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En la cultura mixe, ritualizar hace que la muerte se convierta en un hecho de vida. En el confinamiento que vivimos, cuando es imposible velar los restos de los seres queridos, nuevas acciones honrarán la memoria y marcarán la despedida.
Pocos momentos revelan con claridad el funcionamiento de los complejos sistemas culturales de una sociedad, como lo hace la muerte de sus integrantes. Las acciones en las que se envuelve la pérdida son extraordinarias y, por lo tanto, se convierten en rituales que realizamos más allá de las creencias religiosas; es decir, interrumpimos el devenir de la vida cotidiana y realizamos acciones que tienen un significado distinto al que tendrían todos los días. Incluso en los funerales en los que se prescinde de elementos religiosos, se evidencia que la ritualidad es necesaria. Ritualizar hace que la muerte se convierta en un hecho de vida, que permita la continuidad de quienes han vivido nuestra partida y la extinción se incorpore en el relato de nuestra vida. Tener que prescindir de estos rituales está casi siempre relacionado con extender la violencia extrema y el aniquilamiento que provocan las muertes sin rituales: masacres, ejecuciones extrajudiciales, genocidios. La violencia sobre la vida de las personas se extiende entonces a su muerte, despojándolos de los rituales necesarios. Las imágenes de las fosas comunes nos conmocionan tanto porque, en muchas ocasiones, anuncian que la ausencia de rituales acompañó el deceso de aquellos que ahí reposan. En la cultura mixe, estos rituales son por demás elaborados. Incluso la agonía de una persona está envuelta en una serie de acciones que se narran necesarias. Una de las certezas que tengo sobre mi propia muerte es que las campanas de mi comunidad doblarán por mí, independientemente de dónde haya sucedido; será un reconocimiento sonoro de mi pertenencia a esta comunidad. Las campanas se tocan de una manera particular, según la ocasión, y el oficio de campanero es muy apreciado. Las personas mayores reconocen el tañido particular de cada campanero —aunque se trate de los mismos movimientos—, y cada persona imprime un sello particular de manera que el sonido baña el territorio de formas sutilmente distintas. Desde la infancia, aprendemos sobre el significado de cada conjunto de toques. Un tañido particular anuncia la muerte de una persona adulta, otro distinto la muerte de una niña o niño pequeño. No en vano el verbo que utilizamos para tocar las campanas es el mismo que utilizamos para llorar: yä’äx. Por esta doble acepción, la frase “las campanas están tocando” puede interpretarse también como “las campanas están llorando”. Después de escuchar los últimos ecos que se estiran tristes y solemnes sobre el lomo de la montaña, en la que mi comunidad habita, nos preguntamos entonces: “¿por quién doblan las campanas?”. La respuesta anuncia que hemos de congregarnos para participar de los rituales. En las visitas que suceden al anuncio del fallecimiento que realizan las campanas, la función de las palabras es fundamental. Una vez entregada la ayuda a la persona que encabeza el duelo, y de haber contemplado los restos y pronunciado los rezos, se acostumbra preguntar cómo sucedió la muerte. Entonces comienza el relato: se elaboran las significaciones previas, el canto de un búho —que en su momento fue preocupante por mal agüero— se resignifica a posteriori como el signo con el que comenzó el proceso de la muerte, las últimas palabras y preocupaciones que expresó la persona fallecida vuelven a narrarse una y otra vez con cada una de las visitas que llegan a participar del velorio; la persona que relata no solo consigna los acontecimientos sino también sus interpretaciones y elabora los sentimientos que le produjo cada hecho; con respeto, las personas escuchan el llanto que interrumpe el relato y, una vez recuperada la voz, la narración da cuenta de los últimos gestos, el último suspiro si es que éste fue contemplado por alguien y luego el proceso de vestir los restos. Esta narración detallada sucede una y otra vez, una y las personas que encabezan el duelo reciben el don que se les entrega y dan a cambio una narración compleja y detallada. Las palabras adquieren no solo una dimensión terapéutica en su repetición, sino que construyen el significado de la muerte, le dan un sentido, le aportan coherencia y arrebatan el fallecimiento del mundo del silencio y el olvido, y le dan cabida en la vida. Desde la infancia, participamos escuchando estas narraciones al acompañar a las personas adultas a la entrega de ayuda en los velorios, si nuestra estatura es muy pequeña nos alzan para contemplar el rostro de quien se ha ido. No es un espacio vedado para los niños. Este ritual narrativo me llevó a enfrentar uno de los choques culturales más bochornosos. La primera vez que asistí a un funeral en un contexto urbano, después de dar el pésame en la funeraria, requerí amablemente que me relatarán los detalles del fallecimiento. Las miradas que me devolvieron mis acompañantes me dejaron claro que acababa de cometer una indiscreción y me disculpé. Regresamos a un espacio en el que los asistentes hablaban en fragmentos y en donde no había niños. La cortesía que implica preguntar por los últimos momentos del fallecido no era interpretada como tal en el nuevo contexto. Las palabras no articulaban ningún relato, pero aprendí de otros rituales necesarios como el negro estricto en la vestimenta, por mencionar alguno. En el contexto actual por las muertes de la pandemia, pienso en la violencia de las personas que abandonan el mundo sin los rituales necesarios que les provee su herencia cultural y la búsqueda de rituales alternativos —desde el encierro y la cuarentena— que puedan significar a la muerte como un hecho que le pertenece a la vida. ¿Cuáles serán los actos que rompan esta cotidianidad del confinamiento para indicar que se ritualiza la muerte de alguien a quien se le niega el rito esperado? Nuevas maneras de ritualizar han de estructurarse cuando es imposible velar los restos de la persona que ha muerto, nuevas acciones honrarán la memoria y marcarán la despedida. Otras estructuras también desfallecen, aunque no sepamos exactamente en qué modo. El sistema capitalista y colonialista ha creado una cultura de muerte que ha llevado a la humanidad y a la Tierra al borde del colapso climático y ha creado desigualdades terribles que el virus ha desnudado. Ante eso, necesitamos también ritualizar, organizarnos en común como conjuro, para arrebatar terreno a la muerte que genera los intereses del capital, un velorio conjunto que enfrente la violencia de la muerte. Articular las palabras será también necesario, un relato de los días, la narración colectiva de lo que sucede y de lo signifique lo que ha partido. Confeccionar palabras como ritual para sustraer estos días e intentar traerlos de nuevo a los dominios de la vida. Intentemos.
En la cultura mixe, ritualizar hace que la muerte se convierta en un hecho de vida. En el confinamiento que vivimos, cuando es imposible velar los restos de los seres queridos, nuevas acciones honrarán la memoria y marcarán la despedida.
Pocos momentos revelan con claridad el funcionamiento de los complejos sistemas culturales de una sociedad, como lo hace la muerte de sus integrantes. Las acciones en las que se envuelve la pérdida son extraordinarias y, por lo tanto, se convierten en rituales que realizamos más allá de las creencias religiosas; es decir, interrumpimos el devenir de la vida cotidiana y realizamos acciones que tienen un significado distinto al que tendrían todos los días. Incluso en los funerales en los que se prescinde de elementos religiosos, se evidencia que la ritualidad es necesaria. Ritualizar hace que la muerte se convierta en un hecho de vida, que permita la continuidad de quienes han vivido nuestra partida y la extinción se incorpore en el relato de nuestra vida. Tener que prescindir de estos rituales está casi siempre relacionado con extender la violencia extrema y el aniquilamiento que provocan las muertes sin rituales: masacres, ejecuciones extrajudiciales, genocidios. La violencia sobre la vida de las personas se extiende entonces a su muerte, despojándolos de los rituales necesarios. Las imágenes de las fosas comunes nos conmocionan tanto porque, en muchas ocasiones, anuncian que la ausencia de rituales acompañó el deceso de aquellos que ahí reposan. En la cultura mixe, estos rituales son por demás elaborados. Incluso la agonía de una persona está envuelta en una serie de acciones que se narran necesarias. Una de las certezas que tengo sobre mi propia muerte es que las campanas de mi comunidad doblarán por mí, independientemente de dónde haya sucedido; será un reconocimiento sonoro de mi pertenencia a esta comunidad. Las campanas se tocan de una manera particular, según la ocasión, y el oficio de campanero es muy apreciado. Las personas mayores reconocen el tañido particular de cada campanero —aunque se trate de los mismos movimientos—, y cada persona imprime un sello particular de manera que el sonido baña el territorio de formas sutilmente distintas. Desde la infancia, aprendemos sobre el significado de cada conjunto de toques. Un tañido particular anuncia la muerte de una persona adulta, otro distinto la muerte de una niña o niño pequeño. No en vano el verbo que utilizamos para tocar las campanas es el mismo que utilizamos para llorar: yä’äx. Por esta doble acepción, la frase “las campanas están tocando” puede interpretarse también como “las campanas están llorando”. Después de escuchar los últimos ecos que se estiran tristes y solemnes sobre el lomo de la montaña, en la que mi comunidad habita, nos preguntamos entonces: “¿por quién doblan las campanas?”. La respuesta anuncia que hemos de congregarnos para participar de los rituales. En las visitas que suceden al anuncio del fallecimiento que realizan las campanas, la función de las palabras es fundamental. Una vez entregada la ayuda a la persona que encabeza el duelo, y de haber contemplado los restos y pronunciado los rezos, se acostumbra preguntar cómo sucedió la muerte. Entonces comienza el relato: se elaboran las significaciones previas, el canto de un búho —que en su momento fue preocupante por mal agüero— se resignifica a posteriori como el signo con el que comenzó el proceso de la muerte, las últimas palabras y preocupaciones que expresó la persona fallecida vuelven a narrarse una y otra vez con cada una de las visitas que llegan a participar del velorio; la persona que relata no solo consigna los acontecimientos sino también sus interpretaciones y elabora los sentimientos que le produjo cada hecho; con respeto, las personas escuchan el llanto que interrumpe el relato y, una vez recuperada la voz, la narración da cuenta de los últimos gestos, el último suspiro si es que éste fue contemplado por alguien y luego el proceso de vestir los restos. Esta narración detallada sucede una y otra vez, una y las personas que encabezan el duelo reciben el don que se les entrega y dan a cambio una narración compleja y detallada. Las palabras adquieren no solo una dimensión terapéutica en su repetición, sino que construyen el significado de la muerte, le dan un sentido, le aportan coherencia y arrebatan el fallecimiento del mundo del silencio y el olvido, y le dan cabida en la vida. Desde la infancia, participamos escuchando estas narraciones al acompañar a las personas adultas a la entrega de ayuda en los velorios, si nuestra estatura es muy pequeña nos alzan para contemplar el rostro de quien se ha ido. No es un espacio vedado para los niños. Este ritual narrativo me llevó a enfrentar uno de los choques culturales más bochornosos. La primera vez que asistí a un funeral en un contexto urbano, después de dar el pésame en la funeraria, requerí amablemente que me relatarán los detalles del fallecimiento. Las miradas que me devolvieron mis acompañantes me dejaron claro que acababa de cometer una indiscreción y me disculpé. Regresamos a un espacio en el que los asistentes hablaban en fragmentos y en donde no había niños. La cortesía que implica preguntar por los últimos momentos del fallecido no era interpretada como tal en el nuevo contexto. Las palabras no articulaban ningún relato, pero aprendí de otros rituales necesarios como el negro estricto en la vestimenta, por mencionar alguno. En el contexto actual por las muertes de la pandemia, pienso en la violencia de las personas que abandonan el mundo sin los rituales necesarios que les provee su herencia cultural y la búsqueda de rituales alternativos —desde el encierro y la cuarentena— que puedan significar a la muerte como un hecho que le pertenece a la vida. ¿Cuáles serán los actos que rompan esta cotidianidad del confinamiento para indicar que se ritualiza la muerte de alguien a quien se le niega el rito esperado? Nuevas maneras de ritualizar han de estructurarse cuando es imposible velar los restos de la persona que ha muerto, nuevas acciones honrarán la memoria y marcarán la despedida. Otras estructuras también desfallecen, aunque no sepamos exactamente en qué modo. El sistema capitalista y colonialista ha creado una cultura de muerte que ha llevado a la humanidad y a la Tierra al borde del colapso climático y ha creado desigualdades terribles que el virus ha desnudado. Ante eso, necesitamos también ritualizar, organizarnos en común como conjuro, para arrebatar terreno a la muerte que genera los intereses del capital, un velorio conjunto que enfrente la violencia de la muerte. Articular las palabras será también necesario, un relato de los días, la narración colectiva de lo que sucede y de lo signifique lo que ha partido. Confeccionar palabras como ritual para sustraer estos días e intentar traerlos de nuevo a los dominios de la vida. Intentemos.
En la cultura mixe, ritualizar hace que la muerte se convierta en un hecho de vida. En el confinamiento que vivimos, cuando es imposible velar los restos de los seres queridos, nuevas acciones honrarán la memoria y marcarán la despedida.
Pocos momentos revelan con claridad el funcionamiento de los complejos sistemas culturales de una sociedad, como lo hace la muerte de sus integrantes. Las acciones en las que se envuelve la pérdida son extraordinarias y, por lo tanto, se convierten en rituales que realizamos más allá de las creencias religiosas; es decir, interrumpimos el devenir de la vida cotidiana y realizamos acciones que tienen un significado distinto al que tendrían todos los días. Incluso en los funerales en los que se prescinde de elementos religiosos, se evidencia que la ritualidad es necesaria. Ritualizar hace que la muerte se convierta en un hecho de vida, que permita la continuidad de quienes han vivido nuestra partida y la extinción se incorpore en el relato de nuestra vida. Tener que prescindir de estos rituales está casi siempre relacionado con extender la violencia extrema y el aniquilamiento que provocan las muertes sin rituales: masacres, ejecuciones extrajudiciales, genocidios. La violencia sobre la vida de las personas se extiende entonces a su muerte, despojándolos de los rituales necesarios. Las imágenes de las fosas comunes nos conmocionan tanto porque, en muchas ocasiones, anuncian que la ausencia de rituales acompañó el deceso de aquellos que ahí reposan. En la cultura mixe, estos rituales son por demás elaborados. Incluso la agonía de una persona está envuelta en una serie de acciones que se narran necesarias. Una de las certezas que tengo sobre mi propia muerte es que las campanas de mi comunidad doblarán por mí, independientemente de dónde haya sucedido; será un reconocimiento sonoro de mi pertenencia a esta comunidad. Las campanas se tocan de una manera particular, según la ocasión, y el oficio de campanero es muy apreciado. Las personas mayores reconocen el tañido particular de cada campanero —aunque se trate de los mismos movimientos—, y cada persona imprime un sello particular de manera que el sonido baña el territorio de formas sutilmente distintas. Desde la infancia, aprendemos sobre el significado de cada conjunto de toques. Un tañido particular anuncia la muerte de una persona adulta, otro distinto la muerte de una niña o niño pequeño. No en vano el verbo que utilizamos para tocar las campanas es el mismo que utilizamos para llorar: yä’äx. Por esta doble acepción, la frase “las campanas están tocando” puede interpretarse también como “las campanas están llorando”. Después de escuchar los últimos ecos que se estiran tristes y solemnes sobre el lomo de la montaña, en la que mi comunidad habita, nos preguntamos entonces: “¿por quién doblan las campanas?”. La respuesta anuncia que hemos de congregarnos para participar de los rituales. En las visitas que suceden al anuncio del fallecimiento que realizan las campanas, la función de las palabras es fundamental. Una vez entregada la ayuda a la persona que encabeza el duelo, y de haber contemplado los restos y pronunciado los rezos, se acostumbra preguntar cómo sucedió la muerte. Entonces comienza el relato: se elaboran las significaciones previas, el canto de un búho —que en su momento fue preocupante por mal agüero— se resignifica a posteriori como el signo con el que comenzó el proceso de la muerte, las últimas palabras y preocupaciones que expresó la persona fallecida vuelven a narrarse una y otra vez con cada una de las visitas que llegan a participar del velorio; la persona que relata no solo consigna los acontecimientos sino también sus interpretaciones y elabora los sentimientos que le produjo cada hecho; con respeto, las personas escuchan el llanto que interrumpe el relato y, una vez recuperada la voz, la narración da cuenta de los últimos gestos, el último suspiro si es que éste fue contemplado por alguien y luego el proceso de vestir los restos. Esta narración detallada sucede una y otra vez, una y las personas que encabezan el duelo reciben el don que se les entrega y dan a cambio una narración compleja y detallada. Las palabras adquieren no solo una dimensión terapéutica en su repetición, sino que construyen el significado de la muerte, le dan un sentido, le aportan coherencia y arrebatan el fallecimiento del mundo del silencio y el olvido, y le dan cabida en la vida. Desde la infancia, participamos escuchando estas narraciones al acompañar a las personas adultas a la entrega de ayuda en los velorios, si nuestra estatura es muy pequeña nos alzan para contemplar el rostro de quien se ha ido. No es un espacio vedado para los niños. Este ritual narrativo me llevó a enfrentar uno de los choques culturales más bochornosos. La primera vez que asistí a un funeral en un contexto urbano, después de dar el pésame en la funeraria, requerí amablemente que me relatarán los detalles del fallecimiento. Las miradas que me devolvieron mis acompañantes me dejaron claro que acababa de cometer una indiscreción y me disculpé. Regresamos a un espacio en el que los asistentes hablaban en fragmentos y en donde no había niños. La cortesía que implica preguntar por los últimos momentos del fallecido no era interpretada como tal en el nuevo contexto. Las palabras no articulaban ningún relato, pero aprendí de otros rituales necesarios como el negro estricto en la vestimenta, por mencionar alguno. En el contexto actual por las muertes de la pandemia, pienso en la violencia de las personas que abandonan el mundo sin los rituales necesarios que les provee su herencia cultural y la búsqueda de rituales alternativos —desde el encierro y la cuarentena— que puedan significar a la muerte como un hecho que le pertenece a la vida. ¿Cuáles serán los actos que rompan esta cotidianidad del confinamiento para indicar que se ritualiza la muerte de alguien a quien se le niega el rito esperado? Nuevas maneras de ritualizar han de estructurarse cuando es imposible velar los restos de la persona que ha muerto, nuevas acciones honrarán la memoria y marcarán la despedida. Otras estructuras también desfallecen, aunque no sepamos exactamente en qué modo. El sistema capitalista y colonialista ha creado una cultura de muerte que ha llevado a la humanidad y a la Tierra al borde del colapso climático y ha creado desigualdades terribles que el virus ha desnudado. Ante eso, necesitamos también ritualizar, organizarnos en común como conjuro, para arrebatar terreno a la muerte que genera los intereses del capital, un velorio conjunto que enfrente la violencia de la muerte. Articular las palabras será también necesario, un relato de los días, la narración colectiva de lo que sucede y de lo signifique lo que ha partido. Confeccionar palabras como ritual para sustraer estos días e intentar traerlos de nuevo a los dominios de la vida. Intentemos.
En la cultura mixe, ritualizar hace que la muerte se convierta en un hecho de vida. En el confinamiento que vivimos, cuando es imposible velar los restos de los seres queridos, nuevas acciones honrarán la memoria y marcarán la despedida.
Pocos momentos revelan con claridad el funcionamiento de los complejos sistemas culturales de una sociedad, como lo hace la muerte de sus integrantes. Las acciones en las que se envuelve la pérdida son extraordinarias y, por lo tanto, se convierten en rituales que realizamos más allá de las creencias religiosas; es decir, interrumpimos el devenir de la vida cotidiana y realizamos acciones que tienen un significado distinto al que tendrían todos los días. Incluso en los funerales en los que se prescinde de elementos religiosos, se evidencia que la ritualidad es necesaria. Ritualizar hace que la muerte se convierta en un hecho de vida, que permita la continuidad de quienes han vivido nuestra partida y la extinción se incorpore en el relato de nuestra vida. Tener que prescindir de estos rituales está casi siempre relacionado con extender la violencia extrema y el aniquilamiento que provocan las muertes sin rituales: masacres, ejecuciones extrajudiciales, genocidios. La violencia sobre la vida de las personas se extiende entonces a su muerte, despojándolos de los rituales necesarios. Las imágenes de las fosas comunes nos conmocionan tanto porque, en muchas ocasiones, anuncian que la ausencia de rituales acompañó el deceso de aquellos que ahí reposan. En la cultura mixe, estos rituales son por demás elaborados. Incluso la agonía de una persona está envuelta en una serie de acciones que se narran necesarias. Una de las certezas que tengo sobre mi propia muerte es que las campanas de mi comunidad doblarán por mí, independientemente de dónde haya sucedido; será un reconocimiento sonoro de mi pertenencia a esta comunidad. Las campanas se tocan de una manera particular, según la ocasión, y el oficio de campanero es muy apreciado. Las personas mayores reconocen el tañido particular de cada campanero —aunque se trate de los mismos movimientos—, y cada persona imprime un sello particular de manera que el sonido baña el territorio de formas sutilmente distintas. Desde la infancia, aprendemos sobre el significado de cada conjunto de toques. Un tañido particular anuncia la muerte de una persona adulta, otro distinto la muerte de una niña o niño pequeño. No en vano el verbo que utilizamos para tocar las campanas es el mismo que utilizamos para llorar: yä’äx. Por esta doble acepción, la frase “las campanas están tocando” puede interpretarse también como “las campanas están llorando”. Después de escuchar los últimos ecos que se estiran tristes y solemnes sobre el lomo de la montaña, en la que mi comunidad habita, nos preguntamos entonces: “¿por quién doblan las campanas?”. La respuesta anuncia que hemos de congregarnos para participar de los rituales. En las visitas que suceden al anuncio del fallecimiento que realizan las campanas, la función de las palabras es fundamental. Una vez entregada la ayuda a la persona que encabeza el duelo, y de haber contemplado los restos y pronunciado los rezos, se acostumbra preguntar cómo sucedió la muerte. Entonces comienza el relato: se elaboran las significaciones previas, el canto de un búho —que en su momento fue preocupante por mal agüero— se resignifica a posteriori como el signo con el que comenzó el proceso de la muerte, las últimas palabras y preocupaciones que expresó la persona fallecida vuelven a narrarse una y otra vez con cada una de las visitas que llegan a participar del velorio; la persona que relata no solo consigna los acontecimientos sino también sus interpretaciones y elabora los sentimientos que le produjo cada hecho; con respeto, las personas escuchan el llanto que interrumpe el relato y, una vez recuperada la voz, la narración da cuenta de los últimos gestos, el último suspiro si es que éste fue contemplado por alguien y luego el proceso de vestir los restos. Esta narración detallada sucede una y otra vez, una y las personas que encabezan el duelo reciben el don que se les entrega y dan a cambio una narración compleja y detallada. Las palabras adquieren no solo una dimensión terapéutica en su repetición, sino que construyen el significado de la muerte, le dan un sentido, le aportan coherencia y arrebatan el fallecimiento del mundo del silencio y el olvido, y le dan cabida en la vida. Desde la infancia, participamos escuchando estas narraciones al acompañar a las personas adultas a la entrega de ayuda en los velorios, si nuestra estatura es muy pequeña nos alzan para contemplar el rostro de quien se ha ido. No es un espacio vedado para los niños. Este ritual narrativo me llevó a enfrentar uno de los choques culturales más bochornosos. La primera vez que asistí a un funeral en un contexto urbano, después de dar el pésame en la funeraria, requerí amablemente que me relatarán los detalles del fallecimiento. Las miradas que me devolvieron mis acompañantes me dejaron claro que acababa de cometer una indiscreción y me disculpé. Regresamos a un espacio en el que los asistentes hablaban en fragmentos y en donde no había niños. La cortesía que implica preguntar por los últimos momentos del fallecido no era interpretada como tal en el nuevo contexto. Las palabras no articulaban ningún relato, pero aprendí de otros rituales necesarios como el negro estricto en la vestimenta, por mencionar alguno. En el contexto actual por las muertes de la pandemia, pienso en la violencia de las personas que abandonan el mundo sin los rituales necesarios que les provee su herencia cultural y la búsqueda de rituales alternativos —desde el encierro y la cuarentena— que puedan significar a la muerte como un hecho que le pertenece a la vida. ¿Cuáles serán los actos que rompan esta cotidianidad del confinamiento para indicar que se ritualiza la muerte de alguien a quien se le niega el rito esperado? Nuevas maneras de ritualizar han de estructurarse cuando es imposible velar los restos de la persona que ha muerto, nuevas acciones honrarán la memoria y marcarán la despedida. Otras estructuras también desfallecen, aunque no sepamos exactamente en qué modo. El sistema capitalista y colonialista ha creado una cultura de muerte que ha llevado a la humanidad y a la Tierra al borde del colapso climático y ha creado desigualdades terribles que el virus ha desnudado. Ante eso, necesitamos también ritualizar, organizarnos en común como conjuro, para arrebatar terreno a la muerte que genera los intereses del capital, un velorio conjunto que enfrente la violencia de la muerte. Articular las palabras será también necesario, un relato de los días, la narración colectiva de lo que sucede y de lo signifique lo que ha partido. Confeccionar palabras como ritual para sustraer estos días e intentar traerlos de nuevo a los dominios de la vida. Intentemos.
Pocos momentos revelan con claridad el funcionamiento de los complejos sistemas culturales de una sociedad, como lo hace la muerte de sus integrantes. Las acciones en las que se envuelve la pérdida son extraordinarias y, por lo tanto, se convierten en rituales que realizamos más allá de las creencias religiosas; es decir, interrumpimos el devenir de la vida cotidiana y realizamos acciones que tienen un significado distinto al que tendrían todos los días. Incluso en los funerales en los que se prescinde de elementos religiosos, se evidencia que la ritualidad es necesaria. Ritualizar hace que la muerte se convierta en un hecho de vida, que permita la continuidad de quienes han vivido nuestra partida y la extinción se incorpore en el relato de nuestra vida. Tener que prescindir de estos rituales está casi siempre relacionado con extender la violencia extrema y el aniquilamiento que provocan las muertes sin rituales: masacres, ejecuciones extrajudiciales, genocidios. La violencia sobre la vida de las personas se extiende entonces a su muerte, despojándolos de los rituales necesarios. Las imágenes de las fosas comunes nos conmocionan tanto porque, en muchas ocasiones, anuncian que la ausencia de rituales acompañó el deceso de aquellos que ahí reposan. En la cultura mixe, estos rituales son por demás elaborados. Incluso la agonía de una persona está envuelta en una serie de acciones que se narran necesarias. Una de las certezas que tengo sobre mi propia muerte es que las campanas de mi comunidad doblarán por mí, independientemente de dónde haya sucedido; será un reconocimiento sonoro de mi pertenencia a esta comunidad. Las campanas se tocan de una manera particular, según la ocasión, y el oficio de campanero es muy apreciado. Las personas mayores reconocen el tañido particular de cada campanero —aunque se trate de los mismos movimientos—, y cada persona imprime un sello particular de manera que el sonido baña el territorio de formas sutilmente distintas. Desde la infancia, aprendemos sobre el significado de cada conjunto de toques. Un tañido particular anuncia la muerte de una persona adulta, otro distinto la muerte de una niña o niño pequeño. No en vano el verbo que utilizamos para tocar las campanas es el mismo que utilizamos para llorar: yä’äx. Por esta doble acepción, la frase “las campanas están tocando” puede interpretarse también como “las campanas están llorando”. Después de escuchar los últimos ecos que se estiran tristes y solemnes sobre el lomo de la montaña, en la que mi comunidad habita, nos preguntamos entonces: “¿por quién doblan las campanas?”. La respuesta anuncia que hemos de congregarnos para participar de los rituales. En las visitas que suceden al anuncio del fallecimiento que realizan las campanas, la función de las palabras es fundamental. Una vez entregada la ayuda a la persona que encabeza el duelo, y de haber contemplado los restos y pronunciado los rezos, se acostumbra preguntar cómo sucedió la muerte. Entonces comienza el relato: se elaboran las significaciones previas, el canto de un búho —que en su momento fue preocupante por mal agüero— se resignifica a posteriori como el signo con el que comenzó el proceso de la muerte, las últimas palabras y preocupaciones que expresó la persona fallecida vuelven a narrarse una y otra vez con cada una de las visitas que llegan a participar del velorio; la persona que relata no solo consigna los acontecimientos sino también sus interpretaciones y elabora los sentimientos que le produjo cada hecho; con respeto, las personas escuchan el llanto que interrumpe el relato y, una vez recuperada la voz, la narración da cuenta de los últimos gestos, el último suspiro si es que éste fue contemplado por alguien y luego el proceso de vestir los restos. Esta narración detallada sucede una y otra vez, una y las personas que encabezan el duelo reciben el don que se les entrega y dan a cambio una narración compleja y detallada. Las palabras adquieren no solo una dimensión terapéutica en su repetición, sino que construyen el significado de la muerte, le dan un sentido, le aportan coherencia y arrebatan el fallecimiento del mundo del silencio y el olvido, y le dan cabida en la vida. Desde la infancia, participamos escuchando estas narraciones al acompañar a las personas adultas a la entrega de ayuda en los velorios, si nuestra estatura es muy pequeña nos alzan para contemplar el rostro de quien se ha ido. No es un espacio vedado para los niños. Este ritual narrativo me llevó a enfrentar uno de los choques culturales más bochornosos. La primera vez que asistí a un funeral en un contexto urbano, después de dar el pésame en la funeraria, requerí amablemente que me relatarán los detalles del fallecimiento. Las miradas que me devolvieron mis acompañantes me dejaron claro que acababa de cometer una indiscreción y me disculpé. Regresamos a un espacio en el que los asistentes hablaban en fragmentos y en donde no había niños. La cortesía que implica preguntar por los últimos momentos del fallecido no era interpretada como tal en el nuevo contexto. Las palabras no articulaban ningún relato, pero aprendí de otros rituales necesarios como el negro estricto en la vestimenta, por mencionar alguno. En el contexto actual por las muertes de la pandemia, pienso en la violencia de las personas que abandonan el mundo sin los rituales necesarios que les provee su herencia cultural y la búsqueda de rituales alternativos —desde el encierro y la cuarentena— que puedan significar a la muerte como un hecho que le pertenece a la vida. ¿Cuáles serán los actos que rompan esta cotidianidad del confinamiento para indicar que se ritualiza la muerte de alguien a quien se le niega el rito esperado? Nuevas maneras de ritualizar han de estructurarse cuando es imposible velar los restos de la persona que ha muerto, nuevas acciones honrarán la memoria y marcarán la despedida. Otras estructuras también desfallecen, aunque no sepamos exactamente en qué modo. El sistema capitalista y colonialista ha creado una cultura de muerte que ha llevado a la humanidad y a la Tierra al borde del colapso climático y ha creado desigualdades terribles que el virus ha desnudado. Ante eso, necesitamos también ritualizar, organizarnos en común como conjuro, para arrebatar terreno a la muerte que genera los intereses del capital, un velorio conjunto que enfrente la violencia de la muerte. Articular las palabras será también necesario, un relato de los días, la narración colectiva de lo que sucede y de lo signifique lo que ha partido. Confeccionar palabras como ritual para sustraer estos días e intentar traerlos de nuevo a los dominios de la vida. Intentemos.
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