Un mundial político: Cartas desde Rusia
La Copa Mundial de Fútbol es el evento deportivo más grande del planeta. Sin embargo, este deporte no despierta el menor fanatismo en Rusia, sede del evento, donde la mayoría de los habitantes no conocen a Messi o a Neymar.
Para llegar hasta la nave espacial hay que subir unas escaleritas. Son pocos peldaños en forma de caracol que terminan en un montículo pequeño en el centro de la ciudad de Samara, algo más de mil kilómetros al este de Moscú. Allá arriba hay un Soyuz auténtico, que con sus 68 metros y sus más de veinte turbinas gobierna la ciudad. Está pintado de naranja y blanco, y tiene escrito su nombre en cirílico: Cоюз.
En ruso, “Soyuz” significa “unión”, y era una de las palabras que conformaban la sigla de la vieja Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. El cohete triplica en altura al centro de exposiciones Samara Cosmos, que está exactamente detrás y que fue inaugurado en 2001 en honor al aniversario por los 40 años del vuelo con el que el soviético Yuri Gagarin conquistó el espacio por primera vez en la historia de la humanidad.
Tanto la nave de Gagarin como el Soyuz fueron construidos ahí, en Samara, Rusia.
La entrevista con el cosmonauta Oleg Kononenko fue en sala principal de la planta baja del museo. Oleg caminaba entre pedazos de naves viejas y narraba anécdotas de sus tres viajes al espacio con calma, casi sin épica: “Al final de la expedición lo que realmente extraño es el agua. Allá arriba tenemos toallitas húmedas, nada más. Por eso, cuando vuelvo a la tierra, lo que más quiero es quedarme un rato en la ducha”. Oleg tiene 53 años y habla perfecto inglés, pero por su contrato con Roscosmos —la nasa rusa— sólo puede dialogar con periodistas en ruso. Inquieto, antes de que la entrevista arrancase, quiso saber de dónde venía yo.
—Uhhhh, ¡Argentina! Eso es muy lejos, debes haber tenido muchas horas de vuelo.
Lejos. El hombre que conquistó el espacio tres veces y que vivió en la galaxia más de un año y medio decía que Buenos Aires quedaba lejos.
Es que el “más allá”, en rigor, es acá nomás. Desde la tierra hasta la Estación Espacial Internacional hay sólo cuatrocientos kilómetros, una distancia que en auto se podría hacer en tres horas y media. Allá, en la base espacial que de punta a punta mide algo más de 100 metros cuadrados, conviven por períodos de seis meses entre dos y siete astronautas —que son los estadounidenses—, cosmonautas —que son los rusos— y taikonautas —que son los chinos—. También hay de otras nacionalidades, pero son los menos.
CONTINUAR LEYENDO—Nikita Jruschov, por entonces presidente de la urss, dijo en su momento que Gagarin le había comentado que en el espacio no había ningún dios. ¿Usted vio algo de eso?
—Uno de los astronautas estadounidenses que participó en el primer vuelo alrededor de la Luna respondió a esa misma pregunta que no, que no había visto a ningún dios allá arriba, pero que sí vio en todo los resultados de sus obras. Me gusta esa respuesta. Lo que sí dijo Gagarin es que la tierra es azul y muy hermosa, y tiene razón. Yo agregaría que la galaxia es profundamente negra y que tiene un gran número de estrellas.
“Cosmonauta” es una de las respuestas que da cualquier niño cuando le preguntan qué es lo que quiere ser cuando sea grande. Pero Oleg es un tipo algo encorvado, de andar lento, tímido y de sonrisa débil. Tiene más el physique du rol de un ingeniero que el de un de un superhéroe. Es que, en verdad, un cosmonauta es más parecido a un nerd que a un atleta.
En definitiva, su trabajo no tiene necesariamente que ver con la conquista de planetas habitados por aliens. De hecho, su rutina es repetitiva: sacar fotos, usar computadoras, calentar comidas que vienen en pomos, hacer ejercicios para que los músculos no se atrofien y enviar a la tierra resultados de experimentos programados.
Pero Oleg no me recibió en carácter de cosmonauta, sino en el de embajador de la Copa Mundial de la FIFA Rusia 2018 por Samara, que no tiene ni siquiera un equipo en la primera división pero que será una de las 11 sedes de la copa del mundo que arrancará en junio. Teníamos que hablar sobre fútbol, no importaba cómo: había que unir al cosmos con la pelota.
Entonces Oleg contó que le gusta mirar fútbol y que en la base hay internet, por lo que los partidos se pueden ver en vivo y en directo. Lo contó, sonrió y se quedó en silencio, como sabiendo —y dando a entender— que esa declaración era importante, que esa era la cita que yo tenía que destacar. La misión de la entrevista, insinuaba, ya estaba cumplida.
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Si se busca en la Real Academia Española una definición de embajador se lee: “Persona, entidad o cosa que por ser característico de un lugar o país, se considera representativo de ellos”. La rae da algunos ejemplos: “El jamón es el embajador de la gastronomía española”. En efecto, no existe una definición precisa sobre qué hace un embajador del Mundial, ni cuántos hay ni quiénes deben ser. Simplemente se los nombra y ellos hablan bien de la fifa, del país sede y de su ciudad. En ese orden.
Hace cuatro años, cuando Brasil tuvo que elegir a sus mejores representantes, eligió a Ronaldo, Bebeto y Zagallo, y a Marta, la superestrella del fútbol femenino.
Pero en Rusia es diferente. En un país que no llena estadios y cuya selección nunca ganó nada en ninguna liga, al momento de elegir “personas, entidades o cosas que por ser característicos de un lugar o país, se consideran representativos de ellos” se eligió a virtuosos de bayán –el acordeón ruso–, dramaturgos, cantantes de ópera, mujeres bellas, pianistas, campeones del Dakar en cuatriciclo, luchadores de yudo, jugadores de hockey sobre hielo y, claro, también cosmonautas como Oleg.
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En pleno verano, entre junio y septiembre de 2017, recorrí todas las sedes del Mundial de Rusia. Me habían convocado desde una productora privada rusa para realizar una serie de documentales que se emitirían en televisión en 2018. El plan era mostrar el país con la excusa de la copa: entré a todos los estadios, entrevisté gente, salté en bungee jumping en Sochi, fui a discotecas en Kaliningrado, viajé en limusinas por Moscú, jugué al paintball en la vieja Stalingrado. La idea era mostrar una Rusia intensa, variada, abierta y lista para recibir al evento deportivo y social más grande del mundo.
Técnicamente, el equipo de filmación conformado por nueve personas contaba con los recursos para enfrentar casi cualquier imponderable. La tropa no se detuvo ni ante las pérdidas de pasaportes ni ante el esguince de Muhammed, un sudanés de rulos frenéticos y muchos dientes que actuó de guía. No nos frenó ni siquiera que, paradoja de las paradojas, en toda la ciudad de Saransk fuera imposible conseguir hielo para el tobillo de Muhammed. En Rusia, el país del frío, es imposible conseguir hielo.
Pero había otro problema, quizá más profundo: ninguno de los rusos con los que trabajé sabía nada de fútbol. Sólo yo y el sudanés alguna vez fantaseamos seriamente con ser futbolistas. Muhammed jura que tenía destino de selección, pero se lesionó y su familia decidió entonces reorganizar la vida: trabajo estable en Arabia Saudita para los padres mientras la joven joya emigraba rumbo a la lejana Moscú en busca de un título universitario.
Para Narek, el director, el dilema fue espinoso durante toda la filmación. Le gustara o no, él sentía la obligación de conducir a la tropa. Como gran parte de los que trabajan en la productora, viene de Armenia y en su país el fútbol tampoco mueve multitudes. Por eso tomaba cuatro latas de bebida energizante y fumaba tres atados por día. Otro que estaba desorientado era Nikita. De 28 años, enojado con Putin, amante de Europa, pelado, forzudo, de mandíbula gruesa, de risa exagerada y movimientos toscos; el guionista de los 12 documentales tampoco sabía nada de fútbol. Ignoraba —y creo que lo sigue haciendo— dónde juega Messi y si forma parte de la selección de España, de Argentina o de Cataluña. En ese momento, la noticia era el lujurioso traspaso de Neymar del Barcelona al París Saint Germain a cambio de la insultante cifra de 260 millones de dólares. Pero Nikita no tenía idea de qué era Neymar: si una ciudad, una isla, un gusto de helado o un futbolista brasileño. A diferencia de Narek, a Nikita no le preocupaba en absoluto su ignorancia en materia futbolística. No lo consideraba parte de su trabajo. Su tarea era mostrar una Rusia potencia, una Rusia viril, una Rusia organizada, una Rusia eficiente y, por qué no, una Rusia europea.
En algún sentido, de eso se trata un Mundial. El fútbol, el deporte, los superatletas multimillonarios son un aspecto secundario, una herramienta. La fifa no es una ong filantrópica ni tiene vocación de serlo, y la elección de la sede no se realiza según criterios nobles.
Un Mundial de fútbol es el evento deportivo más grande del planeta. Según la fifa, sólo la final entre Alemania y Argentina, en el mundial de 2014, fue vista por más de 1 100 millones de personas. Durante el mes que duró la copa, hubo más de 3 200 millones de espectadores que pusieron sus ojos en Brasil. Si se tiene en cuenta que en el planeta hay 7 600 millones de personas, el mundial 2014 fue visto por el 42% de los seres humanos vivos.
Un Mundial no es necesariamente un negocio para el país sede. Hay muchas cifras que se cruzan y se amontonan, pero el grueso de los ingresos corresponde a los derechos de televisación, derechos de merchandising y venta de entradas. Y en todos los casos, es la fifa la que se queda con la parte del león.
Para el país organizador, los estándares de calidad que impone la fifa son altos y eso supone una gran inversión. Cosa que sucedió tanto en Sudáfrica 2010 como en Brasil 2014, donde los gastos en infraestructura previstos finalmente se multiplicaron por diez. Según estudios tanto de aseguradoras como de fundaciones, aunque muchas de las variables son difíciles de cuantificar, el resultado económico final es negativo o, en todo caso, neutro para el país organizador.
Pero hay un dato que explica esta enorme inversión: la onu tiene 193 estados miembros y la fifa 211. Un mundial tiene mucho más de geopolítica que de fútbol. Y en 2018 es el turno de Rusia, un fantasma, un malo que habla duro y escribe en cirílico. Un territorio que está detrás del muro de hielo. El más allá, donde siempre “Winter is Coming” con cuervos y caminantes blancos.
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Un Kremlin es un castillo, o un fuerte. Y si bien el más famoso es el de Moscú, a lo largo y ancho del país hay varios.
A comienzos de agosto de 2017 llegamos a Kazán, a 800 kilómetros de Moscú, donde el Kremlin sobrevive impoluto: es blanco, tiene entradas imperiales y está sobre una loma desde la que controla el río Kazanka. A su alrededor creció la ciudad que hoy tiene más de 1.2 millones de habitantes y que fue fundada aproximadamente en el año 1005 por un pueblo conocido como los Búlgaros del Volga, que se dice que eran descendientes del gran Genghis Khan.
Kazán es la capital de Tartaristán, una de las 21 repúblicas que conforman la Federación rusa. Hoy la ciudad es uno de los símbolos más potentes de la Rusia musulmana. En Tartaristán, más de 55% de la población cree en el islam, la segunda religión en Rusia. De hecho, dentro del Kremlin blanco hay una mezquita enorme frente a una gran iglesia ortodoxa.
El principal equipo de Kazán es el Rubin, un club de mitad de tabla pero con aspiraciones. Ganó algunos campeonatos, pero fueron pocos y hace tiempo. Con cuidado, intentando no herir susceptibilidades, les expliqué a los compañeros con los que hacíamos el documental que el Rubin es un equipo que no conoce nadie. Que, para un público futbolero, sobreactuar la pasión sería sospechoso. Que una serie de documentales sobre Rusia tenían que ir por otro lado: playas, noche, vodka, osos.
Pero la consigna era clara: había que hablar de fútbol, aunque no hubiera. Y para un ruso, una misión es algo muy parecido a un imperativo. No lo iban a hacer así nomás, no lo iban a hacer a media máquina. Entonces fuimos al estadio del Rubin conducidos por Yana, la productora armenia que no sonreía ni decía una palabra de más. Coordinaba todo desde el grupo de WhatsApp con mensajes cortantes y directos. Era la reina del silencio y la encargada de conseguir todo: entrevistas, locaciones, pelotas, jeeps, bungee jumpings, limusinas, drones, bares, discos. Y también al jugador número dos del Rubin, que es otro embajador de la copa, para charlar sobre algo. El debate era sobre qué…
—Es una persona muy muy muy importante —intentaba convencerme Nikita mientras íbamos hacia allá.
—No lo conoce nadie —le respondí, ya sin decoro.
La entrevista se hizo desear. El protocolo en Rusia siempre es largo, tedioso. Unos señores gordos con camisas rayadas oficiaban de burócratas y cumplían a la perfección con su rol: poner trabas. Estaba el encargado de prensa, el de seguridad, el asesor del entrenador, el que se encarga de que el césped luzca brillante. Debatían, controlaban sellos, sacaban fotocopias. Las preguntas tenían que estar listas antes y el que las escribía era Nikita que, como ya dije, no tiene idea de fútbol.
Después de un rato la escena quedó planteada cual set de filmación: el futbolista se paró en el centro. Yo a un lado. Muhammed, el sudanés, que oficiaba de traductor, al otro. Detrás, la cancha. Frente a nosotros dos cámaras, un guionista, una productora, un director de documental y cuatro burócratas del fútbol. Nikita me decía las preguntas en alemán. Yo las traducía al inglés. Muhammed las enunciaba en ruso. El futbolista tomaba aire y escupía una respuesta breve, de un tirón, en ruso.
La escena se repitió unas siete veces. La tensión aumentaba. Las preguntas eran estúpidas y yo estaba confiado en que, reformulándolas, salvaba la dignidad del guionista. Si me decían: “¿Qué le recomendarías a un futbolista para que juegue un Mundial?”, yo preguntaba: “¿Cómo ves a la selección de Rusia?”. Hasta que pidieron que le dijera: “Vos sos muy famoso en Rusia y en el extranjero, ¿te sentís una estrella?”. Y ahí estallé.
—Que no, que no le voy a preguntar eso. Que al dos del Rubin no lo conoce nadie en ningún lado.
Nikita se quedó duro. Los asesores del Rubin también. El número dos del Rubin parecía tranquilo, porque la tensión ya no reposaba sobre él. Necesitaban que formulara la pregunta idéntica a lo acordado, sin cambios. Y me explicaron por qué:
—Es que él está repitiendo un guión de memoria, si le cambias la pregunta no va a tener sentido su respuesta —confesó Nikita.
Más tarde, en el almuerzo en un McDonald’s me explicarían que acá las cosas no son como uno acostumbra. Que las preguntas se acuerdan y las respuestas se repiten. Que Putin y el ministro de relaciones exteriores Serguéi Lavrov son de los pocos que hablan sin plan. Que para casi cualquier otro caso, los usos y costumbres son especiales. Que todo está normado, acordado, establecido y el show se organiza sobre rieles. Que el arte de la improvisación no es virtud, sino mera precariedad. Incluso para el pobre número dos del Rubin de Kazán.
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En los meses previos al mundial, diferentes medios de distintos lugares empezaron a mirar al país con incertidumbre y me consultaban a diario cómo era vivir aquí, donde me radiqué a finales de 2016. Ante tantas solicitudes, en marzo le mandé un mensaje a mi profesora de ruso para preguntarle si durante la Copa ella estaría disponible para trabajar de traductora. Me respondió:
—Sí, creo que sí, recuérdame: ¿en qué fecha será eso?
Y no era la única que todavía no había registrado el evento más importante del mundo. El Mundial tomó por sorpresa incluso a la industria turística, a los dueños de hoteles, a los que alquilan pisos a través de plataformas como Airbnb o Booking. Con más de seis meses de anticipación, muchos fans habían reservado ya las mejores ofertas que los distraídos rusos ofrecían a precio “normal”. Sistemáticamente, a comienzos de 2018, los dueños empezaron a dar de baja los alquileres con los más diversos y creativos argumentos para, inmediatamente después, republicar los mismos anuncios doblando o triplicando los precios.
Los rusos tardaron en ver al Mundial. Con 144 millones de habitantes y 17 millones de kilómetros cuadrados, el país más grande del globo es un mundo en sí mismo: tienen su propio carnaval, su propio Papá Noel y sus propios deportes favoritos, entre los cuales no está el fútbol. Podría decirse que su indiferencia hacia el mundial es comparable a la que mostraría un mexicano ante un campeonato de cricket o un peruano ante el campeonato de hockey sobre hielo. La única expresión de júbilo deportivo que presencié en Rusia fue cuando le ganaron la final de hockey sobre hielo a Alemania en los Juegos Olímpicos de Invierno, en febrero de 2018, en Pieonchang (Corea del Sur). Había gente en los bares frente a televisores gigantes, las calles estaban desiertas y el grito fue agónico cuando Kirill Kaprizov metió el 4 a 3 en un partido cerradísimo.
Durante la vieja Unión Soviética, el hockey ya era “EL” deporte colectivo, para la gente y también para el Estado. Varios de los principales clubes pertenecían a diferentes ramas de las Fuerzas Armadas y sobre el hielo se ponía en juego parte del orgullo nacional. A lo largo de la Guerra Fría la selección de la urss jugó un rol clave. Tanto Moscú como Washington compartían la pasión por el deporte, por lo que el equipo soviético era una suerte de “embajador socialista”.
A comienzos de 2018, en Pieonchang, la cuestión política volvió a tener un rol central. Meses antes del inicio de los juegos, el Comité Olímpico Internacional decidió sancionar al equipo ruso por supuestos casos de dopaje en los juegos de invierno de 2014 en Sochi, que también será sede del mundial de fútbol. Las medidas establecieron que los deportistas podían presentarse pero sin “símbolos nacionales”. Es decir, sin himno y sin bandera. Los atletas fueron igual, en carácter de “individuos”, y entonces la organización inventó el eufemismo de “Equipo de Deportistas de Rusia” (oar, por sus siglas en inglés). Por eso fue noticia que, tras la final del hockey sobre hielo, ya en el podio, los jugadores rusos cantaran el himno ante las cámaras del mundo. Días después, en el principal acto de campaña en la carrera por su reelección presidencial en el estadio Luzhniki de Moscú, Putin los saludó especialmente desde el escenario.
El hielo es clave para entender a la idiosincrasia rusa. El hielo y la carencia de sol. A pocas semanas del triunfo ruso en Corea del Sur y a exactos 100 días del arranque de la Copa del Mundo, los rusos mezclaron ideas y organizaron un evento congelado: en medio de una Moscú totalmente nevada y con temperaturas de menos de diez grados bajo cero, convocaron a los voluntarios que se ocuparán de ayudar en el Mundial para festejar lo redondo de la cuenta regresiva con un recital en el vdnkh, la pista de patinaje más grande del mundo. Así, la fiesta que saludó al Mundial de fútbol fue sobre patines y sin pelotas.
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Durante el rodaje del documental, con el paso de los días, la reunión nocturna se volvió un ritual. Una especie de haka ruso, en el que comíamos embutidos, tomábamos alcohol —los rusos no beben tanto como el prejuicio indica— y comíamos las clásicas “ensaladas rusas”. La más famosa de ellas es la Olivié: pollo o jamón o pepino con papa, arvejas, zanahoria y tal vez algún otro tubérculo, todo fundido con mayonesa, mucha mayonesa. Usan tanta mayonesa que en 2014 ostentaron la notable marca de cinco kilos per cápita, mientras que los chilenos, que son lo que más comen en América Latina, apenas llegaron a dos. En uno de los últimos días de filmación, gracias a una botella de coñac armenio, logré guiar el debate para hablar de política. El consenso giraba en torno a que Putin iba a seguir siendo el presidente, como efectivamente sucedió. Todavía no era siquiera candidato, pero no importaba. La mayoría de mis compañeros no pensaba ir a votar. En Rusia, el voto no es obligatorio y los rusos conocieron la democracia liberal, o burguesa, o como sea que la llamemos, recién en 1993, en medio de una de las tantas crisis del gobierno de Boris Yeltsin.
Nikita, el guionista, era el intelectual del grupo, el que sabía de historia y datos, fechas, números. Esa noche repitió lo que suele decir como un mantra cada vez que habla sobre Rusia: “Nosotros tenemos siempre gobiernos fuertes, y cuando esto no sucede hacemos revoluciones”, dijo, a pocos meses del centenario de la Revolución de Octubre que cambió el curso de la historia universal, pero cuya efeméride parecía no conmover a nadie en el país.
Las presidenciales fueron el 18 de marzo de 2018, el mismo día en que se festejó el cuarto aniversario de la “reunificación de Crimea y Sebastopol”, después de la polémica anexión en 2014, referéndum mediante, del por entonces territorio ucraniano. Ese día Vladimir Putin obtuvo su reelección con el 76.6% de los votos y obtuvo el que será su cuarto mandato no consecutivo hasta 2024.
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El contexto político en el que se jugó Brasil 2014 no pudo ser más diferente al de Rusia 2018. La crisis política brasileña estalló en 2013, con el inicio de la Copa de las Confederaciones, ese mundialito previo que sirve como ensayo general. La por entonces presidente Dilma Rousseff logró atravesar a los tumbos el mundial y el 1 a 7 contra Alemania en la semifinal. Pero lo terminó con cierto aire, lo que le permitió ir por su reelección tres meses después. Ganó, aunque por poco, con el 51.6% de los votos. Pero el terreno se puso cada vez más hostil y un golpe parlamentario hizo que no pudiera llegar en su cargo para los Juegos Olímpicos de Río 2016. Paradójicamente, tanto el Mundial como los Juegos Olímpicos habían sido interpretados como bendiciones. Eran gestos, guiños de esa cosa etérea que es la “comunidad internacional”: Brasil estaba entrando por la puerta grande al siglo xxi.
En Rusia, todo indica, las cosas son distintas. El Mundial va ser un evento que va a tener mucho más que ver con la política exterior que con la doméstica. A raíz del escándalo diplomático que se suscitó en marzo de 2018 entre Moscú y Londres, tras el novelesco envenenamiento en Gran Bretaña de un ex doble espía ruso y su hija, el gobierno inglés insinuó que boicotearía el Mundial y que no enviaría a su selección. El ministro de Relaciones Exteriores británico, Boris Johnson, declaró que “Putin utilizará ese evento como Hitler hizo [con los Juegos Olímpicos de Berlín] en 1936 (…) para fortalecer su régimen corrupto y brutal del que él es el responsable”. La vocera de la Cancillería rusa, Maria Zajarova, respondió entonces que Inglaterra y Estados Unidos “están pensando sólo en esa pelota, y en que Dios impida que toque un campo de fútbol ruso”.
Poco después, Estados Unidos, Francia y el Reino Unido bombardearon Siria y el mundo se preocupó. No tanto por el ataque en sí —la guerra lleva más de siete años y los más de 400,000 muertos parecen ya no conmover a nadie—, sino por la posibilidad cierta de un enfrentamiento entre las potencias. Un embate contra el gobierno de Bashar al-Ásad supone una amenaza a sus aliados en Moscú y en Teherán, y Putin advirtió, a tan sólo dos meses del inicio del campeonato del mundo, que nuevos ataques conducirían inevitablemente al caos internacional.
En paralelo, el presidente de la FIFA, Gianni Infantino, aseguró que la situación no tendrá “un impacto negativo en el Mundial”. Y fue más allá: “La gente quiere celebrar. No conozco a nadie que quiera la violencia. El fútbol es el deporte de la gente. En Rusia viven 150 millones de personas que quieren abrir las puertas de Rusia a todo el mundo, y que todo el mundo vaya a celebrar el fútbol y a unir los pueblos. Este Mundial va a ser en este clima. Vamos a demostrar que puede cambiar la perspectiva de cómo la gente ve a un país”.
Un Mundial no se organiza para ganar plata, al menos no de un modo directo. Es un momento del soft power, o poder blando, que es como en el estadounidense Joseph Nye definió en la década de los noventa a la técnica de influir en otros ya no mediante la violencia, sino con la cultura y la ideología. Lo cierto es que entre el 14 de junio y el 15 de julio habrá 32 días en los que la mitad del mundo va a mirar hacia este país con ojos benévolos. Los informes no van a girar sólo sobre la situación de los homosexuales, ni sobre el rol del Moscú en el conflicto de Ucrania ni sobre la guerra de Siria ni sobre el supuesto intervencionismo en las elecciones de Estados Unidos, México, Colombia, Inglaterra, España o Alemania. En ese mes la tele va a mostrar a gente bonita con plata, borracha, sonriendo y festejando bajo el sol. Con vodka del bueno. Se hablará de su caviar, de sus hermosas mujeres, de la imponencia de sus grandes ciudades, del metro, de lo inesperadamente moderna que es la Rusia actual en muchas áreas y, también, de sus grandes epopeyas históricas, como su rol en la Gran Guerra Patria —que es como llaman a la Segunda Guerra Mundial— o la conquista del espacio, primero con la perra Laika a fines de la década de los cincuenta, y un par de años después con Gagarin.
Por eso, en un hábil gesto marketinero, las autoridades rusas decidieron enviar al espacio en marzo, en un Soyuz, la pelota Telstar, con la que Rusia y Arabia Saudita inaugurarán la copa, para que, poco después, otro cosmonauta la traiga de vuelta a la Tierra. Una metáfora más de que en Rusia hay un poder claro y un orden sólido que busca hacer lo que intentan todos: conquistar el universo.
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El Mundial de Rusia va a ser largo: el punto más al este será Ekaterimburgo, a los pies de los montes Urales, ahí donde empieza Asia y donde en 1918, un año después de la revolución, asesinaron al zar Nicolás y a toda su familia en un sótano.
En la otra punta, más de 3 000 kilómetros al oeste, pasando por Moscú y cruzando toda Bielorrusia y Lituania, está Kaliningrado, la ciudad más occidental, en la que se van a jugar cuatro partidos. Este enclave, aislado del resto del país, donde nació, vivió y murió Immanuel Kant, es una herencia de la Segunda Guerra que ni la caída de la Unión Soviética pudo separar de Rusia. Rico en ámbar, con nombre de prócer bolchevique y un puerto sobre el Báltico que nunca se congela, Kaliningrado es un mojón de la fuerza rusa en medio de la Unión Europea. Quizá por eso, justamente por eso, Kaliningrado será una sede del mundial.
Ni en Ekaterimburgo ni en Kaliningrado ni en Volgogrado ni en Nizhni Novgorod ni en Samara ni en Rostov del Don ni en Saransk había estadios que pudieran recibir a un Mundial. En muchas de estas ciudades ni siquiera hay equipos que jueguen en la primera división. Por eso, para mediados de 2017, siete de los doce estadios estaban siendo construidos por ejércitos de tayikos y uzbecos a contrarreloj. Los alrededores de cada una de estas obras estaban repletos de casas-containers en las que vivían los cientos de trabajadores que levantaban las estructuras, en su gran mayoría llegados de viejos países de la periferia de la ex Unión Soviética, que hoy son repúblicas independientes de Asia Central. Eran cientos de hombres en overol y con cascos, que para entrar y salir debían cumplir con estrictas medidas antiterroristas: detector de metales, seguridad privada, pasaporte, credenciales.
Tanto los estadios que se levantaron desde cero como aquellos que se remodelaron fueron adaptados para la ocasión con la mejor tecnología y modernos diseños: se buscó que el de Rostov del Don tuviera forma de vela, el de Sochi forma de ostra, el de Samara forma de ovni y el de Kazán forma de ola.
Pero también hubo algunos casos en los que venció el rústico pragmatismo: el Estadio Central de Ekaterimburgo, que fue reconstruido, y el Estadio Olímpico Fisht, de Sochi, que ya existía desde 2013, fueron ampliados sin demasiada elegancia. En cada cabecera, detrás de cada arco, se agregaron gradas de metal desmontables que sobresalen sin decoro alguno de la estructura del estadio.
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A un año del Mundial, tan sólo los estadios de Kazán, San Petersburgo, Sochi y uno de los de Moscú estaban listos. Aunque tampoco se trataba de construcciones con historia: el Otkrytie Arena, donde habitualmente juega el Spartak de Moscú, fue inaugurado en 2014; el Kazán Arena se terminó en 2013; el estadio Krestovski de San Petersburgo, donde juega el Zenit, fue inaugurado en abril de 2017, y las malas lenguas dicen que, con un costo de 1 100 millones de dólares en 10 años de obras, es el estadio más caro de la historia.
Pero el rey del Mundial va a ser el Luzhniki donde se van a jugar siete partidos, entre ellos el inaugural y la final. Ubicado en el centro de Moscú, sobre el río Moskova y frente al emblemático parque Gorki, fue inaugurado en 1956 bajo el nombre de Estadio Central Lenin. Estuvo en remodelaciones desde 2013 hasta noviembre de 2017, mes en el que fue reinaugurado con un amistoso entre las selecciones de Rusia y Argentina, que llevó su mejor equipo, Lionel Messi incluido. Fui a verlo aquel 11 de noviembre, pensando que sería lo más parecido a un ensayo general. Efectivamente, había un mega operativo desde la salida del metro, a más de un kilómetro de la entrada. Infinita cantidad de policías vestidos de negro, adolescentes uniformados con ropa de color violeta con manoplas gigantes que indicaban el camino con suavidad, estands con souvenirs, música tecno en vivo. De los 81 000 espectadores que llenaron la cancha, la mayoría rusa era abrumadora. Una multitud que hacía zoom con el celular sobre Messi, que intentaba infructuosamente armar una ola, que se entretenía lanzando avioncitos de papel a la cancha y que arengaba a los suyos cada tanto: “RO-SSI-A, ROO-SI-A, ROO-SI-A”.
Llamaba la atención la locura, el frenesí repentino de la multitud cada vez que algún jugador ruso dominaba el balón. Los gritos no eran proporcionales. No importaba si la situación no representaba el más mínimo peligro para el contrincante: un lateral en la mitad de la cancha era motivo de festejo, la tribuna deliraba satisfecha con dos pases seguidos y un “RO-SSI-A, ROO-SI-A, ROO-SI-A” iba in crescendo hasta llegar al éxtasis cuando el pícaro ocho eludía a uno o dos jugadores, aunque luego perdiera el balón desparramado en el piso.
En las butacas de atrás, un hombre con gorro para protegerse de los dos grados de temperatura y con un vaso de cerveza en la mano nos ofició voluntariamente de traductor. Explicó lo que decía la voz del estadio y ayudó a comprar souvenirs en el entretiempo. Y antes de retirarse nos regaló un encendedor con una imagen de Putin y una frase escrita en cirílico: “Putin siempre tiene razón”.
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