dijo era cierto y aún lo es. La mayoría desea una sociedad mucho más igualitaria. Para ello, nuestro país requiere un nuevo pacto social que ponga en el centro la desigualdad y la movilidad social. En ese nuevo pacto político, todos debemos sentirnos representados.
La nueva ciencia de la desigualdad ha descubierto escenarios que debemos conocer y atender. La desigualdad tiene externalidades negativas para toda la población: hay consecuencias económicas, sociales y políticas que nos afectan a todos, incluidos los más aventajados en la sociedad.
Cuando me encontraba estudiando el doctorado en la Universidad de California, en Berkeley, el profesor Charles Jones presentó una investigación sobre los efectos de la ausencia de innovación en el crecimiento económico. La investigación llamó mi atención, pues sabemos que uno de los factores determinantes para un mayor crecimiento económico es precisamente la innovación. Jones argumentaba que un nuevo descubrimiento puede ser muy benéfico para la humanidad, pero también puede tener consecuencias desastrosas. Tomemos el caso de la energía nuclear y la bomba atómica; el descubrimiento de la energía nuclear trajo consigo muchas bondades a la humanidad, pero también el riesgo real de desaparecer como especie. Con esto en mente, tenemos una recomendación de política tal vez contraintuitiva: conviene tener un menor crecimiento económico si con ello la existencia futura de nuestra especie está asegurada. En cuestión de políticas públicas deberíamos activar un radar similar. Hay ciertas medidas que pueden traer consigo el riesgo de “desaparecer” a la nación como la conocemos. Por lo tanto, cuando formulamos o discutimos políticas públicas, debemos tener en mente sus efectos en la desigualdad y en la solidaridad. De manera análoga a la investigación de Charles Jones —y como espero que quede claro a lo largo de este libro— las políticas económicas deben considerar la desigualdad, bajo el riesgo real de que, si no la tomamos en cuenta, el México que conocemos terminará por fragmentarse.
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Este texto es un adelanto del libro Desigualdades. Por qué nos beneficia un país más igualitario, de Raymundo M. Campos Vázquez, Grano de Sal/Centro de Estudios Espinosa Yglesias, 2022, pp.268. En el sitio web de Grano de Sal se puede consultar su catálogo: https://granodesal.com.
Ilustración de Fernanda Jiménez Aguilar.
Las sociedades —incluida la mexicana— siguen enfrascadas en una discusión que parece dicotómica: ¿qué preferimos?, ¿que crezca la economía o que se reduzca la desigualdad? La evidencia empírica ha desmentido una y otra vez este planteamiento, por reduccionista. Podemos cumplir ambas metas. A continuación, un fragmento del libro Desigualdades. Por qué nos beneficia un país más igualitario, editado por Grano de Sal y el CEEY, que se publica este mismo año.
A principios de este siglo dio comienzo un debate fundamental para la sociedad que, de hecho, se resume en dos preguntas: ¿debe importarnos la desigualdad?, ¿debemos hacer algo para reducirla? La respuesta en ambos casos es un sí rotundo. No son pocas las ciencias que se han ocupado de estudiar la desigualdad a detalle y con profundidad —economía, sociología, psicología, biología, antropología, ciencia política y muchas más—. Todas estas disciplinas, a partir de diversos enfoques, llegan siempre a un mismo consenso: la desigualdad es nociva para la sociedad entera.
Pero no hace muchos años, la economía debía hacerse cargo principalmente del crecimiento económico, y la desigualdad no figuraba entre sus preocupaciones. El marco teórico de la economía y sus modelos matemáticos aseguraban que el mejor resultado se obtiene cuando el gobierno no se entromete en los mercados. Confiábamos tanto en esos modelos que creímos que la realidad debía ajustarse a ellos. Tanto era así que recuerdo a más de un profesor decir: “si el modelo no se ajusta a la realidad, peor para la realidad”. La enseñanza de la economía partía de esa premisa y quizá en muchas universidades aún se piensa así: el gobierno no es la solución a los problemas sociales, sino el problema mismo.
En la década de los ochenta del siglo pasado hubo cambios profundos en el mundo. Estados Unidos experimentó un proceso doble: la tasa de interés creció a causa de un aumento en la inflación y hubo una caída general de los precios del petróleo. Esto desencadenó una crisis de deuda externa en América Latina, y México no fue la excepción. Tal era el escenario cuando el presidente José López Portillo —con su famosa frase “defender [el peso] como perro”— inauguró una década perdida para el país. Vinieron entonces los tiempos de Ronald Reagan, presidente de Estados Unidos, y Margaret Thatcher, primera ministra del Reino Unido. Este par de mandatarios lideró un cambio revolucionario basado en la idea de que el gobierno debía intervenir lo menos posible en la economía y dejar que el mercado hiciera su trabajo, así como impulsar la austeridad en la provisión de los servicios públicos. Nuestro país también privatizó empresas del sector público y desreguló la actividad económica; cayó el porcentaje de trabajadores sindicalizados y el salario mínimo perdió valor adquisitivo. Además, se liberalizó la actividad comercial y se redujo la tasa de impuestos para las personas y las empresas. En suma, el Estado se redujo en tamaño y presencia.
Se creyó que estas medidas darían pie a un crecimiento económico generalizado y que las fuerzas del mercado se encargarían de que los beneficios alcanzaran para todos: el crecimiento crearía más empleos, elevaría los salarios, disminuiría la pobreza e incluso reduciría la desigualdad. También se nos hizo creer que estas políticas, favorables para los más ricos, serían las mejores para la economía en su conjunto; en verdad llegamos a pensar que el crecimiento económico beneficiaría a todos por igual.
Y tuvimos que aprender a la mala. “Acostúmbrese a no considerar nada por su aspecto, sino por su evidencia —aconseja el señor Jaggers a Pip, en la novela Grandes esperanzas, de Charles Dickens—, no hay mejor regla que ésta”. La realidad es necia, pero está ahí para quien quiera verla. La economía se topó de frente con ella en la década de 1990, cuando llegó el momento de contrastar la teoría con los datos y las experiencias reales de las personas, las empresas y los gobiernos. Por fin supimos qué políticas sí funcionan y cómo los actores modifican su conducta ante ellas. Los datos transformaron nuestra comprensión de la economía y surgió otro lema: “si los datos y el modelo no dicen lo mismo, tienes que escoger lo que dicen los datos sobre la realidad”, como le gusta repetir a Emmanuel Saez, uno de los referentes mundiales en finanzas públicas. ¿Y qué decían esos datos? En pocas palabras, que el crecimiento económico ha favorecido mucho más a quienes más tienen. No es que deba desecharse, pero la teoría conlleva un error muy grave: pensar que el crecimiento beneficia en automático a quienes viven en condición de pobreza y que es posible que la gente de los estratos bajos y medios ascienda a los altos (lo que se conoce como movilidad social). El error fue creer que el mercado, por sí mismo —sin regulación alguna, sin intervención del gobierno, sin la provisión de servicios públicos de calidad—, nos daría los mejores resultados. La evidencia nos golpeó de frente y entendimos que deberíamos partir de la premisa opuesta: para que el desarrollo económico sea incluyente, para que los beneficios del crecimiento se repartan de una manera más equitativa y se destinen en mayor proporción a las personas en situación de pobreza, se necesita una planeación rigurosa por parte del Estado.
A pesar de todo, persiste la creencia de que una alta injerencia del gobierno es dañina para la economía. La lógica de quienes se oponen a la redistribución es más o menos la siguiente: el gobierno, en efecto, tiene la capacidad de redistribuir, pero hacerlo supone un costo muy alto. El aumento de impuestos, en especial los que se aplican a los ricos, disminuye el potencial del crecimiento de la economía, lo que nos hace más pobres a todos. La idea proviene de un economista estadounidense llamado Arthur Okun, quien decía que el gasto del gobierno es como una cubeta llena de agujeros: mientras más grande la cubeta, más agua saldrá por los agujeros. La metáfora de Okun todavía se usa para ilustrar las supuestas consecuencias de la redistribución de la riqueza. Por un lado, el gobierno sería muy ineficiente y perdería dinero a causa de la corrupción; por el otro, este tipo de políticas haría que los ricos generaran menos riqueza para no pagar tantos impuestos, y también que los pobres trabajaran menos porque recibirían ingresos “gratuitos” en forma de apoyos y transferencias. Cada uno de estos argumentos se basa en el supuesto de que la redistribución y la presencia del Estado sacrifican el crecimiento económico. Y así aparece una disyuntiva: podemos tener una cosa o la otra, pero no ambas a la vez. Por si fuera poco, el miedo a la pobreza que padecieron los habitantes de las naciones comunistas acompaña este razonamiento y lleva a la conclusión de que “no queda de otra, hay que aguantarse”.
Pero si estudiamos la evidencia y los datos que se han recopilado a lo largo de dos décadas, veremos que la realidad es otra y que el argumento corre en la dirección opuesta: la desigualdad es un obstáculo para el desarrollo económico incluyente. Promover y concentrarse exclusivamente en el crecimiento a cualquier costo es un error. No tenemos por qué elegir entre reducir la desigualdad o conseguir un mayor crecimiento, pues ambas acciones van de la mano, lo que importa es cómo emparejar ambos esfuerzos.
Hay otros prejuicios que han pesado mucho: la “pereza” que se fomenta cuando la gente pobre recibe transferencias, o bien el desinterés que cunde entre los ricos por generar más riqueza ante políticas redistributivas fuertes. Varios estudios —entre ellos un libro como El triunfo de la injusticia: cómo los ricos evaden impuestos y cómo hacer que paguen, de Emmanuel Saez y Gabriel Zucman— muestran que en ningún país los ricos dejan de trabajar cuando los impuestos son altos: intentan eludirlos —aunque es poco lo que consiguen—, pero siguen generando riqueza. En 2019 Esther Duflo, ganadora del premio en ciencias económicas del Banco de Suecia en memoria de Alfred Nobel (mejor conocido como premio Nobel de Economía), descubrió que la gente pobre tampoco deja de trabajar cuando recibe transferencias de dinero. De hecho, sucede lo contrario: un apoyo o una beca ayudan a que mejoren los ingresos futuros e incluso pueden utilizarse, por ejemplo, para emprender un negocio propio o para atender problemas de salud de cualquier tipo.
Ojalá fueran pocos los prejuicios que obstaculizan nuestra comprensión de la economía. Otro lugar común afirma que el gobierno no debe preocuparse por la desigualdad, sino sólo por disminuir la pobreza. Debe hacer esto último, pero no como único objetivo: la desigualdad importa porque nos afecta a todos. Un alto grado de desigualdad no es algo natural en ningún país ni algo a lo que haya que resignarse: la desigualdad es una decisión en política. Al respecto, y si nos comparamos con el resto del mundo, México tiene una de las peores redistribuciones del ingreso. En otras palabras, los ingresos que obtienen las personas antes de pagar impuestos y recibir transferencias, y después de hacerlo, son casi idénticos. En las naciones europeas, la redistribución es mucho más efectiva: los impuestos y las transferencias consiguen un aumento sustancial en el ingreso de los más pobres y, a la vez, se reduce el de los más ricos.
Este libro pretende explicar las causas y los efectos de la desigualdad, entre ellos, algunos aspectos que no se sospechan siquiera. La desigualdad tiene consecuencias para toda la sociedad, y pensar que no es así es un error. Aunque no lo parezca, la desigualdad afecta desde nuestras relaciones sociales hasta nuestra manera de pensar y, por supuesto, tiene injerencia en las decisiones que tomamos. Los mexicanos, de manera libre y democrática, habremos de decidir en qué tipo de sociedad queremos vivir. Aunque también se debe definir qué tamaño debe tener el Estado y cuántos impuestos deberíamos pagar. Este trabajo se concentra en la evidencia existente para responder la siguiente pregunta: ¿le conviene a México que el grado de desigualdad y la baja movilidad social que hoy tiene persistan en el futuro?
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Hace unos años Barack Obama, expresidente de Estados Unidos (2009-2017), definió el problema de la desigualdad como “el reto más importante de nuestros tiempos”. Cuando lo dijo era cierto y aún lo es. La mayoría desea una sociedad mucho más igualitaria. Para ello, nuestro país requiere un nuevo pacto social que ponga en el centro la desigualdad y la movilidad social. En ese nuevo pacto político, todos debemos sentirnos representados.
La nueva ciencia de la desigualdad ha descubierto escenarios que debemos conocer y atender. La desigualdad tiene externalidades negativas para toda la población: hay consecuencias económicas, sociales y políticas que nos afectan a todos, incluidos los más aventajados en la sociedad.
Cuando me encontraba estudiando el doctorado en la Universidad de California, en Berkeley, el profesor Charles Jones presentó una investigación sobre los efectos de la ausencia de innovación en el crecimiento económico. La investigación llamó mi atención, pues sabemos que uno de los factores determinantes para un mayor crecimiento económico es precisamente la innovación. Jones argumentaba que un nuevo descubrimiento puede ser muy benéfico para la humanidad, pero también puede tener consecuencias desastrosas. Tomemos el caso de la energía nuclear y la bomba atómica; el descubrimiento de la energía nuclear trajo consigo muchas bondades a la humanidad, pero también el riesgo real de desaparecer como especie. Con esto en mente, tenemos una recomendación de política tal vez contraintuitiva: conviene tener un menor crecimiento económico si con ello la existencia futura de nuestra especie está asegurada. En cuestión de políticas públicas deberíamos activar un radar similar. Hay ciertas medidas que pueden traer consigo el riesgo de “desaparecer” a la nación como la conocemos. Por lo tanto, cuando formulamos o discutimos políticas públicas, debemos tener en mente sus efectos en la desigualdad y en la solidaridad. De manera análoga a la investigación de Charles Jones —y como espero que quede claro a lo largo de este libro— las políticas económicas deben considerar la desigualdad, bajo el riesgo real de que, si no la tomamos en cuenta, el México que conocemos terminará por fragmentarse.
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Este texto es un adelanto del libro Desigualdades. Por qué nos beneficia un país más igualitario, de Raymundo M. Campos Vázquez, Grano de Sal/Centro de Estudios Espinosa Yglesias, 2022, pp.268. En el sitio web de Grano de Sal se puede consultar su catálogo: https://granodesal.com.
Las sociedades —incluida la mexicana— siguen enfrascadas en una discusión que parece dicotómica: ¿qué preferimos?, ¿que crezca la economía o que se reduzca la desigualdad? La evidencia empírica ha desmentido una y otra vez este planteamiento, por reduccionista. Podemos cumplir ambas metas. A continuación, un fragmento del libro Desigualdades. Por qué nos beneficia un país más igualitario, editado por Grano de Sal y el CEEY, que se publica este mismo año.
A principios de este siglo dio comienzo un debate fundamental para la sociedad que, de hecho, se resume en dos preguntas: ¿debe importarnos la desigualdad?, ¿debemos hacer algo para reducirla? La respuesta en ambos casos es un sí rotundo. No son pocas las ciencias que se han ocupado de estudiar la desigualdad a detalle y con profundidad —economía, sociología, psicología, biología, antropología, ciencia política y muchas más—. Todas estas disciplinas, a partir de diversos enfoques, llegan siempre a un mismo consenso: la desigualdad es nociva para la sociedad entera.
Pero no hace muchos años, la economía debía hacerse cargo principalmente del crecimiento económico, y la desigualdad no figuraba entre sus preocupaciones. El marco teórico de la economía y sus modelos matemáticos aseguraban que el mejor resultado se obtiene cuando el gobierno no se entromete en los mercados. Confiábamos tanto en esos modelos que creímos que la realidad debía ajustarse a ellos. Tanto era así que recuerdo a más de un profesor decir: “si el modelo no se ajusta a la realidad, peor para la realidad”. La enseñanza de la economía partía de esa premisa y quizá en muchas universidades aún se piensa así: el gobierno no es la solución a los problemas sociales, sino el problema mismo.
En la década de los ochenta del siglo pasado hubo cambios profundos en el mundo. Estados Unidos experimentó un proceso doble: la tasa de interés creció a causa de un aumento en la inflación y hubo una caída general de los precios del petróleo. Esto desencadenó una crisis de deuda externa en América Latina, y México no fue la excepción. Tal era el escenario cuando el presidente José López Portillo —con su famosa frase “defender [el peso] como perro”— inauguró una década perdida para el país. Vinieron entonces los tiempos de Ronald Reagan, presidente de Estados Unidos, y Margaret Thatcher, primera ministra del Reino Unido. Este par de mandatarios lideró un cambio revolucionario basado en la idea de que el gobierno debía intervenir lo menos posible en la economía y dejar que el mercado hiciera su trabajo, así como impulsar la austeridad en la provisión de los servicios públicos. Nuestro país también privatizó empresas del sector público y desreguló la actividad económica; cayó el porcentaje de trabajadores sindicalizados y el salario mínimo perdió valor adquisitivo. Además, se liberalizó la actividad comercial y se redujo la tasa de impuestos para las personas y las empresas. En suma, el Estado se redujo en tamaño y presencia.
Se creyó que estas medidas darían pie a un crecimiento económico generalizado y que las fuerzas del mercado se encargarían de que los beneficios alcanzaran para todos: el crecimiento crearía más empleos, elevaría los salarios, disminuiría la pobreza e incluso reduciría la desigualdad. También se nos hizo creer que estas políticas, favorables para los más ricos, serían las mejores para la economía en su conjunto; en verdad llegamos a pensar que el crecimiento económico beneficiaría a todos por igual.
Y tuvimos que aprender a la mala. “Acostúmbrese a no considerar nada por su aspecto, sino por su evidencia —aconseja el señor Jaggers a Pip, en la novela Grandes esperanzas, de Charles Dickens—, no hay mejor regla que ésta”. La realidad es necia, pero está ahí para quien quiera verla. La economía se topó de frente con ella en la década de 1990, cuando llegó el momento de contrastar la teoría con los datos y las experiencias reales de las personas, las empresas y los gobiernos. Por fin supimos qué políticas sí funcionan y cómo los actores modifican su conducta ante ellas. Los datos transformaron nuestra comprensión de la economía y surgió otro lema: “si los datos y el modelo no dicen lo mismo, tienes que escoger lo que dicen los datos sobre la realidad”, como le gusta repetir a Emmanuel Saez, uno de los referentes mundiales en finanzas públicas. ¿Y qué decían esos datos? En pocas palabras, que el crecimiento económico ha favorecido mucho más a quienes más tienen. No es que deba desecharse, pero la teoría conlleva un error muy grave: pensar que el crecimiento beneficia en automático a quienes viven en condición de pobreza y que es posible que la gente de los estratos bajos y medios ascienda a los altos (lo que se conoce como movilidad social). El error fue creer que el mercado, por sí mismo —sin regulación alguna, sin intervención del gobierno, sin la provisión de servicios públicos de calidad—, nos daría los mejores resultados. La evidencia nos golpeó de frente y entendimos que deberíamos partir de la premisa opuesta: para que el desarrollo económico sea incluyente, para que los beneficios del crecimiento se repartan de una manera más equitativa y se destinen en mayor proporción a las personas en situación de pobreza, se necesita una planeación rigurosa por parte del Estado.
A pesar de todo, persiste la creencia de que una alta injerencia del gobierno es dañina para la economía. La lógica de quienes se oponen a la redistribución es más o menos la siguiente: el gobierno, en efecto, tiene la capacidad de redistribuir, pero hacerlo supone un costo muy alto. El aumento de impuestos, en especial los que se aplican a los ricos, disminuye el potencial del crecimiento de la economía, lo que nos hace más pobres a todos. La idea proviene de un economista estadounidense llamado Arthur Okun, quien decía que el gasto del gobierno es como una cubeta llena de agujeros: mientras más grande la cubeta, más agua saldrá por los agujeros. La metáfora de Okun todavía se usa para ilustrar las supuestas consecuencias de la redistribución de la riqueza. Por un lado, el gobierno sería muy ineficiente y perdería dinero a causa de la corrupción; por el otro, este tipo de políticas haría que los ricos generaran menos riqueza para no pagar tantos impuestos, y también que los pobres trabajaran menos porque recibirían ingresos “gratuitos” en forma de apoyos y transferencias. Cada uno de estos argumentos se basa en el supuesto de que la redistribución y la presencia del Estado sacrifican el crecimiento económico. Y así aparece una disyuntiva: podemos tener una cosa o la otra, pero no ambas a la vez. Por si fuera poco, el miedo a la pobreza que padecieron los habitantes de las naciones comunistas acompaña este razonamiento y lleva a la conclusión de que “no queda de otra, hay que aguantarse”.
Pero si estudiamos la evidencia y los datos que se han recopilado a lo largo de dos décadas, veremos que la realidad es otra y que el argumento corre en la dirección opuesta: la desigualdad es un obstáculo para el desarrollo económico incluyente. Promover y concentrarse exclusivamente en el crecimiento a cualquier costo es un error. No tenemos por qué elegir entre reducir la desigualdad o conseguir un mayor crecimiento, pues ambas acciones van de la mano, lo que importa es cómo emparejar ambos esfuerzos.
Hay otros prejuicios que han pesado mucho: la “pereza” que se fomenta cuando la gente pobre recibe transferencias, o bien el desinterés que cunde entre los ricos por generar más riqueza ante políticas redistributivas fuertes. Varios estudios —entre ellos un libro como El triunfo de la injusticia: cómo los ricos evaden impuestos y cómo hacer que paguen, de Emmanuel Saez y Gabriel Zucman— muestran que en ningún país los ricos dejan de trabajar cuando los impuestos son altos: intentan eludirlos —aunque es poco lo que consiguen—, pero siguen generando riqueza. En 2019 Esther Duflo, ganadora del premio en ciencias económicas del Banco de Suecia en memoria de Alfred Nobel (mejor conocido como premio Nobel de Economía), descubrió que la gente pobre tampoco deja de trabajar cuando recibe transferencias de dinero. De hecho, sucede lo contrario: un apoyo o una beca ayudan a que mejoren los ingresos futuros e incluso pueden utilizarse, por ejemplo, para emprender un negocio propio o para atender problemas de salud de cualquier tipo.
Ojalá fueran pocos los prejuicios que obstaculizan nuestra comprensión de la economía. Otro lugar común afirma que el gobierno no debe preocuparse por la desigualdad, sino sólo por disminuir la pobreza. Debe hacer esto último, pero no como único objetivo: la desigualdad importa porque nos afecta a todos. Un alto grado de desigualdad no es algo natural en ningún país ni algo a lo que haya que resignarse: la desigualdad es una decisión en política. Al respecto, y si nos comparamos con el resto del mundo, México tiene una de las peores redistribuciones del ingreso. En otras palabras, los ingresos que obtienen las personas antes de pagar impuestos y recibir transferencias, y después de hacerlo, son casi idénticos. En las naciones europeas, la redistribución es mucho más efectiva: los impuestos y las transferencias consiguen un aumento sustancial en el ingreso de los más pobres y, a la vez, se reduce el de los más ricos.
Este libro pretende explicar las causas y los efectos de la desigualdad, entre ellos, algunos aspectos que no se sospechan siquiera. La desigualdad tiene consecuencias para toda la sociedad, y pensar que no es así es un error. Aunque no lo parezca, la desigualdad afecta desde nuestras relaciones sociales hasta nuestra manera de pensar y, por supuesto, tiene injerencia en las decisiones que tomamos. Los mexicanos, de manera libre y democrática, habremos de decidir en qué tipo de sociedad queremos vivir. Aunque también se debe definir qué tamaño debe tener el Estado y cuántos impuestos deberíamos pagar. Este trabajo se concentra en la evidencia existente para responder la siguiente pregunta: ¿le conviene a México que el grado de desigualdad y la baja movilidad social que hoy tiene persistan en el futuro?
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Hace unos años Barack Obama, expresidente de Estados Unidos (2009-2017), definió el problema de la desigualdad como “el reto más importante de nuestros tiempos”. Cuando lo dijo era cierto y aún lo es. La mayoría desea una sociedad mucho más igualitaria. Para ello, nuestro país requiere un nuevo pacto social que ponga en el centro la desigualdad y la movilidad social. En ese nuevo pacto político, todos debemos sentirnos representados.
La nueva ciencia de la desigualdad ha descubierto escenarios que debemos conocer y atender. La desigualdad tiene externalidades negativas para toda la población: hay consecuencias económicas, sociales y políticas que nos afectan a todos, incluidos los más aventajados en la sociedad.
Cuando me encontraba estudiando el doctorado en la Universidad de California, en Berkeley, el profesor Charles Jones presentó una investigación sobre los efectos de la ausencia de innovación en el crecimiento económico. La investigación llamó mi atención, pues sabemos que uno de los factores determinantes para un mayor crecimiento económico es precisamente la innovación. Jones argumentaba que un nuevo descubrimiento puede ser muy benéfico para la humanidad, pero también puede tener consecuencias desastrosas. Tomemos el caso de la energía nuclear y la bomba atómica; el descubrimiento de la energía nuclear trajo consigo muchas bondades a la humanidad, pero también el riesgo real de desaparecer como especie. Con esto en mente, tenemos una recomendación de política tal vez contraintuitiva: conviene tener un menor crecimiento económico si con ello la existencia futura de nuestra especie está asegurada. En cuestión de políticas públicas deberíamos activar un radar similar. Hay ciertas medidas que pueden traer consigo el riesgo de “desaparecer” a la nación como la conocemos. Por lo tanto, cuando formulamos o discutimos políticas públicas, debemos tener en mente sus efectos en la desigualdad y en la solidaridad. De manera análoga a la investigación de Charles Jones —y como espero que quede claro a lo largo de este libro— las políticas económicas deben considerar la desigualdad, bajo el riesgo real de que, si no la tomamos en cuenta, el México que conocemos terminará por fragmentarse.
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Este texto es un adelanto del libro Desigualdades. Por qué nos beneficia un país más igualitario, de Raymundo M. Campos Vázquez, Grano de Sal/Centro de Estudios Espinosa Yglesias, 2022, pp.268. En el sitio web de Grano de Sal se puede consultar su catálogo: https://granodesal.com.
Ilustración de Fernanda Jiménez Aguilar.
Las sociedades —incluida la mexicana— siguen enfrascadas en una discusión que parece dicotómica: ¿qué preferimos?, ¿que crezca la economía o que se reduzca la desigualdad? La evidencia empírica ha desmentido una y otra vez este planteamiento, por reduccionista. Podemos cumplir ambas metas. A continuación, un fragmento del libro Desigualdades. Por qué nos beneficia un país más igualitario, editado por Grano de Sal y el CEEY, que se publica este mismo año.
A principios de este siglo dio comienzo un debate fundamental para la sociedad que, de hecho, se resume en dos preguntas: ¿debe importarnos la desigualdad?, ¿debemos hacer algo para reducirla? La respuesta en ambos casos es un sí rotundo. No son pocas las ciencias que se han ocupado de estudiar la desigualdad a detalle y con profundidad —economía, sociología, psicología, biología, antropología, ciencia política y muchas más—. Todas estas disciplinas, a partir de diversos enfoques, llegan siempre a un mismo consenso: la desigualdad es nociva para la sociedad entera.
Pero no hace muchos años, la economía debía hacerse cargo principalmente del crecimiento económico, y la desigualdad no figuraba entre sus preocupaciones. El marco teórico de la economía y sus modelos matemáticos aseguraban que el mejor resultado se obtiene cuando el gobierno no se entromete en los mercados. Confiábamos tanto en esos modelos que creímos que la realidad debía ajustarse a ellos. Tanto era así que recuerdo a más de un profesor decir: “si el modelo no se ajusta a la realidad, peor para la realidad”. La enseñanza de la economía partía de esa premisa y quizá en muchas universidades aún se piensa así: el gobierno no es la solución a los problemas sociales, sino el problema mismo.
En la década de los ochenta del siglo pasado hubo cambios profundos en el mundo. Estados Unidos experimentó un proceso doble: la tasa de interés creció a causa de un aumento en la inflación y hubo una caída general de los precios del petróleo. Esto desencadenó una crisis de deuda externa en América Latina, y México no fue la excepción. Tal era el escenario cuando el presidente José López Portillo —con su famosa frase “defender [el peso] como perro”— inauguró una década perdida para el país. Vinieron entonces los tiempos de Ronald Reagan, presidente de Estados Unidos, y Margaret Thatcher, primera ministra del Reino Unido. Este par de mandatarios lideró un cambio revolucionario basado en la idea de que el gobierno debía intervenir lo menos posible en la economía y dejar que el mercado hiciera su trabajo, así como impulsar la austeridad en la provisión de los servicios públicos. Nuestro país también privatizó empresas del sector público y desreguló la actividad económica; cayó el porcentaje de trabajadores sindicalizados y el salario mínimo perdió valor adquisitivo. Además, se liberalizó la actividad comercial y se redujo la tasa de impuestos para las personas y las empresas. En suma, el Estado se redujo en tamaño y presencia.
Se creyó que estas medidas darían pie a un crecimiento económico generalizado y que las fuerzas del mercado se encargarían de que los beneficios alcanzaran para todos: el crecimiento crearía más empleos, elevaría los salarios, disminuiría la pobreza e incluso reduciría la desigualdad. También se nos hizo creer que estas políticas, favorables para los más ricos, serían las mejores para la economía en su conjunto; en verdad llegamos a pensar que el crecimiento económico beneficiaría a todos por igual.
Y tuvimos que aprender a la mala. “Acostúmbrese a no considerar nada por su aspecto, sino por su evidencia —aconseja el señor Jaggers a Pip, en la novela Grandes esperanzas, de Charles Dickens—, no hay mejor regla que ésta”. La realidad es necia, pero está ahí para quien quiera verla. La economía se topó de frente con ella en la década de 1990, cuando llegó el momento de contrastar la teoría con los datos y las experiencias reales de las personas, las empresas y los gobiernos. Por fin supimos qué políticas sí funcionan y cómo los actores modifican su conducta ante ellas. Los datos transformaron nuestra comprensión de la economía y surgió otro lema: “si los datos y el modelo no dicen lo mismo, tienes que escoger lo que dicen los datos sobre la realidad”, como le gusta repetir a Emmanuel Saez, uno de los referentes mundiales en finanzas públicas. ¿Y qué decían esos datos? En pocas palabras, que el crecimiento económico ha favorecido mucho más a quienes más tienen. No es que deba desecharse, pero la teoría conlleva un error muy grave: pensar que el crecimiento beneficia en automático a quienes viven en condición de pobreza y que es posible que la gente de los estratos bajos y medios ascienda a los altos (lo que se conoce como movilidad social). El error fue creer que el mercado, por sí mismo —sin regulación alguna, sin intervención del gobierno, sin la provisión de servicios públicos de calidad—, nos daría los mejores resultados. La evidencia nos golpeó de frente y entendimos que deberíamos partir de la premisa opuesta: para que el desarrollo económico sea incluyente, para que los beneficios del crecimiento se repartan de una manera más equitativa y se destinen en mayor proporción a las personas en situación de pobreza, se necesita una planeación rigurosa por parte del Estado.
A pesar de todo, persiste la creencia de que una alta injerencia del gobierno es dañina para la economía. La lógica de quienes se oponen a la redistribución es más o menos la siguiente: el gobierno, en efecto, tiene la capacidad de redistribuir, pero hacerlo supone un costo muy alto. El aumento de impuestos, en especial los que se aplican a los ricos, disminuye el potencial del crecimiento de la economía, lo que nos hace más pobres a todos. La idea proviene de un economista estadounidense llamado Arthur Okun, quien decía que el gasto del gobierno es como una cubeta llena de agujeros: mientras más grande la cubeta, más agua saldrá por los agujeros. La metáfora de Okun todavía se usa para ilustrar las supuestas consecuencias de la redistribución de la riqueza. Por un lado, el gobierno sería muy ineficiente y perdería dinero a causa de la corrupción; por el otro, este tipo de políticas haría que los ricos generaran menos riqueza para no pagar tantos impuestos, y también que los pobres trabajaran menos porque recibirían ingresos “gratuitos” en forma de apoyos y transferencias. Cada uno de estos argumentos se basa en el supuesto de que la redistribución y la presencia del Estado sacrifican el crecimiento económico. Y así aparece una disyuntiva: podemos tener una cosa o la otra, pero no ambas a la vez. Por si fuera poco, el miedo a la pobreza que padecieron los habitantes de las naciones comunistas acompaña este razonamiento y lleva a la conclusión de que “no queda de otra, hay que aguantarse”.
Pero si estudiamos la evidencia y los datos que se han recopilado a lo largo de dos décadas, veremos que la realidad es otra y que el argumento corre en la dirección opuesta: la desigualdad es un obstáculo para el desarrollo económico incluyente. Promover y concentrarse exclusivamente en el crecimiento a cualquier costo es un error. No tenemos por qué elegir entre reducir la desigualdad o conseguir un mayor crecimiento, pues ambas acciones van de la mano, lo que importa es cómo emparejar ambos esfuerzos.
Hay otros prejuicios que han pesado mucho: la “pereza” que se fomenta cuando la gente pobre recibe transferencias, o bien el desinterés que cunde entre los ricos por generar más riqueza ante políticas redistributivas fuertes. Varios estudios —entre ellos un libro como El triunfo de la injusticia: cómo los ricos evaden impuestos y cómo hacer que paguen, de Emmanuel Saez y Gabriel Zucman— muestran que en ningún país los ricos dejan de trabajar cuando los impuestos son altos: intentan eludirlos —aunque es poco lo que consiguen—, pero siguen generando riqueza. En 2019 Esther Duflo, ganadora del premio en ciencias económicas del Banco de Suecia en memoria de Alfred Nobel (mejor conocido como premio Nobel de Economía), descubrió que la gente pobre tampoco deja de trabajar cuando recibe transferencias de dinero. De hecho, sucede lo contrario: un apoyo o una beca ayudan a que mejoren los ingresos futuros e incluso pueden utilizarse, por ejemplo, para emprender un negocio propio o para atender problemas de salud de cualquier tipo.
Ojalá fueran pocos los prejuicios que obstaculizan nuestra comprensión de la economía. Otro lugar común afirma que el gobierno no debe preocuparse por la desigualdad, sino sólo por disminuir la pobreza. Debe hacer esto último, pero no como único objetivo: la desigualdad importa porque nos afecta a todos. Un alto grado de desigualdad no es algo natural en ningún país ni algo a lo que haya que resignarse: la desigualdad es una decisión en política. Al respecto, y si nos comparamos con el resto del mundo, México tiene una de las peores redistribuciones del ingreso. En otras palabras, los ingresos que obtienen las personas antes de pagar impuestos y recibir transferencias, y después de hacerlo, son casi idénticos. En las naciones europeas, la redistribución es mucho más efectiva: los impuestos y las transferencias consiguen un aumento sustancial en el ingreso de los más pobres y, a la vez, se reduce el de los más ricos.
Este libro pretende explicar las causas y los efectos de la desigualdad, entre ellos, algunos aspectos que no se sospechan siquiera. La desigualdad tiene consecuencias para toda la sociedad, y pensar que no es así es un error. Aunque no lo parezca, la desigualdad afecta desde nuestras relaciones sociales hasta nuestra manera de pensar y, por supuesto, tiene injerencia en las decisiones que tomamos. Los mexicanos, de manera libre y democrática, habremos de decidir en qué tipo de sociedad queremos vivir. Aunque también se debe definir qué tamaño debe tener el Estado y cuántos impuestos deberíamos pagar. Este trabajo se concentra en la evidencia existente para responder la siguiente pregunta: ¿le conviene a México que el grado de desigualdad y la baja movilidad social que hoy tiene persistan en el futuro?
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Hace unos años Barack Obama, expresidente de Estados Unidos (2009-2017), definió el problema de la desigualdad como “el reto más importante de nuestros tiempos”. Cuando lo dijo era cierto y aún lo es. La mayoría desea una sociedad mucho más igualitaria. Para ello, nuestro país requiere un nuevo pacto social que ponga en el centro la desigualdad y la movilidad social. En ese nuevo pacto político, todos debemos sentirnos representados.
La nueva ciencia de la desigualdad ha descubierto escenarios que debemos conocer y atender. La desigualdad tiene externalidades negativas para toda la población: hay consecuencias económicas, sociales y políticas que nos afectan a todos, incluidos los más aventajados en la sociedad.
Cuando me encontraba estudiando el doctorado en la Universidad de California, en Berkeley, el profesor Charles Jones presentó una investigación sobre los efectos de la ausencia de innovación en el crecimiento económico. La investigación llamó mi atención, pues sabemos que uno de los factores determinantes para un mayor crecimiento económico es precisamente la innovación. Jones argumentaba que un nuevo descubrimiento puede ser muy benéfico para la humanidad, pero también puede tener consecuencias desastrosas. Tomemos el caso de la energía nuclear y la bomba atómica; el descubrimiento de la energía nuclear trajo consigo muchas bondades a la humanidad, pero también el riesgo real de desaparecer como especie. Con esto en mente, tenemos una recomendación de política tal vez contraintuitiva: conviene tener un menor crecimiento económico si con ello la existencia futura de nuestra especie está asegurada. En cuestión de políticas públicas deberíamos activar un radar similar. Hay ciertas medidas que pueden traer consigo el riesgo de “desaparecer” a la nación como la conocemos. Por lo tanto, cuando formulamos o discutimos políticas públicas, debemos tener en mente sus efectos en la desigualdad y en la solidaridad. De manera análoga a la investigación de Charles Jones —y como espero que quede claro a lo largo de este libro— las políticas económicas deben considerar la desigualdad, bajo el riesgo real de que, si no la tomamos en cuenta, el México que conocemos terminará por fragmentarse.
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Este texto es un adelanto del libro Desigualdades. Por qué nos beneficia un país más igualitario, de Raymundo M. Campos Vázquez, Grano de Sal/Centro de Estudios Espinosa Yglesias, 2022, pp.268. En el sitio web de Grano de Sal se puede consultar su catálogo: https://granodesal.com.
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