Los domingos que no fueron
Desde el Malecón llega la historia de otra protesta que no sucedió en La Habana.
Llevo días durmiendo mal. Cuando me acuesto, solo logro descansar dos o tres horas, no más. El resto del tiempo me lo paso moviéndome de un lado al otro en la cama, tapándome y destapándome, peleando contra el frío y el calor al mismo tiempo, mirando nada en la oscuridad de la habitación, sintiendo el zumbido del ventilador que recorre su abanico. He vuelto a tener pesadillas. Hacía mucho que no las tenía.
Estoy sufriendo las madrugadas. Cada vez que llega la hora de irme a la cama, lo hago con temor. Me ha dado por pegarle con los pies, inconsciente, al colchón. Si estoy boca arriba o boca abajo le pego directo a la cama, si estoy de costado, un pie le pega al otro. También estoy chirriando los dientes. Todas las mañanas observo en el espejo como la dentadura inferior se desgasta más y más y los molares se están reclinando. Mientras sueño, logro escucharme y sentirme. Es insoportable escuchar el chirrido estridente de mis propios dientes, y duele cuando mis tobillos se estrellan entre ellos.
Lo que estoy soñando no está bien. Estoy delante de un tipo que empuña una daga enorme y afilada que esconde en su antebrazo. Camina hacia mí, no dice nada, yo tampoco, hay espacio para correr, pero no sé por qué coño no lo hago. Los nervios me comen doblemente, pues soy espectador y protagonista. En ambos roles sufro. Yo, el que ve la muerte venir, la amenaza en los ojos sin pestañear del desconocido; y yo el que tiembla y suda presenciando la escena como si estuviera en el cine. Todo se apaga de pronto. Así, sin sentido. Un pasaje suelto en mi cabeza.
Me despierto e intento encontrarle lógica a aquella secuencia. No conozco al hombre, no tengo enemigos, no sé de nadie que me quiera hacer mal. ¿Por qué ese sueño? Cuando vuelvo a cerrar los ojos, caigo en paracaídas en otro suplicio. Un collage de imágenes se sucede, una detrás de la otra, planos sueltos. En todos estoy con mi sobrino, en uno se me cae de los brazos, en otro juego en la escalera con él y resbala escalones abajo. En el último estamos sentados en un balcón sobre el piso, él con unos carritos, y yo solo lo miro cuando se levanta y sale caminando, va a lanzarse al vacío y me despierto. Ataco con los brazos una pantalla que no existe.
Cierro los ojos y me contraigo. Me irrita la sensación de forzar el sueño, de salir a buscarlo. Soy de los que suele caer redondo nada más poner la cabeza en la almohada y de los que puede dormir placenteramente en cualquier sitio. La incomodidad de estar despierto en la cama me ganó. Salí a caminar por la casa, abrí el balcón y me puse a contemplar la ciudad que dormía. Sentí miedo al ver la calle vacía, pero no sé a qué le temo. Me senté en el butacón a pensar en lo que sueño. Quizás todo esté relacionado con mi estado de ánimo, que es, a su vez, si se quiere, el reflejo del país.
La última pesadilla que tuve fue la única a la que le he encontrado explicación. Había tenido un día raro. En la mañana intenté salir de casa y no pude. Cuando bajé las escaleras y dejé atrás la puerta del edificio, gritaron mi nombre y volteé sorprendido. Estoy viviendo, desde hace bien poco, en casa de mi novia y allí ningún vecino sabe cómo me llamo. De pronto vi venir a dos hombres agitados. Uno sacó un carnet y se identificó como Seguridad del Estado.
—No puedes salir, regresa a casa —dijo y uno de los dos agentes.
— ¿Por qué? —respondí.
— Que subas te digo —volvió a decir e hizo un gesto brusco con la mano derecha indicándome el camino.
Ya los esperaba. Desde la noche anterior, llamadas desde números desconocidos comenzaron a hacer sonar mi teléfono móvil y el fijo. Quien sea que llamaba no hablaba, se quedaba en silencio y solo se le escuchaba la respiración; la forzaba para que me quedara claro que no era un número equivocado. En un par de ocasiones devolví la llamada. Siempre dio fuera de servicio o número no válido. Al amanecer sucedió lo mismo, pero esta vez sí hablaron. Me preguntaron por Abraham, quién habla, les pregunté y me colgaron.
— Hermano, yo no voy a la protesta, mira mi pinta, yo voy al café de la esquina a recoger la sombrilla de mi suegro que ayer se nos quedó a mi novia y a mí, luego voy al agro —les dije.
Ese día por la mañana, varios usuarios de SNet o Street Network, una red inalámbrica que interconecta, de manera independiente al estado, a miles de personas en La Habana, decidieron reunirse en los predios del Ministerio de Comunicaciones para protestar contra la intención del gobierno de desmantelar la red. Sin embargo, la Seguridad del Estado desplegó un operativo en el que interceptó a la mayoría de los usuarios que se disponían a manifestarse. Una semana antes, muchos miembros de la red reportaron hostigamiento, persecución y amenazas por parte de la policía política. La Seguridad del Estado fue más allá: también quiso evitar la cobertura mediática de la prensa independiente. Por ello, en el operativo, también incluyeron a varios periodistas. La manifestación no se efectuó.
—Que no puedes salir de tu casa. Si das un paso más, te vamos a encerrar en un calabozo—sentenció el agente.
La estrategia les salió mal. Fueron tras de mí en vano, pues en ese mismo instante un reportero de El Estornudo estaba merodeando —hasta donde pudo llegar — en la zona de la supuesta protesta, que resultó estar sitiada por policías vestidos de civiles. Yo por la tarde tenía una entrevista que no podía perder, así que decidí seguir la orden del agente para no ir tras las rejas. Ese día no me convenía enfrentarme a su arbitrariedad, ni defender mi derecho de andar por donde quiera, mi libertad. Los dos agentes y sus rostros amenazantes permanecieron en los bajos del edificio hasta la tarde para impedir que saliera o cumplir con su advertencia.
Bien entrada la noche, cuando pude cerrar los ojos en la cama, volví a soñar. Estaba en una casa desconocida. Poca luz entraba por una ventana vieja, llena de telarañas. La sala estaba en penumbras y del techo colgaba un bombillo amarillo. Había una silla desierta, con una pata rota, tirada en una esquina de la habitación. Contra la pared y frente a mí estaban mi padre y mi hermana mayor. Ambos sentados en el suelo, vestidos con un sucio y harapiento traje militar de faena, los pies cruzados y las manos en el piso. Mi hermana tenía mechones de su cabello en las manos apretadas. Mi padre, completamente barbudo. Los dos tenían los pómulos inflamados, las pupilas dilatadas en extremo y rojizas como el tomate. Por sus rostros se extendían interminables estrías. No eran cicatrices, sino lágrimas. Los dos lloraban sin inmutarse, sin gemir. Me apuntaban con los ojos, pero tenían la mirada perdida como si fueran dos estatuas de cera. Yo contemplándolos sin hacer nada, solo detallando cada detalle de sus rostros, esa fue la pesadilla. No sé cuánto duró, pero el yo espectador se descompuso, tuvo ganas de llorar, sobre todo de gritar.
Abrí los ojos agitado, estaba sudando. Me quité de arriba la sábana mojada y fui al comedor a tomar agua. No me podía quitar de la cabeza esa imagen de mi padre y mi hermana. Una parte de mí se sentía culpable de aquella escena. De nuevo las preguntas: ¿Era ese un presagio? ¿un mensaje? ¿Mi padre y mi hermana estaban sufriendo por mí? ¿Por qué carajo sigo soñando todas estas mierdas? Me senté en una silla y recordé las peores semanas de mi vida.
El Estornudo comenzaba a hacerse de un nombre en Cuba y con ello empezaron las presiones. Un día mi padre tocó a la puerta de mi casa, tenemos que hablar, dijo. Él aún estaba en activo, era Teniente Coronel del Ministerio del Interior (MININT), jefe de una cátedra de contrainteligencia en la Universidad de esa institución. En su trabajo lo mandaron llamar para hablar de mí. “¿Sabes lo que está escribiendo tu hijo? ¿sabes que se ha metido a contrarrevolucionario?”, le esgrimieron. Pero, en definitiva, por quien realmente venía era por mi hermana, que era Capitana MININT. También la llamaron y con ella fueron más rudos, la vieron más endeble que mi padre y por ahí apretaron. Su jefe, sin hablarle, la llevó a una oficina, la sentó delante de una computadora y le dijo, mira, lee, luego me dices qué te parece. Eran textos míos. Al rato el hombre regreso y le dijo: “en la vida hay que ser tajantes, es duro, pero nosotros no podemos tener al enemigo en nuestra casa”. Después de que aquel militar le sugirió que rompiera conmigo, ella entró en una especie de trance. Dice mi madre que todas las noches lloraba y que dejo de hablar. Por semanas, entraba y salía de la casa sin dirigirle la palabra a nadie. Entre lágrimas, mi padre me dijo: “ya yo estoy de vuelta, estoy al borde del retiro, pero tu hermana está sentenciada, no podrá crecer en el MININT, la estás perjudicando y no va a levantar cabeza”. Fui a verla, solo para decirle «lo siento», para explicarle que no era culpa mía, sino del macabro país en el que vivíamos. Le pregunté además qué había respondido a la sugerencia de aquel cerdo. “Que hicieses lo que hicieses, eras mi hermano”, me confesó. Rompimos en llanto los dos. Era domingo.
“Baja conmigo a almorzar”, le supliqué. Desde los 12 años me fui de casa y tengo la religión de ir a almorzar con mis dos hermanas, mi madre y mi abuela todos los domingos. La sobremesa de ese almuerzo es mi momento favorito de la semana, pero hacía semanas que mi hermana no se sentaba a la mesa. Cuando yo entraba por la puerta, se levantaba y se iba a su cuarto a comer encima de la cama. Bajé las escaleras del piso superior con ella y mi madre, cuando nos vio, nos abrazó. La costumbre de los almuerzos de domingo ha seguido, pero quién me devuelve los que ya no fueron.
Abraham Jiménez Enoa es periodista. En 2016 fundó junto a varios amigos El Estornudo, la primera revista digital de periodismo narrativo hecha desde Cuba. Hoy, tras volverse incómoda al régimen, ya no puede leerse desde la isla pero sigue adelante a modo de guerrilla internacional, con colaboradores en varias partes de Cuba y del mundo. Por decisión del Ministerio del Interior, Abraham tiene prohibido salir del país hasta el año 2021 y escribe desde su isla para medios de varios países a pesar de su lento y costoso servicio de internet.
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