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Hay una sesión de Ted Talk que se puede ver por YouTube donde cuenta su historia. Nació en 1973 en la Ciudad de México. Creció con su abuela materna, porque su madre se había ido a los Estados Unidos y su padre tenía otra familia. El ambiente familiar era muy hostil. Los hermanos le pegaban y este maltrato se hizo aún más crudo luego de que la abuela murió. Los hermanos ya no se preocupaban por alimentarla. Kenya consiguió un pequeño trabajo con un amigo de la familia, pero la hermana le quitaba el poco dinero que ganaba. A los nueve años decidió salirse de casa, un día que caminaba por las calles de Balderas y Juárez, en el centro de la ciudad.
Esa misma noche, se encontró con una mujer trans con la que se identificó. “Me acerqué y le pedí que me ayudara a arreglarme como ella”, dice. “Ella volteó, seria, y me dijo: ‘Ponte a trabajar, háblale a los carros y cóbrales 400 pesos’”. A uno de sus primeros clientes le contó su situación, todo el maltrato que había vivido en casa, y pidió que la llevara a vivir con él. El hombre dijo que se metería en problemas si la llevaba a vivir a su casa, pero le daría suficiente dinero para que se pagara una semana en un hotel. “Tuvimos relaciones sexuales y él se fue. Ese fue mi primer cliente”, dice Kenya. Se había convertido en una trabajadora sexual a los nueve años.
Al día siguiente, la señora del aseo le pidió que se saliera de la habitación para hacer su trabajo. Kenya comenzó a pasear por los pasillos del hotel y se encontró con dos mujeres trans, además de percatarse de que vivían también allí otras trabajadoras sexuales. Pidió a las chicas trans que le ayudaran a arreglarse como ellas. Le preguntaron si tenía dinero y Kenya les enseñó lo que el hombre le había dado. La llevaron al centro, compraron zapatos, pelucas, pestañas, maquillaje y en el hotel comenzaron a arreglarla. Le dijeron que sería la primera y la última vez. “Yo estaba feliz, porque me estaba viendo como esa mujer con la que me identificaba”. Esa misma noche, sus nuevas amigas la llevaron a la esquina de Insurgentes y Álvaro Obregón en la colonia Roma, donde le presentaron a una madrota a la que Kenya debía de dar una cuota diaria a cambio de poder trabajar en el área.
Kenya Cuevas cuenta que le fue muy bien en el trabajo, pero que uno de los requisitos de muchos clientes era que consumiera drogas con ellos. Al principio el consumo era esporádico, pero pronto se hizo más frecuente. A los 13 años le detectaron VIH. “Yo me quería morir en las drogas”, dice. “Y en algún momento también dejé de defender mi transición”. En una ocasión, mientras se drogaba en Tepito, en uno de esos apartamentos donde dejan a los clientes consumir, llegó un operativo. La dealer le aventó la mercancía y la policía la llevó presa. Pasó 10 años en el penal de Santa Martha Acatitla, hasta que consiguió que la absolvieran de todos los casos y obtuvo su libertad.
El 30 de septiembre de 2016 se fue a trabajar, desde su casa en Chimalhuacán hasta Puente de Alvarado, donde también estaba su compañera Paola Buenrostro. Fueron a comprar anís, que les ayudaba a mantenerse calientes y a aminorar el dolor de los tacones. Y justo después de brindar, un cliente se acercó con ellas. Las otras compañeras lo dejaron pasar, se acercó con Kenya, quien también lo rechazó. “Era un piojo”, dice “nosotros le llamamos piojos a esas personas que llevan pantalones a las rodillas. Quería pagar sólo 250 pesos”. Luego abordó a Paola, que se subió al auto y les dijo “me voy a trabajar, perras”.
Apenas el auto avanzó unos metros cuando Kenya escuchó gritos de auxilio y unas detonaciones. El cuerpo de Paola se desvaneció en los brazos de su asesino, quien la aventó al lugar del copiloto. El sujeto apuntó el arma para disparar a Kenya, pero la pistola se encasquilló y Kenya logró escapar. Llegó la policía, detuvieron al sujeto en fragancia y luego todas las amigas de Paola se fueron al Ministerio Público a rendir su declaración. Sin embargo, el MP, al ver que eran trabajadoras sexuales trans, las trató como ciudadanas de segunda clase. No tomaron la declaración de Kenya como testigo, sino como una curiosa del lugar. Más tarde Kenya se presentó a la audiencia, pero el juez y el MP le dijeron que abandonara la sala. “Y al final de la audiencia, dejaron al tipo en libertad”, dice.
Kenya reclamó el cuerpo de Paola. Pero el encargado le dijo que no se lo podía dar porque no era familiar. Entonces amenazó con parar Insurgentes con una manifestación de por lo menos 500 chicas. Le dieron el cuerpo. La velaron dos días y cuando iban de camino al panteón, Kenya decidió que le harían una guardia de honor en el lugar donde la mataron “para despedirla como la mujer que era”. Prácticamente tuvo que secuestrar al conductor de la carroza. Le quitó las llaves y condujo el auto a Insurgentes y Puente de Alvarado. Bajó el ataúd de su compañera “y le grité al mundo y a las autoridades que nos estaban matando, que a nadie le importaba porque sólo somos trabajadoras sexuales. Nos arrebatan nuestros derechos humanos, nos discriminan y nos violentan”.
Kenya prometió a Paola que llevaría su asesino a la cárcel. Hace algunos años constituyó una Asociación Civil y está a punto de inaugurar el primer albergue para las mujeres trans en México. “Estos crímenes de odio me han arrebatado a mis mejores amigas”, dice Kenya en el foro de Ted Talk. Lleva un vestido de satín verde y zapatos de tacón alto. Tiene un aspecto increíblemente profesional, a pesar de los tatuajes en el brazo. “Pero hoy le grito al mundo que mi venganza es que todas seamos felices. Salud por ellas”. Kenya levanta una copa y termina la conversación en medio de los aplausos de la audiencia.
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El lunes de la semana pasada, llegó una señora con cubre bocas de lentejuelas, aretes de pedrería y un collar con un enorme escorpión, también de piedras vistosas. Es una de las voluntarias, conocida como Mexican Divine cuando se presenta en distintos lugares de la ciudad. Cuenta que está preparando un disco de High Energy. Mientras habla, alguien le trae una silla. “Ve, me tratan como una reina”, dice y se sienta, hasta que finalmente llega la comida. Los voluntarios instalan una mesa en la esquina de la calle, y allí llevan unas grandes cacerolas. Hoy toca chuleta de cerdo en una salsa verde y calabacitas, acompañadas por frijoles negros y agua de tamarindo. Son Kenya y Horacio los encargados de repartir la comida. Kenya Cuevas es alta, esbelta. Usa unos jeans y la camisa morada de regla. Lleva un cubre bocas y una mascarilla de plástico que no le dejan ver la cara. Homero es alto y flaco y calvo, lleva pants y tampoco es posible verle la cara por que la lleva cubierta. Se han puesto frente a un altar a la virgen a repartir comida.
Se corre la voz por los alrededores y desde distintos puntos se van congregando los viandantes. Es un cuadro como el que hemos visto mil veces cuando se representa la Gran Depresión, colas de gentes para recibir una comida. Pero esto es la Ciudad de México y estamos en una de las semanas de mayor contagio de Covid-19. Kenya trata de poner orden a la cola gritando que las personas deben guardar sana distancia y las obliga a abrir los brazos para asegurarse que haya más de un metro y medio entre una y otra persona. Hay de todo: mujeres trans, prostitutas ancianas, señores de barba, incluso se detiene un repartidor de medicinas, con su motocicleta que lleva el monograma de las Farmacias Benavides. No se discrimina a nadie. Una señora chilla porque le han arrebatado su lugar en la cola. Está evidentemente borracha y Maya la ayuda a retomar su lugar.
Poco a poco la cola va disminuyendo y en la calle queda una sensación general de satisfacción. Alguien grita: “un aplauso para la gente que nos da de comer” y todos los beneficiados, unas treinta personas, se ponen a aplaudir y la ovación se apodera de la cuadra. Es difícil ver gente más obligada. Una chica vestida de negro se acerca al grupo de Kenya y Horacio y les dice: “estamos muy agradecidos. Gracias por acordarse de nosotros” y luego se la traga la ciudad, por el rumbo de Puente de Alvarado. Hay una viejecita que no puede sostener el plato de la emoción, y los voluntarios la ayudan para que se siente a comer.
Me acerco con Horacio y le pregunto por qué hace esto: “lo hago por solidaridad, por ayudar un poco”. Había conocido a Kenya en un diplomado de Derechos Humanos que dio en el Museo de Memoria y Tolerancia, el grupo permaneció activo y él respondió al llamado de ayuda de Kenya, cuando comenzó la contingencia. Él es abogado del Tribunal Superior de Justicia, además de un cocinero muy dedicado. Tiene 52 años. “Me gusta mucho cocinar, y pensando que es para esta gente, trato de hacerlo lo mejor posible”, dice.
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La cocina se levanta. Kenya Cuevas y algunos otros voluntarios se suben a su auto, que maneja un guardaespaldas que trae desde que la amenazaron de muerte. Aarón, el fotógrafo, y yo nos subimos a un taxi que nos lleva a la Casa de las Muñecas Tiresias. No es la primera vez que voy a esa zona del Chiquihuite. Sé por datos y experiencia propia que es una de las más peligrosas. La ruta en la aplicación de Didi no es nada prometedora. Marca 50 minutos del centro hasta el lugar de destino. Pasando el Acueducto de Guadalupe, comenzamos a subir el cerro de calles tortuosas y llenas de gente. Las medidas de confinamiento son relativas. Acá no hay nada cerrado: mercados, peluquerías, restaurantes, farmacias, tiendas de materiales de construcción, panaderías, ópticas, tapicerías y peleterías están funcionando normalmente. Subimos aún más, y la última vuelta no es la definitiva, sino que viene otra y otra, hasta que llegamos a una casa blanca.
Según el guardia de la entrada, había sido un sitio de secuestros y distribución de drogas que la alcaldía decomisó y destinó para el proyecto de Kenya. La casa estaba completamente reconstruida, muy blanca, con vidrio y metal. Allí, también se reparte comida a quien se acerque, comida que traen de un comedor comunitario de la misma colonia; el programa de comedores donde se paga una cuota simbólica que comenzó en el periodo de Marcelo Ebrard como Jefe de Gobierno de la ciudad. Kenya no ha llegado y el guardia nos instala en dos sillas en el patio. Se escucha una televisión a todo volumen y que alguien taladra paredes para completar una obra, que luego nos enteramos será la biblioteca de la casa. En el patio, hay un dibujo de un tzompantli que quedó de la última festividad del Día de Muertos, donde las chicas anotaron los nombres de sus amigas muertas en la frente de las calaveras.
Stefani Kaori y Tiffany Rosales salen al patio. Es una tarde calurosa y todas llevan ropa ligera, shorts o vestidos holgados y de escotes pronunciados. Están muy conscientes de su cuerpo y se mueven con enorme soltura. Tiffany cuenta que ella estaba en la colonia Guerrero: se había perdido en el alcohol y la trajeron para acá, donde se siente mejor. En eso, llega Kenya. Para sorpresa de todas, viene con Jessica, que ha sido aceptada de nuevo en el grupo, a pesar de haberlo abandonado unos días antes. Stefani está particularmente conmovida por el regreso de Jessica. Alguien grita: “no le hagan fiestas, más bien regáñenla por haberse ido”. Kenya piensa que es mejor que esté acá que en la calle, aunque luego se vuelva a ir. Qué importa.
Kenya trae un juego de mesa nuevo, que yo nunca había visto, uno que mandó hacer después de que salió de la cárcel. A primera vista, es un tablero con Hello Kitty en todos los rincones. Se juega como el Backgammon y el chiste es pasar todas las fichas de un lado al otro. De repente, Kenya Cuevas se concentra, se ha olvidado quitarse los guantes de plástico. A veces tiene ademanes de señora rica en un casino, y le enseña con toda concentración a sus pupilas las reglas del pasatiempo, como si eso fuera lo más importante del mundo en este momento.