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Hay mil maneras de aprender a sobrevivir en un confinamiento, ya sea el de un poblado donde el cartel lo controla todo, o el de la muerte a la vuelta de la esquina. Hay quienes han perdido la esperanza y miran al reloj, y quienes siguen planeando porque la vida volverá a ser, aunque distinta.
¿De qué tamaño es tu miedo?, le pregunté a un chico curtido a golpes de realidad en un barrio bravo de Sinaloa. “No es tan grandote como un dinosaurio ni tan chiquito como un AR-15”, respondió pensativo. Tardé unos segundos en reaccionar ante su respuesta. Me vi obligada a inquirir su edad nuevamente. Once años, respondió, impostando la voz para simular una madurez inexistente. El AR-15 es un rifle de asalto que utilizan los gatilleros expertos, se puede vaciar el cargador de treinta balas en solo siete segundos. Los hombres a los que tuve que pedir permiso para entrar al barrio para entrevistar a los niños, portaban esos rifles de asalto con orgullo. El arma devela el puesto al que pertenecen los vigías… Pero volvamos a la niñez, a sus miedos, a los nuestros. A las herramientas, las bestias y las armas que estamos descubriendo. Ese pequeño ha vivido sitiado desde que nació, en un poblado donde el cártel lo controla todo. Él lleva la cuenta: 35 mil 588 asesinatos. Su padre y su tío fueron asesinados, su madre vive, y a sus dos hermanas adolescentes “se las llevaron ellos”. Ellos son los miembros de la delincuencia organizada, su miedo radica entonces en nombrarles, para que no se acerquen, para seguir con vida y estudiando, para tener futuro. Hay mil maneras de aprender a sobrevivir en algún confinamiento: el de la muerte a la vuelta de la esquina, o el del cáncer que implica aprender a concebir que el enemigo a vencer da la batalla dentro del cuerpo, que las células pelean entre sí y les inyectamos cada tanto para que sea el mal —y no nosotras— quien deje de existir. Hay gobernantes que confinan a un país entero bajo el miedo de cuestionar su poder, porque en pueblo de patriarcas el rebelde es loco y la que disiente es silenciada o destruida desde el poder. Hay quienes se encierran en su miseria espiritual para vivir en la riqueza material, hasta que enfrentan el miedo a perderlo todo ante un pequeño e invisible organismo que su imperio es incapaz de controlar. Hay gente que decide que si ha de estar encerrada, los demás, sin importar su realidad y necesidades vitales, deben estarlo también; sueñan con un estado policíaco en el que todas las personas sean tan miserables como ellas —que lo son en el instante en que se descubren a solas consigo mismas—. Están los viejos que saben desde hace tiempo que morirán solos y de pronto un puñado de ancianos son tema de primera plana, porque mueren contagiados de la historia del momento. Hay quienes todos los días cantan, bailan, salen a aplaudir, recomiendan que sonrías porque les habita el miedo al silencio y a la soledad, y aleccionan a otros para evitar darse la vuelta, mirar al espejo y preguntarse: ¿quién soy y qué he hecho de mi vida emocional? Hay quienes se odian tanto, que en el confinamiento, han descubierto que su vida es pura ausencia de amores y afectos, de sueños y acciones de empatía. Hay quienes llaman a la policía porque los vecinos del 4-A han organizado una fiesta de cumpleaños y la pandemia lo prohíbe; pero desde hace años suben el volumen de la música cuando las niñas y la mujer del 4-B gritan por las noches cada que el padre se transforma en un cruel tirano, porque es la vida privada de “esa gente”. Hay quienes hace tiempo comenzaron a amasar fortunas con conglomerados médicos mundiales para que, cuando llegase este momento, salieran a controlarlo todo y despertar aun más ricos y poderosos. Hay quienes convierten a un simple servidor público —que por fin sirve a un pueblo acostumbrado a los inútiles en el poder— en un galán de telenovela, un héroe salvador del pueblo, un guapete de portada de revista que anuncia con estratégica finura las muertes de cada día, obviando que trabaja para un sistema de salud históricamente colapsado por la corrupción, el clasismo y la desidia. Hay quienes sonríen desde la entraña y caminan con levedad porque todos los días trabajan un poco, y escriben un mensaje de amor tal como lo hicieron antes del cierre de compuertas; mientras que el vecino del piso de abajo cerró hace tiempo el portón emocional y ahora se pregunta por qué no le llaman para arrojar un te quiero a sus manos vacías. Hay quienes viven de sembrar miedo y angustia, para hacer millones vendiendo píldoras contra esas sensaciones; y quienes han sabido amar y pedir perdón a tiempo y ahora ven reaparecer los afectos a la distancia, los atrapan conmovidos. Hay quienes han perdido la esperanza y miran al reloj como si fuera un arma de fuego, y quienes siguen planeando porque la vida volverá a ser, aunque distinta. Los hay cínicos que piensan que nada cambiará después de esta locura a la que llaman el fin del mundo. Hay quienes se preguntan cuándo habrá de terminar esta angustia del no saber…como si no hubiésemos vivido en el no saber desde hace tiempo, aunque caminando libres por las calles. Hay quienes se comen un pedacito de miedo cada día, se quedan en pijama en el encierro como si estuviesen en una pesadilla interminable. Y quienes redescubren el amor, o despiertan ante el desprecio a su pareja, que antes disfrazaban de felicidad ruidosa lejos de casa. Hay quienes mastican lentamente sus miedos para descubrir su sabor acre y definir cómo escupirlos para seguir adelante y reinventarse. Hay quienes se tragan el miedo como un manojo de piedras que no saben dónde ocultar. Y quienes jamás se preguntarán qué lecciones pueden aprender de este insólito momento de la historia. Para cuando volvamos a habitar las calles, ellos comerán piedras, rabia, angustia y desolación. Hay quienes se atreven a reconocer el miedo y quienes preguntamos: ¿cuál es el tuyo? Porque sabemos que lo que se nombra existe y, si existe, por fin podremos enfrentarlo, hablar de una vez por todas de todo lo que importa más allá de un encierro temporal.
Hay mil maneras de aprender a sobrevivir en un confinamiento, ya sea el de un poblado donde el cartel lo controla todo, o el de la muerte a la vuelta de la esquina. Hay quienes han perdido la esperanza y miran al reloj, y quienes siguen planeando porque la vida volverá a ser, aunque distinta.
¿De qué tamaño es tu miedo?, le pregunté a un chico curtido a golpes de realidad en un barrio bravo de Sinaloa. “No es tan grandote como un dinosaurio ni tan chiquito como un AR-15”, respondió pensativo. Tardé unos segundos en reaccionar ante su respuesta. Me vi obligada a inquirir su edad nuevamente. Once años, respondió, impostando la voz para simular una madurez inexistente. El AR-15 es un rifle de asalto que utilizan los gatilleros expertos, se puede vaciar el cargador de treinta balas en solo siete segundos. Los hombres a los que tuve que pedir permiso para entrar al barrio para entrevistar a los niños, portaban esos rifles de asalto con orgullo. El arma devela el puesto al que pertenecen los vigías… Pero volvamos a la niñez, a sus miedos, a los nuestros. A las herramientas, las bestias y las armas que estamos descubriendo. Ese pequeño ha vivido sitiado desde que nació, en un poblado donde el cártel lo controla todo. Él lleva la cuenta: 35 mil 588 asesinatos. Su padre y su tío fueron asesinados, su madre vive, y a sus dos hermanas adolescentes “se las llevaron ellos”. Ellos son los miembros de la delincuencia organizada, su miedo radica entonces en nombrarles, para que no se acerquen, para seguir con vida y estudiando, para tener futuro. Hay mil maneras de aprender a sobrevivir en algún confinamiento: el de la muerte a la vuelta de la esquina, o el del cáncer que implica aprender a concebir que el enemigo a vencer da la batalla dentro del cuerpo, que las células pelean entre sí y les inyectamos cada tanto para que sea el mal —y no nosotras— quien deje de existir. Hay gobernantes que confinan a un país entero bajo el miedo de cuestionar su poder, porque en pueblo de patriarcas el rebelde es loco y la que disiente es silenciada o destruida desde el poder. Hay quienes se encierran en su miseria espiritual para vivir en la riqueza material, hasta que enfrentan el miedo a perderlo todo ante un pequeño e invisible organismo que su imperio es incapaz de controlar. Hay gente que decide que si ha de estar encerrada, los demás, sin importar su realidad y necesidades vitales, deben estarlo también; sueñan con un estado policíaco en el que todas las personas sean tan miserables como ellas —que lo son en el instante en que se descubren a solas consigo mismas—. Están los viejos que saben desde hace tiempo que morirán solos y de pronto un puñado de ancianos son tema de primera plana, porque mueren contagiados de la historia del momento. Hay quienes todos los días cantan, bailan, salen a aplaudir, recomiendan que sonrías porque les habita el miedo al silencio y a la soledad, y aleccionan a otros para evitar darse la vuelta, mirar al espejo y preguntarse: ¿quién soy y qué he hecho de mi vida emocional? Hay quienes se odian tanto, que en el confinamiento, han descubierto que su vida es pura ausencia de amores y afectos, de sueños y acciones de empatía. Hay quienes llaman a la policía porque los vecinos del 4-A han organizado una fiesta de cumpleaños y la pandemia lo prohíbe; pero desde hace años suben el volumen de la música cuando las niñas y la mujer del 4-B gritan por las noches cada que el padre se transforma en un cruel tirano, porque es la vida privada de “esa gente”. Hay quienes hace tiempo comenzaron a amasar fortunas con conglomerados médicos mundiales para que, cuando llegase este momento, salieran a controlarlo todo y despertar aun más ricos y poderosos. Hay quienes convierten a un simple servidor público —que por fin sirve a un pueblo acostumbrado a los inútiles en el poder— en un galán de telenovela, un héroe salvador del pueblo, un guapete de portada de revista que anuncia con estratégica finura las muertes de cada día, obviando que trabaja para un sistema de salud históricamente colapsado por la corrupción, el clasismo y la desidia. Hay quienes sonríen desde la entraña y caminan con levedad porque todos los días trabajan un poco, y escriben un mensaje de amor tal como lo hicieron antes del cierre de compuertas; mientras que el vecino del piso de abajo cerró hace tiempo el portón emocional y ahora se pregunta por qué no le llaman para arrojar un te quiero a sus manos vacías. Hay quienes viven de sembrar miedo y angustia, para hacer millones vendiendo píldoras contra esas sensaciones; y quienes han sabido amar y pedir perdón a tiempo y ahora ven reaparecer los afectos a la distancia, los atrapan conmovidos. Hay quienes han perdido la esperanza y miran al reloj como si fuera un arma de fuego, y quienes siguen planeando porque la vida volverá a ser, aunque distinta. Los hay cínicos que piensan que nada cambiará después de esta locura a la que llaman el fin del mundo. Hay quienes se preguntan cuándo habrá de terminar esta angustia del no saber…como si no hubiésemos vivido en el no saber desde hace tiempo, aunque caminando libres por las calles. Hay quienes se comen un pedacito de miedo cada día, se quedan en pijama en el encierro como si estuviesen en una pesadilla interminable. Y quienes redescubren el amor, o despiertan ante el desprecio a su pareja, que antes disfrazaban de felicidad ruidosa lejos de casa. Hay quienes mastican lentamente sus miedos para descubrir su sabor acre y definir cómo escupirlos para seguir adelante y reinventarse. Hay quienes se tragan el miedo como un manojo de piedras que no saben dónde ocultar. Y quienes jamás se preguntarán qué lecciones pueden aprender de este insólito momento de la historia. Para cuando volvamos a habitar las calles, ellos comerán piedras, rabia, angustia y desolación. Hay quienes se atreven a reconocer el miedo y quienes preguntamos: ¿cuál es el tuyo? Porque sabemos que lo que se nombra existe y, si existe, por fin podremos enfrentarlo, hablar de una vez por todas de todo lo que importa más allá de un encierro temporal.
Hay mil maneras de aprender a sobrevivir en un confinamiento, ya sea el de un poblado donde el cartel lo controla todo, o el de la muerte a la vuelta de la esquina. Hay quienes han perdido la esperanza y miran al reloj, y quienes siguen planeando porque la vida volverá a ser, aunque distinta.
¿De qué tamaño es tu miedo?, le pregunté a un chico curtido a golpes de realidad en un barrio bravo de Sinaloa. “No es tan grandote como un dinosaurio ni tan chiquito como un AR-15”, respondió pensativo. Tardé unos segundos en reaccionar ante su respuesta. Me vi obligada a inquirir su edad nuevamente. Once años, respondió, impostando la voz para simular una madurez inexistente. El AR-15 es un rifle de asalto que utilizan los gatilleros expertos, se puede vaciar el cargador de treinta balas en solo siete segundos. Los hombres a los que tuve que pedir permiso para entrar al barrio para entrevistar a los niños, portaban esos rifles de asalto con orgullo. El arma devela el puesto al que pertenecen los vigías… Pero volvamos a la niñez, a sus miedos, a los nuestros. A las herramientas, las bestias y las armas que estamos descubriendo. Ese pequeño ha vivido sitiado desde que nació, en un poblado donde el cártel lo controla todo. Él lleva la cuenta: 35 mil 588 asesinatos. Su padre y su tío fueron asesinados, su madre vive, y a sus dos hermanas adolescentes “se las llevaron ellos”. Ellos son los miembros de la delincuencia organizada, su miedo radica entonces en nombrarles, para que no se acerquen, para seguir con vida y estudiando, para tener futuro. Hay mil maneras de aprender a sobrevivir en algún confinamiento: el de la muerte a la vuelta de la esquina, o el del cáncer que implica aprender a concebir que el enemigo a vencer da la batalla dentro del cuerpo, que las células pelean entre sí y les inyectamos cada tanto para que sea el mal —y no nosotras— quien deje de existir. Hay gobernantes que confinan a un país entero bajo el miedo de cuestionar su poder, porque en pueblo de patriarcas el rebelde es loco y la que disiente es silenciada o destruida desde el poder. Hay quienes se encierran en su miseria espiritual para vivir en la riqueza material, hasta que enfrentan el miedo a perderlo todo ante un pequeño e invisible organismo que su imperio es incapaz de controlar. Hay gente que decide que si ha de estar encerrada, los demás, sin importar su realidad y necesidades vitales, deben estarlo también; sueñan con un estado policíaco en el que todas las personas sean tan miserables como ellas —que lo son en el instante en que se descubren a solas consigo mismas—. Están los viejos que saben desde hace tiempo que morirán solos y de pronto un puñado de ancianos son tema de primera plana, porque mueren contagiados de la historia del momento. Hay quienes todos los días cantan, bailan, salen a aplaudir, recomiendan que sonrías porque les habita el miedo al silencio y a la soledad, y aleccionan a otros para evitar darse la vuelta, mirar al espejo y preguntarse: ¿quién soy y qué he hecho de mi vida emocional? Hay quienes se odian tanto, que en el confinamiento, han descubierto que su vida es pura ausencia de amores y afectos, de sueños y acciones de empatía. Hay quienes llaman a la policía porque los vecinos del 4-A han organizado una fiesta de cumpleaños y la pandemia lo prohíbe; pero desde hace años suben el volumen de la música cuando las niñas y la mujer del 4-B gritan por las noches cada que el padre se transforma en un cruel tirano, porque es la vida privada de “esa gente”. Hay quienes hace tiempo comenzaron a amasar fortunas con conglomerados médicos mundiales para que, cuando llegase este momento, salieran a controlarlo todo y despertar aun más ricos y poderosos. Hay quienes convierten a un simple servidor público —que por fin sirve a un pueblo acostumbrado a los inútiles en el poder— en un galán de telenovela, un héroe salvador del pueblo, un guapete de portada de revista que anuncia con estratégica finura las muertes de cada día, obviando que trabaja para un sistema de salud históricamente colapsado por la corrupción, el clasismo y la desidia. Hay quienes sonríen desde la entraña y caminan con levedad porque todos los días trabajan un poco, y escriben un mensaje de amor tal como lo hicieron antes del cierre de compuertas; mientras que el vecino del piso de abajo cerró hace tiempo el portón emocional y ahora se pregunta por qué no le llaman para arrojar un te quiero a sus manos vacías. Hay quienes viven de sembrar miedo y angustia, para hacer millones vendiendo píldoras contra esas sensaciones; y quienes han sabido amar y pedir perdón a tiempo y ahora ven reaparecer los afectos a la distancia, los atrapan conmovidos. Hay quienes han perdido la esperanza y miran al reloj como si fuera un arma de fuego, y quienes siguen planeando porque la vida volverá a ser, aunque distinta. Los hay cínicos que piensan que nada cambiará después de esta locura a la que llaman el fin del mundo. Hay quienes se preguntan cuándo habrá de terminar esta angustia del no saber…como si no hubiésemos vivido en el no saber desde hace tiempo, aunque caminando libres por las calles. Hay quienes se comen un pedacito de miedo cada día, se quedan en pijama en el encierro como si estuviesen en una pesadilla interminable. Y quienes redescubren el amor, o despiertan ante el desprecio a su pareja, que antes disfrazaban de felicidad ruidosa lejos de casa. Hay quienes mastican lentamente sus miedos para descubrir su sabor acre y definir cómo escupirlos para seguir adelante y reinventarse. Hay quienes se tragan el miedo como un manojo de piedras que no saben dónde ocultar. Y quienes jamás se preguntarán qué lecciones pueden aprender de este insólito momento de la historia. Para cuando volvamos a habitar las calles, ellos comerán piedras, rabia, angustia y desolación. Hay quienes se atreven a reconocer el miedo y quienes preguntamos: ¿cuál es el tuyo? Porque sabemos que lo que se nombra existe y, si existe, por fin podremos enfrentarlo, hablar de una vez por todas de todo lo que importa más allá de un encierro temporal.
Hay mil maneras de aprender a sobrevivir en un confinamiento, ya sea el de un poblado donde el cartel lo controla todo, o el de la muerte a la vuelta de la esquina. Hay quienes han perdido la esperanza y miran al reloj, y quienes siguen planeando porque la vida volverá a ser, aunque distinta.
¿De qué tamaño es tu miedo?, le pregunté a un chico curtido a golpes de realidad en un barrio bravo de Sinaloa. “No es tan grandote como un dinosaurio ni tan chiquito como un AR-15”, respondió pensativo. Tardé unos segundos en reaccionar ante su respuesta. Me vi obligada a inquirir su edad nuevamente. Once años, respondió, impostando la voz para simular una madurez inexistente. El AR-15 es un rifle de asalto que utilizan los gatilleros expertos, se puede vaciar el cargador de treinta balas en solo siete segundos. Los hombres a los que tuve que pedir permiso para entrar al barrio para entrevistar a los niños, portaban esos rifles de asalto con orgullo. El arma devela el puesto al que pertenecen los vigías… Pero volvamos a la niñez, a sus miedos, a los nuestros. A las herramientas, las bestias y las armas que estamos descubriendo. Ese pequeño ha vivido sitiado desde que nació, en un poblado donde el cártel lo controla todo. Él lleva la cuenta: 35 mil 588 asesinatos. Su padre y su tío fueron asesinados, su madre vive, y a sus dos hermanas adolescentes “se las llevaron ellos”. Ellos son los miembros de la delincuencia organizada, su miedo radica entonces en nombrarles, para que no se acerquen, para seguir con vida y estudiando, para tener futuro. Hay mil maneras de aprender a sobrevivir en algún confinamiento: el de la muerte a la vuelta de la esquina, o el del cáncer que implica aprender a concebir que el enemigo a vencer da la batalla dentro del cuerpo, que las células pelean entre sí y les inyectamos cada tanto para que sea el mal —y no nosotras— quien deje de existir. Hay gobernantes que confinan a un país entero bajo el miedo de cuestionar su poder, porque en pueblo de patriarcas el rebelde es loco y la que disiente es silenciada o destruida desde el poder. Hay quienes se encierran en su miseria espiritual para vivir en la riqueza material, hasta que enfrentan el miedo a perderlo todo ante un pequeño e invisible organismo que su imperio es incapaz de controlar. Hay gente que decide que si ha de estar encerrada, los demás, sin importar su realidad y necesidades vitales, deben estarlo también; sueñan con un estado policíaco en el que todas las personas sean tan miserables como ellas —que lo son en el instante en que se descubren a solas consigo mismas—. Están los viejos que saben desde hace tiempo que morirán solos y de pronto un puñado de ancianos son tema de primera plana, porque mueren contagiados de la historia del momento. Hay quienes todos los días cantan, bailan, salen a aplaudir, recomiendan que sonrías porque les habita el miedo al silencio y a la soledad, y aleccionan a otros para evitar darse la vuelta, mirar al espejo y preguntarse: ¿quién soy y qué he hecho de mi vida emocional? Hay quienes se odian tanto, que en el confinamiento, han descubierto que su vida es pura ausencia de amores y afectos, de sueños y acciones de empatía. Hay quienes llaman a la policía porque los vecinos del 4-A han organizado una fiesta de cumpleaños y la pandemia lo prohíbe; pero desde hace años suben el volumen de la música cuando las niñas y la mujer del 4-B gritan por las noches cada que el padre se transforma en un cruel tirano, porque es la vida privada de “esa gente”. Hay quienes hace tiempo comenzaron a amasar fortunas con conglomerados médicos mundiales para que, cuando llegase este momento, salieran a controlarlo todo y despertar aun más ricos y poderosos. Hay quienes convierten a un simple servidor público —que por fin sirve a un pueblo acostumbrado a los inútiles en el poder— en un galán de telenovela, un héroe salvador del pueblo, un guapete de portada de revista que anuncia con estratégica finura las muertes de cada día, obviando que trabaja para un sistema de salud históricamente colapsado por la corrupción, el clasismo y la desidia. Hay quienes sonríen desde la entraña y caminan con levedad porque todos los días trabajan un poco, y escriben un mensaje de amor tal como lo hicieron antes del cierre de compuertas; mientras que el vecino del piso de abajo cerró hace tiempo el portón emocional y ahora se pregunta por qué no le llaman para arrojar un te quiero a sus manos vacías. Hay quienes viven de sembrar miedo y angustia, para hacer millones vendiendo píldoras contra esas sensaciones; y quienes han sabido amar y pedir perdón a tiempo y ahora ven reaparecer los afectos a la distancia, los atrapan conmovidos. Hay quienes han perdido la esperanza y miran al reloj como si fuera un arma de fuego, y quienes siguen planeando porque la vida volverá a ser, aunque distinta. Los hay cínicos que piensan que nada cambiará después de esta locura a la que llaman el fin del mundo. Hay quienes se preguntan cuándo habrá de terminar esta angustia del no saber…como si no hubiésemos vivido en el no saber desde hace tiempo, aunque caminando libres por las calles. Hay quienes se comen un pedacito de miedo cada día, se quedan en pijama en el encierro como si estuviesen en una pesadilla interminable. Y quienes redescubren el amor, o despiertan ante el desprecio a su pareja, que antes disfrazaban de felicidad ruidosa lejos de casa. Hay quienes mastican lentamente sus miedos para descubrir su sabor acre y definir cómo escupirlos para seguir adelante y reinventarse. Hay quienes se tragan el miedo como un manojo de piedras que no saben dónde ocultar. Y quienes jamás se preguntarán qué lecciones pueden aprender de este insólito momento de la historia. Para cuando volvamos a habitar las calles, ellos comerán piedras, rabia, angustia y desolación. Hay quienes se atreven a reconocer el miedo y quienes preguntamos: ¿cuál es el tuyo? Porque sabemos que lo que se nombra existe y, si existe, por fin podremos enfrentarlo, hablar de una vez por todas de todo lo que importa más allá de un encierro temporal.
Hay mil maneras de aprender a sobrevivir en un confinamiento, ya sea el de un poblado donde el cartel lo controla todo, o el de la muerte a la vuelta de la esquina. Hay quienes han perdido la esperanza y miran al reloj, y quienes siguen planeando porque la vida volverá a ser, aunque distinta.
¿De qué tamaño es tu miedo?, le pregunté a un chico curtido a golpes de realidad en un barrio bravo de Sinaloa. “No es tan grandote como un dinosaurio ni tan chiquito como un AR-15”, respondió pensativo. Tardé unos segundos en reaccionar ante su respuesta. Me vi obligada a inquirir su edad nuevamente. Once años, respondió, impostando la voz para simular una madurez inexistente. El AR-15 es un rifle de asalto que utilizan los gatilleros expertos, se puede vaciar el cargador de treinta balas en solo siete segundos. Los hombres a los que tuve que pedir permiso para entrar al barrio para entrevistar a los niños, portaban esos rifles de asalto con orgullo. El arma devela el puesto al que pertenecen los vigías… Pero volvamos a la niñez, a sus miedos, a los nuestros. A las herramientas, las bestias y las armas que estamos descubriendo. Ese pequeño ha vivido sitiado desde que nació, en un poblado donde el cártel lo controla todo. Él lleva la cuenta: 35 mil 588 asesinatos. Su padre y su tío fueron asesinados, su madre vive, y a sus dos hermanas adolescentes “se las llevaron ellos”. Ellos son los miembros de la delincuencia organizada, su miedo radica entonces en nombrarles, para que no se acerquen, para seguir con vida y estudiando, para tener futuro. Hay mil maneras de aprender a sobrevivir en algún confinamiento: el de la muerte a la vuelta de la esquina, o el del cáncer que implica aprender a concebir que el enemigo a vencer da la batalla dentro del cuerpo, que las células pelean entre sí y les inyectamos cada tanto para que sea el mal —y no nosotras— quien deje de existir. Hay gobernantes que confinan a un país entero bajo el miedo de cuestionar su poder, porque en pueblo de patriarcas el rebelde es loco y la que disiente es silenciada o destruida desde el poder. Hay quienes se encierran en su miseria espiritual para vivir en la riqueza material, hasta que enfrentan el miedo a perderlo todo ante un pequeño e invisible organismo que su imperio es incapaz de controlar. Hay gente que decide que si ha de estar encerrada, los demás, sin importar su realidad y necesidades vitales, deben estarlo también; sueñan con un estado policíaco en el que todas las personas sean tan miserables como ellas —que lo son en el instante en que se descubren a solas consigo mismas—. Están los viejos que saben desde hace tiempo que morirán solos y de pronto un puñado de ancianos son tema de primera plana, porque mueren contagiados de la historia del momento. Hay quienes todos los días cantan, bailan, salen a aplaudir, recomiendan que sonrías porque les habita el miedo al silencio y a la soledad, y aleccionan a otros para evitar darse la vuelta, mirar al espejo y preguntarse: ¿quién soy y qué he hecho de mi vida emocional? Hay quienes se odian tanto, que en el confinamiento, han descubierto que su vida es pura ausencia de amores y afectos, de sueños y acciones de empatía. Hay quienes llaman a la policía porque los vecinos del 4-A han organizado una fiesta de cumpleaños y la pandemia lo prohíbe; pero desde hace años suben el volumen de la música cuando las niñas y la mujer del 4-B gritan por las noches cada que el padre se transforma en un cruel tirano, porque es la vida privada de “esa gente”. Hay quienes hace tiempo comenzaron a amasar fortunas con conglomerados médicos mundiales para que, cuando llegase este momento, salieran a controlarlo todo y despertar aun más ricos y poderosos. Hay quienes convierten a un simple servidor público —que por fin sirve a un pueblo acostumbrado a los inútiles en el poder— en un galán de telenovela, un héroe salvador del pueblo, un guapete de portada de revista que anuncia con estratégica finura las muertes de cada día, obviando que trabaja para un sistema de salud históricamente colapsado por la corrupción, el clasismo y la desidia. Hay quienes sonríen desde la entraña y caminan con levedad porque todos los días trabajan un poco, y escriben un mensaje de amor tal como lo hicieron antes del cierre de compuertas; mientras que el vecino del piso de abajo cerró hace tiempo el portón emocional y ahora se pregunta por qué no le llaman para arrojar un te quiero a sus manos vacías. Hay quienes viven de sembrar miedo y angustia, para hacer millones vendiendo píldoras contra esas sensaciones; y quienes han sabido amar y pedir perdón a tiempo y ahora ven reaparecer los afectos a la distancia, los atrapan conmovidos. Hay quienes han perdido la esperanza y miran al reloj como si fuera un arma de fuego, y quienes siguen planeando porque la vida volverá a ser, aunque distinta. Los hay cínicos que piensan que nada cambiará después de esta locura a la que llaman el fin del mundo. Hay quienes se preguntan cuándo habrá de terminar esta angustia del no saber…como si no hubiésemos vivido en el no saber desde hace tiempo, aunque caminando libres por las calles. Hay quienes se comen un pedacito de miedo cada día, se quedan en pijama en el encierro como si estuviesen en una pesadilla interminable. Y quienes redescubren el amor, o despiertan ante el desprecio a su pareja, que antes disfrazaban de felicidad ruidosa lejos de casa. Hay quienes mastican lentamente sus miedos para descubrir su sabor acre y definir cómo escupirlos para seguir adelante y reinventarse. Hay quienes se tragan el miedo como un manojo de piedras que no saben dónde ocultar. Y quienes jamás se preguntarán qué lecciones pueden aprender de este insólito momento de la historia. Para cuando volvamos a habitar las calles, ellos comerán piedras, rabia, angustia y desolación. Hay quienes se atreven a reconocer el miedo y quienes preguntamos: ¿cuál es el tuyo? Porque sabemos que lo que se nombra existe y, si existe, por fin podremos enfrentarlo, hablar de una vez por todas de todo lo que importa más allá de un encierro temporal.
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