El pasado 21 de octubre Celia Cruz habría cumplido 95 años de edad. “La reina de la salsa” murió en Nueva Jersey a los 78 años, lejos de La Habana donde se convirtió en una estrella de la música en la década de los cincuenta. Mientras tanto, en la Sierra Maestra, Fidel Castro se preparaba junto a su ejército rebelde para asaltar el poder y limpiaba su fusil escuchando sus canciones. Pero una vez que Castro se apoderó de la isla e instauró un régimen autoritario, la diva decidió abandonar Cuba y no regresar más. En el exilio se convirtió en uno de los rostros del anticastrismo. “Celia, mi vida”, de la editorial Liberdúplex, recoge varias de sus memorias.
En un momento del libro se lee: “Durante los primeros meses de 1959 tratamos de seguir con nuestras vidas, como siempre, pero era imposible. Esos meses siguientes a la entrada de ´los barbudos´ a La Habana fueron de terribles angustias. El régimen se apoderó de todas las compañías, de todos los negocios, de todas las emisoras de radio y de la televisión. La situación se convirtió en un desmadre. Al régimen no le importaba la libertad de expresión artística para nada. Así que la Sonora Matancera -su orquesta en ese momento- y yo tomamos la decisión de irnos a México y trabajar allí, en donde sí había trabajo garantizado”.
Si hay que seleccionar un pasaje que marcó un parteaguas en la vida de Celia Cruz, ese fue la noche de su concierto en el teatro Blanquita de La Habana en 1959: “al terminar mi número todo el público me aplaudió. Ni esperé que se acabaran los aplausos. Viré la espalda y me fui, porque Fidel estaba sentado en la primera fila. Al bajar las escaleras del camerino, vino el director artístico y me dijo: ‘Celia, qué pena que hoy no te puedo pagar, porque tú has sido la única que no le ha hecho reverencia al comandante’. Le contesté: ‘Si me tengo que rebajar para tener dinero, prefiero no tenerlo’”.
Pocos meses después de aquel exabrupto, en un viaje a México, La Sonora Matancera decide no regresar a Cuba. En 1961 le llegan noticias a Celia Cruz sobre su madre: está gravemente enferma y no puede ni siquiera levantarse de la cama. La cantante intenta volver al país, pero Fidel Castro le impide la entrada. La madre de Celia Cruz murió sin volver a ver a su hija. En sus memorias cuenta: “A mí no se me permitió aguantarle la mano cuando se estaba muriendo. Fidel y su gobierno nunca me perdonaron. Me castigaron por salir de Cuba no dejándome regresar para enterrar a mi mamá. El día que la sepultaron en el cementerio de Colón sentí una rabia y una desesperación tan profundas que apenas podía con ellas. Ese día pensé que se me iban a secar los ojos de tanto llorar. Fue entonces que decidí no pisar nunca más suelo cubano, hasta que no desapareciera ese sistema”.
Uno puede llegar a pensar que de Celia Cruz en Cuba ya no queda nada. Que sus huellas han sido borradas por el tiempo tras su intempestiva partida allá por 1960. Que su reminiscencia se redujo a su incomparable voz, que se escucha escurridiza alguna que otra vez en algún hogar. Que sus familiares más cercanos se han marchado de Cuba llevándose todo el credo, toda la memoria elocuente de una de las más grandes divas de la canción hispana.
Pero no. Cuba es experta en guardar reliquias, es capaz de esconder entre sus entrañas la más inesperada de las historias, el testimonio perdido.
Celia Cruz en La Habana, 1957
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La barriada de Santos Suárez en La Habana luce aún como era. Según sus vecinos, no ha cambiado casi nada desde hace décadas. Estar ubicada en la periferia de la ciudad le ha concedido su porte legendario. A excepción de las avenidas que la atraviesan, sus arterias son idénticas. Para un extraño es bien fácil confundirse, llegas a imaginar que cualquier entrecalle te lleva a la misma entrecalle. Si no fuese por sus enormes parques, Santos Suárez viviría en un absoluto dejavú.
En este barrio nació Celia Cruz, en el mítico solar de las Margaritas. Si nunca se ha estado por aquí, no hay mejor punto de referencia que este solar. Todo el mundo sabe de su enclave, cómo llegar a él. Un amigo me indicó que en las Margaritas quedaba algo de Celia, un par de recuerdos, que los vecinos del solar guardaban una especie de museo bien humilde dedicado a la diva, información que a larga no sería tan real.
Bajo la sombra de un añejo portal, un grupo de hombres que se guarecían del potente sol casi se burlan de mí cuando les pregunté por el supuesto sitial. “¿Celia Cruz? ¿Museo?”, me increparon con la risa a flor de labio. “Entra si quieres y averigua, pero allí no hay nada de eso que tú buscas”, terminó por decirme uno de los vecinos con tono chasco.
Desde afuera, el solar de las Margaritas no parece un solar sino la puerta de un almacén olvidado. El inicio es una escalera de concreto, de peldaños enormes y dispares. La entrada es bien estrecha, incómoda, después se ensancha en un pasillo interior.
Cuba es experta en guardar reliquias, es capaz de esconder entre sus entrañas la más inesperada de las historias, el testimonio perdido.
En la primera casa, en la punta de la escalera, se encontraba Zoraida en una butaca de cuero reposando, quizás la siesta. Zoraida es una negra bien mayor, delgada, con aspecto de santera vieja, su brazo izquierdo está totalmente torcido y con mucho menor volumen que el diestro. De su cuello colgaban collares de la religión yoruba, uno de Obbatalá y otro de Oggún. Uno de sus ojos no abría del todo.
“¿Vengo buscando el museo de Celia Cruz?” – le pregunté. “¿Museo? Ella vivió en este solar pero aquí no hay ningún museo”, – me dijo Zoraida. “Mira voy a llevarte donde Robertico, que él debe saber algo, porque yo me mudé hace muy poco para acá”- me propuso adentrándose en el solar.
Cuesta creer que de este lugar manó el talento de Celia Cruz, aunque ya no quede rastro alguno de su memoria. Por el pasillo inhóspito y sobrio que se estira hasta el fondo corrió de niña. Aquí descubrió las melodías de Paulina Álvarez, su ídolo en la infancia. Cada habitación escuálida del solar la oyó cantar. Aquí prendió a sus vecinos con su voz socarrona cuando entonaba canciones infantiles para dormir a sus hermanos menores.
“En el solar no hay ningún museo, lo que queda es su casa, pero la muchacha que vive ahí, no está ahora. Igual, en este lugar no queda nada de Celia. Lo más que te puedo decir es que una sobrina de ella vive al doblar la esquina”, testificó cordialmente Robertico.
La negra Zoraida me guió hasta la esquina próxima. Unos metros después pegó un grito al aire: “¡Lolina!”.
Instantes más tarde conversaba con la pariente más cercana de Celia Cruz que queda viva en Cuba.
Celia Cruz en New York, 2000 / Fotografía de Ariel Ramerez.
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Otro solar, sin nombre, pero igual de descarnado. Su entrada es más decorosa, pero su interior más macilento que el de las Margaritas. Algunas habitaciones bordean la escalera central que yace del fondo de la planta baja. La segunda planta acoge la mayor cantidad de moradas. En uno de esos domicilios vive Irene Hernández Ramos, conocida por todos como Lolina.
La habitación de Lolina es casi una buhardilla, un espacio de 10 metros cuadrados a lo sumo. Está completamente desaliñado, cualquier cosa en cualquier lugar, sentirse de pronto sentado en su interior puede producir algo de repulsión. No tiene ningún tipo de electrodoméstico, solo un triste y pequeño televisor a blanco y negro en el centro de lo que debe ser un multimueble.
Es plena tarde y la habitación casi que se hunde en la oscuridad. La poca claridad que hay en la casa entra por la puerta. Es un lugar quebradizo, que no debe recordar la última vez que algún plumero intentó desalojarle el polvo, una nata espesa y gris cubre los pocos objetos que hay en la habitación e incluso el piso.
“Nací en el solar de las Margaritas. Mi mamá era Dolores, hermana de Celia Cruz. Ellos eran cuatro hermanos: Dolores, Celia, Bárbaro y Gladys. También mi abuela tuvo dos hijos más, Normita y Japón, pero ellos fallecieron de muy pequeños”.
Lolina es muy cordial, bastante afable para sus 68 años. Vive contando los recuerdos de su tía, su impronta. Su rostro denota alguna similitud con Celia. Su voz es igual de fuerte. Cuando habla de Celia Cruz sus ojos se achican, expresan la crudeza de su ausencia, la notoriedad de la memoria.
“Celia nació en la calle Enamorados, después, al mudarse para Subirana y más tarde para Lawton, en la calle Terrazas, comenzamos a vivir juntas. De niña siempre la acompañé a todos lados, a todas las emisoras de radio. Me celebró mi fiesta de quince años. Incluso quiso llevarme con ella para México, pero mi padre no la dejó”.
Uno puede llegar a pensar que de Celia Cruz en Cuba ya no queda nada. Que sus huellas han sido borradas por el tiempo tras su intempestiva partida allá por 1960.
“Siempre fue muy cariñosa, ocurrente, jocosa y extremadamente burlona. Una vez íbamos en un carro para Radio Progreso con Bola de Nieve y me dijo delante de él: sobrina, este hombre escupe cuando habla, tápate la cara cuando empiece a hablar. Siempre íbamos a verla actuar junto a mi mamá y mis hermanos. En este cuartico no nos faltaba nada, siempre nos traía cake, o cualquier otra cosa. En las navidades y el día de los reyes siempre nos hacía regalos. Mi mamá era la hermana que más apegada estaba a ella”.
El triunfo de la Revolución cubana en 1959 es el punto neurálgico en la vida de Celia Cruz. Desde ese instante la excepcional artista se desprendería de su tierra para lanzar su carrera al extranjero.
Desde niña Celia fue el centro de esta familia, lo más preciado. Su carisma chispeante era el alma de los Cruz y los Alfonso. La decisión de abandonar Cuba traería consigo un letargo de angustia para sus más allegados.
“Eso fue muy duro para la familia. Mi mamá se puso muy mal. Recuerdo que la acompañamos al aeropuerto, todos íbamos muy tristes en el camino y ni hablar de la despedida final. A mí me hubiera gustado que se quedara pero esa fue su decisión, hay que respetársela. Mi abuela sufrió mucho cuando Celia se fue”.
Después de aquel día Lolina no volvería a ver a su tía nunca más. Pero se quedaría con uno de sus regalos más preciados: su apodo. Así la había bautizado Celia Cruz en su infancia. Además de su apodo, los únicos recuerdos que quedan de la diva en casa de Irene, son un viejo álbum de fotos con algunas hojas sueltas y el rostro de Celia, recortado de la portada de una revista, anclado en lo alto del multimueble.
A pesar de los años que han pasado, Lolina sueña con que su familia la invite a viajar a los Estados Unidos. “No quiero vivir allí, mi país es Cuba. Lo único que pido es que me dejen cantarle en su tumba para despedirme de ella”.
Funeral de Celia Cruz en St. Patrick’s Cathedral, Nueva York / Fotografía de Jeff Christensen.
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El 15 de julio de 1960, Celia Cruz dejo su patria, a su familia, a sus amigos. Cuarenta y tres años y un día más tarde, se despidió de su público para siempre. El 16 de julio de 2003, aquella mujer que a golpe de irrepetibles y estridentes movimientos en el escenario se ganaría una estrella en el paseo de la fama de Hollywood, la que acuñaría su firma en el libro Guinness por su abarrotado concierto en Tenerife, la que clavaría una estampilla rebosante de éxito en una de las paredes del Madison Square Garden, la de los ocho premios Grammy, dejaría de ser providencia para convertirse en leyenda.
“El día de su muerte yo iba a cobrar la chequera -pensión- a Santa Catalina. Se me acercaron unos vecinos y me dieron la noticia. Aquí en Cuba se sintió la muerte como si ella estuviera con nosotros, dicen que la gente por el Prado salió a llorarla”.
“En Estados Unidos eso fue apoteósico, las calles estaban llenas de cubanos despidiéndola por última vez. Un amigo me llamó para que pudiera ver el velorio en su casa porque él tenía cable -señal satelital, que es ilegal en Cuba-. Fue bien duro, se me partió el alma. Espero algún día por lo menos cantarle en su tumba, yo sé que ella me escucha y que va a complacer a su sobrina querida”.