Hace unos meses, cuando estuve en Acapulco, encontré a mi muerto saliendo del hotel. Hoy, apenas aterrice el avión, el fotoperiodista Bernandino Hernández llamará para decirme que, antes de las siete de la mañana, una jovencita fue asesinada en plena costera Miguel Alemán, allá por donde me voy a hospedar.
Querré contestarle que a Acapulco, como al doctor Frankenstein le sucedió con su monstruo, los narcos se le fueron de las manos, pero Berna estará más entretenido en platicarme otros dos homicidios que han ocurrido hace algunos minutos: el de una señora y su hija que vendían atole. «Las mataron en la calle Amapolas, colonia Unidos por Guerrero», me dirá por el celular y a mí me parecerá que la dirección debe ser una mala broma. No lo es. Tampoco lo es el hecho de que todas las mujeres en Acapulco tengan ya las mismas probabilidades de ser secuestradas, violadas o degolladas. Berna, quizás el único fotógrafo del puerto que aún le sigue la pisada a la muerte, me llevará más tarde a donde un vendedor de pescado acaba de recibir dos disparos de una 38 súper. No se necesitan cuatro años de estudio en criminología para saber que, después de los tiros a la cabeza, el hombre perdió el control de la camionetita, se salió de la carretera de Pie de la Cuesta y los vecinos terminaron por robarse los kilos de camarón que llevaba el difunto, como si éste sólo fuera una mera basurilla tirada sobre la banqueta. Pasadas las cuatro de la tarde supondré que la industria de la droga ha tenido suficiente por hoy, pero la cabrona no puede tomarse vacaciones. Así que una hora después, a dos hermanos, niños todavía, los dejarán hechos un manojo de plomo al lado de una cancha de futbol. Hasta que los peritos se lleven a los chicos, su madre podrá soltar el llanto, como si pariera otra vez.
«Te ha tocado un buen día», me dirá Berna en cuanto le avisen por teléfono que otra mujer ha sido ejecutada, ahora en la colonia Ciudad Renacimiento. No es que Berna sea de sangre fría. De hecho, antes de tomar una foto, siempre espera a que se le reacomode el corazón. Él no quisiera retratar a los muertos de esta guerra, pero alguien debe hacerlo. Ni modo de compartir la fantasía gubernamental de que los crímenes son menos, de que el ejército ha logrado domesticar a los narcos y de que la estrategia de quien les habla en cadena nacional, o sea el presidente de la República, es parte de la solución. Ni modo, también, de que Berna no sepa que hay dos Acapulcos: uno es el de los bikinis deslumbrantes, el que presume a sus clavadistas en las guías turísticas, el que sedujo a Johnny Weissmüller y a Tin Tan, el que tiene leyes, autoridades y cuenta con tres millones de habitantes que tratan de salir adelante; en el otro Acapulco, desde 2005, no ha parado la guerra. Es una guerra por la plaza, donde el grupo de los Beltrán Leyva y otros cárteles venidos a menos se han unido para acabar con el Chapo Guzmán. Es una guerra donde policías y militares también pelean por su tajada, donde a la prensa se le controla a fuerza de asesinatos o amenazas y donde la línea entre el gobierno y el narco no está muy clara. Es una guerra, para acabar pronto, que en 2012 mató a poco más de 7.5 personas por día. En los cien días que lleva este año, la gente sigue siendo asesinada como si fueran zancudos: van poco más de cuatrocientos muertos.
En este Acapulco vive Berna y hoy, arriba de su Tsuru, lo habremos de recorrer.
Pero Berna, como todos, las ha cometido. Sucedió a mediados de marzo de 2011, en la colonia Simón Bolívar. Berna, con su cuerpo chupado como el de un pájaro, llegó al barrio cuando todavía los sicarios estaban agarrándose a balazos. «Pendejo —se dijo para sí mismo—, ¿qué estoy haciendo aquí?». Se bajó de su vocho rojo y corrió a esconderse. Tocó en casa de una anciana, pero ésta no lo dejó entrar. «Y que me meto a la fuerza, carnal —me dice Berna muy serio por vez primera—. Me metí a güevo porque sentí a la pinche muerte agarrarme la mano, carnal. Estuve metido como media hora entre la lavadora y una pileta bien apestosa. Cuando salí, mi coche tenía dieciocho cuernazos. Se los dieron directo. Los compas fotógrafos me abrazaron porque creyeron que me habían matado. Ya luego me llevé el vocho así, todo balaceado; iba cagado de miedo».
Berna se sabe Acapulco de memoria. Por eso, apenas conoce la ubicación del «11 con 32» (asesinato por arma de fuego), traza la ruta y pisa el acelerador como si estuviera aplastando a una víbora. Camino a Pie de la Cuesta habremos de encontrarnos a mucho joven halcón que se miran débiles, pero estamos seguros de que con una AK-47 se vuelven poderosos. Pensaremos por las cruces sobre la carretera, que acá la temporada de asesinatos no tiene para cuándo ser declarada ilegal. Sabremos de secuestros, de extorsiones y de todo ese tipo de cosas que ya no se publican. Y miraremos la vastedad de la bahía desde unos barrios que no sólo suben lastimeramente hacia el cielo, sino que se entretienen atronándose con su música y compitiendo por matar.
Pero eso sólo sucederá hasta que tomemos la carretera libre a Pie de la Cuesta. Ahorita, Berna apenas va culebreando por el mercado municipal, y yo recuerdo dos historias que leí en abril de 2011: la de Dalia Serna y la de Antonio Valdez, ambos líderes de comerciantes que en la guerra entre el cártel de Sinaloa y los Beltrán debieron tomar bando. A Dalia le mandaron a casa la cabeza de uno de sus hijos y a Valdez lo ejecutaron con todo y sus escoltas. «La maña no perdona», me dice Berna justo ahora que cruzamos por la zona de los bares y señala uno en donde asesinaron a cuatro, otro en donde acribillaron a una jovencita y aquel medio ostentoso que pertenecía a Édgar Valdez, la Barbi, cuando todavía podía pasearse en moto por la costera y mataba tortugas porque los chillidos de éstas eran música para sus oídos.
Acelerar.
Dejamos atrás la avenida Cuauhtémoc y Berna me cuenta que los taxis azules tienen prohibido subir más allá de donde estamos. «Los contras creen que son halcones, por eso al que sube lo matan; en las colonias sólo rifan los taxis amarillos y los rojos». Los que tampoco se acercan al Acapulco de los barrios son policías y militares. «La estrategia federal sólo se ha dedicado a cuidar al Acapulco turístico», me dirá mañana Luis Walton, el alcalde acapulqueño que, cuando sale de su casa, se desplaza en una camioneta a prueba de balas que le heredó el presidente municipal anterior, Manuel Añorve.
Pero como la entrevista con Walton será hasta mañana, ahorita vemos a los primeros autos con engomados de Ferrari o de una amapola. Dicen que sin esas calcomanías nadie puede moverse en territorios hostiles. «Nomás pocos carros las traen —me dice Berna—, por eso la gente supone que esas calcas se las dan a pura raza que anda bien metida». Paramos en una miscelánea. El tendero es Ricardo Cortés y tiene algo qué decir: es cierto que su patrona, Clemencia Figueroa, tenía mala fama de apropiarse de los terrenos, pero no debieron haberla matado. Ocurrió hace apenas una semana. Un taxi se apareció cuando Clemencia jugaba con cuatro niños. Tres tipos se bajaron y, enfrente de los chicos, la ejecutaron. A uno de los niños le tocó un balazo en la espalda. Ya está recuperado, pero su madre se endeudó de por vida para pagar el hospital. «Aquí ya no sabes si te mata el narco o cabrones que nomás se aprovechan de tanta muerte», me dice Berna cuando nos trepamos de nuevo a su Tsuru. Me cuenta, además, que ya cualquiera en Acapulco roba, extorsiona, secuestra, mata y viola a nombre del crimen organizado. «El otro día unos batos estaban pidiendo la cuota en comercios del centro y nada, eran nomás unos pobres pendejos», me dice Berna, y yo pienso en los números que la procuraduría del estado tiene del río revuelto de 2012: más de quince mil robos, setenta y cinco secuestros y trescientos cincuenta violaciones. Pero también sé que los números son resbalosos, porque acá la gente no habla y cierra los ojos.
Entonces llegaremos al ejido de San Isidro, que de santo no tiene nada. Hasta hace unos minutos Fabián Pantaleón era un vendedor de pescado. Pero hace rato se encontró con la máquina de la muerte y hoy sólo se sabe que es el cuarto asesinado del día y que será borrado por el siguiente.
Si alguna vez vienes a Acapulco en autobús, seguro conocerás la escandalosa avenida Cuauhtémoc. Con toda probabilidad, cuando salgas de la central camionera, el taxista te llevará hacia abajo, hacia la costera, donde está el Acapulco del parachute y el bungee. Pero, ¿qué tal si decidieras ir camino arriba? Si eso fuera, pasarías por el concurrido mercado, las pensiones económicas y las prostitutas que han dejado lo mejor de ellas. Luego avanzarías por la calle Michoacán, darías vuelta a la derecha por Coahuila y entonces llegarías al corazón de la colonia Progreso. Ahí, sobre la calle Vicente Guerrero, verías autos baleados y a decenas de motocicletas que alguna vez fueron usadas por sicarios para cumplir con su trabajo. Aquí es una delegación de la procuraduría del estado. Lo comprobarías apenas observes esa enorme puerta a prueba de balas que pusieron hace cosa de un año, después de que dos policías fueron asesinados en la entrada. Ya adentro, caminarías por el estacionamiento donde los agentes le construyeron un templo a San Judas Tadeo. Y seas creyente o no, seguro sentirías su vacío. Cuando llegues al final del estacionamiento, podrías acercarte a uno de los trabajadores del Servicio Médico Forense (Semefo) que se encarga de recoger los cadáveres. El desdentado Esteban te contaría que veintinueve es el mayor número de muertos que ha levantado en un solo día y que hoy, martes 6 de abril, dos de la tarde, ya lleva tres de los siete que recogerá. «Antes eran muchos los muertos, ahorita ya estamos calmados», te diría Esteban, como si pocos muertos ahora fueran meros detalles. Te platicaría, además, de la vez en que unos sicarios los pararon para llevarse un cadáver, del día aquel que bajaron a otro con la única intención de descuartizarlo, de aquella ocasión cuando le tocó ir a La Quebrada por una veintena de desmembrados, de que el truco para no sentir nada consiste en olvidarse de los asesinatos, y hasta te enseñaría que un «11 con 32» es un ejecutado, justo lo que le estarían avisando a Esteban por la radio.
Pero en Acapulco hace treinta y cinco grados y las cervezas están bien frías. Así que ni te preocupes, dile al taxi que te lleve a la costera, lejos de esta portentosa máquina de matar.
Había un jovencito que cantaba en las pozolerías de toda la avenida Ruiz Cortines. Los narcos lo contrataban mucho. Un día le dijeron que los acompañara y él se subió al carro porque pensó que iba a cantarles en una casa. Subieron hasta uno de los cerros y ahí sacaron a un hombre que venía en la cajuela, todo golpeado. «Te toca matarlo», le dijeron los narcos al jovencito y le dieron una pistola. Como no pudo hacerlo, uno de los sicarios le quitó el arma, mató al hombre aquel y le dijo al jovencito que era un cobarde. Pero ahí no acabó la historia…
(De pronto el padre Jesús Mendoza comienza a llorar y yo me siento un buitre por haberle preguntado qué caso, de la delirante y asesina colonia La Laja, es el que nunca ha dejado de perseguirlo.)
Cuando mataron al que llevaban encajuelado, sacaron un machete y le dijeron al jovencito que, por no disparar, le tocaba el trabajo más difícil: descuartizarlo. «¿O a poco te quieres morir?», le dijeron y él lo hizo. Yo hablé muchas veces con él antes de que se fuera de Acapulco, pero nada pude hacer. Ya le habían desgraciado la vida.
El padre Jesús es un hombre canoso de piel morena y de una bien llevada mediana edad. Vive en la ladera de un cerro, donde construyeron la parroquia de San Nicolás. Toda la gente que conocí no tiene más que alabanzas para él. Para unos es el mejor sacerdote que ha tenido La Laja. Para otros es el cura que visita a los enfermos, el que presta dinero a los necesitados, o el que siempre tiene una solución para cada problema y una cita de la Biblia para cada ocasión. Para mí, ahora que lo he conocido, me parece uno de los pocos hombres que no ven a Acapulco por encima del hombro. Es decir: desde que todas las colonias que cruzan la avenida Ruiz Cortines dejaron el machete por la bala y conjugaron el verbo matar, el padre Jesús decidió que él iba a hablar con los familiares de los muertos, que iba a recuperar espacios públicos y que iba a llorar a los difuntos.
«Acapulco está al borde de lo incontrolable —me dijo el padre apenas nos saludamos—. Su violencia es una crisis humanitaria». Durante casi una hora, el cura me contó por qué cree él que en Acapulco uno puede matar a alguien y nunca pasa nada: por el involucramiento directo del Estado. «Siempre vemos que arrestan a un narcomenudista, a un sicario, a un halcón o a un narco de baja monta, pero nunca detienen a los políticos que los protegen», me dijo y seguramente ha de haberse acomodado por enésima vez sus anteojos para la miopía. También me platicó que muchos familiares de víctimas han ido a buscarlo y que otro tanto igual se ha largado de los barrios, después de que los amenazaran por buscar al curita éste. Me habló de cómo, cada semana, sale a recuperar las calles de la bala: levantando cruces de cinco metros de altura en parques o en peligrosos callejones. Me dijo que a muchos jóvenes los están obligando a enrolarse en la infantería del narco y que, en el mercado, la maña le cobra veinte pesos diarios a cada locatario. Ah, porque aquí, como llegó a decirme Berna, el que no paga, no vende.
—¿Y a usted, padre, no quieren matarlo?
—Pues mira, no sé. Pero puedo decirte que me pusieron de guardia a un halconcito.
La relación con el halconcito no está muy clara. El padre Jesús no sabe muy bien si lo vigila, si quiere matarlo o lo está cuidando.
—A veces lo veo a todos lados donde voy y enseguida se me desaparece. A veces he discutido con él. Y otras ocasiones se para debajo de las escaleras y él, por sus pantalones, dice quién pasa y quién no —me dijo el padre y soltó la única sonrisa que le vi en el día.
«Esperanza sí hay, carnal —me dijo Berna después—. Nomás que tanto pinche muerto la opaca».
Quién sabe si uno salga predispuesto a la calle, pero pareciera que en Acapulco la violencia es parte de la misma vida, como la brisa en el aire. La ciudad, por ejemplo, está construida contra la gente, tiene un tráfico como para maldecir el invento de la rueda, y los federales y soldados le apuntan a quien los mira feo. En las calles ves al camionero que salpica a la chica bonita, y ésta le grita: ¡Hijo de tu puta madre, pendejo, vas a amanecer cortado en pedazos!; ves cómo peatones y conductores se retan a chingadazos, escuchas cómo las sirenas hienden el aire, sientes que el sol anda encabronado; te enteras del tipo que acaban de matar afuera del colegio Guajardo, cuando dejaba a sus hijas en la puerta; te cuentan las cifras del desempleo, miras negocios cerrados porque sus dueños no pudieron con la cuota, recuerdas que Acapulco es el lugar número uno en México para la prostitución infantil; el de la gasolinera se enoja contigo por no darle propina; conoces barrios en donde los niños parecen comer tierra, ves toda esa basura amontonada en las esquinas porque es tal la deuda del ayuntamiento que no hay camiones recolectores, miras a una señora poner una cruz nueva sobre la avenida; te platican que aquí la maña suele vengarse y que, por eso, han ido a rematar a los heridos al hospital y los matones siempre han salido muy campantes.
Quién sabe si uno salga predispuesto, pero este Acapulco poco tiene del que uno conoció de niño.
En Acapulco, los vivos saben muy bien adónde buscar a sus muertos: al Semefo de la calle Vicente Guerrero, dentro de las instalaciones de la delegación de la procuraduría. Me pregunto cómo en pleno día, con todos estos policías alrededor, han venido sicarios a rescatar cadáveres de la morgue. El doctor Ricardo Berlanga, director del Semefo, tampoco se lo explica, pero tiene la seguridad de que no será la última vez que lo hagan. «Y cuando vengan, pueden llevarse lo que quieran, aquí no nos vamos a arriesgar», me dice Berlanga en actitud zen. La serenidad del médico, sin embargo, es diametralmente opuesta al trabajo que tiene a diario. «En un día se juntaron treinta cuerpos —me cuenta—. Y tuvimos que amontonarlos, porque ni modo que los dejáramos en el estacionamiento».
Desde hace un mes han dejado de apilar los cadáveres como si fueran reses. Alguien en el gobierno del estado entendió que la muerte se había rebasado a sí misma y autorizaron la urgente remodelación del Semefo de Acapulco. «Ya no cabíamos y a eso súmale que varios días tuvimos cuarenta y cinco cuerpos sin reclamar», me dice Berlanga y se peina el bigote espeso con los dedos, como si tuviera controlada la situación. Tanto cadáver regado en las calles, pues, orilló a que este Semefo cuente ahora con tres refrigeradores para guardar quince muertos en cada uno (antes tenían uno y era muy pequeño). Ocasionó, también, que hoy se trabaje sobre siete planchas en vez de tres, que hayan puesto ventilación y que tenga recursos para contratar a antropólogos, porque por estos rumbos no hay semana que no encuentren osamentas. «En lo que va del año llevamos cuatrocientas necropsias —me dice Berlanga—. Así que trabajo, tenemos; ni modo que pongamos un letrero que diga: ‘Favor de morirse'».
Cuando el doctor me lleve adentro de la morgue, o como me dijo Berna: «El pabellón de la guerra», le preguntaré si puede dormir sin tener pesadillas. «Si te dijera que ya ni siquiera pienso en el balón ése al que le pegaron la cara de un desollado, seguro pensarías que perdí el interés del asombro, y vas a tener razón: con todo lo que ha pasado en Acapulco, a mí ya no me sorprende nada», me contestará con parsimonia y luego se inclinará sobre el sillón como diciendo: Uno tiene que buscar ganarle a la muerte.
Yo creo que, en el fondo, Berlanga no es esa montaña de hielo que aparenta ser. Lo digo porque cuando me cuente de aquella vez en que le trajeron treinta decapitados, le costará algo de trabajo describir cómo decidió tomarles fotos a las cabezas y enseñárselas a los familiares para identificar rápido cada cadáver.
Un aparato de aire insonoro mantiene la oficina del alcalde Walton deliciosamente fresca. Lo caliente ha estado allá afuera: el 4 de febrero pasado, seis turistas españolas fueron violadas, aunque haya gente del gobierno del estado que aún contradice el hecho; el 23 de febrero, un turista belga murió a tiros; el 5 de mayo, dos turistas canadienses sufrieron un asalto y, si siguiéramos las noticias de hace una semana, sabríamos que:
El jueves, dos jovencitas fueron encontradas a la vieja usanza: manos atadas a la espalda, la boca cubierta con una cinta y varias balas en la cabeza. Ese jueves, en la noche, otra chica fue ejecutada dentro de una estética.
El viernes, en el Cerro del Veladero, ahí donde dicen que hay mucho que desenterrar, fueron hallados tres cadáveres y una osamenta.
El sábado, un restaurante sufrió un ataque; asesinaron a dos mujeres y una más quedó herida. Tres horas después, a las siete de la noche, liquidaron a un vendedor de discos piratas y otro hombre fue ametrallado dentro de su auto.
El domingo mataron a un lava-autos, a un joven que vendía droga y a una adolescente que trabajaba en una tortillería; a ella la degollaron…
El lunes, un taxista fue ejecutado.
Y hoy, medio día del miércoles, han matado a un tipo fuera de un colegio y a un policía dentro de su casa.
—No te voy a mentir —me dice Walton, apenas terminé de enumerarle los últimos muertos—, la violencia en Acapulco volvió a arreciar.
—¿Y usted qué está haciendo?
—Hace poco no tenía secretario de Seguridad Pública. Nadie quería y el que quería, ya te imaginarás. Pero apenas llegó el que nos mandó la Policía Federal (Jesús Cortez), hicimos el antidoping a los municipales y seiscientos no pasaron la prueba.
Walton es un tipo bonachón que a veces, cuando se le entrevista, sus respuestas no dicen mucho. A veces, incluso, hasta parecen no agobiarle los números rojos con que recibió el ayuntamiento: la deuda pública de poco más de ochocientos millones de pesos y el segundo lugar de la ciudad más violenta en el mundo, sólo detrás de San Pedro Sula, Honduras. En ambos números, para ser francos, no hay para cuándo recuperarse. «Si el presidente Peña Nieto no le mete dinero a Acapulco, esto va a estar muy, muy difícil», me dice, y yo pienso que quiere que entienda que no habrá entonces creación de empleos, que el poco turismo extranjero que aún se atreve a venir, dejará de hacerlo, que no habrá cómo seguir con los programas sociales, que cerrarán hoteles, que no podrá comprar armamento, que nunca podrá tener una policía confiable, que los barrios van a tener hambre, que el narco ganará la batalla…
—La estrategia federal también ha fallado —me dice porque no quiere cargar con toda la culpa—; hasta ahora sólo se ha dedicado a cuidar al Acapulco turístico, pero yo les digo que hay que ir a la colonias.
En las colonias, a estas horas en que hablo con Walton, la policía ha encontrado el cadáver de un hombre en un avanzado estado de descomposición. «Si Miami superó la mafia cubana, si Chicago venció a Al Capone y si Nueva York derrotó al crimen, Acapulco también puede salir adelante», me dice el alcalde y se encoge de hombros, como quien sabe que eso ya no está en sus manos.
Por lo regular, los taxistas y los camioneros son la última opción que tiene un reportero para contar una historia. Acapulco, sin embargo, debería ser la excepción a la regla. Debería, porque al menos a la semana matan a dos de ellos, porque algunos trabajan para los narcos, porque muchos son extorsionados y porque en un camión que aún recorre la avenida Ruiz Cortines han matado a cinco choferes. De ahí que escuche a Felipe, el taxista que me ha traído al hotel. Regresó a casa y eso, en estos tiempos, es un hecho histórico.
La maña nos tiene prohibido subir a las colonias, por eso, cuando la señora con un bebé en los brazos me pidió que la llevara a la Zapata, le dije que no. «Ándele, todavía hay sol», me rogó y yo dije: chingue a su madre, vamos pa’ la Zapata. En todo el camino nos fuimos platicando. Ya ni me acuerdo de qué, pero creo que algo hablamos de los hijos. Cuando pasé la Comercial Mexicana, eso no se me olvida, la señora habló por teléfono. «Ya acércate, pa’ que me recojas, el taxi me va a dejar sobre la avenida», le dijo a alguien y yo me fui por la lateral. Y apenitas me estacioné, que se me cierra una camioneta. «¡Órale, cabrón, bájate!», me dijo un bato que venía armado y luego regañó a la señora. Le dijo que se había tardado o algo así. O sea, eran del mismo grupo. Llegué a decirle al bato que me estaba confundiendo, pero comenzó a pegarme para que me subiera a la camioneta. Me llevaron hasta Chilpancingo, a una casa donde tenían a harta gente. Me pusieron la pistola en la cabeza, se reían de mí. Después llegó un joven y les dijo que se habían equivocado, que yo no era halcón, pero como ya estaba ahí, vieran qué podían sacarme. Yo traía las llaves de un Tsuru que apenas había comprado, así que no sólo mi familia pagó treinta mil pesos de rescate, sino que también les firmé la factura de mi coche. Ah, y se quedaron con el taxi, nomás me dieron para el camión.
Muchos peligros acechan al que camina por las calles de la colonia Santa Cecilia. Sin darte cuenta, puedes estar en medio de una balacera. Puede que un sicario, con pistola en mano, te pregunte si has visto pasar a «una morena chichona». Puede que encuentres un cadáver tirado sobre la calle. O puede que saliendo de la escuela te secuestren. Esto último fue lo que les pasó al maestro Gilberto Moreno y a su sobrina, Tiaré Juárez, afuera del Colegio de Bachilleres número 7. Lo que siguió después fue muy triste: alumnos, profesores, padres de familia, pero sobre todo los familiares, juntaron el rescate de dos millones de pesos y, aún así, mataron a los secuestrados. Eso sucedió el 1 de marzo pasado. Desde entonces, nadie ha vuelto al Cobach y las clases para 950 alumnos se volvieron nómadas. Se han impartido, por ejemplo, en una unidad deportiva en el centro, de donde los echaron porque los de Liconsa iban a tener fiesta, y también en el zócalo, donde me recibe Ángel Pérez Brito, el portavoz de los profesores.
De entrada, Pérez Brito me dice que no están negados a regresar al plantel, pero se queja de que los funcionarios del gobierno del estado no los hayan vuelto a recibir, después de que les prometieron reubicarlos. «Esa gente nomás está jugando con nosotros —sigue disgustado—. Y nuestra seguridad no es un juego». Pérez Brito no exagera. Antes del secuestro de Moreno y su sobrina, a dos maestros les robaron su auto, a unas alumnas las violaron y a tres chicos más se lo llevaron y nunca regresaron.
Nancy, una chica de sexto semestre, me dice que a ella no le gustaría regresar. «La zona se puso muy peligrosa, hay mucho narco», murmura mientras escribe en una cartulina: «Señor gobernador: queremos clases y justicia». La justicia llevó a un chico a la cárcel por la muerte de Moreno y Tiaré; sin embargo, alumnos y maestros del Cobach no creen que sea el único culpable. «A ése lo agarraron de casualidad, pero falta que detengan a toda la demás banda», me dice Pérez Brito y comienza a organizar a los chicos: van a manifestarse en la costera. Ya no quieren tomar clases en el zócalo, bajo un sol que no tiene madre.
En la noche que le llame a Pérez Brito para saber si tuvieron una respuesta del gobierno, me dirá enfadado: «Ora sí que ni el chalán del góber nos echó un telefonazo».
En el periódico, un anuncio en el pecho del occiso pronostica tormentas eléctricas todo el año: por chivo, para que aprendan a respetar.
Antonio Salinas, Serial, Tierra Adentro
Destino: las colonias Simón Bolívar, Zapata y Ciudad Renacimiento, tres barrios que parecen estar peleando por el monopolio de la violencia. Acompañantes: Berna y el poeta Antonio Salinas. La primera regla: bajar los vidrios, porque aquí se sabe quién entra y quién sale, y más vale que te reconozcan. La segunda: rezar, si se es creyente.
1) Es mediodía y en la Avenida Zapata hay una cacofonía constante de música, gritos y una voz insoportable que repite: «A-quí esss-taaá en el pe-rio-ooódico, a-quí vieee-nen los cha-ma-cos que a-ca-ban de a-se-si-naaar…». En esta avenida, que parece haber sido construida en los tiempos de Edison, el 6 de abril de 2011, los narcos le prendieron fuego al tianguis, pero la lumbre se descontroló y la Comercial Mexicana también se quemó. En esta avenida, además, hay una comandancia que han baleado como cinco veces; por eso los policías y ministerios públicos trabajan todo el día encerrados. Y en esta avenida, también, la cuota orilló a cerrar los comercios; los pocos que siguen abiertos es porque pagan o porque tienen muchos güevos. Por aquí cerca, en el cruce de las calles 10 y 21, siete chicos de la misma cuadra fueron levantados. Sus cadáveres aparecieron luego en Plaza Caracol. Desde entonces, a los vecinos les cuesta caminar por esa calle.
2) La última gran balacera que sucedió en la Simón Bolívar fue el 1 de agosto de 2012. Ese día, quemaron una casa, les dispararon a casi una docena de negocios y murió una persona. Pero la Simón Bolívar no sólo tiene fama de ser uno de los barrios más desnutrido de Acapulco, también es uno de esos lugares donde un muerto es poca cosa. Por eso, aquella balacera no mereció los titulares. En cambio, las otras dos (una el 15 de marzo de 2011 y otra dos días después) terminaron en los despachos de las agencias internacionales de noticias. Dicen que aquello era una tronadera. Dicen que los pistoleros venían en cuatro camionetas. Dicen que no, que eran cinco, pero una estaba ponchada. Algo sí es seguro: en toda la calle Ayacucho, la casa que no fue rafagueada, le prendieron fuego. Pero no fue todo: un sicario que venía huyendo entró a la casa esa de adobe, de doña Carmela, los contras lo siguieron y comenzaron a disparar; el sicario logró huir y doña Carmela murió abrazando a sus dos nietos, quienes también fallecieron.
3) «En estos barrios hay una desolación bien jodida —dice Toño—. No hay oportunidades, no hay comida, la raza se siente atrapada y, como no ven ninguna luz, se meten a la maña como si fuera un trabajo digno».
A Toño, por cierto, le mataron a un medio hermano.
4) Me siento como si hubiese ido a donar sangre. Ya no quiero que, en la Renacimiento, una amiga de Toño me diga que ella cree que tanto muerto es porque se perdieron los valores y me cuente, entonces, la historia de cómo el divorcio de unos tíos llevó a sus primos a terminar en la cárcel y en el cementerio. Ya no quiero que doña Amelia me platique que hace poco vio cómo levantaron a una jovencita, con todo y niña. Ya no quiero pensar en la teoría de que han matado a tanta mujer porque ya son ellas las que venden, obligadas o no, la droga. Ya no. Pero hay que hacerlo.
Hay un niño, cuyo nombre no debo decir, que todavía el año pasado pensaba que de grande quería ser narco. Hoy toca el violín en la Orquesta Sinfónica de Ciudad Renacimiento.
Dicen que la sinfónica es la única buena idea que ha tenido el gobernador Ángel Aguirre y que, después del caso de las españolas que fueron violadas, Aguirre quiso bajar el escándalo y ordenó crear otra orquesta en el barrio de la violación: la Bonfil. Sea cierto o no, la sinfónica de la Rena es un oasis de paz. Sí, es verdad que los niños ensayan bajo el sol y que no saben si les construirán salones con las ganancias obtenidas en el concierto que dieron junto con Plácido Domingo. Es verdad que el gobernador los usa políticamente y que no les dejan pasar agua porque alguna ganancia debe tener el Polideportivo. Pero también es verdad que la sinfónica y coro tiene a trecientos veinte chicos, de entre siete y dieciocho años de edad, fuera de la infantería del narco.
«Los niños de la Rena son carne de cañón para la maña y se pensó darles una opción», me dice el director de la sinfónica, Amilcar Montero. La alternativa, con plata de Conaculta, fue un hecho en julio de 2012 y muy pronto los niños llenaron los espacios. Desde ese tiempo, los chicos ensayan todas las tardes de entre semana. Todos los instrumentos son prestados, aunque pueden llevárselos a casa para ensayar. Las clases son impartidas por integrantes de la Sinfónica de Acapulco y, lo más importante para estos niños pobres, son gratuitas.
«Mi hijo se la pasaba todo el día en la calle o viendo la tele —me cuenta doña Adriana—. Y desde que lo traje aquí se la pasa ensayando; ¿usted cree que no voy a estar contenta?». Raúl, uno de los chicos, me dice que él llevó a la sinfónica a dos amigos que ya andaban haciéndole ojitos al diablo. Y Montero me platica que de la veintena de niños que llegó con actitudes delincuenciales, a todos se les ha ablandado el corazón.
—¿Los narcos no se han metido con la sinfónica? —le pregunto a Montero.
—Pues no sé si porque aquí tenemos a niños que son sus hijos o sus hermanos, pero hasta nos cuidan —me contesta cuando los ensayos deben reanudarse.
Acá adentro hay música.
Es una pena que allá afuera todavía no haya ópera posible. \\