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El periodismo y el poder

El periodismo y el poder

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
07
.
06
.
20
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Hay periodistas que se enfrentan de manera heroica al poder y a los que buscan dinamitar el debate público, la reflexión disidente, para reproducir hasta la nausea el modelo que persigue la guerra contra la diversidad ideológica. A pesar de los que hemos perdido en el camino, el periodismo sigue vivo.

Cuando don Julio Scherer me llevó del brazo hacia su oficina me habló de usted. ¿Por qué sonríe?, me preguntó. Porque sus modos me parecen un poco anacrónicos para un hombre con un pensamiento progresista como el suyo, respondí. Usted está aquí porque por primera vez en años asistiré a la presentación de un libro mío y deseo que lo presente. ¿Yo? Pregunté azorada, pues jamás tuve una relación cercana con él ni con los periodistas poderosos. Me entregó el libro titulado La terca memoria. Bebí un café en su oficina, hablamos sobre la muerte, la tortura, sobre su afán perfeccionista por el buen uso del lenguaje; discutimos a Nietzche y la confrontación del hombre consigo mismo, con su conciencia, de la banalidad del mal y la fragilidad de la fibra moral de quienes acarician el poder. Cuando leí el libro de un tirón entendí todo. Scherer estaba en la última etapa de su vida, cargaba la certeza de la muerte sobre los hombros, acompañada de la urgencia de hacer una confesión pública sobre su relación con el poder. Entonces volví a hablar con él, le pregunté si se arrepentía de esos momentos. No me arrepiento, dijo pensativo, y con palabras mucho más afiladas de las que puedo citar textualmente; me aseguró que hacía tiempo había reconocido su propia sombra, que envidiaba mi obsesión por la verdad, al grado de jugarme la vida a pesar de ser golpeada una y otra vez. Le recordé que le admirábamos por esas mismas razones, me aseguró que en nada nos parecíamos, que mi “ser mujer” hacía la diferencia. Eso dicho por un hombre profundamente culto y machista, le respondí. Ahora sabe usted por qué quiero que presente mi libro, dijo, casi nadie se atreve a hablarme así; Ariel (nuestro editor) tiene razón, permanezca usted inquebrantable hasta la muerte, no le será fácil, dijo con el tono de un pragmático que atisba la esperanza. Nunca fui amiga de Don Julio, la amistad se cultiva con años de intimidad y confianza, aun así, puedo decir que las pocas conversaciones que tuvimos fueron inolvidables por la nitidez con la que me narró anécdotas que vivió con periodistas que, en su generación, se postraron frente al poder una vez que habían comprendido que la vida es breve y el país no vale un sacrificio interminable. Varios de esos personajes ahora van de santones o propagandistas con el presidente en turno. Comprendió que los acercamientos al poder y el aceptar obsequios presidenciales ocultaban una desesperanza atroz, cercana al cinismo que aborrecía, y que encubrió como pragmatismo intelectual. Estaba escuchando una confesión asombrosa frente al rebelde al que admiré de adolescente, el que se enfrentó heroicamente a un poder político que pretendía aniquilar o cooptar a la prensa nacional para mantener la narrativa pública unilateral. Él insistió en que mantuviese la férrea actitud frente a la violencia de Estado. Le dije que no me subestimara, yo no nací para entregarme a la fama o al poder: Soy más terca que su memoria, le dije, y nunca me rendiré al poder. Estoy llena de defectos, mas ninguno de ellos radica en la afición por el liderazgo patriarcal. Me habló entonces de la inteligencia, integridad y fortaleza de sus hijas, sonrió de nuevo, como hacen los patriarcas. Nos abrazamos y nunca más volví a verlo. No pude ir a su velorio, yo estaba huyendo de una nueva amenaza de muerte y él de la decrepitud a la que detestaba. Ahora no puedo sino recordar esas conversaciones sobre la gran tentación de los poderosos en turno para destruir o cooptar a la prensa, de la negación sistemática de quienes juran que su partido político y su fin justifica la aniquilación de la libertad de expresión. Don Julio jamás entendió el nivel de perversidad que se potenciaría con el uso de algoritmos cibernéticos y mentes vacuas, dispuestas a entregarse a la reiteración de las diatribas sistemáticas cuyo fin es dinamitar el debate público, aniquilar toda reflexión disidente, contestataria, al servicio de la sociedad. Cada gobierno tiene a sus intelectuales sistémicos, a sus propagandistas vestidos de reporteros de guerra, a sus opinadores que prefieren una vida en paz antes que una vida congruente; a sus líderes de ocasión que no saben liderar, sino prevaricar y reproducir hasta la nausea el modelo de poder vertical que promueve la guerra contra la diversidad ideológica. Por eso hay colegas que pueden ser profundamente incongruentes y éticamente flexibles entre un sexenio y el otro, porque confían en la corta memoria de la sociedad. En el fondo, consideran a sus lectores o lectoras un poco imbéciles, porque su ambición les exige mediocridad y desprecio a la honestidad. Afortunadamente el periodismo sigue vivo, a pesar de los que perdimos en el camino.

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Hay periodistas que se enfrentan de manera heroica al poder y a los que buscan dinamitar el debate público, la reflexión disidente, para reproducir hasta la nausea el modelo que persigue la guerra contra la diversidad ideológica. A pesar de los que hemos perdido en el camino, el periodismo sigue vivo.

Cuando don Julio Scherer me llevó del brazo hacia su oficina me habló de usted. ¿Por qué sonríe?, me preguntó. Porque sus modos me parecen un poco anacrónicos para un hombre con un pensamiento progresista como el suyo, respondí. Usted está aquí porque por primera vez en años asistiré a la presentación de un libro mío y deseo que lo presente. ¿Yo? Pregunté azorada, pues jamás tuve una relación cercana con él ni con los periodistas poderosos. Me entregó el libro titulado La terca memoria. Bebí un café en su oficina, hablamos sobre la muerte, la tortura, sobre su afán perfeccionista por el buen uso del lenguaje; discutimos a Nietzche y la confrontación del hombre consigo mismo, con su conciencia, de la banalidad del mal y la fragilidad de la fibra moral de quienes acarician el poder. Cuando leí el libro de un tirón entendí todo. Scherer estaba en la última etapa de su vida, cargaba la certeza de la muerte sobre los hombros, acompañada de la urgencia de hacer una confesión pública sobre su relación con el poder. Entonces volví a hablar con él, le pregunté si se arrepentía de esos momentos. No me arrepiento, dijo pensativo, y con palabras mucho más afiladas de las que puedo citar textualmente; me aseguró que hacía tiempo había reconocido su propia sombra, que envidiaba mi obsesión por la verdad, al grado de jugarme la vida a pesar de ser golpeada una y otra vez. Le recordé que le admirábamos por esas mismas razones, me aseguró que en nada nos parecíamos, que mi “ser mujer” hacía la diferencia. Eso dicho por un hombre profundamente culto y machista, le respondí. Ahora sabe usted por qué quiero que presente mi libro, dijo, casi nadie se atreve a hablarme así; Ariel (nuestro editor) tiene razón, permanezca usted inquebrantable hasta la muerte, no le será fácil, dijo con el tono de un pragmático que atisba la esperanza. Nunca fui amiga de Don Julio, la amistad se cultiva con años de intimidad y confianza, aun así, puedo decir que las pocas conversaciones que tuvimos fueron inolvidables por la nitidez con la que me narró anécdotas que vivió con periodistas que, en su generación, se postraron frente al poder una vez que habían comprendido que la vida es breve y el país no vale un sacrificio interminable. Varios de esos personajes ahora van de santones o propagandistas con el presidente en turno. Comprendió que los acercamientos al poder y el aceptar obsequios presidenciales ocultaban una desesperanza atroz, cercana al cinismo que aborrecía, y que encubrió como pragmatismo intelectual. Estaba escuchando una confesión asombrosa frente al rebelde al que admiré de adolescente, el que se enfrentó heroicamente a un poder político que pretendía aniquilar o cooptar a la prensa nacional para mantener la narrativa pública unilateral. Él insistió en que mantuviese la férrea actitud frente a la violencia de Estado. Le dije que no me subestimara, yo no nací para entregarme a la fama o al poder: Soy más terca que su memoria, le dije, y nunca me rendiré al poder. Estoy llena de defectos, mas ninguno de ellos radica en la afición por el liderazgo patriarcal. Me habló entonces de la inteligencia, integridad y fortaleza de sus hijas, sonrió de nuevo, como hacen los patriarcas. Nos abrazamos y nunca más volví a verlo. No pude ir a su velorio, yo estaba huyendo de una nueva amenaza de muerte y él de la decrepitud a la que detestaba. Ahora no puedo sino recordar esas conversaciones sobre la gran tentación de los poderosos en turno para destruir o cooptar a la prensa, de la negación sistemática de quienes juran que su partido político y su fin justifica la aniquilación de la libertad de expresión. Don Julio jamás entendió el nivel de perversidad que se potenciaría con el uso de algoritmos cibernéticos y mentes vacuas, dispuestas a entregarse a la reiteración de las diatribas sistemáticas cuyo fin es dinamitar el debate público, aniquilar toda reflexión disidente, contestataria, al servicio de la sociedad. Cada gobierno tiene a sus intelectuales sistémicos, a sus propagandistas vestidos de reporteros de guerra, a sus opinadores que prefieren una vida en paz antes que una vida congruente; a sus líderes de ocasión que no saben liderar, sino prevaricar y reproducir hasta la nausea el modelo de poder vertical que promueve la guerra contra la diversidad ideológica. Por eso hay colegas que pueden ser profundamente incongruentes y éticamente flexibles entre un sexenio y el otro, porque confían en la corta memoria de la sociedad. En el fondo, consideran a sus lectores o lectoras un poco imbéciles, porque su ambición les exige mediocridad y desprecio a la honestidad. Afortunadamente el periodismo sigue vivo, a pesar de los que perdimos en el camino.

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Cuando don Julio Scherer me llevó del brazo hacia su oficina me habló de usted. ¿Por qué sonríe?, me preguntó. Porque sus modos me parecen un poco anacrónicos para un hombre con un pensamiento progresista como el suyo, respondí. Usted está aquí porque por primera vez en años asistiré a la presentación de un libro mío y deseo que lo presente. ¿Yo? Pregunté azorada, pues jamás tuve una relación cercana con él ni con los periodistas poderosos. Me entregó el libro titulado La terca memoria. Bebí un café en su oficina, hablamos sobre la muerte, la tortura, sobre su afán perfeccionista por el buen uso del lenguaje; discutimos a Nietzche y la confrontación del hombre consigo mismo, con su conciencia, de la banalidad del mal y la fragilidad de la fibra moral de quienes acarician el poder. Cuando leí el libro de un tirón entendí todo. Scherer estaba en la última etapa de su vida, cargaba la certeza de la muerte sobre los hombros, acompañada de la urgencia de hacer una confesión pública sobre su relación con el poder. Entonces volví a hablar con él, le pregunté si se arrepentía de esos momentos. No me arrepiento, dijo pensativo, y con palabras mucho más afiladas de las que puedo citar textualmente; me aseguró que hacía tiempo había reconocido su propia sombra, que envidiaba mi obsesión por la verdad, al grado de jugarme la vida a pesar de ser golpeada una y otra vez. Le recordé que le admirábamos por esas mismas razones, me aseguró que en nada nos parecíamos, que mi “ser mujer” hacía la diferencia. Eso dicho por un hombre profundamente culto y machista, le respondí. Ahora sabe usted por qué quiero que presente mi libro, dijo, casi nadie se atreve a hablarme así; Ariel (nuestro editor) tiene razón, permanezca usted inquebrantable hasta la muerte, no le será fácil, dijo con el tono de un pragmático que atisba la esperanza. Nunca fui amiga de Don Julio, la amistad se cultiva con años de intimidad y confianza, aun así, puedo decir que las pocas conversaciones que tuvimos fueron inolvidables por la nitidez con la que me narró anécdotas que vivió con periodistas que, en su generación, se postraron frente al poder una vez que habían comprendido que la vida es breve y el país no vale un sacrificio interminable. Varios de esos personajes ahora van de santones o propagandistas con el presidente en turno. Comprendió que los acercamientos al poder y el aceptar obsequios presidenciales ocultaban una desesperanza atroz, cercana al cinismo que aborrecía, y que encubrió como pragmatismo intelectual. Estaba escuchando una confesión asombrosa frente al rebelde al que admiré de adolescente, el que se enfrentó heroicamente a un poder político que pretendía aniquilar o cooptar a la prensa nacional para mantener la narrativa pública unilateral. Él insistió en que mantuviese la férrea actitud frente a la violencia de Estado. Le dije que no me subestimara, yo no nací para entregarme a la fama o al poder: Soy más terca que su memoria, le dije, y nunca me rendiré al poder. Estoy llena de defectos, mas ninguno de ellos radica en la afición por el liderazgo patriarcal. Me habló entonces de la inteligencia, integridad y fortaleza de sus hijas, sonrió de nuevo, como hacen los patriarcas. Nos abrazamos y nunca más volví a verlo. No pude ir a su velorio, yo estaba huyendo de una nueva amenaza de muerte y él de la decrepitud a la que detestaba. Ahora no puedo sino recordar esas conversaciones sobre la gran tentación de los poderosos en turno para destruir o cooptar a la prensa, de la negación sistemática de quienes juran que su partido político y su fin justifica la aniquilación de la libertad de expresión. Don Julio jamás entendió el nivel de perversidad que se potenciaría con el uso de algoritmos cibernéticos y mentes vacuas, dispuestas a entregarse a la reiteración de las diatribas sistemáticas cuyo fin es dinamitar el debate público, aniquilar toda reflexión disidente, contestataria, al servicio de la sociedad. Cada gobierno tiene a sus intelectuales sistémicos, a sus propagandistas vestidos de reporteros de guerra, a sus opinadores que prefieren una vida en paz antes que una vida congruente; a sus líderes de ocasión que no saben liderar, sino prevaricar y reproducir hasta la nausea el modelo de poder vertical que promueve la guerra contra la diversidad ideológica. Por eso hay colegas que pueden ser profundamente incongruentes y éticamente flexibles entre un sexenio y el otro, porque confían en la corta memoria de la sociedad. En el fondo, consideran a sus lectores o lectoras un poco imbéciles, porque su ambición les exige mediocridad y desprecio a la honestidad. Afortunadamente el periodismo sigue vivo, a pesar de los que perdimos en el camino.

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Cuando don Julio Scherer me llevó del brazo hacia su oficina me habló de usted. ¿Por qué sonríe?, me preguntó. Porque sus modos me parecen un poco anacrónicos para un hombre con un pensamiento progresista como el suyo, respondí. Usted está aquí porque por primera vez en años asistiré a la presentación de un libro mío y deseo que lo presente. ¿Yo? Pregunté azorada, pues jamás tuve una relación cercana con él ni con los periodistas poderosos. Me entregó el libro titulado La terca memoria. Bebí un café en su oficina, hablamos sobre la muerte, la tortura, sobre su afán perfeccionista por el buen uso del lenguaje; discutimos a Nietzche y la confrontación del hombre consigo mismo, con su conciencia, de la banalidad del mal y la fragilidad de la fibra moral de quienes acarician el poder. Cuando leí el libro de un tirón entendí todo. Scherer estaba en la última etapa de su vida, cargaba la certeza de la muerte sobre los hombros, acompañada de la urgencia de hacer una confesión pública sobre su relación con el poder. Entonces volví a hablar con él, le pregunté si se arrepentía de esos momentos. No me arrepiento, dijo pensativo, y con palabras mucho más afiladas de las que puedo citar textualmente; me aseguró que hacía tiempo había reconocido su propia sombra, que envidiaba mi obsesión por la verdad, al grado de jugarme la vida a pesar de ser golpeada una y otra vez. Le recordé que le admirábamos por esas mismas razones, me aseguró que en nada nos parecíamos, que mi “ser mujer” hacía la diferencia. Eso dicho por un hombre profundamente culto y machista, le respondí. Ahora sabe usted por qué quiero que presente mi libro, dijo, casi nadie se atreve a hablarme así; Ariel (nuestro editor) tiene razón, permanezca usted inquebrantable hasta la muerte, no le será fácil, dijo con el tono de un pragmático que atisba la esperanza. Nunca fui amiga de Don Julio, la amistad se cultiva con años de intimidad y confianza, aun así, puedo decir que las pocas conversaciones que tuvimos fueron inolvidables por la nitidez con la que me narró anécdotas que vivió con periodistas que, en su generación, se postraron frente al poder una vez que habían comprendido que la vida es breve y el país no vale un sacrificio interminable. Varios de esos personajes ahora van de santones o propagandistas con el presidente en turno. Comprendió que los acercamientos al poder y el aceptar obsequios presidenciales ocultaban una desesperanza atroz, cercana al cinismo que aborrecía, y que encubrió como pragmatismo intelectual. Estaba escuchando una confesión asombrosa frente al rebelde al que admiré de adolescente, el que se enfrentó heroicamente a un poder político que pretendía aniquilar o cooptar a la prensa nacional para mantener la narrativa pública unilateral. Él insistió en que mantuviese la férrea actitud frente a la violencia de Estado. Le dije que no me subestimara, yo no nací para entregarme a la fama o al poder: Soy más terca que su memoria, le dije, y nunca me rendiré al poder. Estoy llena de defectos, mas ninguno de ellos radica en la afición por el liderazgo patriarcal. Me habló entonces de la inteligencia, integridad y fortaleza de sus hijas, sonrió de nuevo, como hacen los patriarcas. Nos abrazamos y nunca más volví a verlo. No pude ir a su velorio, yo estaba huyendo de una nueva amenaza de muerte y él de la decrepitud a la que detestaba. Ahora no puedo sino recordar esas conversaciones sobre la gran tentación de los poderosos en turno para destruir o cooptar a la prensa, de la negación sistemática de quienes juran que su partido político y su fin justifica la aniquilación de la libertad de expresión. Don Julio jamás entendió el nivel de perversidad que se potenciaría con el uso de algoritmos cibernéticos y mentes vacuas, dispuestas a entregarse a la reiteración de las diatribas sistemáticas cuyo fin es dinamitar el debate público, aniquilar toda reflexión disidente, contestataria, al servicio de la sociedad. Cada gobierno tiene a sus intelectuales sistémicos, a sus propagandistas vestidos de reporteros de guerra, a sus opinadores que prefieren una vida en paz antes que una vida congruente; a sus líderes de ocasión que no saben liderar, sino prevaricar y reproducir hasta la nausea el modelo de poder vertical que promueve la guerra contra la diversidad ideológica. Por eso hay colegas que pueden ser profundamente incongruentes y éticamente flexibles entre un sexenio y el otro, porque confían en la corta memoria de la sociedad. En el fondo, consideran a sus lectores o lectoras un poco imbéciles, porque su ambición les exige mediocridad y desprecio a la honestidad. Afortunadamente el periodismo sigue vivo, a pesar de los que perdimos en el camino.

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Cuando don Julio Scherer me llevó del brazo hacia su oficina me habló de usted. ¿Por qué sonríe?, me preguntó. Porque sus modos me parecen un poco anacrónicos para un hombre con un pensamiento progresista como el suyo, respondí. Usted está aquí porque por primera vez en años asistiré a la presentación de un libro mío y deseo que lo presente. ¿Yo? Pregunté azorada, pues jamás tuve una relación cercana con él ni con los periodistas poderosos. Me entregó el libro titulado La terca memoria. Bebí un café en su oficina, hablamos sobre la muerte, la tortura, sobre su afán perfeccionista por el buen uso del lenguaje; discutimos a Nietzche y la confrontación del hombre consigo mismo, con su conciencia, de la banalidad del mal y la fragilidad de la fibra moral de quienes acarician el poder. Cuando leí el libro de un tirón entendí todo. Scherer estaba en la última etapa de su vida, cargaba la certeza de la muerte sobre los hombros, acompañada de la urgencia de hacer una confesión pública sobre su relación con el poder. Entonces volví a hablar con él, le pregunté si se arrepentía de esos momentos. No me arrepiento, dijo pensativo, y con palabras mucho más afiladas de las que puedo citar textualmente; me aseguró que hacía tiempo había reconocido su propia sombra, que envidiaba mi obsesión por la verdad, al grado de jugarme la vida a pesar de ser golpeada una y otra vez. Le recordé que le admirábamos por esas mismas razones, me aseguró que en nada nos parecíamos, que mi “ser mujer” hacía la diferencia. Eso dicho por un hombre profundamente culto y machista, le respondí. Ahora sabe usted por qué quiero que presente mi libro, dijo, casi nadie se atreve a hablarme así; Ariel (nuestro editor) tiene razón, permanezca usted inquebrantable hasta la muerte, no le será fácil, dijo con el tono de un pragmático que atisba la esperanza. Nunca fui amiga de Don Julio, la amistad se cultiva con años de intimidad y confianza, aun así, puedo decir que las pocas conversaciones que tuvimos fueron inolvidables por la nitidez con la que me narró anécdotas que vivió con periodistas que, en su generación, se postraron frente al poder una vez que habían comprendido que la vida es breve y el país no vale un sacrificio interminable. Varios de esos personajes ahora van de santones o propagandistas con el presidente en turno. Comprendió que los acercamientos al poder y el aceptar obsequios presidenciales ocultaban una desesperanza atroz, cercana al cinismo que aborrecía, y que encubrió como pragmatismo intelectual. Estaba escuchando una confesión asombrosa frente al rebelde al que admiré de adolescente, el que se enfrentó heroicamente a un poder político que pretendía aniquilar o cooptar a la prensa nacional para mantener la narrativa pública unilateral. Él insistió en que mantuviese la férrea actitud frente a la violencia de Estado. Le dije que no me subestimara, yo no nací para entregarme a la fama o al poder: Soy más terca que su memoria, le dije, y nunca me rendiré al poder. Estoy llena de defectos, mas ninguno de ellos radica en la afición por el liderazgo patriarcal. Me habló entonces de la inteligencia, integridad y fortaleza de sus hijas, sonrió de nuevo, como hacen los patriarcas. Nos abrazamos y nunca más volví a verlo. No pude ir a su velorio, yo estaba huyendo de una nueva amenaza de muerte y él de la decrepitud a la que detestaba. Ahora no puedo sino recordar esas conversaciones sobre la gran tentación de los poderosos en turno para destruir o cooptar a la prensa, de la negación sistemática de quienes juran que su partido político y su fin justifica la aniquilación de la libertad de expresión. Don Julio jamás entendió el nivel de perversidad que se potenciaría con el uso de algoritmos cibernéticos y mentes vacuas, dispuestas a entregarse a la reiteración de las diatribas sistemáticas cuyo fin es dinamitar el debate público, aniquilar toda reflexión disidente, contestataria, al servicio de la sociedad. Cada gobierno tiene a sus intelectuales sistémicos, a sus propagandistas vestidos de reporteros de guerra, a sus opinadores que prefieren una vida en paz antes que una vida congruente; a sus líderes de ocasión que no saben liderar, sino prevaricar y reproducir hasta la nausea el modelo de poder vertical que promueve la guerra contra la diversidad ideológica. Por eso hay colegas que pueden ser profundamente incongruentes y éticamente flexibles entre un sexenio y el otro, porque confían en la corta memoria de la sociedad. En el fondo, consideran a sus lectores o lectoras un poco imbéciles, porque su ambición les exige mediocridad y desprecio a la honestidad. Afortunadamente el periodismo sigue vivo, a pesar de los que perdimos en el camino.

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